Las cuatro vidas de Steve Jobs (14 page)

BOOK: Las cuatro vidas de Steve Jobs
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El vídeo debía emitirse durante la Superbowl, la final de la Liga Profesional de Fútbol Americano, el evento televisado con mayores audiencias en EE.UU. Sin embargo, una semana antes de la emisión, el consejo de administración de Apple vio el vídeo y la mayoría de sus miembros se quedaron horrorizados. Su decisión fue revender el espacio contratado para la Superbowl pero la suerte se puso de cara para Steve y ante la falta de tiempo para encontrar alguien interesado en comprarlo, no lo consiguieron. «La suerte es una fuerza de la naturaleza», dirá Jobs a propósito del vídeo. «La mención de
1984
parecía tan evidente que tuve miedo que alguien se nos fuera a adelantar pero nadie lo hizo».

En las navidades de 1983, Jobs organizó una gran fiesta con música de Strauss en el Saint Francis Hotel de San Francisco, en honor a los artistas que habían participado en la creación del Mac. A cada uno le regaló un ordenador con su nombre grabado en una placa personalizada.

Un reportero que entrevistó al equipo por aquella época escribió que «el desarrollo del Macintosh ha sido traumático, feliz, extenuante, demente, enriquecedor. Para todos los que han participado en él ha sido el acontecimiento más importante de su vida».

El 23 de enero de 1984 el Macintosh fue presentado en sociedad en el descanso del tercer cuarto de la Superbowl, cuando el 46,4% de los hogares americanos estaban viendo el partido. El devastador anuncio dirigido por Ridley Scott (que recibiría más de 35 premios en diferentes festivales publicitarios, entre ellos el León de Oro de Cannes) descubrió a los estadounidenses el ordenador soñado por Jobs. Al día siguiente, la época de los pantalones vaqueros había pasado a la historia y el nuevo Jobs, vestido a la moda de los ochenta con traje, camisa blanca y pajarita, se subió al escenario del auditorio Flint Center de Cupertino ante un público obviamente entregado a la causa.

Jobs recitó varias estrofas de Bob Dylan, su cantante favorito, («los tiempos están cambiando») y confesó su miedo a que IBM acabara dominando el mundo de la informática doméstica intentando imponer los mismos métodos abusivos que había empleado veinte años atrás. Después de describir al Macintosh como «demencialmente genial», elogió sus cualidades gráficas y, con los ojos húmedos de la emoción, retiró lentamente la tela que cubría el prodigio para, acto seguido, introducir un disquete en la ranura frontal. El auditorio contuvo la respiración y por los altavoces comenzó a sonar la banda sonora de
Carros de fuego
mientras en la pantalla aparecían las palabras «demencialmente genial». A continuación apareció un dibujo de una geisha creado con MacPaint y después apareció el MacWrite con su variedad de fuentes disponibles para el usuario.

Desde el primer segundo quedaba claro que el Mac era un producto pensado para el gran público, no para los informáticos. Al contrario que en los ordenadores de la competencia, ya no hacía falta teclear instrucciones complicadas. La tecnología estaba disimulada bajo un universo cercano compuesto de iconos llenos de significado: carpetas, documentos, papelera… MacPaint permitía dibujar de una forma sencilla y familiar, con un lápiz y una goma.

Para distinguirse más aún, el Macintosh saludaba al usuario con una sonrisa e incluso hablaba. «Hemos hablado mucho del Macintosh últimamente», dijo Jobs, con una sonrisa en los labios. «Hoy quiero que sea el Macintosh quien os hable». Desde la carcasa blanca se proyectó una voz sintética, cuyas palabras iban apareciendo simultáneamente en la pantalla. «Hola, soy Macintosh. Es un placer salir del embalaje. No tengo costumbre de hablar en público pero me gustaría contaros lo primero que pensé cuando vi un gran sistema de IBM. ¡No os fiéis nunca de un ordenador al que no podáis llevaros de un sitio a otro vosotros mismos!». La sala se inundó de carcajadas. «Es obvio que puedo hablar pero ahora prefiero escuchar. Con gran orgullo os presento al que es como un padre para mí, Steve Jobs». Tras una ovación digna de una figura de la ópera, Jobs aprovechó para jalear a los miembros del equipo que había concebido el Mac, que estaban sentados en las cinco primeras filas del auditorio.

De un día para otro, el PC de IBM parecía una antigualla, un ordenador hortera y pasado de moda. El Macintosh fue objeto de una campaña a gran escala donde se le presentaba como un ordenador fabuloso y que marcaba un hito en la historia. Apple invirtió un presupuesto colosal (quince millones de dólares) en difundir el mensaje en todo el mundo.

El Macintosh apareció en las portadas de las revistas de tendencias como
Rolling Stone
y Steve Jobs, convertido más que nunca en un héroe de la cultura americana, ofreció cientos de entrevistas y participó en incontables sesiones de fotos. El Mac salía en los telediarios de todas las cadenas y se hablaba de él en todos los programas de radio.

La euforia del Macintosh era tan intensa que se obviaba que, para bien o para mal, el Apple II seguía siendo el equipo más vendido de la casa y que si Apple había podido mantenerse a flote tras los sucesivos fracasos del Apple III y el Lisa, era en gran medida gracias a las nuevas versiones del Apple II que había ido lanzando.

El 24 de abril de 1984, Apple lanzó el Apple IIc, una versión compacta del ordenador concebido por Woz. Sin embargo, durante la presentación sobre el escenario del Moscone Center, Jobs dedicó la mayor parte de su discurso a hacer apología del Macintosh y de las cifras de ventas de sus cien primeros días. «El Apple II tardó dos años y medio en alcanzar las 50.000 unidades vendidas. El PC de IBM esperó siete años y medio para llegar a esa cifra. Macintosh lo ha conseguido en 74 días».

E incluso anunció que el éxito era aún mayor pues ya había superado los objetivos marcados, con 60.000 unidades vendidas y que muy pronto, antes del 2 de mayo, superaría las 70.000, y para disgusto de Wozniak que había regresado un año antes a Apple, añadió que «el Mac es el Apple II de los años ochenta».

El Mac causó furor en las universidades. Harvard, Stanford, Princeton, Brown y otros ocho centros más se comprometieron a adquirir ordenadores por un total de dos millones de dólares en los dos años siguientes. Sin embargo, el desencanto general no se hizo esperar. Por mucho que el Mac fuera una revolución (la primera máquina que abría los ojos al gran público y les animaba a darse cuenta de que podían utilizar un ordenador), no muchos se podían permitir los 2500 dólares que costaba. Y aunque Jobs pensaba en el potencial mercado que representaban los millones de empleados de las oficinas de todo tipo de empresas, sus limitadas capacidades no terminaban de seducir a los departamentos de compras de cara a una implantación masiva.

Pese a su facilidad de manejo, el Macintosh estaba limitado por sus 128K de memoria y carecía de la potencia suficiente para ejecutar programas complicados. El mero copiado de ficheros era un proceso tedioso porque exigía introducir un disquete, retirarlo, insertar otro y, después, volver a meter el primero. Además, no se podía conectar un disco duro que permitiera almacenar datos, mientras que ese accesorio era corriente en los PC de IBM y sus versiones clónicas (desde junio de 1982 otros fabricantes habían comenzado a ensamblar sus propias versiones del PC al tener disponibilidad del sistema operativo de Microsoft, que había obtenido la autorización de IBM para venderlo por separado en una versión ligeramente diferente (PC-DOS para IBM, MS-DOS para el resto de marcas). IBM sólo tenía la propiedad de la BIOS, el programa que localiza y reconoce todos los dispositivos necesarios para cargar el sistema operativo en la memoria RAM, y ése era el único componente que los fabricantes de clónicos tenían que desarrollar).

También resultado de la obstinación de Jobs, el Mac presentaba otra tara: carecía de un sistema de ventilación (no soportaba el ruido de los ventiladores). En consecuencia, algunos propietarios del primer Mac se vieron obligados a adquirir un extraño accesorio, la
chimenea
Mac, una especie de cofia horripilante que se colocaba encima del aparato con la intención de refrescarlo.

El otro gran problema del Macintosh era la alarmante carencia de programas. Los grandes editores como Lotus o Personal Software tardaban en publicar las versiones de sus programas y Multiplan, la hoja de cálculo de Microsoft, se lanzó en abril de 1984 pero tuvo que ser retirada del mercado porque tenía muchos errores de programación y tardó varios meses en regresar a las estanterías de las tiendas.

Lo cierto es que el PC de IBM, por muy falto de atractivo que estuviese en comparación con su rival de Apple, había conseguido atraer al mundo de las grandes empresas. El fabricante contaba con una reputación honorable de servicio a sus clientes y repetía sin cesar que «nadie se ha quedado tirado jamás por haber comprado un IBM…».

En junio de 1984, las ventas del Macintosh cayeron en picado y la situación empezó a adquirir tonos alarmantes con la consecuencia del deterioro de la relación entre Steve Jobs y John Sculley, aunque éste último esperaría al final del año para reaccionar. Su llegada a Apple era aún reciente y parecía desbordado por la personalidad de Jobs que, por otro lado, empezaba a preguntarse si había hecho una buena elección con Sculley y se sorprendía soñando con asumir él mismo la presidencia de Apple. Por su parte, los miembros del equipo Mac se burlaban a menudo de Sculley y sus instrucciones se trataban con osadía, como si su poder fuera sólo simbólico. «Steve no confiaba en mi capacidad para dirigir Apple», diría más tarde Sculley. «Pensaba que no sabía lo bastante sobre los productos para actuar como es debido».

Por el momento, Jobs y Sculley se sentaban codo con codo en cada reunión, fiesta o acontecimiento y sus declaraciones eran prácticamente idénticas, si bien Jobs se presentaba como el líder natural mientras que Sculley templaba aquí o allá su discurso con vistas a seducir al mundo empresarial.

Sin embargo, algunas posturas de Jobs empezaban a irritar a muchos directivos de Apple por su desconexión de la realidad. Durante una reunión sobre la impresora LaserWriter, que Apple estaba a punto de lanzar al precio de 7000 dólares, uno de los asistentes osó comentarle que era demasiado cara.

—¡Pues yo me compraría una de buena gana! —respondió Jobs.

—Genial, pero creo que los multimillonarios de 28 años no son un mercado demasiado importante para nosotros, ¿verdad? —le contestó un responsable de márketing.

Pasaban las semanas y las ventas del Macintosh seguían sin despuntar. Jobs se sentía desamparado, incapaz de comprender lo que estaba pasando y angustiado cada vez más ante la idea de que el Mac pudiese terminar siendo un fracaso como lo había sido el Lisa. Con la llegada del otoño y unas cifras de venta aún estancadas, se hizo obvio que al ordenador le faltaba un programa estrella que fuera para el Mac lo que VisiCalc había sido para el Apple II.

En noviembre de 1984, el editor de programas Lotus anunció la inminente aparición de una versión para Macintosh de su exitoso Lotus 1-2-3 lanzado anteriormente para el IBM-PC. El Lotus Jazz integraba en un único programa un procesador de textos, una hoja de cálculo y una base de datos. Apple esperaba impaciente su salida, prevista en marzo de 1985, consciente de que podía significar un punto de inflexión capaz de seducir a las grandes empresas y relanzar las ventas del Mac. Aunque el programa 1-2-3 de Lotus ya era el favorito de los directivos de toda clase, Apple decidió apoyar decididamente al Jazz. John Sculley alababa en público sus méritos y Steve Jobs pronosticó que se instalaría en el 50% de los Macintosh.

Al mismo tiempo, Microsoft estaba trabajando en un desarrollo más discreto para el Macintosh. Cuando un emisario de Bill Gates fue a presentar la versión mejorada de su hoja de cálculo bautizada como Excel, se topó con un recibimiento poco caluroso. «¡Estáis locos! Jazz va a ser el programa oficial de Macintosh. Lo encontraréis en todas las oficinas donde haya un Mac». Bill Gates, sin embargo, no pensaba lo mismo por su convencimiento de que los programas todo en uno, como Jazz, estaban abocados al fracaso.

A finales de 1984 se organizó una reunión en Hawai de los equipos de ventas de Apple y, por primera vez, se pudo palpar la discordia entre Jobs y Sculley. Los dos hombres, antes tan cercanos, se colocaron a cada extremo de la sala y, durante toda la sesión, la tensión se podía cortar con un cuchillo. Si uno soltaba una broma, el otro se mantenía impertérrito.

Apple estaba en apuros y necesitaba apoyos externos urgentes. Sin embargo Jobs ignoraba la situación y seguía mostrándose capaz de adoptar un comportamiento imprevisible, comportándose de forma irascible con facilidad. Poco antes de navidad, de camino a una reunión en las oficinas de Epson en Tokio, el coche en el que viajaba se quedó atrapado por una avalancha. A consecuencia del accidente Jobs llegó seis horas tarde y manifestó su irritación ante sus anfitriones de Epson, vociferando una lista de
sushis
que quería que le trajesen inmediatamente. Más tarde, cuando el presidente de Epson desveló sus novedades, exclamó: «¡Menuda chorrada! ¿No tenéis a nadie capaz de liderar?» y se levantó dejando a sus anfitriones conmocionados.

Las navidades de 1984 fueron especialmente duras. Las ventas previstas de 85.000 unidades se quedaron en unos 20.000 Macintosh vendidos. Una vez más, el viejo Apple II salía a escena para salvar a la empresa del desastre, con el 70% de las ventas durante ese período.

Ante el fracaso del Macintosh, Apple volvía a encontrarse sobre arenas movedizas y la perspectiva de unas pérdidas colosales se perfilaba en el horizonte. Para salvar lo insalvable, Steve Jobs sólo pensaba en una solución: tenía que deshacerse de John Sculley costase lo que costase.

09
La caída de Steve

Desde la soledad de su despacho presidencial, Sculley se esforzaba por mantener la perspectiva sobre la situación de Apple. Atraído por los cantos de sirena de Jobs, se había dejado seducir por la idea de una victoria tranquila, una marejada inevitable, una conquista digna de Alejandro Magno. Poco familiarizado con el mercado, Sculley se había dejado impresionar por las explicaciones de Steve, sus énfasis y unas afirmaciones que no admitían réplica. Le había visto revolverse, desplegar una batería de propuestas sobre cualquier tema, insistir en asumir responsabilidades sobre aspectos relacionados con el diseño y la promoción del Macintosh, y defender sus posturas con uñas y dientes. Jobs era omnipresente mientras que él, ignorante en el campo de la informática, se conformaba con ser un espectador, entre el desconcierto y la admiración, arrastrado por la euforia del antes y el después del Macintosh.

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