Las cruzadas vistas por los árabes (30 page)

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Authors: Amin Maalouf

Tags: #Ensayo, Historia

BOOK: Las cruzadas vistas por los árabes
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Tras haber pronunciado estas palabras, el sultán salió, montó a caballo y luego se alejó, dejando a los cautivos presa del terror. Supervisó el regreso de las tropas y luego volvió a su tienda. Una vez allí, mandó traer a Arnat, avanzó hacia él con el sable en la mano y lo golpeó entre el cuello y el omóplato. Cuando Arnat cayó al suelo, le cortaron la cabeza y luego arrastraron su cuerpo por los pies ante el rey, que se echó a temblar. Al verlo tan impresionado, el sultán le dijo con tono tranquilizador: «Este hombre sólo ha muerto por su maldad y su perfidia.»

De hecho, el rey y la mayor parte de los prisioneros salvarán la vida, pero los Templarios y los Hospitalarios correrán la suerte de Reinaldo de Chátillon.

Saladino no ha esperado a que acabe tan memorable día para reunir a sus principales emires y felicitarlos por la victoria que les devuelve —dice— el honor que los invasores llevaban demasiado tiempo pisoteando. Cree que a partir de ese momento los frany ya no tienen ejército y que hay que aprovechar sin dilación para quitarles las tierras que han ocupado injustamente. Ya al día siguiente, que es domingo, ataca la ciudadela de Tiberíades donde la esposa de Raimundo sabe que ya no sirve de nada resistir. Se encomienda a Saladino que, por supuesto, deja marchar a los defensores con todos sus bienes, sin que nadie los moleste.

El martes siguiente, el victorioso ejército marcha hacia el puerto de Acre, que capitula sin resistencia. La ciudad ha adquirido en los últimos años una considerable importancia económica, ya que por ella pasa todo el comercio con Occidente. El sultán intenta animar a los numerosos mercaderes italianos a que se queden, prometiendo ofrecerles toda la protección necesaria; sin embargo, prefieren irse al vecino puerto de Tiro. Aunque lo lamenta, no se opone a ello, incluso los autoriza a llevarse todas sus riquezas y les ofrece una escolta para protegerlos de los bandidos.

Pareciéndole inútil al sultán desplazarse personalmente a la cabeza de tan poderoso ejército, encarga a sus emires que reduzcan las diferentes plazas fuertes de Palestina. Uno tras otro, los asentamientos francos de Galilea y Samaría se rinden en horas o en días. Éste es el caso de Mapeusa, de Haifa y de Nazaret, cuyos habitantes se dirigen en su totalidad hacia Tiro o hacia Jerusalén. El único combate serio se produce en Jaffa, donde un ejército llegado de Egipto al mando de al-Adel, hermano de Saladino, tropieza con una encarnizada resistencia. Cuando consigue el triunfo, al-Adel reduce a la esclavitud a toda la población. Ibn al-Atir cuenta que ha comprado en un mercado de Alepo a una joven cautiva franca que procedía de Jaffa.

Tenía un niño de un año. Un día, cuando lo llevaba en brazos, se le cayó y se arañó el rostro. La mujer se echó a llorar. Intenté consolarla, diciéndole que la herida no era grave y que no debía llorar así por tan poca cosa. Me contestó: «No lloro por eso sino por la desgracia que ha caído sobre nosotros. Tenía seis hermanos y todos han muerto; en cuanto a mi marido y a mis hermanas, no sé qué ha sido de ellos.» De todos los frany de la costa, aclara el historiador árabe, sólo los habitantes de laffa corrieron tal suerte.

De hecho, en todos los demás lugares la reconquista se realiza sin violencias. Tras su corta estancia en Acre, Saladino se dirige hacia el norte. Pasa ante Tiro, pero decide no entretenerse ante sus poderosas murallas y comienza una marcha triunfal siguiendo la costa. El 29 de julio, tras setenta y siete años de ocupación, Saida capitula pacíficamente; con pocos días de intervalo, la siguen Beirut y Yabail. Las tropas musulmanas están ya muy cerca del condado de Trípoli, pero Saladino, que cree que por esa parte ya no tiene nada que temer, vuelve hacia el sur para detenerse nuevamente ante Tiro, preguntándose si no debería sitiarla.

Tras algunas vacilaciones —nos dice Baha al-Din—, el sultán renuncia a ello. Sus tropas estaban desperdigadas, sus hombres cansados de aquella campaña excesivamente larga, y Tiro estaba demasiado bien defendida, pues todos los frany del litoral estaban ahora allí reunidos. Prefirió, pues, atacar Ascalón que era más fácil de tomar.

Día vendrá en que Saladino lamente amargamente esta decisión, pero, por el momento, prosigue la marcha triunfal. El 4 de septiembre capitula Ascalón y luego Gaza, que pertenecía a los Templarios. Simultáneamente, Saladino envía a algunos emires de su ejército hacia la región de Jerusalén, donde se apoderan de varias localidades, entre ellas Belén. A partir de ese momento, el sultán ya no tiene más que un deseo: coronar su campaña victoriosa, así como su carrera, con la reconquista de la Ciudad Santa.

¿Podrá entrar en aquel lugar venerable, como hizo el califa Umar, sin destrucción y sin derramamiento de sanare? Envía un mensaje a los habitantes de Jerusalén invitándolos a entablar conversaciones acerca del futuro de la ciudad. Una delegación de notables se entrevista con él n Ascalón. La propuesta del vencedor es razonable: si le entregan la ciudad sin lucha, los habitantes que lo deseen podrán irse y llevarse todos sus bienes; se respetarán los lugares de cultos cristianos y no se molestará a quienes en el futuro deseen acudir como peregrinos. Pero, para gran sorpresa del sultán, los frany responden con la misma arrogancia que en tiempos de su poderío. ¿Entregar Jerusalén, la ciudad en la que murió Jesús? ¡De ninguna manera! La ciudad es de ellos y la defenderán hasta el final.

Entonces, jurando que no tomará Jerusalén más que con la espada, Saladino ordena a sus tropas, dispersas por toda Siria, que se reagrupen en torno a la Ciudad Santa. Acuden todos los emires. ¿Qué musulmán no querría poderle decir a su creador el día del Juicio: «¡He combatido por Jerusalén!»? ¿O mejor aún: «¡He muerto como un mártir por Jerusalén!»? Saladino, a quien un astrólogo había predicho una vez que perdería un ojo si entraba en la Ciudad Santa, había contestado: «¡Por apoderarme de ella, estoy dispuesto a perder los dos!»

La defensa, dentro de la ciudad sitiada, la organiza «Balian de Ibelin», señor de Ramleh,
un señor que
, según Ibn al-Atir,
tenía entre los frany una categoría más o menos igual a la del rey
. Había podido salir de Hattina poco antes de la derrota de los suyos y luego se había refugiado en Tiro. Como su mujer estaba en Jerusalén, le había pedido a Saladino, por el verano, permiso para ir a buscarla prometiéndole no llevar armas y no pasar más que una noche en la Ciudad Santa. Sin embargo, cuando llegó le suplicaron que se quedara, pues ninguna otra persona tenía suficiente autoridad como para dirigir la resistencia. Pero Balian, que era hombre de honor y no podía aceptar defender Jerusalén y a su pueblo sin traicionar el acuerdo con el sultán, se había remitido al propio Saladino para saber qué debía hacer, y el sultán, magnánimo, le había liberado de su compromiso. ¡Si el deber lo obligaba a permanecer en la Ciudad Santa y a llevar armas, que lo hiciera! ¡Y como Balian, demasiado ocupado en organizar la defensa de Jerusalén ya no podía llevar a su mujer a lugar seguro, el sultán le procuró a ésta una escolta que la llevara a Tiro!

Saladino no le negaba nada a un hombre de honor aunque fuera el más encarnizado de sus enemigos, si bien es cierto que, en este caso concreto, el riesgo es mínimo. A pesar de su valentía, Balian no puede ser una seria preocupación para el ejército musulmán. Aunque las murallas sean sólidas y la población franca esté profundamente apegada a su capital, el número de defensores se limita a un puñado de caballeros y a unos cientos de burgueses sin ninguna experiencia militar. Por otra parte, los cristianos orientales, ortodoxos y jacobitas, que viven en Jerusalén, están de parte de Saladino, sobre todo el clero, al que los prelados latinos han desairado constantemente; uno de los principales consejeros del sultán es un sacerdote ortodoxo llamado Yusuf Batit. Es él quien se ocupa de los contactos con los frany así como con las comunidades cristianas orientales. Poco antes del comienzo del sitio, los clérigos ortodoxos han prometido a Batit abrir las muertas de la ciudad si los occidentales se mostraran demasiado obstinados.

De hecho, la resistencia de los frany será valerosa pero breve y sin ilusiones. El 20 de septiembre comienza el céreo de Jerusalén. Seis días después, Saladino, que ha instalado su campamento en el monte de los Olivos, pide a sus ropas que aumenten la presión con vistas al asalto final. El 29 de septiembre, los zapadores consiguen abrir una brecha en la muralla norte, muy cerca del lugar en que los occidentales se abrieron camino en 1099. Al ver que ya no sirve de nada seguir el combate, Balian pide un salvoconducto y se presenta ante el sultán.

Saladino se muestra inflexible. ¿Acaso no les ha propuesto a los habitantes, mucho antes de la batalla, las meares condiciones de capitulación? ¡Ahora ya no es momento de negociar, pues ha jurado que tomará la ciudad con la espada como hicieron los frany! El único modo de liberarlo de su juramento es que Jerusalén le abra sus puertas y se entregue por completo a él sin condiciones.

Balian insiste para conseguir una promesa de que salvarán la vida —cuenta Ibn al-Atir—, pero Salah al-Din no promete nada. Intenta enternecerlo en vano. Entonces le dice las siguientes palabras: «Oh sultán, has de saber que hay en esa ciudad una muchedumbre de gente cuyo número sólo Dios conoce. Dudan en seguir el combate, pues esperan que preservarás sus vidas como lo has hecho con otros muchos, porque aman la vida y odian la muerte. Pero si vemos que la muerte es inevitable, entonces por Dios que mataremos a nuestros hijos y a nuestras mujeres, quemaremos cuanto poseemos, no os dejaremos de botín ni un solo dinar, ni un solo dirhem, ni un solo hombre, ni una sola mujer que podáis llevaros cautiva. Luego destruiremos la Roca sagrada, la mezquita al-Aqsa y otros muchos lugares, mataremos a los cinco mil prisioneros musulmanes que tenemos y exterminaremos a todas las cabalgaduras y a todos los animales. Al final saldremos y combatiremos contra vosotros como se combate para defender la vida. Ninguno de nosotros morirá sin haber matado a varios de los vuestros.»

Estas amenazas no impresionan a Saladino, pero lo conmueve el fervor de su interlocutor. Para no parecer que se ablanda demasiado pronto, se vuelve hacia sus consejeros y les pregunta si, para evitar la destrucción de los santos lugares del Islam, no podría quedar libre de su juramento de tomar la ciudad por la espada. Ellos responden afirmativamente, pero, como conocen la incorregible generosidad de su señor, insisten para que consiga de los frany, antes de dejarlos marchar, una contrapartida financiera, pues esta larga campaña ha vaciado por completo las arcas del Estado. Los infieles, explican los consejeros, son prisioneros virtuales; para quedar libre, cada uno deberá pagar su rescate: diez dinares por hombre, cinco por mujer y uno por niño. Balian acepta el principio, pero aboga por los pobres que, a lo que dice, no pueden pagar esa suma. ¿No se podría dejar libres a siete mil por treinta mil dinares? Una vez más se acepta tal petición, a pesar de la furia de los tesoreros. Satisfecho, Balian ordena a sus hombres que depongan las armas.

El viernes 2 de octubre de 1187, el 27 de rayab del año 583 de la hégira, el mismo día en que los musulmanes celebran el viaje nocturno del profeta a Jerusalén, Saladino entra solemnemente en la Ciudad Santa. Sus emires y soldados han recibido órdenes estrictas: no hay que maltratar a ningún cristiano, sea franco u oriental. De hecho, no habrá matanzas ni saqueo. Algunos fanáticos han reclamado la destrucción de la iglesia del Santo Sepulcro como represalia contra los abusos cometidos por los frany, pero Saladino les para los pies. Antes bien, refuerza la guardia en los lugares de culto y anuncia que los propios frany podrán peregrinar cuando lo deseen. Naturalmente, se quita la cruz franca de la cúpula de la Roca y la mezquita al-Aqsa, que se había convertido en iglesia, vuelve a ser un lugar de culto musulmán tras rociar sus muros con agua de rosas.

Mientras Saladino, rodeado de una nube de acompañantes, va de un santuario a otro llorando, orando y prosternándose, la mayor parte de los frany se han quedado en la ciudad. Los ricos se dedican a vender sus casas, sus comercios o sus muebles antes de exiliarse y los compradores suelen ser cristianos ortodoxos o jacobitas que piensan quedarse. Después se venderán otros bienes a las familias judías que instalará Saladino en la Ciudad Santa.

En cuanto a Balian, se está esforzando por reunir el dinero necesario para comprar la libertad de los más pobres. El rescate en sí no es muy oneroso. El de los príncipes suele alcanzar varias decenas de miles de dinares, e incluso cien mil o más. Pero, para los humildes, veinte dinares por familia representan los ingresos de uno o dos años. Miles de menesterosos se han reunido a las puertas de la ciudad para mendigar unas monedas. Al-Adel, que no es menos sensible que su hermano, le pide permiso a Saladino para liberar sin rescate a mil prisioneros pobres. Cuando se entera, el patriarca franco hace la misma petición para otros setecientos y Balian para quinientos: todos quedan libres. Luego, por propia iniciativa, el sultán anuncia que todas las personas de edad pueden partir sin pagar nada, así como que deja libres a los padres de familia prisioneros. En cuanto a las viudas y huérfanos francos, no se conforma con exonerarlos de cualquier pago, les hace regalos antes de que partan.

Los tesoreros de Saladino están desesperados. ¡Si se libera sin contrapartida a los más pobres, que se aumente, por lo menos, el rescate de los ricos! La cólera de estos buenos servidores del Estado llega al colmo cuando el patriarca de Jerusalén sale de la ciudad acompañado de numerosos carros cargados de oro, de tapices y de todo tipo de bienes a cual más costoso. Imad al-Din al-Isfahani quedó escandalizado, como él mismo cuenta.

Le dije al sultán: «Ese patriarca transporta riquezas que no valen menos de doscientos mil dinares. Les hemos permitido que se lleven sus bienes, pero no los tesoros de las iglesias y los conventos. ¡No hay que dejárselos!» Pero Salah al-Din contestó: «Tenemos que aplicar al pie de la letra los acuerdos que hemos firmado, así nadie podrá acusar a los creyentes de haber traicionado los tratados. Antes bien, los cristianos recordarán en todas partes los beneficios de que los hemos colmado.»

De hecho, el patriarca pagará diez dinares, como todos, e incluso disfrutará de una escolta para poder llegar a Tiro sin que nadie lo importune.

Si Saladino ha conquistado Jerusalén no ha sido para acumular oro, y menos aún para vengarse. Ha intentado sobre todo, explica, cumplir con su deber hacia su Dios y su fe. Su victoria es haber librado a la Ciudad Santa del fugo de los invasores, y ello sin baño de sangre, sin destrucción, sin odio. Su felicidad es poder prosternarse en estos lugares donde, de no haber sido por él, no habría podido orar ningún musulmán. El viernes 9 de octubre, una semana después de la victoria, se organiza una ceremonia oficial en la mezquita al-Aqsa. Muchos religiosos le han disputado el honor de pronunciar el sermón en esta ocasión memorable. Finalmente, es el cadí de Damasco, Muhi al-Din Ibn al-Zaki, sucesor de Abu-Saad al-Harawi, el designado por el sultán para subir al púlpito, vestido con una rica túnica negra. Tiene una voz clara y fuerte, pero un leve temblor deja traslucir la emoción que siente: «¡Gloria a Dios que ha concedido al Islam esta victoria y que ha devuelto al redil a esta ciudad tras llevar un siglo perdida! ¡Honor a este ejército que Él ha escogido para concluir la reconquista! ¡Y salve, Salah al-Din Yusuf, dijo de Ayyub, que le has devuelto a esta nación su pisoteada dignidad!»

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