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Authors: Elaine Cunningham

Las esferas de sueños (9 page)

BOOK: Las esferas de sueños
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Con gran esfuerzo, había logrado despertarla de nuevo y la custodiaba sólo hasta que su hija alcanzara la mayoría de edad. Sin duda, el atavío que había elegido para el baile representaba una reivindicación de su honor.

Pero ¿dónde se habría metido el elfo de la luna?

Conociendo a Elaith, se le ocurrían bastantes respuestas. Con un suspiro, guardó de nuevo el brazalete robado en la bolsa y se encaminó a la puerta con la intención de preguntar a los mozos de cuadra si Elaith se había marchado. En caso negativo, tendría que encontrarlo y poner fin a lo que quisiera que el elfo se trajera entre manos. Por un momento, el joven comprendió perfectamente la exasperación de su madre; gracias a él, la lista de invitados de lady Cassandra incluía a una ladrona de Tethyr, una semielfa con fama de asesina y un mortífero elfo, que, entre otras cosas, probablemente era el gángster más poderoso al norte de Puerto Calavera.

—Si quiero superarme —murmuró mientras recorría el jardín—, el año que viene tendré que traer un par de ilitas y un dragón rojo.

Arilyn se quedó mirando fijamente los ojos color ámbar de Elaith, paralizada por su súbita aparición.

—Esto sí que es una sorpresa —dijo el elfo en un tono meloso, casi como si cantara—. Creí que me encontraría con un mensajero muy distinto.

La semielfa se desasió y adoptó una agazapada postura de combate.

—Si llevas un arma, desenváinala —le aconsejó hablando entre dientes—. Estás a punto de recibir el mensaje.

En un único y hábil movimiento, Elaith desenvainó dos cuchillos que llevaba ocultos bajo las mangas. Incluso con la visión térmica, Arilyn percibió claramente su perplejidad y vacilación.

Inmediatamente, los tren atacaron, y el rostro de Elaith expresó, de pronto, una mezcla de comprensión y alivio. Al menos, contra esos enemigos podía luchar abiertamente. Con la velocidad de una serpiente, se lanzó al ataque con los cuchillos alzados para interceptar el primer golpe.

Arilyn oyó el entrechocar del acero, pero su atención estaba fija en los dos tren que se abalanzaban hacia ella. Las enormes zarpas empuñaban cuchillos idénticos con la punta hacia abajo, listos para asestar rápidas puñaladas.

No era un asalto que tuviera fácil defensa. Arilyn esquivó al tren más cercano y levantó la espada para efectuar una parada oblicua con la punta inclinada hacia atrás por encima de su hombro. La puñalada se deslizó a lo largo de la hoja elfa sin causar ningún daño.

Rápidamente, se retiró y se agachó para evitar el cuchillo del segundo tren.

Mientras se levantaba, giró sobre sí misma. Procurando mantenerse a salvo de las malignas púas que sobresalían de la parte posterior del codo de los tren, giró en torno a la criatura al mismo tiempo que efectuaba un barrido horizontal, asiendo con fuerza la espada con ambas manos.

Con una velocidad y agilidad insólitas en un ser tan grande, el tren esquivó el golpe, retrocediendo velozmente dos pasos e inclinando el cuerpo de un modo exagerado. Agitaba sus largos brazos para mantener el equilibrio.

Arilyn había anticipado esa reacción. Cambió la dirección del ataque, desplazó el peso hacia el pie más atrasado y se lanzó a fondo con una impetuosa estocada. El acero penetró en la axila expuesta del tren y se hundió. Al notar cómo la espada rascaba contra hueso, la semielfa apoyó en ella todo el peso del cuerpo.

La hoja de luna se clavó aún más profundamente en la carne del reptil, perforó el pulmón y buscó el principal corazón del monstruo. Por sus fauces brotó un abundante chorro de sangre, lo cual indicaba que la espada había hecho diana.

Arilyn plantó un pie contra el cuerpo del tren y tiró de la espada para liberarla.

Inmediatamente, giró sobre sí misma para hacer frente a su primer atacante. La hoja de luna hendió el aire con un zumbido audible, que finalizó en un ruido áspero cuando el metal raspó las escamas del reptil. De un lado a otro del pecho del tren, brotó una delgada línea de sangre.

La semielfa retrocedió unos pasos a fin de evaluar la situación. No era un corte mortal. Gruñendo de indignación, el tren se llevó las garrudas manos a la herida para unir los bordes del pellejo. Mientras se preparaba para lanzar su siguiente ataque, fulminó a la semielfa con la mirada.

De inmediato, una nauseabunda miasma invadió el túnel. Arilyn retrocedió; el hedor le impedía respirar y le provocaba arcadas. En un abrir y cerrar de ojos, Elaith apareció a su lado y le puso en las manos un trozo de lino. Aunque dudaba de que sirviera de mucho contra la bruma debilitadora, se tapó la nariz con la tela.

Un suave aroma floral penetró hasta el último resquicio de su cuerpo, colmándola con una sensación semejante a la del vino espumoso que se bebe demasiado deprisa y en demasiada cantidad. El horrible hedor se fue convirtiendo en un recuerdo a medida que el antídoto hacía su efecto. Arilyn parpadeó para limpiar los ojos de lágrimas y alzó la espada en posición de defensa.

Justo a tiempo. El tren herido, creyéndola fuera de combate, la atacaba confiando en que la mataría. Con una de sus garrudas manos aún se sujetaba la herida, mientras que la otra la dirigía a la garganta de la semielfa. Lo seguía el líder con la hoz levantada ya.

Ágilmente, Arilyn se puso fuera del alcance del tren herido. Antes de que pudiera pasar a la ofensiva, un pequeño cuchillo plateado revoloteó entre ella y el tren, y se hundió en el estrecho tajo que la hoja de luna había abierto.

La semielfa echó una fugaz mirada a Elaith, asombrándose de la capacidad del elfo para intervenir en su ayuda, pese a estar librando su propia batalla, que no había terminado ni mucho menos. El elfo plateado había despachado a un tren, y sus dagas gemelas se estaban ocupando del último del mismo modo que un tiburón acabaría con una ballena herida: cortándolo a trocitos lentamente.

La ira de Arilyn creció como una marea roja e imparable. Aunque Elaith la hubiera ayudado, no una sola vez sino dos, ¿acaso no tenía ningún código de batalla?

No había honor ni en sus métodos ni mucho menos en el cruel placer que reflejaba su faz.

Apretó los dientes, decidida a poner fin a la lucha rápidamente. Dos de sus atacantes habían muerto. El tren alcanzado por el cuchillo de Elaith había frenado el avance tan bruscamente como si hubiera chocado contra un muro mágico; agitó débilmente las zarpas en el aire y, finalmente, buscó a tientas la empuñadura del cuchillo que Elaith había arrojado. Pero su cuerpo se puso rígido y comenzó a caer hacia delante.

El líder soltó un rugido de rabia mientras arremetía contra la semielfa. Blandía la hoz en el aire como si se preparara para recoger una mortal cosecha.

Arilyn se apartó a un lado, de modo que el tren moribundo quedara entre ella misma y su atacante. El líder llevaba demasiado impulso como para ser capaz de frenar, por lo que la hoja curva de la hoz se hundió en los suaves pliegues del cuello de su compañero moribundo. Antes de que pudiera arrancar el arma, el peso de su camarada, que caía, lo arrastró al suelo. Arilyn se lanzó al asalto con la espada apuntando al ojo del asesino.

La punta del acero chocó con la protuberancia ósea, se deslizó por las escamas, cortándolas fácilmente, y buscó la estrecha órbita ocular.

Pero el tren fue más rápido. Lanzando otro rugido, sacudió la enorme cabeza y se libró de la espada de Arilyn. A continuación, liberó la hoz de la garganta de su compañero muerto y se alejó de los cuerpos sin vida de los componentes de su clan. Y así se fundió en las sombras, haciéndose tan invisible como una gota de agua en el océano.

El primer impulso de la semielfa fue seguirlo, pero por su larga experiencia en campos de batalla sabía que no era aconsejable apresurarse a dar la espalda a ningún adversario. Giró con la espada en guardia, lista para enfrentarse al último tren o al elfo que luchaba con él.

El tren seguía en pie, aunque se tambaleaba. Sangraba por múltiples heridas. Ya no podía presentar batalla; sus largos brazos le colgaban sin vida y las garras arañaban la piedra del suelo con cada balanceo sobre unas patas que apenas lo sostenían.

No obstante, Elaith no parecía dispuesto a acabar con el juego. Arilyn había visto

gatos que guardaban los graneros torturar a las ardillas que capturaban mostrando más clemencia y menos placer.

—¡Acaba de una maldita vez! —espetó al elfo.

Elaith le lanzó una rápida mirada de sorpresa, como si de repente recordara dónde se encontraba y quién era. Arilyn habría jurado que por un instante había visto la vergüenza reflejada en sus bellas facciones.

Rápidamente, el elfo le dio la espalda, como si pretendiera apartarse de una verdad incómoda, dejó caer al suelo un arma goteante y, de un pliegue oculto en sus vestiduras festivas, sacó un delgado cuchillo. Con un rápido giro de muñeca, lo lanzó contra el ángulo interior de la boca del monstruo, que mantenía abierta y floja. La punta de plata atravesó el pellejo por el lado opuesto de la boca del tren y abrió una ruta por la que rápidamente salió sangre. El tren se desplomó enseguida y cayó, casi agradecido, al suelo empapado de sangre.

Elfo y semielfa se miraron largamente. El asco y la gratitud se batían para protagonizar las primeras palabras de Arilyn.

—Supongo que debería darte las gracias —dijo al fin.

—Muy a tu pesar, según veo —repuso el elfo sin pelos en la lengua, y alzó una mano para impedir el intercambio de palabras que era costumbre entre dos elfos después de luchar codo con codo—. No me debes nada, princesa. Mi deber desde que nací es servir a la casa real. Mi espada está a tu servicio.

Arilyn se quedó muda, tal como, sin duda, pretendía Elaith. El rufián era uno de los pocos que conocía la ascendencia de la semielfa y el único elfo que la aceptaba y la reconocía abiertamente. Entre los
tel'quessar
—el término elfo que significaba simplemente «gente del Pueblo»— no tenía nada de honorable ser la hija mestiza de una princesa exiliada. Pero Elaith, por razones particulares, no compartía esa opinión.

—Deberíamos seguir al último tren —dijo la semielfa, que había apartado la mirada y se dedicaba a limpiar su espada.

—Desde luego. No obstante —añadió con una leve sonrisa—, me parece que arriba te espera otra batalla. Ha sido una velada llena de emociones.

Arilyn no se lo discutió. Primero, el percance de Danilo con el hechizo de la flor celeste y, luego, la extraña conversación que había escuchado a escondidas.

Rememoró las palabras pronunciadas por lady Cassandra, la promesa de zanjar inmediatamente cualquier problema que pudiera causar Elaith. Tras luchar con asesinos a sueldo, aquellas palabras cobraban un nuevo y siniestro significado.

Era absurdo. Arilyn sacudió la cabeza tratando de apartar de sí tales pensamientos.

Una cosa era que lady Cassandra fuese tan temible como un dragón, pero no se la imaginaba contratando asesinos para deshacerse de los invitados que no se comportaran como era debido. Por otra parte, corría el riesgo de que Elaith lo creyera posible y actuara en consecuencia.

El elfo propinó un puntapié a uno de los voluminosos cadáveres.

—Me preguntó quién los contrató —pensó en voz alta, haciéndose eco de la misma preocupación que la semielfa.

Arilyn carraspeó.

—¿Alguna idea? —preguntó.

—Las posibilidades son casi ilimitadas —respondió con ligereza—. ¿Crees que ésta es la primera vez que pasa? No le des más vueltas. Yo, desde luego, no lo haré.

Arilyn no se tragó que Elaith pudiera tomarse el ataque tan a la ligera.

—Hablaré con Danilo sobre ello —dijo suavemente, y observó al elfo, que absorbía los múltiples niveles de significado que encerraban las palabras de Arilyn.

—¿Crees que lord Thann me ha invitado a la mansión familiar para que me

encontrara con estos asesinos? —preguntó Elaith, aludiendo directamente a los temores de Arilyn.

—¡No!

—Yo tampoco —dijo, y aunque pareció que iba a añadir algo, se limitó a sacudir la cabeza y marcharse.

Arilyn no trató de retenerle. Como él mismo había dicho, la esperaba otra batalla.

Una vez que Elaith hubo desaparecido, Arilyn siguió su rastro por un laberinto de pasillos subterráneos hasta dar con una puerta oculta y un breve tramo de escalones de piedra que conducían a un escotillón abierto. Arilyn alzó la vista hacia lo que parecía ser un cobertizo de jardín. Encima, se extendía él cielo negro aterciopelado; la luna había rebasado ya su cenit. La aventura había durado más de lo que había creído.

El Baile de la Gema la esperaba. A bote pronto, podría haber nombrado hasta una docena de sangrientos campos de batalla a los que había acudido con más entusiasmo y menos temor. Lanzando un suspiro de profunda frustración, se puso derecha, se remangó la falda del vestido prestado y subió la escalera con aire resuelto.

La lámpara de aceite situada a un lado de la cama parpadeó y se apagó. A la tenue luz del fuego que ardía en el hogar, Oth Eltorchul contempló a la mujer lánguidamente tumbada a su lado.

—Un final muy agradable para una velada ciertamente lamentable —comentó.

¿Agradable? ¿Eso era todo lo que se le ocurría? Temiendo que si hablaba se le escapara lo que realmente pensaba, Isabeau se limitó a esbozar una leve sonrisa que le permitió mostrarle los dientes.

La mirada de la mujer voló a la ropa del mago, pulcramente colgada de ganchos.

Con ojos expertos, calculó el peso de los bolsillos secretos, así como el valor de lo que contenían. Tendría que ser bastante para compensarla por la velada y por ese hombre.

En cambio, su vestido color rubí yacía desparramado en el suelo como un charco de vino. Anillos, pendientes y una gargantilla de piedras rojas —todo a juego— sembraban la mesita de noche. Por supuesto, eran de cristal, pues por el momento solamente podía permitirse buenas falsificaciones, aunque pensaba poner remedio a esa situación lo antes posible. Hasta entonces, la noche había resultado muy poco provechosa debido a la intervención de Danilo Thann. Ansiosa por cambiar su suerte, buscó con impaciencia en el rostro de Oth signos de la somnolencia que sigue al placer.

Pero el mago se encontraba de humor expansivo y dispuesto a repetir las quejas que Isabeau había tenido que soportar durante todo el trayecto hasta La Sílfide de Seda.

—Lamentarán haber rechazado mi propuesta, ya lo veréis. Me han tratado como un inoportuno plebeyo, sin mostrar la deferencia debida a un miembro de la aristocracia.

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