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Authors: Amin Maalouf

Tags: #Ensayo, Historia

Las cruzadas vistas por los árabes (8 page)

BOOK: Las cruzadas vistas por los árabes
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De todas las delegaciones que desfilan por las inmensas estancias sin muebles de Hosn-el-Akrad, la más generosa es la de Trípoli. Mientras sacan una por una las espléndidas alhajas fabricadas por los artesanos judíos de la ciudad, sus embajadores dan a los frany la bienvenida en nombre del príncipe más respetado de la costa siria, el cadí Yalal el-Mulk. Éste pertenece a la familia de los Banu Animar, que ha convertido Trípoli en la joya del Oriente árabe. No se trata en absoluto de uno de esos innumerables clanes militares que han conseguido feudos mediante la sola fuerza de las armas, sino de una dinastía de personas cultas que tiene por fundador a un magistrado, un cadí, título que han conservado los soberanos de la ciudad.

Cuando se acercan los frany, Trípoli y su región viven, gracias a la sabiduría de los cadíes, un período de paz y de prosperidad que les envidian sus vecinos. El orgullo de los ciudadanos es su inmensa «casa de la cultura», Dar-el-Ilm, que alberga una biblioteca de cien mil volúmenes, una de las más importantes de la época. La ciudad está rodeada de olivares, de campos de algarrobos, de caña de azúcar, de frutales de todas clases que dan abundantes cosechas. El puerto tiene un tráfico animado.

Precisamente esta opulencia es lo que le va a proporcionar a la ciudad las primeras dificultades con los invasores. En el mensaje que ha hecho llegar a Hosn-el-Akrad, Yalal el-Mulk invita a Saint-Gilles a enviar una delegación a Trípoli para negociar una alianza. Es un error imperdonable, ya que los emisarios francos se quedan maravillados ante los jardines, los palacios, el puerto y el zoco de los orfebres y dejan de escuchar las proposiciones del cadí. Ya se imaginan todo lo que podrían saquear si se apoderaran de la ciudad. Y parece claro que, al volver junto a su jefe, hicieron cuanto pudieron para avivar su codicia. Yalal el-Mulk, que espera ingenuamente la respuesta de Saint-Gilles a su oferta de alianza, se queda un tanto sorprendido al enterarse de que los frany han puesto sitio, el 14 de febrero, a Arqa, segunda ciudad del principado de Trípoli. Evidentemente, está decepcionado pero sobre todo aterrado, convencido de que la operación dirigida por los invasores no es más que un primer paso hacia la conquista de su capital. ¿Cómo no pensar en la suerte de Antioquía? Yalal el-Mulk se ve ya en el lugar del desdichado Yaghi Siyan, cabalgando vergonzosamente camino de la muerte o del olvido. En Trípoli se acumulan reservas en previsión de un sitio prolongado. Los habitantes se preguntan, angustiados, cuánto tiempo serán retenidos los invasores ante Arqa. Cada día que pasa es una prórroga inesperada.

Transcurre febrero, y luego marzo y abril. Como todos los años, los aromas de los vergeles en flor envuelven Trípoli. Hace tanto mejor tiempo cuanto que las noticias son reconfortantes: los frany siguen sin conseguir tomar Arqa, cuyos defensores están tan asombrados como los sitiadores. Es cierto que las murallas son sólidas, pero no más que las de las otras ciudades, más importantes, de las que han podido apoderarse los frany. La fuerza de Arqa reside en que sus habitantes han tenido desde el primer momento de la batalla la convicción de que, si se abría una sola brecha, los degollarían a todos como habían hecho con sus hermanos de Maarat o de Antioquía. Velan día y noche, rechazando todos los ataques, impidiendo la menor infiltración. Los invasores acaban por cansarse. Los ecos de sus disputas llegan hasta la ciudad sitiada. El 13 de mayo de 1099, levantan por fin el campo y se alejan cabizbajos. Tras tres meses de lucha agotadora, la tenacidad de los resistentes se ha visto recompensada. Arqa rebosa de júbilo.

Los frany han reanudado su marcha hacia el sur. Pasan ante Trípoli con una lentitud inquietante. Yalal el-Mulk, que los sabe irritados, se apresura a transmitirles sus mejores deseos para la continuación del viaje. Tiene buen cuidado de añadir víveres, oro, algunos caballos, así como guías que los ayudarán a recorrer el estrecho camino de la costa que lleva a Beirut. A los exploradores tripolitanos se les suman pronto cristianos maronitas de la montaña libanesa, que, imitando a los emires musulmanes, vienen a ofrecer su ayuda a los guerreros occidentales.

Sin atacar ya las posesiones de los Banu Ammar, como Yabeyl, la antigua Biblos, los invasores llegan a Nahr-el-Kalb, el «Río del perro».

Al cruzarlo, declaran la guerra al califato fatimita de Egipto.

El hombre fuerte de El Cairo, el poderoso y corpulento visir al-Afdal Shahinshah, no había ocultado su satisfacción cuando los emisarios de Alejo Comneno habían venido a anunciarle, en abril de 1097, la llegada masiva de los caballeros francos a Constantinopla y el comienzo de su ofensiva en Asia Menor. Al-Afdal, «el Mejor», un antiguo esclavo de treinta y cinco años que dirige él solo una nación egipcia de siete millones de habitantes, le había transmitido al emperador sus deseos de éxito y había solicitado que lo informara, dada su amistad, de los avances de la expedición.

Algunos dicen que cuando los señores de Egipto vieron la expansión del imperio selyúcida, se asustaron y pidieron a los frany que marcharan sobre Siria y establecieran un tapón entre ellos y los musulmanes. Sólo Dios sabe la verdad.

Esta singular explicación dada por Ibn al-Atir sobre el origen de la invasión franca indica claramente la división que reina en el seno del mundo islámico entre los sunníes, que dicen pertenecer al califato abasida de Bagdad, y los chiitas, que se identifican con el califato fatimita de El Cairo. El cisma, que data del siglo VII y de un conflicto en el seno de la familia del Profeta, no ha dejado nunca de provocar luchas encarnizadas entre los musulmanes. Incluso a los hombres de Estado como Saladino, la lucha contra los chiitas les parecerá por lo menos tan importante como la guerra contra los frany. A los «herejes» los acusan regularmente de todos los males que padece el Islam, y no es sorprendente que se atribuya a sus manejos la propia invasión franca. Dicho esto, si bien es totalmente imaginario que los fatimitas hayan llamado a los frany, la alegría de los dirigentes de El Cairo a la llegada de los guerreros occidentales sí que es real.

A la caída de Nicea, el visir al-Afdal ha felicitado efusivamente al
basileus
, y tres meses antes de que los invasores se apoderen de Antioquía, una delegación egipcia cargada de regalos ha visitado el campamento de los frany para desearles una pronta victoria y proponerles una alianza. Militar de origen armenio, el señor de El Cairo no les tiene ninguna simpatía a los turcos, y sus sentimientos personales coinciden en esto con los intereses de Egipto. Desde mediados de siglo, los avances de los selyúcidas han ido recortando el territorio del califato fatimita al mismo tiempo que el del imperio bizantino. Mientras los rum veían cómo se les iba de las manos Antioquía y Asia Menor, los egipcios perdían Damasco y Jerusalén, que les habían pertenecido durante un siglo. Entre El Cairo y Constantinopla, así como entre al-Afdal y Alejo, se ha establecido una firme amistad. Se consultan mutuamente de forma regular, intercambian informaciones, elaboran proyectos comunes. Poco antes de la llegada de los frany, ambos hombres han comprobado con satisfacción que el imperio selyúcida estaba minado por disputas intestinas. Tanto en Asia Menor como en Siria se han instalado numerosos pequeños Estados rivales. ¿Habrá sonado la hora de la revancha contra los turcos? ¿No será el momento, para los egipcios, igual que para los rum, de recuperar sus posesiones perdidas? Al-Afdal sueña con una operación conjunta de ambas potencias aliadas y, cuando se entera de que el
basileus
ha recibido de los países de los frany un gran refuerzo de tropas, siente la revancha al alcance de la mano.

La delegación que ha enviado a los sitiadores de Antioquía no hablaba de tratado de no agresión. Para el visir tal cosa caía por su propio peso. Lo que les proponía a los frany era un reparto con todos los requisitos: para ellos, el norte de Siria, para él el sur de Siria, es decir, Palestina, Damasco y las ciudades de la costa hasta Beirut. Estaba interesado en presentar su oferta lo antes posible, en un momento en que los frany todavía no estaban seguros de poder tomar Antioquía. Estaba convencido de que iban a apresurarse a aceptar.

Curiosamente le habían dado una respuesta evasiva. Pedían explicaciones, detalles, sobre todo acerca del futuro destino de Jerusalén. Aunque se mostraban amistosos con los diplomáticos egipcios, llegando incluso a ofrecerles como espectáculo las cabezas cortadas de trescientos turcos que habían matado cerca de Antioquía, se negaban a llegar a cualquier tipo de acuerdo. Al-Afdal no lo entiende: ¿acaso su propuesta no era realista, e incluso generosa? ¿Tendrían los rum y sus auxiliares francos la intención de apoderarse de Jerusalén según la impresión que habían sacado los enviados de éste? ¿Le habría mentido Alejo?

El hombre fuerte de El Cairo seguía dudando acerca de la política que debía seguir, cuando le llegó la noticia, en junio de 1098, de la caída de Antioquía y, con menos de tres semanas de intervalo, la de la humillante derrota de Karbuka. El visir se decide entonces a actuar inmediatamente para ganar por la mano a adversarios y aliados. En julio, cuenta Ibn al-Qalanisi,
se anunció que el generalísimo, emir de los ejércitos, al-Afdal, había salido de Egipto a la cabeza de un nutrido ejército y había puesto sitio a Jerusalén, donde se hallaban los emires Sokman e Ilghazi, hijos de Ortok. Atacó a la ciudad y se puso en batería los almajaneques
. Los dos hermanos turcos que gobernaban Jerusalén acababan de llegar precisamente del norte, donde habían participado en la desafortunada expedición de Karbuka. Al cabo de cuarenta días de sitio, la ciudad había capitulado.
Al-Afdal trató con generosidad a ambos emires y los puso en libertad a ellos y a su séquito
.

Durante varios meses, los acontecimientos parecieron darle la razón al señor de El Cairo; todo iba transcurriendo como si los frany, puestos ante el hecho consumado, hubieran renunciado a ir más allá. Los poetas de la corte fatimita no hallaban ya palabras lo bastante elogiosas para celebrar la hazaña del hombre de Estado que había arrebatado Palestina a los «herejes» sunníes. Pero sin embargo, en enero de 1099, cuando los frany reanudan resueltamente la marcha hacia el sur, al-Afdal empieza a preocuparse.

Envía a uno de sus hombres de confianza a Constantinopla para consultar a Alejo, que le hace entonces, en una carta célebre, la confesión más conmovedora posible: el
basileus
ya no ejerce control alguno sobre los frany. Por muy increíble que pueda parecer, esas gentes actúan por su propia cuenta, intentan fundar sus propios Estados, negándose a devolver Antioquía al imperio, contrariamente a lo que habían jurado hacer, y parecen resueltas a tomar Jerusalén por cualquier medio. El papa las ha llamado a la guerra santa para apoderarse de la tumba de Cristo y nada podrá apartarlas de su objetivo. Alejo añade que, en lo que a él respecta, desaprueba su acción y se atiene estrictamente a su alianza con El Cairo.

A pesar de esta última puntualización, al-Afdal tiene la impresión de estar atrapado en un engranaje mortal. Como él mismo es de origen cristiano, no le cuesta ningún trabajo comprender que los frany, que son de fe ardiente e ingenua, estén decididos a llevar hasta sus últimas consecuencias su peregrinación armada. Ahora lamenta haberse lanzado a su aventura palestina. ¿No habría sido mejor dejar a los frany y a los turcos luchar por Jerusalén en vez de cruzarse él, sin ninguna necesidad, en el camino de esos caballeros tan valerosos como fanáticos?

Sabiendo que necesita varios meses para poner en pie un ejército capaz de enfrentarse a los frany, escribe a Alejo, instándolo a que haga cuanto esté en su mano para moderar la marcha de los invasores. De hecho, el
basileus
les envía, en abril de 1099, durante el sitio de Arqa, un mensaje pidiéndoles que retrasen la partida hacia Palestina, pues, pretexta, no va a tardar en llegar personalmente para unirse a ellos. Por su parte, el señor de El Cairo transmite a los frany nuevas proposiciones para llegar a un acuerdo. Además del reparto de Siria, concreta su política en relación con la Ciudad Santa: una libertad de culto estrictamente respetada y la posibilidad de que los peregrinos vayan allí cuantas veces lo deseen, siempre y cuando, naturalmente, lo hagan en grupos pequeños y sin armas. La respuesta de los frany es contundente: «¡Iremos a Jerusalén todos juntos, en orden de combate, con las lanzas en alto!»

Es una declaración de guerra. El 19 de mayo de 1099, uniendo el gesto a la palabra, los invasores cruzan sin vacilar Nahr-el-Kalb, la frontera norte del dominio fatimita.

Pero el «Río del perro» es una frontera ficticia, pues al-Afdal se ha limitado a reforzar la guarnición de Jerusalén, abandonando a su suerte las posesiones egipcias del litoral. Por eso, todas las ciudades costeras, salvo escasas excepciones, se apresuran a pactar con el invasor.

La primera es Beirut, a cuatro horas de marcha de Nahr-el-Kalb. Sus habitantes envían una delegación al encuentro de los caballeros, prometiéndoles suministrarles oro, provisiones y guías, a condición de que respeten las cosechas de la llanura circundante. Los beirutíes añaden que estarían dispuestos a reconocer la autoridad de los frany si éstos llegaran a tomar Jerusalén. Saida, la antigua Sidón, reacciona de manera diferente; su guarnición efectúa varias salidas arriesgadas contra los invasores, que se vengan devastando sus huertas y saqueando las aldeas vecinas. Éste será el único caso de resistencia. Los puertos de Tiro y de Acre, a pesar de ser fáciles de defender, siguen el ejemplo de Beirut. En Palestina, la mayoría de las ciudades y de las aldeas las evacúan sus habitantes incluso antes de que lleguen los frany. En ningún momento encuentran una auténtica resistencia y, en la mañana del 7 de junio de 1099, los habitantes de Jerusalén los ven aparecer a lo lejos, en la colina, junto a la mezquita del profeta Samuel. Casi se oye su clamor; antes de que caiga la tarde ya están acampados ante los muros de la ciudad.

El general Iftijar ad-Dawla, «Orgullo del Estado», comandante de la guarnición egipcia, los observa con serenidad desde lo alto de la torre de David. Hace varios meses que ha tomado todas las disposiciones necesarias para sostener un largo asedio. Ha reparado un lienzo de muralla que había sufrido daños en el transcurso del asalto de al-Afdal contra los turcos el verano anterior. Ha reunido enormes cantidades de provisiones para evitar cualquier riesgo de penuria hasta que llegue el visir, que ha prometido venir antes de finales de julio para romper el cerco de la ciudad. Para mayor prudencia ha seguido el ejemplo de Yaghi Siyan y ha expulsado a los habitantes cristianos susceptibles de colaborar con sus correligionarios francos. En estos últimos días ha hecho incluso envenenar las fuentes y los pozos de los alrededores para impedir que los utilice el enemigo. Bajo el sol de junio, en este paisaje montañoso, árido, con algún que otro olivo, la vida de los sitiadores no va a resultar fácil.

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