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Authors: Alexander Lernet Holenia

Las Dos Sicilias (20 page)

BOOK: Las Dos Sicilias
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Era verdaderamente curioso el que se hallaran aquellas cosas, como algo prohibido, en el lugar más recóndito de la casa.

2

Al día siguiente, alrededor del mediodía, los dos señores acompañaron a las señoritas al estanque. Aunque la casa estaba separada de aquél sólo por un trecho de camino que se recorría en pocos minutos, también los acompañó una criada que llevaba los trajes de baño y un paquete con la merienda.

Las culebras se deslizaron al agua en cuanto el grupo puso el pie en el puentecillo. La señorita Ainether dijo unas cuantas palabras amables sobre las culebras. Según aseguró, se comían las ranas que, de no ser por esa circunstancia, harían por las noches tanto ruido que no dejarían dormir.

Mientras tanto, la criada ya había abierto la puerta de la cabaña. Ésta se levantaba al borde de los juncos y constaba de una caseta para mudarse la ropa y de una diminuta piscina cerrada por debajo del agua con una especie de verja de madera. A través de una abertura, podía salirse al estanque. En la parte delantera de la cabaña había un balconcito y, desde allí, una escalerilla de madera conducía hasta el agua. Los juncos crecían casi hasta el centro del estanque y el follaje de los árboles se inclinaba sobre sus aguas. En los lugares en que la superficie estaba libre de cañas, podían verse nenúfares de los tonos más delicados de rosado y de verde con matices amarillos. Por la superficie de las aguas nadaban veloces insectos acuáticos. El sol caía abrumador sobre el estanque.

La señora Pobeheim se bañaba en su piscina privada; su hermana, en cambio, lo hacía en el estanque abierto. La primera llevaba un anticuado traje de baño, tan complicado que con él parecía mucho más vestida que con sus ropas ordinarias. Se puso hasta unas medias de baño de seda y un sombrero de paja. En cambio, la señorita Ainether era mucho más progresista; salió de la caseta, larga y flaca, con una malla tejida, y dijo que nadaría «hasta el Neptuno». El Neptuno era una estatua de gres con un tridente de hierro que en otra época se había levantado en medio del lago en una pequeña isla de toba, pero que ahora, precipitada de su pedestal, yacía debajo del agua.

La señorita Ainether, mientras introducía la punta del dedo gordo en el agua, hizo algunas observaciones sobre la ridícula vestimenta de su hermana. Claro está que ella misma se había bañado de aquel modo, hasta que conoció las mallas tejidas, hacía ya muchos años.

—Pero —agregó luego—, ¡si hubieran visto ustedes bañarse a mi cuñado Pobeheim! ¡Incomprensible! —dijo meneando la cabeza y evidentemente dando a entender que no comprendía cómo su hermana pudo haberse casado con él.

Y mientras la regordeta señora Pobeheim, rodeada por un conjunto de telas plisadas y cintas, comenzaba a nadar en el interior de su cesta de baño, como si lo hiciera en agua abierta, la señorita Ainether se introdujo en el estanque. Pero no había nadado sino un breve trecho cuando la señora Pobeheim, asomándose por la abertura de su piscina, se puso a gritar:

—¡Vuelve! ¡Vuelve, Laurence! ¡No nades tan lejos! ¡Vas a enredarte entre las algas! ¡Vuelve inmediatamente!

Esto era lo que gritaba todos los días, y la señorita Ainether, invariablemente, le respondía:

—¡Cállate, Cecilia! Con tus continuos gritos me pones tan nerviosa que conseguirás que verdaderamente me pase algo.

Pero la señora Pobeheim no cesaba de llamar a su hermana, por lo que los dos señores, para calmarla, terminaron por desamarrar el botecillo que había junto al muelle y se acercaron remando hasta la señorita Ainether y el dios sumergido.

Mientras tanto, grandes nubes de bordes plateados se habían amontonado en el cielo y proyectaban sus gigantescas sombras sobre el estanque. En un instante todo quedó transformado. Era como si el mundo se hubiera transmutado en otro. Cuando, después del baño, todos se hallaban comiendo rebanadas de pan con mantequilla y fruta, el temporal se insinuó por entre los árboles; las señoras se vistieron rápidamente y cuando llegaron a la casa las nubes, deshaciéndose, se resolvían en un violento aguacero de verano.

Así transcurrían los días. Algunas veces recibían visitas y otras las hacían a los vecinos en el coche tirado por los dos desiguales bayos; por ejemplo, visitaban a la vieja Sunstenau, la misma que sostenía que la revolución no habría sobrevenido si la gente no hubiera hablado tanto a tontas y a locas. Pero, a causa de Silverstolpe, siempre volvían a casa temprano; el coche rodaba lentamente a través del aire vespertino, cuyo azul transparente, lleno de una profunda melancolía, parecía salpicado con un fino polvillo de oro. La mayoría de las veces Marschall se paseaba solo, pues Silverstolpe no lo podía acompañar sino en los paseos muy breves. La debilidad de Silverstolpe se hacía cada vez más visible. En ocasiones, sufría accesos tales que permanecía algunos minutos sin conocimiento. El médico confesó al capitán que realmente ya no comprendía aquella enfermedad. Administraba al enfermo tónicos fortificantes y eso era todo cuanto podía hacer por él.

En uno de sus paseos, Marschall creyó que había encontrado el camino del que Silverstolpe le había hablado en su carta y en el que, según decía, había tenido una extraña experiencia. El capitán lo encontró todo como su amigo se lo había descrito: las piedras desgastadas por el paso de la gente, el llantén, el exiguo curso de agua casi agotado, el pequeño arriate rodeado de tablas. También estaba allí el arenal y la curva del camino, que a Silverstolpe le parecía tan peculiar; también reconoció el lindero del bosque que Silverstolpe describiera. Pero todo aquello nada tenía del carácter angustioso y espectral que el enfermo había percibido. Por el contrario, el rincón aquel, en su sencillez terrenal, era de una belleza perfecta y, más aún, todo allí desbordaba vida. El pasto renovado cubría enteramente la campiña. Abejas e insectos se agitaban por todas partes y el sol de la tarde confería al cuadro un esplendor tan vivo como si la luz irradiara una aparición divina; es más, hasta parecía que figuras divinas se agitaran en la cálida brisa estival.

Un joven y una muchacha, por lo visto ociosos llegados de la ciudad, que estaban tendidos sobre la hierba, se levantaron cuando el capitán pasó junto a ellos. El joven le miró con el ceño fruncido y la muchacha sonrió, un tanto turbada. Por fin se alejaron, caminando por la pradera.

Marschall se abstuvo de comunicar al enfermo que, por así decirlo, había seguido su rastro. Experimentaba un sentimiento de infinito dolor por esa criatura que se consumía a marchas forzadas; y en particular la actitud de Silverstolpe, que durante las comidas permanecía silencioso y modesto y que cuando se movía lo hacía casi con timidez, le conmovía hondamente el corazón. La mayoría de las veces la duración de las comidas era larga, particularmente a la hora del té; todo tenía lugar entonces con cierta prolijidad y formalismo, como si no se tratara simplemente de comer y beber, sino de cumplir una ceremonia, o por lo menos de respetar los vestigios de una determinada tradición. Por lo demás, siempre había en la mesa más vajilla y cubiertos de los que eran necesarios, como si realmente fueran precisos en aquellas comidas relativamente sencillas. Especialmente la mesa del té, que siempre se ponía en el mismo lugar, sobre el guijo y a la sombra de la casa, se cubría con objetos escogidos, de esos que generalmente se guardan en las vitrinas; piezas de plata que brillaban como si estuvieran hechas de un metal desconocido y níveo; cada mantelillo de encaje era una obra de arte y de cuando en cuando se oía el claro entrechocar del cristal, mientras, en medio de tantos objetos, las vetustas manos de las señoritas se movían de modo tan natural que terminaban por hacer importante lo superfluo.

Oleadas de calor agitaban el aire, pero los cuadros de flores permanecían inmóviles, como sujetos a un profundo hechizo; era como si un ángel hubiera tocado todas las flores. Parecía que ese increíble verano ya no pudiera volver a incorporarse al curso normal de las estaciones, sino que su calor tuviera que ascender a un grado al que nunca, en los innumerables años que ya habían transcurrido sobre aquel campo, había llegado, ya porque el sol hubiera alterado su curso, ya por otro motivo igualmente amenazador. Nunca había ocurrido aquello, pero esta vez parecía que podía ocurrir. Pero, ¿acaso no nos produce la misma impresión cada verano? Y cuando, después del té, Marschall se ponía de pie golpeándose sus ropas para desprender de ellas los secos fragmentos de la pintura de los muebles del jardín, sentía su cabeza más turbada que en ningún otro momento del día.

Así pasaba el tiempo en Gegendt. Cierto es que parecía detenerse y engañar a todos sobre su paso, pero sin embargo transcurría, y por último tenía que sobrevenir un momento en el que, por así decirlo, se llegara al borde del tiempo, más allá del cual se abría un abismo... del mismo modo que los navegantes del siglo
XV
creían que, internándose mucho en el mar, terminarían por llegar al borde del mundo y por precipitarse en un abismo sin fin. Claro está que el tiempo en sí es redondo, como el globo terrestre, y acabado en sí mismo. Pero lo que transcurría era el tiempo de la vida de Silverstolpe. Cierto es que él mismo había dicho que ya no le inquietaba el acaecer del tiempo y que no le importaba en modo alguno. Sin embargo, bien podía preverse el momento en el cual ya no pudiera decir: mañana, o más tarde. Entonces el tiempo sería terriblemente precioso.

Porque, efectivamente, existe una diferencia entre lo que ocurrirá pronto y lo que tendrá lugar enseguida. «Pronto» puede significar que un momento relativamente largo sobrevendrá antes de que se produzca éste o aquel acontecimiento; hay, pues, un espacio de tiempo en el cual, de todos modos, puede uno moverse. No quiere decir que inmediatamente, en este mismo momento, debamos abandonar la casa o emprender un viaje... o morir. Todavía podemos pasearnos por las habitaciones o por el jardín, o acercarnos hasta un determinado rincón situado en el lindero del bosque, lugar al que —sin que sepamos exactamente por qué recóndito motivo— habíamos pensado que teníamos que volver. Pero «enseguida», excluye todo aquello que no sea lo que ha de ocurrir instantáneamente, en el momento mismo. El «enseguida» nos corta el aliento. Uno va muriendo durante toda su vida... y aunque esta idea es un tanto dolorosa, nos acostumbramos a ella. Pero, por último, llega el instante en el que hay que morir «enseguida». Y esto ya no nos parece posible.

El tiempo es la duración de todas las cosas, las cuales, aunque no son infinitas, son muchísimas e incesantemente vuelven a retornar a sí mismas, pues todo lo que existe vuelve a sí mismo; y alrededor de su centro de gravedad, común a todas ellas, se agrupan como una esfera, de suerte que, en cierto modo, vivimos y nos movemos como en un segundo globo terrestre, y nos parece pasar de unas cosas a otras, pues no nos damos cuenta de que marchamos en un círculo. Y el universo entero está análogamente limitado, y aunque parezca interminable, tiene que terminar. Pero las cosas individuales están aún más limitadas. Desde luego que puede parecer que duran mucho y que un instante de su duración es igual a otro, así como apenas se diferencian unas de otras las distintas horas del día, y así como las sombras de la mañana sólo por su distinta dirección se distinguen de las de la tarde. Pero, ¿qué diferencia hay entre el momento en el cual algo es y el momento siguiente, en el que ya no lo es? ¿Qué diferencia hay entre el momento en que el sol flota aún en el horizonte y aquel en que se hunde en él y sobreviene la noche? ¿Es que el tiempo, dentro de sus propios límites, se articula con las cosas individuales? ¡Es que, por ilimitado que nos parezca el tiempo, en este tiempo mismo, en sus límites, en sus innumerables límites, sobrevienen continuamente innumerables cosas, en las que consiste el tiempo! Permanentemente estamos despidiéndonos de todo. Más preciosos «que la perla de rosados colores que codicia el rey del mar», más preciosos que una estatua de marfil y oro de Fidias, que las más finas fuentes guarnecidas con gemas de Florencia, que el brocado de Flandes o que un manuscrito desconocido de Dante o de Safo, infinitamente más preciosos son los últimos momentos en que se despide uno del semblante de la amada, de las estivales campiñas, del bosque que llora bajo la lluvia. Y sin embargo, nunca había uno pensado antes en el tiempo que pasa. Pero, por fin, hasta tiene uno que despedirse de sí mismo. Podrá decirse que en realidad somos inmortales, mas lo cierto es que siempre pertenecemos a la muerte.

Una de las aldeas que en otra época formaban parte del feudo se llamaba Sankt Margarethen. Era la más importante de las aldeas de los alrededores y en ella tenía su sede la alcaldía donde se resolvían los asuntos de la región. Un día, Marschall se encargó de cumplir ciertas diligencias en la alcaldía, y mientras hablaba con el secretario de ella imaginó el momento aquel en que el último Ainether señor del dominio se presentó en la oficina y pronunció las siguientes palabras que reflejaban el nuevo orden social: «Muy bien, hasta ahora ustedes me han pertenecido; ahora yo les pertenezco. Es muy amable de su parte el que por lo menos me hayan dejado el patronazgo».

El patronazgo consistía en la obligación de sostener la iglesia. Marschall la visitó después de abandonar la alcaldía. Era un edificio muy antiguo, que se hundía en el centro del pequeño cementerio. Quizá originariamente no estuviera dedicada a Santa Margarita, sino a San Miguel. En efecto, San Miguel venía a reemplazar a muchas divinidades locales, particularmente una de origen eslavo, que la gente del lugar no se había resignado a perder del todo. Desde luego que de esto ya nadie sabía nada.

Junto a las paredes de la iglesia se veían varias lápidas funerarias muy antiguas, entre ellas las de la familia de los Thannhausen, las de los Tachsperg, las de los Lerchenaus y, desde luego, también las de los Ungnad. La torre de la iglesia pudo haber servido, asimismo, como fortaleza del lugar. Era una torre poco elevada. En la planta baja se hallaba la sacristía, bien modesta por cierto; evidentemente, los Ainether habían preferido convertirse en celosos católicos de la Contrarreforma antes que gastar dinero en nombre de Dios. En el primer piso había una tribuna, desde la que podía contemplarse el interior de la iglesia. Sin duda era allí donde Urban Ainether, con su ropa de terciopelo, vigilaba las oraciones de sus súbditos, mientras un criado hacía pasear por el atrio de la iglesia a sus caballos napolitanos o de cualquier otra raza famosa. Las paredes de la tribuna estaban cubiertas con frescos que el tiempo aún injuriaba. El piso era de baldosas rojas en las que todavía podían vislumbrarse sutiles motivos florales. Un sinnúmero de moscas muertas habían quedado apresadas en las telarañas de las ventanas, por las que penetraba en la iglesia una luz blancuzca.

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