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Authors: Elaine Cunningham

Las esferas de sueños (25 page)

BOOK: Las esferas de sueños
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En el bosque, casi imperceptibles incluso para los ojos de un elfo, se ocultaban varios patrones reveladores. Elaith distinguió un grupo de hombres agazapados cerca de la boca de una pequeña cueva, como gatos al acecho. Otros aguardaban, ocultos, en repisas y detrás de los árboles, embozados en capas teñidas para confundirse con la piedra y los troncos.

La caravana —y con ella su presa— estaba a punto de aterrizar en medio de una emboscada.

8

La mansión de la familia Dezlentyr se contaba entre las más modestas del distrito norte. Un par de enormes olmos flanqueaban la verja de hierro, y la casa que se erigía más allá era pequeña y elegante. Había sido construida con piedra labrada y tablas de madera de forma insólita, de tal modo que parecía haber brotado de la tierra. Era una construcción única en una ciudad humana consagrada al exceso y el esplendor. A Arilyn le recordaba las casas típicas de la lejana Evereska: una comunidad de elfos de la luna que cazaban en el bosque y custodiaban los secretos de las colinas del Manto Gris.

Por un instante, la añoranza se adueñó de ella, aunque ya hacía muchos años que había abandonado las colinas del Manto Gris al quedarse huérfana. Ya no había lugar para ella allí, y tampoco tendría mucho futuro en Aguas Profundas si no lograba resolver el enigma.

En los últimos tres días habían ido de frustración en frustración. Lord Eltorchul había enviado un mensaje pidiéndoles que mantuvieran en secreto la muerte de Oth mientras la familia deliberaba sobre si recurrir o no a la resurrección. Esa petición había impedido a la semielfa hacer el tipo de preguntas que exigían respuestas. Isabeau Thione había desaparecido; Bronwyn aún no había regresado de su viaje a Luna Plateada, y Dan estaba en la biblioteca del Alcázar de la Candela, enfrascado en el estudio de la historia de las hojas de luna con la esperanza de dar con algo que explicara el caprichoso comportamiento de la magia de su espada.

Arilyn, a quien se le estaba acabando la paciencia, decidió buscar respuestas en el pasado.

Tras presentarse al guardia de la puerta y comunicar qué la llevaba hasta allí, las puertas se abrieron y por ellas salió un joven criado a recibirla. Aunque iba toscamente vestido con una túnica, polainas y botas muy desgastadas por el uso, era un hombre extraordinariamente atractivo: alto, dorado y de facciones tan finas que la suya podría haber sido considerada una belleza femenina de no ser por la piel tostada por el sol y una ligera barba de tres días que le daba aspecto de tunante. En conjunto, parecía un príncipe vestido de campesino. Al acercarse, Arilyn se dio cuenta de que era semielfo.

Así pues, no se trataba de un criado sino de Corinn, el heredero de la familia Dezlentyr. Apenas vivían semielfos en la ciudad, y él y su hermana gemela eran los únicos entre la nobleza de Aguas Profundas.

Los ojos de Corinn se iluminaron al verla, pronunció su nombre y le tendió una mano a modo de saludo entre dos camaradas.

—Nos conocimos hace algún tiempo en una de las fiestas de Galinda Raventree —le recordó el joven—. ¡Me alegro de que volvamos a vernos en mejores circunstancias! —añadió esbozando una sonrisa radiante.

Arilyn, en total acuerdo con él, le estrechó brevemente la muñeca.

—Espero que sigas pensando lo mismo después de escucharme. Me gustaría hablar con tu padre, pero antes quiero saber si lo que voy a contarle será demasiado doloroso para él.

La faz del joven noble fue adoptando una expresión grave a medida que Arilyn le relataba los acontecimientos: la lucha contra una banda de asesinos que trataban de matar a un elfo, seguida por repetidos atentados contra su propia vida. A Corinn no se le pasó por alto la implicación de la semielfa en todo el asunto.

—Se te ve a menudo en compañía de Danilo Thann, un notorio miembro de la nobleza de la ciudad —comentó, pensativo—. Si los temores de mi padre son justificados, es posible que algunas personas de esta ciudad se tomen como una ofensa mortal vuestra posible unión. Sí, creo que mi padre debería oír todo esto.

Corinn la condujo a un saloncito retirado y le prometió que no tardaría. Mientras esperaba, Arilyn caminó por la estancia y se detuvo ante el retrato de una elfa de pelo dorado.

La madre de Corinn parecía más joven que sus propios hijos. De no haber muerto en manos de un misterioso asesino, quince años atrás, seguramente habría seguido teniendo el mismo aspecto; una flor imperecedera que habría contemplado cómo a su alrededor el jardín se marchitaba y moría.

Arilyn comprendía perfectamente lo doloroso que podía ser. Los semielfos estaban condenados a vivir a un ritmo distinto de los humanos y también de los elfos.

Aunque ella era casi veinte años mayor que Danilo, probablemente lo sobreviviría en un siglo. Así pues, vería cómo sus propios hijos envejecían y morían. No era un destino envidiable, pero mucho peor era el que había sufrido Sibylanthra Dezlentyr. Arilyn no tenía ninguna intención de caer víctima de asesinos a sueldo que habían sido contratados para impedir que sangre no humana se mezclara con la nobleza de Aguas Profundas.

Arlos Dezlentyr llegó acompañado de su hijo. Era un hombre menudo y delgado que parecía una mera sombra al lado de su luminoso hijo. No obstante, la voz con la cual la saludó era grave y resonante, con una belleza que podría haber primero atraído y después conquistado el corazón de una elfa. Asimismo, Arlos no estaba exento de gracia y encanto. Se inclinó sobre la mano de Arilyn con una gracia cortesana, que hubiese hecho honor incluso a una reina.

—Corinn me lo ha contado. —El hombre suspiró y se dejó caer en una silla—. Si tus temores son ciertos, mis hijos también podrían estar en peligro.

—Descubriré la verdad y os la comunicaré —le prometió Arilyn—. Tengo entendido que tanto Corinn como Corinna pasan la mayor parte de su tiempo fuera de Aguas Profundas. Hasta que no tengamos las respuestas que buscamos, tal vez sería más prudente que no fuesen vistos en público.

—Buena idea. —Lord Arlos lanzó una fugaz mirada al retrato—. Supongo que sabes que mi primera esposa era hechicera. Yo esperaba que los hijos de Sibylanthra heredaran el arte de su madre, pero resulta que a ambos les atrae más la vida de aventureros. Ahora me alegro de que sea así.

»Corinn —dijo dirigiéndose a su hijo—, puedes poner en práctica ese plan de navegar alrededor de la península de Chult y tratar de establecer puertos en el sur. Y Corinna hará bien en aceptar el nombramiento que le ofrecieron. Prefiero que os veáis expuestos a las posibles amenazas de los mares de Tethyr antes que a los peligros muy reales de esta ciudad. Ocúpate enseguida de los preparativos.

El semielfo esbozó otra de sus radiantes sonrisas. Tras despedirse de su padre con una inclinación de cabeza, se llevó la mano de Arilyn a los labios.

—Gracias —le dijo en voz baja y tono emocionado, y visto y no visto, desapareció como un pájaro dorado en alegre vuelo.

Arilyn pasó una hora junto al anciano Arlos intercambiando recuerdos de Evereska, la ciudad natal de su esposa elfa. Lo único que pudo decirle el noble sobre su asesinato fue que la encontraron muerta en el jardín. Su cuerpo no presentaba heridas ni signos de enfermedad o de lucha, así como tampoco síntomas de haber sido envenenada. Sin embargo, su esposo estaba convencido de que había sido asesinada.

Lord Arlos podría haber seguido hablando hasta que hubiera anochecido, pero

finalmente Arilyn se levantó para irse. Antes le pidió que le mostrara el huerto.

El noble se sorprendió, aunque accedió. Juntos caminaron junto a hileras de coles tardías y hierbas que empezaban a secarse. La semielfa se encaminó hacia el cobertizo donde se plantaban los vegetales en macetas y se secaban hierbas. Allí halló lo que buscaba: una gran cisterna que desaguaba en un túnel inferior, lo cual permitía al personal de la cocina arrojar cáscaras y mondaduras a las alcantarillas.

—Me iré por aquí. Es lo que haría un asesino —dijo a Arlos.

El anciano se sobresaltó y sacudió la cabeza, incrédulo.

—¿Por qué no se le ha ocurrido a nadie antes?

Arilyn conocía la respuesta, pero prefería guardársela para sí: para encontrar a un asesino, uno tenía que pensar como tal. Y la semielfa se había pasado muchos años pensando como una asesina. Después de alzar, no sin esfuerzo, la pesada tapa, se despidió con un ademán y se sumergió en el oscuro agujero.

En la pared habían sido excavados pequeños puntos de apoyo para los pies. Como esperaba, los agujeros continuaban a lo largo de la pared, lo cual permitía bordear el suelo del túnel. Las cofradías encargadas de la limpieza de esos túneles mantenían tales cosas en total secreto, pero Arilyn había tratado con el tipo de gente que usaba esos oscuros túneles para otros propósitos.

Le inquietó darse cuenta de la facilidad con la que volvía a pensar y actuar como una asesina profesional. Siempre le había resultado difícil interpretar ese papel, y después de ser aclamada y honrada como paladín de los elfos, le resultaba doblemente difícil. Aunque tal vez ése era el único papel que el destino le permitiría desempeñar en el mundo de los humanos.

Apartó de su mente tales pensamientos y se concentró en lo que estaba haciendo.

Después de avanzar unos cien pasos, el suelo del túnel empezó a ascender. Arilyn saltó de la repisa e inició la subida.

El túnel estaba limpio y seco, y parecía ser relativamente reciente. Era un detalle interesante, teniendo en cuenta la reaparición de los tren en la ciudad. Al finalizar la guerra de las Cofradías, se habían sellado algunos de los viejos túneles para bloquear el paso a peligrosas razas subterráneas y se habían colocado protecciones mágicas. Era posible, no obstante, que alguien hubiese excavado nuevos túneles.

Mientras contemplaba esa posibilidad, otras piezas empezaron a encajar. El callejón del Vigía, en el distrito norte, era un lugar excepcionalmente seguro si uno olvidaba el hecho de que, de vez en cuando, se encontraban tirados en las sombras pies humanos cercenados. La primera vez había ocurrido hacía aproximadamente quince años, más o menos cuando lady Dezlentyr fue asesinada. En las tabernas se comentaba que cortar un pie era el castigo de una vieja cofradía de ladrones. Así pues, tal vez era un indicio del regreso de esa cofradía a Aguas Profundas. Arilyn había oído bromas de mal gusto sobre «despiezar» al enemigo. A la luz de los últimos acontecimientos, parecía más probable que fuesen tren y no ladrones humanos los responsables de aquellas muertes. La pregunta era quién los había contratado, y si era una única persona, qué objetivo merecía quince años de mantenimiento de una costosa actividad clandestina.

Mientras caminaba, la semielfa examinaba los muros en busca de las reveladoras tallas que dejaban los tren para transmitirse mensajes. El túnel daba tantas vueltas y era tan escarpado como un camino de cabras. Durante lo que le parecieron horas, Arilyn siguió las tenues marcas, hallando una ahí y otra allí, aunque sin formar un patrón definido. Finalmente, se le ocurrió seguir hasta el final un pasaje que no estaba marcado.

Resultó una decisión acertada. La semielfa localizó una puerta oculta en la pared

de ese túnel. Al abrirla, se encontró con una escalera de mano que conducía a un cobertizo de madera de grandes dimensiones. Arilyn trepó por ella y se asomó cautelosamente.

El cobertizo estaba impregnado de una compleja fragancia, lo cual significaba un cambio muy bienvenido respecto a los túneles húmedos y fríos. De las vigas colgaban ramos de hierbas puestos a secar. Encima de unas plataformas de madera, vio pilas de peladuras de cítricos y flores secas. Los numerosos estantes contenían botellas llenas de líquido coloreado, en el que flores, hierba, vainas de vainilla, así como docenas de otras sustancias aromáticas, cedían su esencia.

Arilyn atravesó sigilosamente el cobertizo y salió a un callejón. Reconoció la calle en la que desembocaba y la tienda a la que pertenecía el cobertizo: Fragancias Selectas Diloontier. Corrían rumores de que Diloontier también vendía pócimas letales, aunque nadie había logrado probarlo. Los precios de la tienda sólo estaban al alcance de unos pocos: nobles que podían permitirse gastar bolsas de oro en delicadas esencias. Era el tipo de cliente que podría permitirse excavar nuevos túneles y contratar a los asesinos tren. Seguramente la lista de clientes de Diloontier sería muy informativa.

La pista era tan evidente que a Arilyn se le antojaba increíble que nadie la hubiera seguido. Claro que ése era justamente el tipo de cosas que la ciudad prefería no ver. La ciudad en pleno proclamaba a los cuatro vientos que los asesinos no formaban una cofradía, que no tenían poder, que eran muy poco numerosos y que no representaban ninguna amenaza.

Arilyn sabía mejor que nadie todo el daño que podía hacer una única daga invisible. Nadie mejor que ella para ocuparse de ese asunto.

La semielfa recuperó sus viejos hábitos y se escabulló en las sombras, silenciosa como un gato al acecho.

La consternación se apoderó de Elaith al darse cuenta de que la caravana iba a caer directamente en la emboscada preparada en el valle. Lanzando una maldición, hincó los talones en los flancos de su yegua alada, se inclinó hacia delante y la instó a descender en picado.

El viento rugía en sus oídos con tanta intensidad que creyó que iba a quedarse sordo. Mientras ese pensamiento se formaba en su mente, en el ondulante aire resonó el grito de un águila, tan potente que lo oyó pese al ensordecedor ruido. Fue seguido por otro sonido que le heló la sangre: un ondulante grito de batalla elfo. Los jinetes de águilas habían visto a los emboscados.

Águilas y elfos atacaron en perfecta coordinación desde los cuatro puntos cardinales. Las águilas se lanzaron en picado, siguiendo sus instintos de aves rapaces, con un temible fulgor en sus ojos dorados y las garras extendidas, listas para atrapar a su presa. Era una imagen a la vez gloriosa y aterradora: un clásico ataque elfo.

Y también la peor estrategia posible.

El viento ahogó el grito de protesta de Elaith. Ni siquiera él mismo oía su voz, así como tampoco el zumbido y el ruido de las catapultas, aunque sentía en los huesos y en la sangre que tenían que estar ahí. Si los bandidos conocían la ruta de la caravana y habían localizado ese remoto paraje, también sabrían con qué fuerzas iban a enfrentarse y cuál era el mejor modo de vencerlas.

Un montón de plumas doradas volaron hacia él como gigantescas hojas arrastradas por una ráfaga de potente viento. Entre las plumas se ocultaban proyectiles más peligrosos: fragmentos de metal y piedra lanzados como metralla.

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