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Authors: Alberto Villoldo

Tags: #Autoayuda, Filosofía, Esoterismo

Las cuatro revelaciones (15 page)

BOOK: Las cuatro revelaciones
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Vuelve a tu habitación y toma de nuevo contacto con tu cuerpo. Sacude las manos vigorosamente y frótalas una contra la otra. Ahora restriégate el rostro con ellas y abre los ojos. Cierra el espacio sagrado abriendo los brazos y reuniendo tu octavo chakra en lo más alto de tu cabeza. Vuelve a colocar las manos en posición de plegaria.

EJERCICIO 6: CÓMO QUIERES SER RECORDADO

Ahora que has purificado las muertes de estas vidas anteriores, puedes trazar un rumbo distinto y mejor para la siguiente etapa de tu vida en esta tierra.

Imagina que has disfrutado de una vida larga y provechosa, y que ahora te hallas en tu lecho de muerte. Escribe tu propio panegírico, contando con todo lujo de detalles cómo viviste, cómo amaste, qué aventuras experimentaste, a quién ayudaste y cómo te gustaría ser recordado. ¿Qué aprendiste? ¿Qué superaste? ¿Qué fue lo más importante en tu vida?

Cuando acabes de escribir este panegírico, puede que quieras leérselo a tus seres queridos, ya que se trata de una hoja de ruta de la vida que estás abocado a vivir, pero que quizá no estés viviendo en la actualidad. Piensa en si realmente estás siguiendo el camino que lleva a esa vida que has descrito; si no, pregúntate qué es lo que debes cambiar.

LA VOLUNTAD DIVINA

Después de haber exorcizado las muertes que vivían dentro de nosotros, comprendemos que tenemos el poder para cambiar cualquier aspecto de nuestras vidas. Ningún riesgo es demasiado grande, ninguna misión es peligrosa en exceso. Cuando ya no estamos impulsados por el miedo, comprendemos que cada momento es perfecto a su manera. Ya no tememos aquello que no podemos controlar, y aprendemos a respetar la sabiduría del Espíritu en lugar de imponer nuestra voluntad. Éste es el camino del poder genuino.

Cuando nuestra relación con el Espíritu no está coloreada por el miedo, no necesitamos intermediarios para ayudarnos a entrar en contacto con la divinidad. De hecho, podemos sentarnos frente a Dios a la hora de la cena y pedirle atrevida pero respetuosamente aquello que deseamos, agregando luego: «…y que se haga Tu voluntad».

Si este encuentro con la divinidad te parece demasiado insolente, es porque aún estás atrapado en el triángulo de la víctima, y percibes a Dios como el salvador supremo. Muchos de nosotros hemos olvidado que nuestra mitología nos proporciona ejemplos de personas que amaron a Dios lo suficiente para ser sinceros y directos con Él acerca de lo que deseaban. Por ejemplo, en la Biblia, Dios le dijo a Abraham que Su pueblo había tomado el mal camino. Le pidió que viera lo que estaba sucediendo en Sodoma y Gomorra, ciudades del pecado que iba a destruir.

Abraham le preguntó entonces a Dios: «Si localizo a cincuenta hombres justos, ¿tendrás piedad de estas ciudades?». Dios lo pensó un momento y luego accedió a no destruirlas en el caso de que Abraham encontrase a estas personas justas. Sin embargo, no pudo hallarlas y regresó ante Dios para renegociar el acuerdo y pedirle que aceptara una cifra de treinta hombres. Dios estuvo de acuerdo, pero Abraham tampoco pudo descubrir esa cantidad de gente.

La negociación continuó, y Dios aceptó no destruir las ciudades siempre y cuando Abraham le llevase sólo diez hombres justos. Al final, sólo les perdonó la vida a las únicas personas justas que había en las ciudades: Lot, su mujer y sus hijas.

Pero Abraham podría haberle dicho a Dios: «Yo soy un hombre justo: ¿es esto suficiente para que les perdones la vida a los habitantes de estas ciudades?». Como el Espíritu es infinitamente misericordioso, podemos negociar con Él una y otra vez, pero también debemos respetar la voluntad divina porque existe un designio sagrado del que no siempre somos conscientes.

Es imposible que podamos tener una visión tan global como la del Espíritu. Puede que no nos demos cuenta de que creceremos y aprenderemos mucho más si no seguimos el camino más fácil, el camino que elegiríamos desde el nivel de la serpiente o el jaguar. Aunque deseemos riquezas materiales y comodidades, nuestra alma puede verse atraída hacia una familia que carecía de estas cosas. Aunque podamos haber deseado padres afectuosos, quizá vamos a parar a una familia con padres que no lo son. Sin embargo, la percepción desde el nivel del colibrí es que todo es perfecto tal como es, que no hace falta cambiar nada. Desde el nivel del águila, sabemos que «mi Padre y yo somos Uno». Ya no existe ningún «yo», sólo el Espíritu, y no hay ninguna voluntad aparte de la suya. Tampoco hay ningún sujeto fuera de Dios, y ningún esfuerzo es necesario para lograr las cosas. (Ésta es la práctica de la no acción, que comentaré más adelante.)

Para los guerreros luminosos, la verdadera batalla radica en trascender el linaje kármico que hemos heredado. Entonces podremos dejar de repetir los mismos errores que hemos cometido en el pasado y que nos han marcado un rumbo predeterminado en esta vida. El mayor de los retos que afrontamos se encuentra dentro de nosotros, y es mítico. Si ganamos la batalla, despertaremos de la pesadilla de nuestra historia personal y colectiva, y
entonces
podremos soñar nuestra existencia y manifestarla.

Del mismo modo que curar las heridas de tus relaciones pasadas no te proporciona automáticamente una buena relación, curar tu linaje kármico sólo te prepara para el camino —tú luego tienes que recorrerlo—. Y la forma de hacerlo es practicar las cuatro disciplinas que he mencionado: ausencia de miedo, no acción, certeza y no enfrentamiento.

LA PRÁCTICA DE LA AUSENCIA DE MIEDO

Vivir sin miedo es practicar activamente la paz y la no violencia, incluso cuando parecemos estar amenazados. Esto no quiere decir que dejemos de protegernos a nosotros mismos y a nuestros seres queridos —quiere decir que no reaccionamos desde un espacio de ira o violencia—. Nuestra propensión a las soluciones violentas se halla profundamente arraigada en nuestro cerebro, que está organizado de una forma muy extraña. La región donde experimentamos nuestras sensaciones de placer reside muy cerca del centro donde experimentamos la violencia, de modo que cuando estimulamos una de estas zonas del cerebro, a menudo acabamos estimulando la otra también.

Parece que somos el único mamífero cuyo cerebro está constituido de esta forma. Por esta razón asociamos tan a menudo la violencia con el placer (especialmente los hombres). Nos encantan las películas de acción, sobre todo la emoción de ver cómo el bueno acribilla a balazos al malo. La mayoría de los video juegos para niños tratan sobre cómo hacerle estallar el cerebro al enemigo y las llamadas películas eróticas consisten en actos de agresión cometidos contra mujeres cada cinco minutos. Y el sadomasoquismo sobre el que leemos y que es tan común en tiempos de guerra sucede cuando estos centros cerebrales son estimulados en exceso y desarrollan autopistas de cuatro carriles por lado entre ellos. No es ninguna sorpresa, por lo tanto, que cuando nos enfrentamos a algo que parece ser un problema, nos coloquemos con entusiasmo nuestra armadura, desenvainemos la espada y declaremos la guerra.

Sin embargo, tenemos otras opciones. Las prácticas incluidas en cada revelación estimulan los centros cerebrales asociados al placer y al éxtasis, desactivando así los centros responsables de la agresión. Cuando practicamos la ausencia de miedo, podemos vivir en paz y ejercer la no violencia. Cuando encarnamos la paz, los que nos rodean experimentan un sentimiento de calma y serenidad. Incluso en tiempos de guerra, podemos vivir en un oasis de serenidad.

La ausencia de miedo nos permite ir más allá de la violencia, porque ésta se basa en el miedo —miedo a que nos rechacen, a que se aprovechen de nosotros, a quedar en ridículo, a ser herido, etcétera—. Practicar la ausencia de miedo nos exige que nos acerquemos con amor a las personas y a las situaciones, para que los demás también puedan abandonar su propensión a la violencia.

En un mundo lleno de violaciones, asesinatos y asaltos, esto puede parecer una respuesta poco apropiada. Cuando empuñamos una espada, experimentamos una sensación de control y poder. Nos deleitamos en ella y en el papel agresivo y activo que estamos asumiendo para cambiar el mundo, pero ignoramos el hecho de que la violencia sólo engendra violencia. Podemos pensar que la guerra representa una solución, pero la violencia que les infligimos a los demás sólo aumenta su hostilidad. Sí, es posible que los sometamos, pero si no los ayudamos a liberarse de su ira y de su miedo, todo lo que habremos hecho es plantar las semillas para la próxima guerra.

Hablamos de una guerra contra el terror, contra las drogas, contra las enfermedades —puede resultar difícil imaginar cómo podemos resolver estos problema si no les declaramos la guerra, pero tenemos que admitir que estas cruzadas sólo engendran más terror, un mayor consumo de drogas y más enfermedades—. En los Estados Unidos, el país más rico del mundo, casi el 20% de los niños pasa hambre cada día, a pesar de nuestra llamada guerra contra la pobreza. ¿Cómo podemos, pues, resolver estos importantes problemas sin recurrir a una reacción bélica?

PRACTICAR LA AUSENCIA DE MIEDO Y NO LA GUERRA

Practicar la ausencia de miedo quiere decir que primero eliminamos la pobreza, el terrorismo y la guerra que reinan en nosotros. Abandonamos nuestra adicción a tener razón y arreglamos
nuestra percepción
de cada problema antes de intentar resolverlo.

Hace muchos años, en su lucha por solucionar su aparente escasez, Inglaterra y Francia se atacaron mutuamente una y otra vez. Talaron tantos árboles para construir navíos de guerra que deforestaron sus países y, aunque luchaban entre sí para conseguir poder y riqueza, acabaron ambos con menos recursos que antes. Si se hubiesen dado cuenta de que ellos mismos eran los que creaban su sensación de escasez, podrían haber encontrado una manera más productiva de conseguir aquello que realmente necesitaban.

Nosotros también tendemos a no tener en cuenta el coste de enzarzarse en una batalla y preferimos concentrarnos en cómo podemos obtener un pedazo más grande de la tarta. No nos gusta considerarnos codiciosos —simplemente somos cautelosos y estamos ahorrando para no volver a sentirnos inseguros—. Por supuesto, nunca llegaremos a sentirnos totalmente seguros, porque es inútil buscar la seguridad en el matrimonio, en la bolsa de valores, en el trabajo, en los bienes raíces o en cualquier otro objeto material.

Los guerreros luminosos construyen relaciones de colaboración con los demás en lugar de intentar conquistarlos; de esta forma, es mucho más fácil encontrar intereses comunes y soluciones beneficiosas para ambas partes. En lugar de aferrarnos a nuestra creencia de que no tendremos suficiente o de que se aprovecharán de nosotros, confiamos valientemente en los demás y encontramos soluciones en las que todos salen ganando. Esto puede parecer ingenuo, y una parte de nuestro ser nos dice que el mundo real no funciona así. Pero los organismos más exitosos de la naturaleza son el resultado de colaboraciones. Incluso el cuerpo humano es el producto de docenas de órganos y muchos tipos distintos de tejidos trabajando conjuntamente.

Ya no tenemos que creernos esa falsa idea de que estamos rodeados de enemigos contra los que hay que luchar y que debemos someter. Es esta mentalidad la que nos lleva a enfrentarnos a gritos con el conductor que nos ha quitado «nuestro» sitio cuando queríamos estacionar el coche, o a pensar que nuestra pareja no vació premeditadamente el lavaplatos con el objetivo de fastidiarnos. Ahora bien, tampoco hace falta que confiemos totalmente en cada persona que nos encontremos ni que neguemos el peligro de dejar sueltos a todos los criminales —pero eso no significa que tengamos que ir por la vida con la espada desenvainada, listos para librar batalla contra los que son accidentalmente descorteses.

Como guerreros luminosos, abrimos los ojos para poder ver en los demás la capacidad para la paz, incluso si no la están expresando. Algunos psicólogos dirían que proyectamos nuestro lado oscuro (nuestra sombra) sobre los demás, creando adversarios a fin de evitar ver nuestras propias heridas interiores. Sin embargo, al culpar a los otros debilitamos el poder que tenemos para no convertirnos en unos matones, y esto nos impide acceder a nuestra energía creativa y curativa, una energía que podemos usar para soñar un mundo mejor.

Cuando practicamos la ausencia de miedo, no nos hace falta crearnos enemigos u obsesionarnos con «los malos» para estar seguros de que siempre somos víctimas virtuosas. Puede parecer extraño que intentemos convencernos de nuestra debilidad, pero esto presenta ventajas psicológicas para nosotros. Si nos vemos como víctimas, tenemos una disculpa para no hacer más sacrificios.

Cuando percibimos las cosas desde el nivel de la serpiente o del jaguar en lugar de hacerlo desde el nivel del colibrí, nos centramos en nuestros adversarios y en todos los crímenes que han cometido contra nosotros, olvidándonos así de hacer la importante pregunta: «¿Qué oportunidad hay aquí para crear una situación de abundancia y curación?». En el nivel del colibrí, intentamos encontrar maneras creativas de negociar con la gente con la que no estamos de acuerdo, y no ignoramos los elementos que tenemos en común por mucho que creamos ser los buenos de la película.

Cuando vamos más allá del miedo, de la violencia y de la muerte, podemos seguir el camino del guerrero luminoso; podemos hacer la paz y no la guerra. Mahatma Gandhi es tal vez el mejor ejemplo de un hombre que hizo la paz incluso cuando se enfrentó a situaciones de violencia, y cambió el curso de la historia para mil millones de personas.

LA PRÁCTICA DE LA NO ACCIÓN

Practicamos la no acción cuando nos sumergimos en el flujo del universo, recibiendo y trabajando con las oportunidades que se nos presentan en lugar de intentar forzar a todo el mundo y todas las cosas a plegarse a nuestros planes.

El mundo del guerrero luminoso no está impulsado por la agresión —su luz puede derrotar por sí sola a la oscuridad—. La no acción quiere decir que en lugar de empujar y batallar, vivimos en la luz del amor, de la creatividad y de las infinitas posibilidades, y dejamos que las cosas sigan su curso a la vez que depositamos nuestra confianza en la inteligencia y la benevolencia del universo. Cuando practicamos la no acción, no ponemos nuestra energía en hacer cosas hoy que mañana se resolverán por sí solas. No controlamos cada detalle de nuestras vidas porque sabemos en lo más profundo de nosotros mismos que estamos en manos del Espíritu.

En Occidente, creemos erróneamente que la única forma de resolver los problemas y conseguir que las cosas se lleven a cabo es trabajando duro. Cuando vemos a alguien que no está siendo productivo, lo llamamos perezoso. La ética protestante está basada en la lucha porque hemos sido expulsados del Jardín del Edén y nuestro destino es ganarnos el pan con el sudor de nuestra frente. Se nos ha enseñado que «el ocio es la madre de todos los vicios», así que no confiamos mucho en el tiempo libre.

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