Las Dos Sicilias (21 page)

Read Las Dos Sicilias Online

Authors: Alexander Lernet Holenia

BOOK: Las Dos Sicilias
4.72Mb size Format: txt, pdf, ePub

Los frescos, separados unos de otros por gigantescas figuras de ángeles pintados, que en cierto modo hacían las veces de pilares y que, como soportes del universo, sostenían la bóveda del techo en la que se veía pintado el cielo (lo que, por cierto, hacía pensar que, inversamente, debajo de sus pies se hallaba el infierno), los frescos, en la medida en que aún era posible distinguirlos, representaban la historia de Lázaro. En el primer cuadro, Jesús exorcizaba a Magdalena, la hermana de Lázaro, y los siete demonios que abandonaban a la pecadora eran más bien genios de singular belleza muy parecidos a los antiguos dioses. (Evidentemente alguien, tal vez de la época barroca, había vuelto a pintar la figura de Magdalena: el pelo con colores dorados y la carne con una especie de esmalte rosado. La modificación saltaba a la vista con gran claridad, casi con crudeza, como si el restaurador estuviera obsesionado con esos dos colores y hubiera obrado obedeciendo a un impulso irresistible.) En el segundo cuadro, el Mediador hacía levantar de la tumba a Lázaro, o Elieser, señor del castillo de Magdala. Las gentes que rodeaban el sepulcro se llevaban la mano a la nariz, pues las escrituras dicen que el muerto ya hedía. Los brazos de Jesucristo estaban representados en dos posiciones distintas; primero en alto, con los dedos de las manos unidos por pares, esto es, el meñique junto al anular, el medio junto al índice, de manera que sólo los pulgares quedaban aislados; tal era la disposición de las manos de los Pontífices Máximos cuando bendecían; en la segunda posición, las manos de Jesucristo, con movimiento increíblemente imperioso, aspiraban, por así decirlo, al muerto de su tumba. En la primera actitud las manos manifiestamente recibían fuerzas desde lo alto; en la segunda, las aplicaban. De manera que parecía que el Mediador tuviera cuatro brazos, como alas, o como tienen ciertas divinidades exóticas. En la tercera escena, hallábanse Cristo y el resucitado dialogando. Los rostros aparecían rígidos e inexpresivos, pero los ojos revelaban una mirada intensa y terrible. El cuarto cuadro mostraba a Cristo sentado a una mesa y a María de Magdala en el momento en que echaba bálsamos sobre los pies del Salvador. La pecadora le secaba los pies con su cabellera, en una actitud de indecible entrega. Allí también el desconocido restaurador le había vuelto a pintar el pelo con un amarillo intenso, como polvo de oro, y la tez con ardiente esmalte. Y las formas de la mujer, que en modo alguno armonizaban con la delgadez de las restantes figuras, estaban orgullosamente exageradas en su exuberancia, de suerte que el arrepentimiento de la penitente se hallaba en la más extraña contradicción con su aspecto provocativo y turbador. Evidentemente, el restaurador anónimo no había podido resistir el impulso de modificar de ese modo la figura de María Magdalena, y Marschall se sentía invadido por extraños sentimientos al representarse a aquel obseso vacilando en su soledad de la época barroca, entre la voluptuosidad y la contrición. En el quinto cuadro se veía representado el interrogatorio llevado a cabo ante Pilatos como una disputa en la que los dos, tanto el acusado como el juez, recalcaban vivamente con los dedos sus argumentos. Y aquellas representaciones terminaban con el sexto cuadro, en el que se veía la escena del sepulcro abierto después de la Resurrección de Jesucristo. Pero allí sólo estaba presente Lázaro, pues no se veían ni los soldados romanos ni las Marías. Y de nuevo Cristo y Lázaro parecían dialogar.

Aquellos frescos, a pesar de su ruinoso estado —o precisamente a causa de él—, le conmovieron de un modo tan extraño que al cabo de un rato se sorprendió sumido en soñadoras meditaciones, no habituales en él. Ese lugar de Magdala, que la Edad Media había querido irremisiblemente que fuera un «castillo», no debía de haber sido muy distinto de Sera, del cual la familia del capitán llevaba el curioso título de mariscal. Y ahora, abandonándose a un vago ensueño, hasta le pareció posible que Magdala hubiera sido una residencia como la de Gegendt. En los cuadros se veían galerías parecidas. Además, la tumba de Lázaro se hallaba también bajo un pórtico embaldosado. En el fresco, el muerto, o mejor dicho el resucitado, se levantaba del sepulcro con increíble vigor. Envuelto enteramente hasta la cabeza en el sudario, surgía por debajo de la losa fúnebre, cabeza sin ojos, como un gusano, o propiamente como un cuerpo sin cabeza, como una larva blancuzca que, a causa de las sinuosidades del lienzo, parecía enroscada, en tanto que la parte superior vacilaba y tanteaba como una criatura ciega. Se percibía un extraño acento en los dos cuadros que representaban a Cristo conversando; sobre todo en el último de ellos, en el que el Mediador dialogaba con Lázaro. ¿De qué podían hablar aquellos dos seres que habían vuelto de entre los muertos? Sus ojos, desorbitadamente abiertos, parecían expresar horror; y tanto horror había en la mirada del que había vuelto a despertar como en la del que había resucitado. ¿Qué dirían, si el retornar del más allá es tan horroroso como el descenso al sepulcro? Por lo menos por un momento, al capitán le pareció, después de algunas semanas en las que había tenido ocasión de observar lo que era morir, que las palabras que cambiaban aquellos dos interlocutores resucitados no eran sino reminiscencias relativamente incoloras del abismo del que surgían. ¿Quién podía saber si no se lanzaban recíprocamente reproches terribles, si uno no reprochaba al otro el haberlo hecho resucitar, o si el que había despertado nuevamente a la vida no se quejaba de que se lo hubiera resucitado, no por lástima de sus desconsoladas hermanas, sino sólo con el objeto de cumplir un horroroso experimento con la muerte? ¿Y si el otro lo acusaba de haberle informado mal o poco acerca de su experiencia en el mundo subterráneo, a él, su resucitador, que más tarde se impuso a sí mismo la misma prueba? Porque, de otro modo, ¿no se habría abstenido acaso el de Nazareth de emprender el atroz viaje al reino de los muertos? Y si en realidad no se dirigían mutuos reproches, se los hacían a la existencia que obligaba a todos a tan espantosas experiencias... Sin duda alguna, la serie de frescos era altamente herética, y tanto en el interrogatorio llevado a cabo frente a Pilatos como en las escenas con María de Magdala debían plantearse cuestiones igualmente intranquilizadoras. ¿Qué inauditas, qué inaudibles palabras habría puesto el pintor en boca del Hijo de Dios y en boca del prefecto romano? ¿Y qué le había ocurrido a la pecadora para que se comportara como si le fuera igualmente espantoso yacer junto a un amante y yacer en el sepulcro? ¿Por qué razones todo había cambiado tanto para ella? ¿Sólo porque había reflexionado? Entonces se trataba de un cambio como el que pueden experimentar las cosas a cada momento en los hombres, siempre que éstos reflexionen... Y bastaba que se pisara en el suelo con un poco más de fuerza, para que el piso del mundo sonara a hueco, como si por debajo se extendieran ocultas cisternas y minas, cavernas y abismos que retumbaban con fragor... y no se sabía si aquellos eran abismos en la sustancia del mundo o en la esencia misma de los hombres. Antiguamente la gente se esforzaba, desesperada, por asegurar y fijar el mundo: aquello que los adeptos a las doctrinas, reglas y leyes conseguían, por así decirlo, convertir entre sus manos en una esfera, era «el universo», y lo que podían determinar temporalmente mediante cálculos y especulaciones y según las revoluciones del gran trígono, su duración... desde el momento en que se terminó la creación, desde la medianoche de cierto viernes, muchos millares de años atrás, o para decirlo con mayor precisión, desde la mañana siguiente, cuando Adán abrió sus ojos, hasta el día del Juicio Final. El universo era comparable a un astrolabio de incontables círculos en el que se conciliaban, de manera muy ingeniosa, los más variados sistemas. Pero, al avanzar, tanto en lo temporal como en lo espacial, encontrábase uno con más y más círculos en movimiento. Y el contacto con la divinidad llegó a ser algo enteramente espantoso; porque, en última instancia, ¿qué había que pensar de un Dios del que Tertuliano pudo decir: «Creo que Cristo fue crucificado, que murió y que fue sepultado, porque es absurdo. Pero es evidente que se levantó de entre los muertos y subió a los cielos, porque es imposible»?

Y ese carácter problemático e imposible de Dios no alcanzaba sólo a la divinidad, sino, naturalmente, también a su Encarnación y a todas las personas con las que aquélla había estado en contacto..., por ejemplo, Pilatos y el papel que entonces desempeñó. Es más, no resultaba del todo comprensible que el creador de los frescos, que evidentemente sólo había representado aquellas escenas con el único propósito de hacerlas problemáticas, hubiera pintado aquel Poncio Pilatos que se lavaba las manos. Porque, según se dijo, el gobernador de Judea, mucho después, cuando se hablaba del Nazareno, afirmó repetidas veces que nunca había conocido a un Jesús de Nazareth y que no era que se hubiese olvidado de él, sino que con seguridad no lo conocía, y que él, Pilatos, en el momento de la crucifixión, no se hallaba en Jerusalén sino en su cuartel general de Cesárea. Recordaba todo eso muy bien porque la crucifixión se llevó a cabo tres días antes de su propia caída. De acuerdo con esto, pues, y como sólo él tenía el derecho de condenar y de hacer ejecutar, o bien Dios no había sido crucificado... o bien en modo alguno había existido.

El capitán sentía la impresión que le producían aquellos cuadros como una ráfaga de aire helado después de haber sufrido el calor del día. Tuvo que reconocer que hasta aquel momento nunca había experimentado semejantes sensaciones. Sólo la permanente compañía de su amigo moribundo podía haberlo predispuesto a sentir tales cosas. Tuvo que realizar un esfuerzo para apartar sus ojos de esos frescos que databan de una época de la iglesia incomprensiblemente lejana y cuyo carácter religioso se hallaba tan disimulado que el propio Urban von Ainether acaso nunca lo hubiera advertido...

De la tribuna arrancaba una escalera que llevaba a una puerta tan baja, que para atravesarla era necesario encorvarse. Y aquella escalera conducía hasta lo alto de la torre. El interior de la torre sólo recibía luz de algunas troneras. A Marschall le pareció que avanzaba por el interior de una montaña. Todo verdadero edificio tiene formas tan bien terminadas que cree uno que está hecho de rocas. Lo mejor que ha logrado construir el hombre hace recordar las primeras moradas donde vivió. Sin embargo, en lo alto de la torre, donde se hallaban las campanas, se abría una ventana románica con dos arcos separados por una delgada columna. Por debajo de la ventana se veía un reloj. Cuando Marschall trepó hasta las campanas rozó las pesas del reloj —piedras sostenidas por tablas de madera— y el sencillo mecanismo de relojería. A un lado caían las cuerdas de las campanas. Las pesas se hundían hacia abajo en la penumbra y el tictac del reloj se oía nítidamente. Era como el tictac de la eternidad.

Algunos días después, Silverstolpe contó al capitán un sueño que había tenido.

—Bien podría creerse —dijo— que ahora pienso con mucha frecuencia en la muerte, en las cosas perecederas y, sobre todo, en el pasado. Cierto es que tengo conciencia de muchas cosas ligadas a los muertos enterrados en estos campos, con los que estoy emparentado. Las generaciones de los muertos que yacen bajo esta tierra me parecen prolongarse como entretejidas raíces, de las cuales lo que vive extrae su fuerza. Y a menudo pienso también en los muertos de nuestro regimiento. Pero, a decir verdad, no pienso en la muerte o en la vida que hay después de la muerte, sino en la vida de los muertos antes de que vivieran, vida que ha de ser exactamente igual a la que haya después de la muerte. En última instancia, me parece que todo el futuro no es sino una vida igual, sólo que aún no está despierta, en tanto que la otra ya está de nuevo adormecida. Únicamente el pasado es al mismo tiempo el futuro. Nadie conoce el futuro..., pero conocemos el pasado. Entre ambos, entre el pasado y el futuro, está el instante. El instante me parece como un espejo y un eje del mundo; cada momento que vivimos me parece el centro exacto de todo tiempo. Y el tiempo, partiendo de ese momento, se extiende hacia atrás y hacia delante, y el espejo, en cada uno de los momentos, refleja lo que fue. Pero, como parece que girara alrededor de su eje, las imágenes del pasado que él proyecta son las imágenes del futuro. No existen otras imágenes, ni nada que no sea futuro. Todas las cosas, no sólo aquellas que fueron y aún son, sino también las futuras que ya son, existen sin más. Así como los muertos se hallan envueltos en sudarios dentro de sus ataúdes, los seres aún no nacidos están cubiertos por envolturas semejantes, que todavía no fueron retiradas para permitir que aquéllos vivan y se vean luego envueltos nuevamente en los féretros. Las cosas y las generaciones futuras, los soberanos con sus atributos del poder y sus pueblos enteros, todo eso ya existe y espera, como una crisálida; y así como en los altillos de una iglesia, cuyo aire huele a murciélagos, objetos de culto envueltos, que sólo se emplean en las grandes festividades, esperan a que llegue su hora, del mismo modo espera su hora todo lo futuro, para desprenderse de sus envolturas. El mundo es algo que siempre existe, pero sólo vemos de él un pequeño fragmento; de las tinieblas surge el río del presente deslumbrante de luz, y luego continúa su curso para introducirse nuevamente en las tinieblas y entonces ya no lo vemos, pero todo está siempre presente y todo existe siempre. No sé si alguna vez te dije que nunca tuve una verdadera amada. Sin embargo, esta noche soñé con una mujer amada. Y no era una mujer que yo ya conociera, sino que era mía en el futuro y, sin embargo (a causa de que el tiempo comienza ya a perder para mí su validez), en el sueño parecía que ya nos habíamos conocido. De manera que el sueño se desarrollaba en una época futura, muy remota. Tal vez sólo fuera el recuerdo de algo que leí hace mucho en un libro, según creo de un norteamericano. Pero, en todo caso, ese recuerdo aparecía muy transformado. Estaba yo muerto y en el más allá, aunque no puedo describirte cómo era aquel lugar. Y junto a mí se hallaba una muchacha o doncella, con los brazos hechos de luz. También ella había dejado uno de esos cuerpos terrestres en los que moramos un tiempo, como si se tratara de envolturas increíblemente imperfectas o defectuosos receptáculos. Mi amada se llamaba Ithona. Había muerto después que yo y acababa de llegar al más allá; por eso me contaba cómo se había producido su muerte.

«Cuando tú moriste, mi Lathmon amado —me dijo, pues era así como me llamaba en el sueño—, cuando me fuiste arrebatado, el mundo no presentía aún la catástrofe que lo amenazaba, o por lo menos a nuestra tierra, en un tiempo no muy lejano. Vivía yo en mi casa de la montaña, a la que me retiré después de tu muerte, para llorarte y donde yo misma tenía la intención de morir.

Other books

The Hill of the Red Fox by Allan Campbell McLean
An Elegy for Easterly by Petina Gappah
Mate Her by Jenika Snow
The Legacy by Craig Lawrence
Summer Snow by Nicole Baart
La rebelión de las masas by José Ortega y Gasset
Off The Clock by Kenzie Michaels
King of the Worlds by M. Thomas Gammarino
Master of None by Sonya Bateman