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Authors: Elaine Cunningham

Las esferas de sueños

BOOK: Las esferas de sueños
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La Ciudad del Esplendor es un lugar en el que se puede comprar cualquier cosa imaginable, incluso sueños, si es que uno está dispuestos a pagar el precio. Cuando la venta de esferas de sueños amenaza la vida de su hermanastra recién descubierta, Danilo Thann une sus fuerzas con Arilyn Hojaluna para descubrir quién maneja desde la sombra los hilos de ese letal negocio. Su investigación los conduce al corazón oscuro de Aguas Profundas y saca a la luz secretos que podrían destruirlos.

Elaine Cunningham

Las esferas de sueños

Los Arpistas V

ePUB v1.0

Garland
06.11.11

Al desconocido visionario que plantó

esos viejos pinos bajo los cuales crecían violetas

y donde por primera vez soñé con elfos

Preludio

El semiogro se dirigió a la puerta de la taberna, que estaba abierta, arrastrando al último de los clientes de esa noche con la cuerda con la que se sujetaba los pantalones bombacho. Su cautivo se retorcía como una trucha en el anzuelo y soltaba mordaces maldiciones típicas de los muelles. Pero sus esfuerzos no producían ninguna impresión en el guardián de la taberna. Con su cuerpo de más de dos metros de estatura, todo músculo y maldad, Hamish era perfectamente capaz de levantar en vilo a cualquier parroquiano de El Pescador Borracho con tanta facilidad como otro llevaría en las manos un paquete de pescado envuelto en papel.

—Levanta la quilla y recoge velas —rezongó Hamish mientras se disponía a lanzar al hombre—. Te guste o no, estás a punto de encallar.

Era un aviso más que suficiente en los muelles, pero el hombre lo desoyó. El semiogro esperó en vano unos momentos a que su presa dejara de debatirse, tras lo cual se encogió de hombros y lo lanzó hacia la oscuridad. Las protestas del hombre se convirtieron en un lamento que quedó interrumpido por un ruido sordo.

Hamish cerró de golpe la puerta de la taberna y luego deslizó la gruesa tranca de madera de roble que la aseguraba. La madera chirrió. Fuera, el parroquiano al que acababa de expulsar empezó a aporrear la puerta atrancada.

Dos camareras dejaron de limpiar la cerveza derramada para intercambiar una rápida mirada de soslayo y suspiros de resignación. Una de ellas, una escuálida morena con unos ojos soñadores que contrastaban con la realidad de su cuerpo desnutrido, lanzó una única moneda de plata encima de la mesa y cogió una jarra grande aún medio llena.

Entonces la alzó, como un espadachín que lanzara un reto, y se dirigió a la otra camarera, una bonita rubia con la que compartía el último turno de la noche en El Pescador Borracho.

—Lilly, ¿qué te apuestas a que soy capaz de acabármela antes de que al viejo Elton le dé un ataque o se marche?

Lilly ladeó la cabeza y aguzó los oídos; el ritmo débil e irregular de los puñetazos contra la puerta se iba apagando. Buscó una moneda igual en el bolsillo, sin importarle que representara la parte del león de sus ganancias de esa noche.

—A que no, Peg —repuso categóricamente la rubia al mismo tiempo que dejaba la moneda sobre la mesa con la actitud de alguien seguro de que ganará.

Lilly miró al semiogro, que, tras contemplar esa familiar escena con una mueca de exasperación, levantó la vista hacia las ennegrecidas vigas.

—Vale, yo seré el juez —dijo, resignado.

La flaca camarera asintió, aceptando así el desafío, inclinó hacia atrás la cabeza y bebió ávidamente. Lilly se situó a su espalda y le tapó las orejas con ambas manos para no darle ninguna ventaja.

Como Lilly esperaba, Elton se cansó de protestar mucho antes de que Peg apurara la jarra. Pero no importaba; Peg ganaría de todos modos.

La rubia camarera esperó hasta que su amiga acabó de beber, le destapó entonces las orejas y le propinó un cariñoso palmetazo en el trasero.

—¡Eh, has vuelto a ganar! Debes de ser el ojito derecho de la diosa fortuna.

Seguro que has donado más de una moneda de cobre al templo de Tymora.

Vacilando de repente, Peg dejó por un momento de recoger las dos monedas.

—Bueno, no hay nada malo en tratar de poner la buena suerte de tu lado, ¿no? — dijo.

—No, claro que no.

Lilly lanzó al semiogro una mirada de fingida severidad que lo conminaba al silencio. Hamish alzó ambas manos y se marchó para no tener que seguir participando en ese ritual que no acababa de comprender.

Pero a Lilly le parecía que era un modo inofensivo de proporcionar a Peg unas monedas extra, que tanto necesitaba, además de darle una excusa para comer y beber algunos restos. Era la realidad de sus vidas, y algo que muchos empleados de tabernas de mala muerte hacían en caso de necesidad, pero Peg era demasiado orgullosa para ello. Si las pillaban robando las provisiones de la taberna, las despedirían en el acto; no obstante, muchas veces, los restos de cerveza en una jarra y unos encurtidos dejados por un cliente eran el único alimento para alguien como Peg. No era que a Lilly le sobrara el dinero, pero disfrutaba de ciertas ventajas: su risa alegre, su rápido ingenio, una espesa melena de una tonalidad muy pálida poco común, entre rojiza y dorada, así como insinuantes curvas. Cualquier moza de taberna que contara con tales atributos ganaba propinas.

Sin embargo, en esos días las propinas escaseaban en el conflictivo distrito de los muelles. Lilly lanzó un nostálgico vistazo hacia la silenciosa puerta.

—El verano pasado a estas horas Elton y sus amigos seguían bebiendo.

—Y nosotras seguíamos trabajando —replicó Peg—. Trabajábamos tanto que casi nos quedábamos dormidas de pie.

Lilly asintió. Como la mayor parte de las tabernas de los muelles, El Pescador Borracho no cerraba mientras quedara algún hombre o monstruo dispuesto a pagar por un pobre asado y una cerveza aguada, pero el verano de 1368 estaba siendo muy duro.

Demasiados barcos habían desaparecido, lo cual significaba que atracaban menos cargueros en el puerto y que se necesitaban menos brazos tanto a bordo como en los muelles y en los almacenes, por lo que a muchos hombres no les quedaba más remedio que robar para subsistir. Muchos de los marineros y estibadores que solían acudir a la taberna a ahogar sus penas lo estaban pasando muy mal. Lilly había oído incluso susurros de inquietud entre los jóvenes cachorros de la nobleza que de vez en cuando se dejaban caer por ese local de mala nota buscando nuevas emociones. Una pequeña parte de los nobles de la ciudad empezaban a mostrarse cautos y hablaban de buscar otros modos de importar y exportar las mercancías. Naturalmente, cuando reparaban en que alguien los escuchaba, los señores, los mercaderes y los magos de Aguas Profundas hablaban en tono tranquilizador de una prosperidad sin fin. Pero Lilly no se lo tragaba.

Echó un vistazo a Peg. La muchacha, que era más joven que ella, estaba apilando leña en el hogar para que el fuego ardiera hasta la mañana, pero la mirada se le escapaba hacia la pared del fondo. Allí, colgados de ganchos de madera, se ponían a disposición de los escasos clientes que preferían hacer música a armar escándalo un puñado de maltrechos instrumentos. La enjuta faz de Peg reflejaba un profundo anhelo.

—¡Vamos, vete de una vez! —le espetó Lilly, poniéndose en jarras—. Hoy me toca a mí acabar.

No era necesario añadir más para convencerla. La muchacha corrió hacia los instrumentos y cogió un viejo violín junto con un desgastado arco. Sus pies parecían volar mientras subía la escalera del fondo, como si la promesa de la música hiciera que olvidara las largas horas de trabajo.

Una vez que estuvo sola, Lilly acabó de recoger la taberna. Cuando terminó, se limpió las manos en el delantal y se dispuso a deshacer el nudo atado a su espalda. Pero para su disgusto descubrió que alguien había tirado tanto de las cintas que no podía deshacerlo. Sucedía a menudo; había perdido la cuenta de las veces que un cliente achispado trataba de pellizcarle el trasero y se enredaba con las cintas del delantal.

Lanzó un suspiro y renunció al intento. Se sacó del bolsillo un cuchillo de pequeño tamaño y cortó las cintas del delantal, maldiciendo en silencio a todos los clientes en nombre del tipo que la obligaría a pasarse una hora más cosiendo. ¡Eran todos unos cerdos!

Claro estaba que en otros tiempos, y de eso no hacía tanto, algunos de los clientes de El Pescador Borracho no eran tan despreciables, y ella había aceptado de buen grado sus atenciones. Lilly arrojó a un lado el delantal y se colocó tras la barra. Allí escondida guardaba una botella del mejor vino élfico, regalo de un lord que había pasado por la taberna. La mujer se sirvió una pequeña cantidad para paladearlo mejor y habló a la botella casi vacía.

—¡Qué peligroso es beber licores tan buenos! Ahora ya no soporto la sidra y los matarratas que servimos aquí. ¿Qué voy a hacer al respecto?, te pregunto a ti.

Pero la botella no le dio ninguna solución. Lilly suspiró y se apartó un mechón de cabello cobrizo que le caía sobre el rostro. Súbitamente se sentía agotada y ansiosa por evadirse con lo que la esperaba en el pequeño cuarto situado encima de la taberna.

Apuró el singular vino de un solo trago y luego subió la escalera que conducía a los dormitorios.

Se detuvo en la puerta de su alcoba y, apoyada en el marco, la inspeccionó con nuevos ojos. Un tiempo atrás se creyó afortunada de disponer de una habitación sólo para ella, un lugar seguro en el que dejar sus cosas y una cama que no tenía que compartir con nadie, a no ser que ella lo deseara. Pero la cosa cambiaba si la miraba con los ojos de su amante.

No era más que una recámara pequeña y oscura, sin ventanas ni chimenea. Por único mobiliario tenía un estrecho camastro que se hundía, una jofaina desportillada, un viejo espejo que pedía a gritos un azogado y ganchos en las paredes para colgar sus otros dos vestidos y la camisola limpia. Unas puertas más allá, Peg trataba de arrancar algo parecido a sonidos musicales del viejo violín, aunque sonaba como un gato al que le pisaran la cola.

Lilly entró en el cuarto meneando la cabeza, como si negara la deprimente realidad que la rodeaba. Después de cerrar la puerta, se desplomó sobre el camastro.

Metió una mano debajo del cobertor y palpó el desigual relleno hasta encontrar un bulto en concreto: una pequeña esfera de cristal iridiscente que escondía en el colchón.

Por un momento, le bastó con contemplar ese tesoro, con saber que ella —una simple moza de taberna— poseía una esfera de sueños. Se trataba de un juguete mágico nuevo en la ciudad, lo cual no significaba que se pudiera adquirir en los bazares.

Naturalmente, los magos de la ciudad veían con malos ojos cualquier tipo de magia que pudiera comprarse y usarse sin que ellos obtuvieran algún beneficio. No obstante, en la Ciudad de los Prodigios se podía comprar cualquier cosa, si uno sabía dónde buscar.

La ciudad no tenía secretos para Lilly. Había comprado ya varias esferas de sueños y cada vez había dado por bien empleado el dinero gastado. Pero ésa era especial, pues había sido un regalo de su amante: un noble. Conociendo cuánto anhelaba Lilly llegar a pertenecer a su aristocrático mundo, sin duda había escogido ese sueño especial con cariño.

La joven cerró los ojos y se imaginó la bella y pícara faz de su amante. Mientras cerraba los dedos en torno a la reluciente esfera, cayó rápidamente en un estado de trance, que era la antesala del sueño.

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