Las cruzadas vistas por los árabes (31 page)

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Authors: Amin Maalouf

Tags: #Ensayo, Historia

BOOK: Las cruzadas vistas por los árabes
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Quinta parte
La tregua (1187-1244)

Cuando el señor de Egipto decidió entregarles Jerusalén a los frany, una inmensa tempestad de indignación sacudió a todos los países del Islam.

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Cronista árabe (1186-1256)

Capítulo 11

El imposible encuentro

Aunque se venere a Saladino como a un héroe tras la conquista de Jerusalén, no por ello se le deja de criticar. Sus allegados, amistosamente, y sus adversarios cada vez con mayor severidad.

Salah al-Din —dice Ibn al-Atir— no mostraba nunca firmeza alguna en sus decisiones. Cuando asediaba una ciudad y los defensores resistían durante cierto tiempo, se cansaba y levantaba el sitio. Ahora bien, un monarca no debe actuar así nunca, incluso aunque el destino lo favorezca. Con frecuencia es preferible fracasar manteniéndose firme a triunfar y malgastar luego los frutos del éxito. Nada ilustra mejor esta verdad que el comportamiento de Salah al-Din en Tiro. Si los musulmanes sufrieron un revés en esta plaza, la culpa fue sólo suya.

Aunque no demuestre en modo alguno una hostilidad sistemática, el historiador de Mosul, fiel a la dinastía de Zangi, siempre ha tenido sus reservas hacia Saladino. Tras Hattina, tras Jerusalén, Ibn al-Atir se une al júbilo general del mundo árabe. Pero ello no le impedirá subrayar, sin ninguna condescendencia, los errores del héroe.

Cuando habla de Tiro, los reproches del historiador están totalmente justificados.

Cada vez que se apoderaba de una ciudad o de una fortaleza franca, como Acre, Ascalón o Jerusalén, Salah al-Din permitía a los caballeros y a los soldados enemigos que se exiliasen en Tiro, de modo que esta ciudad no había prácticamente ya quien la tomara. Los frany de la costa enviaron mensajes a los que están allende los mares y estos últimos prometieron venir a ayudarles. ¿No habría que decir que fue el mismo Salah al-Din el que organizó la defensa de Tiro, en contra de su propio ejército?

Cierto es que no se le puede reprochar al sultán la magnanimidad con la que ha tratado a los vencidos. La repugnancia que siente por derramar sangre inútilmente, el estricto respeto de sus compromisos, la conmovedora nobleza de todos sus gestos tiene, para la Historia, al menos tanto valor como sus conquistas. Es innegable, sin embargo, que ha cometido un grave error político y militar. Al apoderarse de Jerusalén sabe que está desafiando a Occidente y que éste va a reaccionar. Permitir, en tales condiciones, a decenas de miles de frany atrincherarse en Tiro, la plaza fuerte más poderosa de la costa, es preparar una cabeza de puente ideal para una nueva invasión. Tanto más cuanto que los caballeros han encontrado, durante la ausencia del rey Guido, que sigue cautivo, un jefe particularmente tenaz, el hombre que los cronistas árabes llaman «al-Markish», el marqués Conrado de Montferrato, recién llegado de Occidente.

Saladino no es ajeno al peligro, pero lo infravalora. Ya en noviembre de 1187, unas semanas después de la conquista de la Ciudad Santa, emprende el sitio de Tiro, pero lo hace sin gran determinación. Sólo se puede tomarla antigua ciudad fenicia con la intervención masiva de la flota egipcia, Saladino lo sabe; sin embargo, se presenta ante las murallas con sólo diez barcos, cinco de los cuales son incendiados en seguida por los defensores en un audaz golpe de mano. Los otros huyen en dirección a Beirut. Sin armada, el ejército musulmán ya no puede atacar Tiro más que a través de la estrecha cornisa que une la ciudad a tierra firme. En tales condiciones, el sitio puede durar meses; tanto más cuanto que los frany, eficazmente movilizados por al-Markish, parecen dispuestos a luchar hasta el último hombre. Agotados por esta interminable campaña, la mayoría de los emires aconsejan a Saladino que renuncie. Con oro, el sultán habría podido convencer a algunos de que permanecieran a su lado, pero los soldados cuestan caros en invierno y las arcas del Estado están vacías. También él está cansado. Licencia pues a la mitad de sus tropas y luego levanta el sitio dirigiéndose al norte donde muchas ciudades y fortalezas pueden reconquistarse sin gran esfuerzo.

El ejército musulmán realiza una nueva marcha triunfal: Latakia, Tartus, Baghras, Safed, Kawbak…, la lista de las conquistas es larga. Sería más sencillo enumerar lo que les queda a los frany en Oriente: Tiro, Trípoli, Antioquía y su puerto, así como tres fortalezas aisladas. Pero, n círculos próximos a Saladino, los más perspicaces no e dejan engañar. ¿Para qué acumular conquistas si nada garantiza que se pueda disuadir al enemigo de una nueva invasión? El propio sultán muestra una serenidad a toda prueba. «¡Si los frany vienen de allende los mares, corren la misma suerte que los de aquí!», clama cuando se presenta una flota siciliana ante Latakia. En julio de 1188, 3 vacila en liberar a Guido, no sin haberle hecho jurar solemnemente que nunca más tomará las armas contra los musulmanes.

Este último regalo le va a costar caro. En agosto de 1189, el rey frany incumple su palabra y pone sitio al puerto de Acre. Dispone de fuerzas modestas, pero no paran de llegar navíos que van dejando en la costa sucesivas oleadas de combatientes occidentales.

Tras la caída de Jerusalén —cuenta Ibn al-Atir—, los frany se han vestido de negro y se han ido allende los mares a pedir ayuda por todas las comarcas, sobre todo en Roma la Grande. Para incitar a la gente a la venganza, llevaban un dibujo que representaba al Mesías, la paz sea con él, ensangrentado y golpeado por un árabe. Decía: «¡Mirad! ¡Ved al Mesías y ved a Mahoma, profeta de los musulmanes, que lo golpea hasta matarlo!» Conmovidos, los frany se reunieron, incluidas las mujeres, y los que no podían venir pagaron los gastos de los que iban a combatir en su lugar. Uno de los prisioneros enemigos me ha contado que era hijo único y que su madre había vendido la casa para proporcionarle los pertrechos. Las motivaciones religiosas y psicológicas de los frany eran tales que estaban dispuestos a superar cualquier tipo de dificultad para conseguir sus fines.

De hecho, en los primeros días de septiembre las tropas de Guido reciben más y más refuerzos. Comienza entonces la batalla de Acre, una de las más largas y penosas de todas las guerras francas. Acre está construida sobre una península en forma de apéndice nasal: al sur, el puerto; al oeste, el mar; al norte y al este, dos sólidas murallas que forman un ángulo recto. La ciudad está doblemente amurallada. Alrededor de las murallas, sólidamente defendidas por la guarnición musulmana, los frany formar un arco de círculo, cuyo grosor va aumentando, pero tienen que contar, en la retaguardia, con el ejército de Saladino. Al principio, éste ha intentado coger al enemigo en una tenaza con la esperanza de diezmarlo, pero en seguida se da cuenta de que no lo conseguirá, ya que si el ejército musulmán consigue varias victorias sucesivas, los frany compensan inmediatamente sus pérdidas. Desde Tiro o de allende los mares, cada día que amanece trae su cupo de combatientes.

En octubre de 1189, cuando la batalla de Acre está en todo su apogeo, Saladino recibe un mensaje de Alepo que le comunica que el «rey de los Alman», el emperador Federico Barbarroja, se acerca a Constantinopla, camino de Siria, llevando de doscientos a doscientos sesenta mil hombres. El sultán se queda muy preocupado, nos dice su fiel Baha al-Din, que se halla en ese momento a su lado.
En vista de la extrema gravedad de la situación, le pareció necesario llamar a todos los musulmanes al yihad e informar al califa del desarrollo de la situación. Me encargó, pues, que fuera a ver a los señores de Sanyar, de la Yazira, de Moul, de Irbily que los animara a venir personalmente con sus soldados para participar en el yihad. Tenía que dirigirle luego a Bagdad para incitar al príncipe de los creyentes que reaccionase. Y eso fue lo que hice
. Para intentar sacar al califa de su letargo, Saladino le especifica, en una carta,
que el papa que reside en Roma les ha ordenado a los pueblos francos que marchen sobre Jerusalén
. Al mismo tiempo, Saladino envía mensajes a los dirigentes del Magreb y de la España musulmana para invitarlos a acudir en ayuda de sus hermanos,
igual que los frany de Occidente han hecho con los frany de Oriente
. En todo el mundo árabe, el entusiasmo que suscitó la conquista de la plaza dio paso al miedo. Se cuchichea que la venganza de los frany será terrible, que se va a asistir a un nuevo baño de sangre, que la Ciudad Santa se volverá a perder, que Siria y Egipto van a caer en manos de los invasores. Pero, una vez más, el azar y la providencia intervienen en favor de Saladino.

Tras haber cruzado triunfalmente Asia Menor, el emperador alemán llega en la primavera de 1190 ante Konya, la capital de los sucesores de Kiliy Arslan, cuyas puertas fuerza rápidamente antes de enviar emisarios a Antioquía para anunciar su llegada. Los armenios del sur de Anatolia se alarman. Sus sacerdotes envían un mensajero a Saladino para suplicarle que los proteja de esa nueva invasión franca, pero no va a ser necesaria la intervención del sultán. El 10 de junio, un día muy caluroso, Federico Barbarroja se está bañando en un riachuelo al pie de los montes Tauro cuando, seguramente víctima de un ataque al corazón, se ahoga
en un lugar
—especifica Ibn al-Atir—
donde el agua apenas llega a la cadera. Su ejército se dispersó y Dios les evitó asía los musulmanes la maldad de los alemanes que son, de entre los frany, una especie particularmente numerosa y tenaz
.

El peligro alemán ha quedado, pues, descartado como por milagro, no sin haber paralizado a Saladino durante varios meses, impidiéndole dar la batalla decisiva contra los sitiadores de Acre. Ahora, la situación está estancada en torno al puerto palestino. El sultán ha recibido suficientes refuerzos para estar protegido ante un contraataque, pero es imposible expulsar a los frany. Poco a poco se va estableciendo un
modus vivendi
. Entre dos escaramuzas, caballeros y emires se invitan mutuamente a banquetes y charlan tranquilamente entre sí, entregándose a veces a algunos juegos, como cuenta Baha al-Din.

Un día los hombres de ambos bandos, cansados de combatir, decidieron organizar una batalla entre los niños. Dos muchachos salieron de la ciudad para medir sus fuerzas con dos jóvenes infieles. En el ardor de la pelea, uno de los muchachos musulmanes se abalanzó sobre su contrincante, lo derribó y lo asió por la garganta. Al ver que corría el riesgo de matarlo, se acercaron unos frany y le dijeron: «¡Para! Es tu prisionero de verdad y vamos a rescatarlo.» Tomó dos dinares y lo soltó.

A pesar de este ambiente verbenero, la situación de los combatientes no es precisamente como para causar regocijo. Hay muchos muertos y heridos, las epidemias hacen estragos y, en invierno, no es fácil abastecerse. Lo que más le preocupa a Saladino es la situación de la guarnición de Acre. Según van llegando navíos de Occidente, el bloqueo marítimo se vuelve cada vez más riguroso. En dos ocasiones una flota egipcia con varias decenas de barcos consigue abrirse paso hasta el puerto, pero las pérdidas son grandes y el sultán tiene que recurrir pronto a la astucia para avituallar a los asediados. En julio de 1190, manda aparejar en Beirut un gigantesco navío repleto de trigo, queso, cebollas y corderos.

Un grupo de musulmanes embarcó —cuenta Baha al-Din—. Se vistieron como los frany, se afeitaron la barba, colgaron cruces del mástil y colocaron en el puente claramente unos cerdos. Se acercaron a la ciudad, pasando tranquilamente por entre los barcos enemigos. Los pararon y les dijeron: «Estamos viendo que os dirigís a Acre.» Fingiendo asombro, preguntaron los nuestros: «¿Aún no habéis tomado la ciudad?» Los frany, que creían de verdad que estaban hablando con congéneres suyos, contestaron: (No, aún no la hemos tomado. Bueno —dijeron los nuestros—, mes vamos a acostar cerca del campamento, pero viene detrás otro barco. Hay que avisarlo en seguida, no vaya a ser que se dirija a la ciudad.» Los beirutíes se habían fijado, sencillamente, en que un navío franco venía detrás de ellos. Los marinos enemigos se dirigieron en seguida hacia él mientras que los nuestros avanzaban a toda vela hacia el puerto de Acre donde los recibieron con gritos de alegría pues la ciudad andaba escasa de víveres.

Pero tales estratagemas no pueden repetirse muchas veces. Si el ejército de Saladino no consigue aflojar el cerco, Acre acabará por capitular. Ahora bien, a medida que transcurren los meses, las posibilidades de una victoria musulmana, de una nueva Hattina, son cada vez menores. El flujo de combatientes occidentales no sólo no amaina sino que sigue creciendo: en abril de 1191 el rey de Francia, Felipe Augusto, desembarca con sus tropas cerca de Acre seguido, a principios de junio, por Ricardo Corazón de León.

Este rey de Inglaterra, Malek al-Inkitar —nos dice Baha al-Din— era un hombre valiente, enérgico, audaz en el combate. Aunque inferior en rango al rey de Francia, era más rico y tenía más fama como guerrero. De camino, se paró en Chipre y se apoderó de esta ciudad. Y cuando apareció frente a Acre acompañado de veinticinco galeras repletas de hombres y de material de guerra, los frany lanzaron gritos de alegría y encendieron grandes hogueras para celebrar su llegada. En cuanto a los musulmanes, este acontecimiento colmó sus corazones de temor y aprensión.

A los treinta y tres años, el gigante pelirrojo que lleva la corona de Inglaterra es el prototipo del caballero belicoso y frívolo cuya nobleza de ideales no consigue enmascarar la desconcertante brutalidad y la total ausencia de escrúpulos. Pero si ningún occidental permanece insensible a su encanto y a su innegable carisma, el propio Ricardo, en cambio, está fascinado por Saladino. Nada más llegar, intenta verlo, le envía un mensajero a al-Adel y le pide que organice una entrevista con su hermano. El sultán contesta, sin vacilar un instante: «Los reyes sólo se reúnen tras llegar a un acuerdo, pues no es conveniente guerrear contra aquel que se conoce y con quien se ha comido»; pero autoriza a su hermano a entrevistarse con Ricardo a condición de que ambos estén rodeados de sus soldados. Los contactos prosiguen, aunque sin grandes resultados.
De hecho
—explica Baha al-Din—,
la intención de los frany al enviarnos mensajeros era sobre todo conocer nuestros puntos fuertes y nuestras debilidades. Y nosotros, cuando los recibíamos, teníamos exactamente la misma intención
. Ricardo desea sinceramente conocer al conquistador de Jerusalén pero, desde luego, no ha venido a Oriente a negociar.

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