Las cuatro vidas de Steve Jobs (12 page)

BOOK: Las cuatro vidas de Steve Jobs
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«Desde que le conozco, a Steve siempre le han apasionado los productos bonitos. Cuando vino a verme se quedó fascinado porque tenía bisagras y cerraduras diseñadas especialmente para las puertas (estudié diseño industrial). Ésa era nuestra pasión común, no la informática», asegura Sculley. «Yo no sabía nada de informática o al menos nada más que cualquier otra persona en aquella época en la que vivíamos el comienzo de la revolución del ordenador personal. Sin embargo, compartíamos una misma fe en las virtudes de la belleza del diseño. Steve pensaba que había que concebir el diseño partiendo de la experiencia del usuario; siempre veía las cosas desde ese punto de vista. Al contrario que muchas personas que trabajaban en márketing y que se habrían lanzado a hacer estudios de mercado para preguntar a la gente qué es lo que querían, Steve prefería adelantarse: "¿Cómo voy a preguntar a alguien cómo debería ser un ordenador basado en un interfaz gráfico si nadie tiene la menor idea de lo que es ni lo ha visto jamás?"».

Nada más poner los pies en Cupertino, Sculley quedó desconcertado por el estilo de Apple (algo que admitiría años después en sus memorias). «Mike Markkula me recibió con la camisa remangada y pantalón informal. Yo era el único en toda la planta que llevaba traje y me sentía incómodo. La mayoría de la gente de Apple vestía más informal que el personal de mantenimiento de Pepsi. El presidente de la compañía, tenía una pequeña sala con una mesa redonda en el centro en lugar de tener un despacho al uso. El lugar estaba limpio y ordenado y detrás de él se situaban varios ordenadores Apple que mostraban las cotizaciones bursátiles».

Sin embargo, su sorpresa sería aún mayor al descubrir la oficina de Jobs, situada al otro extremo de la planta. Fuera, varias personas esperaban en fila a que les llegara el turno mientras el teléfono no dejaba de sonar. Jobs iba en vaqueros y llevaba una camisa de cuadros remangada. «Lo curioso era que Steve no tenía ordenador en su despacho sino piezas electrónicas y carcasas dispersadas. Reinaba una sensación de batiburrillo y desorden. En las paredes había pósters y fotos pegadas con celo». Jobs acababa de regresar de Japón y tenía en el despacho los elementos de un producto nuevo que había comprado en su viaje. «Cada vez que Steve veía algo nuevo, quería saber más. Lo desmontaba y trataba de entender su funcionamiento».

Manock y Oyama habían propuesto seis prototipos de carcasa para el Mac a Jobs antes de obtener su aprobación y, en febrero de 1982, el diseño ya estaba terminado. Para celebrarlo, organizaron una fiesta con mucha bebida y Jobs soltó la extravagante idea de que, como buenos artistas, los ingenieros del Mac debían firmar su creación. Todos los miembros del equipo firmarían en el interior de la carcasa de plástico. Para ello, durante los cuarenta minutos que duró la celebración se hizo circular una hoja de papel por la mesa que firmaron todos. El último en hacerlo fue el propio Steve Jobs.

Durante aquellos tres meses, Jobs seguía recibiendo a Bill Gates en su oficina de California para que le mantuviese al tanto de los progresos en los programas que le habían encargado. La relación comenzó a deteriorarse porque Microsoft no avanzaba con la rapidez necesaria para cumplir los plazos. Jobs regañaba a su interlocutor y le exigía que trabajase con más intensidad en el Mac y abandonase su colaboración con IBM, una multinacional que comparaba con el demonio. Gates, por su lado, enumeraba con gusto la lista de fallos de desarrollo a los que los ingenieros de Microsoft tenían que hacer frente y se burlaba de Jobs: «Steve, si no corriges todos esos problemas, no vas a vender un solo Mac». Saltaban chispas entre los dos superdotados y, en privado, Gates admitía su desesperación ante la personalidad de Jobs: «me desesperaban frases como que Mac conquistaría el mundo».

El ambiente en Apple era algo de lo que sus trabajadores se sentían orgullosos e intentaban preservar. Por ejemplo, un día de marzo de 1982, Steve Jobs, Andy Hertzfeld y Burrell Smith entrevistaron a un candidato potencial que les había recomendado una persona de Apple. El hombre, trajeado y con corbata, les pareció pomposo e irritado. Como casi no respondía a las preguntas, Jobs comenzó a exasperarse y pasó a la ofensiva con preguntas como «¿A qué edad perdiste la virginidad? […] ¿Cómo dices? ¿Sigues siendo virgen?». Hertzfeld y Smith soltaron una carcajada mientras el candidato, confundido, no sabía qué responder. «¿Cuántas veces has tomado LSD?», siguió inquiriendo Jobs. Hertzfeld decidió salir al rescate del infortunado aspirante y le planteó una pregunta técnica. Éste se rehizo e hiló una respuesta larga y tendida que impacientó a Steve que masculló: «Glu, glu, glu». De nuevo, Hertzfeld y Smith se pusieron a reír, acompañados por Jobs, y el hombre se levantó de repente, explicando que no era la persona adecuada para el puesto de trabajo, a lo que Jobs respondió, secamente, con un «fin de la entrevista».

A los
piratas
del Macintosh les costaba plantarse ante los caprichos de Jobs. Una de sus ideas más extrañas tenía que ver con los conectores de extensión del Macintosh. Wozniak era un defensor acérrimo de aquellos conectores que, presentes en los PC, permitían al usuario aumentar las capacidades del ordenador. De hecho, el Apple II estaba equipado con siete conectores que admitían tarjetas de ampliación.

Jef Raskin, al iniciar el proyecto Macintosh, había decidido limitarlos porque entendía que complicaban demasiado el diseño de la placa base. Curiosamente, ésa era una de las pocas cosas en las que coincidía con Jobs y éste tomó una decisión que, después, parecería totalmente infundada: el ordenador estaría desprovisto de emplazamientos de extensión y, para evitar cualquier tentación, el Mac se alojaría en una carcasa precintada que impidiera su apertura por el usuario.

Burrell Smith, responsable de la concepción del material, trató de oponerse a la idea, alegando que los componentes electrónicos evolucionaban muy deprisa y que el Mac podría quedarse obsoleto al poco tiempo de salir al mercado. Era necesario prever la posibilidad de ampliar sus capacidades y, para eso, sugirió incluir al menos un emplazamiento de extensión. Sin embargo, se encontró con un rechazo categórico.

Preocupado, Burrell decidió manejar la polémica con tacto y, junto a su colega Brian Howard, ideó una conexión a la que sutilmente denominaron puerto de diagnóstico y cuya función era, supuestamente, la de servir para el control de posibles errores de fabricación. El subterfugio le duró varias semanas hasta el día en que Rod Holt, que estaba ayudando a Jobs a crear el Mac, se dio cuenta de que cada vez que se mencionaba la expresión puerto de diagnóstico se perfilaban unas sonrisas disimuladas y dio barreno a la extensión.

Jef Raskin, por su parte, seguía soportando un varapalo detrás de otro. Jobs, que un año antes le había desplazado de la dirección del proyecto Mac relegándole a la dirección del desarrollo del sistema operativo y los manuales, le anunció en mayo de 1982 que también se encargaría del sistema opertivo. «Puedes quedarte con los manuales», añadió. «¡No, quédate tú también con los manuales!», replicó Raskin, fuera de sí, y sobre la marcha, presentó su dimisión. Su decisión sentó mal a Mike Markkula quien, enseguida, se propuso hacer que recapacitase. «No te puedes ir de Apple. Danos un mes y te haremos una oferta que no podrás rechazar». Raskin esperó un mes pero renunció a la propuesta de los directivos de Apple. Su rencor hacia Jobs seguiría vivo con el transcurso de los años. «Me hizo gracia leer un artículo de
Newsweek
donde Jobs decía: "Todavía tengo varias ideas creativas buenas"», declaró Raskin en 1986. «Jobs nunca ha creado nada, ni un solo producto. Woz creó el Apple II; Ken Rothmuller y otros crearon el Lisa; mi equipo y yo creamos el Macintosh. ¿Qué ha creado Jobs? Nada».

En la creación del Macintosh, Jobs cometió otro error de peso. En agosto de 1982, Burrell Smith sugirió que el Mac dispusiera de una memoria de 256 Kb ampliables a 512 Kb para que fuera compatible con los programas más ambiciosos pero, de nuevo, Jobs impuso su veto. El Mac se despacharía con 128 Kb sin posibilidad de ampliación de la memoria. Esa vez, sin embargo, Burrell consiguió salirse con la suya porque, sin decirle nada a Steve, realizó una placa base susceptible de alojar 512 Kb a su debido tiempo.

La vida social de Jobs seguía en alza y aquel año adquirió un apartamento en el edificio San Remo de Nueva York, donde se codeaba con vecinos de la talla de Demi Moore, Steven Spielberg, el actor Steve Martin, la princesa Yasmin Aga Khan o la hija de Rita Hayworth. El prestigioso arquitecto I.M. Pei se encargó de la renovación de las dos plantas superiores de la torre norte, aunque al final nunca llegaría a mudarse a dicho apartamento.

En Cupertino, el equipo responsable del Macintosh vivía semanas infernales de noventa horas. En noviembre de 1982, Jobs izó en los locales una bandera negra con una calavera y dos huesos cruzados para definir el territorio del clan Mac, al que seguía refiriéndose como los piratas. Pese a tanto sacrificio, el equipo encargado de realizar el Lisa se adelantó al del Mac y John Couch, director del proyecto Lisa, recibió los 5000 dólares que se había apostado con Jobs a que ellos serían los primeros en presentar un producto acabado.

Apple cerró el año 1982 con un volumen de negocios de 583 millones de dólares y una capitalización de 1700 millones. Los siete millones de acciones de Steve Jobs le aportaron una fortuna valorada en 210 millones de dólares. A finales de año, la revista
Time
barajaba la idea de nombrar a Steve Jobs hombre del año y envió a un reportero a California para entrevistar al creativo californiano. Poco después, la redacción cambió de idea y decidió apuntar más alto. Quien de verdad se merecía el título era el propio ordenador. El artículo interno ensalzaba los modelos de Commodore, Sinclair, Osborne I, TRS-80 y el Apple II.

Aun así, Jobs protagonizó un reportaje adulador, titulado «La versión actualizada del libro de Jobs» (en un juego de palabras con el libro de la Biblia), que definía como sigue al
niño terrible
de la informática: «Tiene 27 años. Vive en Los Gatos (California) y trabaja a veinte minutos de su casa, en Cupertino, una ciudad de 34.000 habitantes a la que ha transformado tanto que algunos habitantes de San Francisco, 45 kilómetros más al norte, la han empezado a llamar Computertino. Jobs no vive como una súper estrella. Su casa de Los Gatos difícilmente podría aparecer en una revista de interiorismo. Las camisas recién lavadas se extienden sobre el suelo de una habitación desamueblada, del frigorífico cuelga una carta de amor, en el dormitorio principal hay una cómoda, un colchón, un Apple II y varias fotos enmarcadas (de Einstein, de su amigo el gobernador Jerry Brown y de un gurú). Jobs ha sido vegetariano durante mucho tiempo pero lo dejó porque “hay que encontrar un equilibrio entre una vida más sana y la necesidad de relacionarse con los demás”. Viste con ropa informal pero a la moda». Algunas líneas después, el reportero, Jay Cocks, reproducía un curioso comentario de Jobs sobre la alimentación. «La cantidad de energía que utiliza el cuerpo para digerir los alimentos supera con frecuencia a la que obtiene de ellos». Cocks también anunciaba que Jobs se había propuesto donar 10.000 ordenadores Apple a los colegios de California para obtener una cuantiosa reducción fiscal y entrar con fuerza en el mercado juvenil.

En el artículo también intervenían algunas personas que habían conocido a Jobs y que perfilaban un retrato no siempre halagador. Jef Raskin, recién expulsado del proyecto Macintosh, no desaprovechó la ocasión de criticarle y soltó una ocurrencia que decía mucho del absolutismo del líder de Apple: «Habría sido un excelente rey de Francia».

El Lisa se presentó ante la prensa en enero de 1983 y suscitó la admiración de los periodistas especializados. Jobs volvió a tirar de lirismo en sus comentarios sobre la revolución conseguida y, a pesar de que la estrella era el modelo que se presentaba, no pudo evitar mencionar el otro proyecto de Apple, el Macintosh, al que anunció como un ordenador análogo que se vendería cinco veces más barato, dando al traste con el interés del público hacia el Lisa.

Cuando un reportero le preguntó si el Macintosh respondía a alguna expectativa del público corroborada mediante estudios de mercado, Jobs le contestó, mordaz: «¿Acaso crees que Graham Bell hizo estudios de mercado cuando inventó el teléfono?».

Mientras, las conversaciones entre Steve Jobs y John Sculley se eternizaban desde hacía meses y se habían estancado. El punto culminante llegó el 20 de marzo de 1983, durante una reunión en Nueva York. «Entonces, ¿por fin te vienes a Apple?», preguntó Jobs. «Steve», le respondió Sculley, «me encanta lo que hacéis; es apasionante. ¿Cómo no iba a estar cautivado? Pero no tiene ningún sentido que vaya». Sculley le explicó que necesitaba un considerable empujón financiero por parte de Apple. Sus exigencias se resumían en un salario de un millón de dólares, otro millón de dólares en bonos por objetivos y otro millón más como indemnización por despido en el caso de que las cosas no se desarrollaran según lo previsto.

«¿Cómo has llegado a esas cifras?», quiso saber Jobs. «Son cifras redondas y me facilitan la relación con Kendall (cofundador de Pepsi)». «Aunque tenga que pagártelo de mi bolsillo, quiero que vengas. Tenemos que resolver esta situación porque eres la mejor persona que conozco. Sé que eres perfecto para Apple y Apple se merece lo mejor». «Steve, me encantaría ser tu asesor y ayudarte de varias maneras. No dudes en llamarme cuando estés Nueva York, es muy estimulante pasar tiempo contigo pero sinceramente no creo que pueda marcharme a Apple».

Después de una pausa, Steve lanzó una frase decisiva que atormentaría a Sculley durante días y que él encajó como un puñetazo en el estómago. «¿Qué prefieres, pasar el resto de tus días vendiendo agua azucarada o aprovechar tu oportunidad de cambiar el mundo?». Era una oferta para hacer historia y, un mes más tarde, se trasladó a Cupertino.

Los inicios de Sculley en Apple fueron tímidos ya que la informática no era su fuerte. Durante largos meses se movió a la sombra de Jobs, intentando comprender los entresijos de Apple. Su aprendizaje era complicado porque el socio fundador prefería concentrar su atención en la creación del Macintosh y apenas tenía tiempo para hablar de balances y demás futilidades.

En cierto modo, la llegada del ex presidente de PepsiCo a Apple representaba un choque de culturas. Sculley era el perfecto ejemplar del estilo Nueva Inglaterra, siempre trajeado y con corbata, formado en el capitalismo riguroso protestante y acostumbrado a evolucionar en un entorno amanerado y correcto. Pero ahora, de pronto, estaba rodeado de pasotas modernos en vaqueros y camiseta, y asistía a reuniones que con frecuencia terminaban en trifulcas. En su aterrizaje en la empresa, Sculley descubrió, desconcertado, el método de Jobs.

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