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Authors: Elaine Cunningham

Las esferas de sueños (30 page)

BOOK: Las esferas de sueños
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Su aguzado sentido del oído captó unos pasos furtivos que se acercaban por la acera, fuera de la tienda. La semielfa desplazó el peso del cuerpo a los talones y se puso de pie en un único y veloz movimiento. Entonces, se aproximó con sigilo a la puerta, desenvainó la espada e hizo una seña a Danilo para que se colocara al otro lado del marco.

La puerta se abrió lentamente y, por el quicio, asomó una cara pequeña, de gesto furtivo. Arilyn abandonó su escondite y presionó la punta de la espada contra la garganta de Diloontier.

El perfumista chilló y cerró los ojos con fuerza, como para ahuyentar el doble terror de la amenazante espada y la carnicería en la tienda. Palideció hasta que su piel adquirió el color de pergamino viejo y los huesos de las piernas parecieron fundírsele como anguila en gelatina.

Antes de que Arilyn pudiese decir nada, Danilo agarró al tambaleante hombrecillo por la pechera y, de un empellón, lo obligó a entrar. Sacudía al perfumista del mismo modo que un sabueso cazador de alimañas sacudiría una rata. Tal tratamiento devolvió una pizca de color al rostro de Diloontier. Cuando empezó a debatirse con una resolución y un vigor que sugerían que era capaz de mantenerse de pie, Danilo lo soltó.

Diloontier entreabrió un solo ojo y se estremeció.

—Demasiado tarde —se lamentó—. ¡Ya no queda nada!

—Eso plantea unas cuantas preguntas interesantes. A su debido tiempo, nos ocuparemos de eso —le aseguró Arilyn, y nuevamente lo amenazó con la punta de la espada en el cuello—. ¿Qué sabes de los tren?

La mirada del hombrecillo se deslizó de manera furtiva a un lado.

—Nunca he oído hablar de ellos.

Arilyn movió ligeramente la espada para incitarlo a hablar.

—Qué extraño que túneles plagados de marcas dejadas por los tren confluyan

justo debajo de tu tienda. Qué extraño que una trampilla de las cloacas conduzca a tu cobertizo de secado. Puedes hablar conmigo o ser interrogado por el Consejo de Señores.

—¡Hablaré! —exclamó en tono agudo—. Sí, es cierto que a veces actúo como intermediario para hombres y mujeres ricos que desean contratar los servicios de los tren. ¡Yo me ocupo de todo, pero a través de una segunda, una tercera o una vigésima cuarta persona! ¡Es verdad! Ése es el método acordado, que asegura que no pueda revelar a nadie, ni siquiera a ti, el nombre de mis clientes.

Arilyn se preguntó cómo respondería Diloontier si le proponía un nombre, y dirigió a Danilo una mirada con la cual le pedía permiso y al mismo tiempo se disculpaba. El joven apretó los labios, pero dio su conformidad con un leve gesto de asentimiento.

—De acuerdo —dijo la semielfa a Diloontier—. Si no puedes darme los nombres de tus clientes, yo lo haré por ti: lady Cassandra Thann.

—Soy perfumista. Muchos nobles son clientes míos —contestó evasivamente.

Sus explicaciones quedaron interrumpidas por un sorprendido grito de dolor. Bajó la vista y contempló, horrorizado, la mancha sangrienta en la reluciente espada de la semielfa y la sangre que le goteaba en la pechera de la camisa.

—No es una vena importante —comentó Arilyn serenamente—, pero te aseguro que sé localizarlas.

—¡No puedo decirte nada! ¡Mis clientes valoran ante todo la confidencialidad!

—¿Más de lo que tú valoras tu propia vida?

Diloontier no necesitó mucho tiempo para sopesar ambas cosas en la balanza.

—Pociones de la eterna juventud —dijo atropelladamente—. Hace muchos años que lady Cassandra me las compra cada luna nueva. ¿Cómo si no crees que ha logrado que los años no pasen para ella y siga igual de bella?

—Me temo que conoces muy bien a la dama en cuestión —repuso Danilo secamente—. Si hay alguien capaz de enfrentarse al Padre Tiempo y obligarle a bajar la mirada, ésa es ella.

—¿Qué venías a comprar? —preguntó Arilyn, bajando la espada.

—Eso ya no importa, ¿no crees? Aquí ya no queda nada de valor. Es evidente que no he sido yo quien ha matado a estos hombres. ¡Todo apunta a que has sido tú!

La semielfa lo miró con dureza, aunque se dio cuenta enseguida de que las palabras de Diloontier no encerraban una amenaza vana. Ella no era la única capaz de reconocer las marcas de una espada elfa, y resultaba obvio que se trataba del trabajo de un asesino profesional. Afortunadamente, Diloontier también tenía una reputación que mantener.

—Si mencionas a alguien nuestra presencia aquí, el capitán de la guardia recibirá un anónimo en el que se te acusará de haber venido a esta tienda. ¡Vete ya!

Diloontier corrió hacia la puerta. Sus botas repiquetearon a un ritmo frenético sobre la madera de la acera. La semielfa suspiró y enfundó la espada.

—Lo has dejado ir. —Danilo la miraba con ojos penetrantes—. ¿Le crees?

—¿Sobre lady Cassandra? Ni una palabra. ¿Para qué necesita pociones de juventud cuando por sus venas corre sangre elfa? No obstante, sospecho que preferiría corroborar la mentira de Diloontier antes que revelar su herencia elfa.

Dan no refutó el argumento.

—Aquí ya está todo visto —dijo.

Arilyn guardó un largo silencio. De hecho, ella sospechaba que había mucha más información que podían extraer en Puerto Calavera. Los tren procedían de esos túneles, así como el veneno que probablemente había acabado con la vida de lady Dezlentyr.

Para descubrir al proveedor de Diloontier, había tenido que visitar a conocidos que no veía desde hacía años y pedir favores que le aterraba tener que pagar.

Sin embargo, por el momento, poco más podían hacer. Allí no encontrarían respuestas, sino únicamente más preguntas inquietantes.

—Fuese lo que fuese lo que Diloontier venía a comprar, ya no está aquí. — Empujó ligeramente uno de los cadáveres con la bota y añadió—: Lo tiene quien los mató.

—Matar para conseguir veneno —caviló Danilo—. Es un camino muy tortuoso para lograr un objetivo, ¿no te parece? No soy un experto en este campo, lo sé, pero me parece que eliminando al intermediario de la transacción, el asunto sería más fácil.

Ésa era justamente la intención de Arilyn, aunque no estaba preparada aún para admitirlo en voz alta. En muchos aspectos, Danilo abrazaba los principios elfos con bastantes menos reservas que ella misma. Dan confiaba en Elaith Craulnober y en su promesa de que serían siempre amigos. Arilyn se sentía incapaz de destruir esa confianza sin estar completamente segura de que era imparcial en sus sospechas.

Tampoco estaba preparada para hacer frente a sus viejas costumbres y comportamientos, que volvía a adoptar de manera tan natural. A cada paso que daba, encontraba algo que le recordaba su oscura reputación. A decir verdad, se sentía más a gusto en el subsuelo de Aguas Profundas que en un salón de la nobleza. Su parte humana —la más cruda— saltaba a primer plano, mientras que la magia elfa de su hoja de luna extrañamente se mantenía ausente. Al paso que iba, Danilo no tendría que preocuparse más por los inconvenientes que comportaba vivir con una heroína elfa.

Arilyn echó una mirada a la hoja de luna, casi esperando que la emplazara a cumplir con su deber brillando con tenue luz verde; pero, naturalmente, no era el caso.

La semielfa se preguntó si algún día volvería a brillar.

Lo primero que hizo Danilo al regresar a la ciudad que se levantaba sobre el suelo fue darse un buen baño. Después de una hora metido en la tina con agua caliente, el recuerdo del fétido hedor que reinaba en la ciudad subterránea empezó a desvanecerse.

Danilo seguía en remojo cuando su mayordomo llamó a la puerta.

—Os pido disculpas, señor. Ha llegado un mensaje urgente de lord Rhammas.

La noticia de que un vuelo de dragones había invadido la ciudad no le habría sorprendido tanto. Danilo salió de la tina de un salto, levantando agua jabonosa como una bandada de pajarillos asustados. Inmediatamente, cogió una toalla y abandonó el vestidor.

—¿Hay alguien herido? ¿Enfermo? ¿Se trata de Judith? ¡Por los dioses! Está a punto de dar a luz. ¡Y es el primero!

El halfling se limpió la fragante espuma que le había caído en la frente.

—Vuestra hermana está perfectamente, señor. No espera al bebé hasta dentro de una luna o más —le recordó—. El mensaje se refiere a un asunto personal, de naturaleza muy delicada. Vuestro padre os ruega que os reunáis con él cuanto antes en La Sirena Risueña. El caballo os aguarda frente a la puerta.

Algo más tranquilo pero todavía perplejo, Danilo se vistió rápidamente y recorrió a caballo las pocas manzanas que separaban su casa de la refinada taberna.

La Sirena Risueña era uno de los pocos establecimientos del formal distrito norte que servían bebidas alcohólicas. Su reputación se cimentaba tanto en sus suntuosas mesas de juego como en sus pequeñas salas privadas. Danilo sabía que a lord Rhammas le gustaba ir allí para intercambiar chismes y jugar con otros nobles tan ociosos como él, aunque nunca se le había ocurrido que su padre tuviera necesidad de alquilar una de las pequeñas salas para encuentros. Desde luego, Danilo jamás hubiera esperado que su padre lo convocara.

Estaba a punto de estallar de curiosidad mientras desmontaba frente a la enorme y fea estatua de mármol de un centauro. Tras confiar el caballo a un atento mozo de cuadra, subió corriendo la escalera que conducía al vestíbulo.

Uno de los guardias minotauros hizo un gesto de asentimiento al reconocerlo como miembro. Tras indicarle por señas que lo siguiera, echó a caminar al trote; era impresionante contemplar sus enormes ancas al andar. Con los cuernos, largos y curvos, tocó una araña de luces que colgaba a baja altura, lo que arrancó a los cristales un apagado tintineo que recordaba una bandada de colegialas que susurraran y se rieran suavemente tapándose la boca con sus menudas manos.

El minotauro se detuvo delante de una gruesa puerta de roble y resopló insistentemente como para indicar que allí acababa su misión, o al menos acabaría cuando Danilo entrara. El resoplido sonó como el de un toro listo para cargar, y Danilo tuvo la impresión de que si no entraba por voluntad propia en la habitación, el minotauro lo cogería con uno de sus cuernos y lo arrojaría dentro. Así pues, le dio una moneda y entró.

Rhammas Thann se puso de pie para recibir a su hijo y le tendió una mano a modo de saludo entre camaradas. Danilo estrechó la mano de su padre como si fuese lo más natural del mundo. Tomaron asiento frente a frente en una mesa de pequeño tamaño y, durante unos minutos, charlaron de las naderías que mantenían bien engrasadas las ruedas de todas las reuniones que se habían celebrado en aquella habitación.

Finalmente, Rhammas fue al grano.

—Posees una fortuna propia considerable. El fondo que tu madre y yo creamos cuando naciste se ha multiplicado por mil, y sólo con eso bastaría para permitirte mantener tu tren de vida. No obstante, también tienes una participación en el negocio del vino, y lo que invertiste en el colegio de bardos da sus frutos. He oído que ambas empresas van viento en popa...

—Así es —admitió Danilo con cautela.

—Tengo una buena razón para pedirte que te desprendas de una pequeña parte de tu dinero en efectivo —dijo lord Rhammas con fría formalidad y evidente renuencia. El noble enmudeció, hizo una mueca y se puso derecho, armándose de valor para lo que debía añadir—: Debo ocuparme de un asunto bastante delicado, y por su naturaleza, preferiría que tu madre no se enterara de nada.

—¡Ah! —Danilo se recostó en la silla y comprendió, por fin, el porqué de aquella insólita reunión.

De todos los hermanos, Danilo era el menos involucrado en los asuntos de la familia, es decir, el que con menos probabilidad iría con el cuento a lady Cassandra.

Judith, la hermana que más se parecía a él tanto por la edad como por carácter, solía actuar, asimismo, según sus propias opiniones e inclinaciones. No obstante, su marido, un capitán de barco mercante muy gallardo y que reivindicaba un lejano parentesco con la familia real de Cormyr, se había labrado posición y fortuna gracias a los negocios de transporte marítimo de la familia Thann. Por tanto, era tan devoto a los caprichos y los humores de lady Cassandra como un perrito faldero. Judith aún seguía tan enamorada que no se daba cuenta de la especie de pelotillero con quien compartía su lecho y no le ocultaba nada. Ya no cabía esperar discreción de ella.

—¿Un asunto personal? —Danilo procuró hablar en un tono ecuánime, preguntando pero sin criticar.

—Exactamente. Antes de seguir adelante debes darme tu palabra de que no lo divulgarás a los cuatro vientos en una de tus estúpidas baladas.

—Te lo juro —replicó Dan escuetamente.

La pulla de su padre le dolió más de lo debido. Por acostumbrado que estuviera a

que su familia lo tratara con indulgente desdén, cada vez le costaba más interpretar el papel que había elegido.

—Muy bien. Resulta que una mujer a la que conozco está en un apuro y desea abandonar la ciudad enseguida y en secreto. La discreción es esencial. Tu madre me ha dicho que tienes contactos con los arpistas. ¿Te has ocupado de asuntos similares?

—Muchas veces —le aseguró Danilo.

Pese a su respuesta, estaba claro que nunca se le habría ocurrido que un día tendría que poner sus habilidades al servicio de la amante de su padre, la cual, por el cariz que tomaba la situación, seguramente esperaba un hijo bastardo.

Dan no sabía muy bien cómo debía tomárselo. Los hijos bastardos no eran nada insólito ni entre la nobleza ni entre el pueblo llano. Muchos se casaban por conveniencia o para medrar, y los hijos nacidos fuera del matrimonio solían ser reconocidos y más o menos aceptados.

No obstante, comprendía perfectamente que su padre deseara ocultárselo a lady Cassandra. Si su padre quería librarse de sus responsabilidades, él no era quien para criticarlo ni reprenderlo. Pero dudaba de si debía tomarse aquella inesperada petición como un insulto o una muestra de confianza.

De un modo u otro, no importaba. Eso era lo primero que su padre le pedía. Fuese cual fuese la opinión que Rhammas tuviera de él, Danilo no podía negarse.

—Me ocuparé de que la dama abandone la ciudad sin ningún percance en cuestión de días y también de que no le falte de nada. ¿Bastará con eso?

—Por supuesto. La encontrarás aquí. —Rhammas deslizó sobre la mesa un pergamino doblado—. Espera tu visita esta noche. Espero que no sea una molestia.

Lo era, y muy grande. Danilo recordó el día que había pasado y sus planes para esa noche. Sus servidores estaban preparando una excelente cena para dos y luego se tomarían la noche libre para que su señor y su dama tuvieran la casa para ellos solos; podrían disfrutar de una o dos horas de intimidad antes de cumplir con el último compromiso social de Danilo.

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