Las flores de la guerra (10 page)

BOOK: Las flores de la guerra
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La herida de la pierna izquierda del sargento primero era muy grave. Había recibido cuatro cuchilladas que le habían seccionado los tendones de la parte posterior de la rodilla. Parecía como si aquélla fuera la primera parte de su cuerpo que hubiera muerto y la arrastraba como una pesada carga inerte. El comandante Dai tuvo que insistir mucho antes de obtener respuestas sobre cómo los habían condenado al paredón y habían conseguido sobrevivir. A sus primeras preguntas, Li Quanyou se limitaba a contestar: «No quiero hablar de ello. ¡Hijos de puta! Ha sido un infierno». O bien: «No recuerdo nada». Así hasta que le dieron a beber un poco de vino, y entonces sí le contó al comandante todo lo sucedido de principio a fin. El vino pertenecía, naturalmente, a las existencias de la iglesia. Fueron las mujeres las que lo robaron para los militares. Para entonces, ellas y ellos ya se habían convertido en compañeros de fatigas.

El comandante le explicó la historia a Fabio, que, a su vez, se la contó al padre Engelmann.

Al día siguiente de haber prestado el juramento de que lucharían por defender la ciudad hasta el final, la tropa de Li Quanyou y Wang Pusheng perdió todo contacto con el cuartel general y el oficial al mando no supo hacia dónde debía dirigir la ofensiva ni cómo atacar. Tampoco tenían manera de conocer la posición de las tropas enemigas. Ni siquiera sabía todavía el oficial que sus superiores los habían traicionado y que en aquel momento los equipos de radio ligeramente más avanzados y en mejor estado de las líneas del frente ya habían sido cargados en vehículos y barcos y estaban siendo transportados hacia la retaguardia. La artillería desplegada, a falta de todo contacto por radio, no sabía con qué unidades debía coordinarse ni a quién debía reforzar.

En aquellas tropas que hubieran podido servir de refuerzo para evitar la toma de la ciudad por parte del enemigo, pero que finalmente no entraron en acción, se encontraba un soldado veterano de treinta años, el sargento primero Li Quanyou. Cuando el ejército japonés atravesó sus líneas para adentrarse con paso marcial en Nanjing, fue consciente de que se habían convertido en las piezas comidas de un tablero de ajedrez.

Afortunadamente había oscurecido y el cruce de sus tropas con las del enemigo se produjo sin que se percataran de su cercanía. Ya en plena noche, sus propios superiores los abandonaron. Todos los que tenían grado de capitán para arriba se esfumaron aprovechando la oscuridad. Al amanecer, apareció un helicóptero japonés desde el que un colaboracionista chino les anunció a través de un altavoz:

—¡Soldados chinos! El Gran Ejército Imperial Japonés da un trato preferencial a los prisioneros. Sólo tenéis que deponer las armas y lo que os espera es arroz, té caliente y carne y pescado en lata de nuestras provisiones...

En ese momento los soldados chinos llevaban más de tres días sin oler siquiera el aroma del arroz cocido. El helicóptero sobrevoló la cima de la montaña mientras bajo los árboles de la ladera los soldados chinos alzaban la cabeza hacia el cielo. Al poco el aparato regresó y en lugar de la voz del traidor se escuchaba ahora la de una mujer nipona entonando una canción china con acento japonés. La tercera vez que apareció, el cielo se llenó de papeles blancos, amarillos y rosas. Los soldados chinos los atraparon y los que sabían leer un poco les informaron:

—¡Son octavillas que nos envían para que nos rindamos!

Otros capaces de reconocer más palabras acabaron de leer:

—Pone que prometen no matarnos ni pegarnos, que nos darán comida y alojamiento y que sólo si nos resistimos se verán obligados a acabar con todos nosotros. Todos los soldados chinos de Nanjing se han rendido y están recibiendo un buen trato.

En otra de las octavillas no se mostraban tan amables y explicaban que la espera del Ejército Imperial tenía sus límites y que si no se entregaban antes de las cinco de la madrugada del día siguiente, sería demasiado tarde.

Aquella noche los soldados chinos discutieron todas las alternativas posibles. Li Quanyou le propuso a uno de los jefes de pelotón que se dividieran y aprovecharan la oscuridad para escapar. Quizá no lo lograrían, pero podían probar suerte.

—Me temo que esa idea tuya también la habrán tenido los japoneses —le dijo el jefe de pelotón.

Otro sargento primero intervino:

—Cojamos estas octavillas y si luego los japoneses no cumplen lo que dicen, podemos presentarlas como pruebas. Aparece impreso incluso el nombre de su comandante, ¿cómo se va a atrever a negarse a hacer lo que dicen?

En los panfletos se detallaban también las normas de la rendición: primero, tenían que juntar todas las armas y apilarlas en un solo montón; segundo, los soldados debían formar grupos y filas y marchar encabezados por una bandera blanca, que podía ser tanto una sábana como una camisa de ese color; tercero, todos los soldados y oficiales tenían que llevar las manos en alto por encima de la cabeza y los militares japoneses les recomendaban que salieran de sus escondites en orden, ya que cualquiera que lo rompiese recibiría un severo castigo.

Li Quanyou no tenía nada sólido que llevarse a la boca, pero aún conservaba media bolsa de tabaco. Fue rellenando la pipa una y otra vez a medida que pensaba qué decisión tomar: entregarse junto con el resto de la tropa, o bien quedarse agazapado allí, o aprovechar la oscuridad para escabullirse a tientas. Si tuviera algo para comer, no pensaría en rendirse. Sus compañeros sacaron de sus bolsillos el tabaco que les quedaba y se lo ofrecieron entre ellos. Los densos pinos y robles exhalaban un aire húmedo y frío que empapaba en medio de la noche a varios miles de cuerpos hambrientos cuyo único alivio era poder fumar.

No sabían que en ese mismo instante los soldados japoneses, diez veces inferiores en número a ellos, observaban al pie de la montaña con cierto temor el centelleo de los cigarrillos que se extendía por toda la ladera. Al fin y al cabo, aquellos chinos formaban un colectivo militar fuerte y poderoso, y en caso de que fallase la rendición trampa que les habían propuesto en las octavillas, no sería fácil vencerlos.

Finalmente, Li Quanyou abandonó la idea de escapar o quedarse allí escondido. Si se rendían, sabía a qué atenerse. Al menos las octavillas de los japoneses les permitían vislumbrar el siguiente paso; sin embargo, las consecuencias de ocultarse o huir eran imprevisibles. Además, igual que sus compañeros de armas, ante un destino incierto prefería seguir al grupo, un grupo que aunaba el coraje de varios miles de soldados. La idea de que, en el peor de los casos, los exterminasen era mucho más fácil de aceptar si la sobrellevaban entre todos.

A las cinco de la madrugada se alzó la primera bandera blanca. La llevaba un corneta, que utilizó una sábana abandonada por uno de los comandantes huidos. Cortaron la tela en cuatro trozos y la repartieron entre cuatro grupos. Acababa de echarse la niebla y no fue hasta que los prisioneros chinos llegaron al encuentro de los soldados japoneses, cuando se dieron cuenta de la desproporción de número entre los escasos enemigos y ellos. Si hubieran intentado romper el cerco la noche anterior, lo habrían conseguido, pero al no disponer de radios no pudieron enterarse de la situación global del ejército chino y ahora su enemigo había sacado partido de ello.

En ningún momento durante la invasión de Nanjing de 1937 el ejército japonés había albergado intención alguna de cumplir con el Convenio de Ginebra relativo al trato de los prisioneros de guerra.

Desde otro sendero se aproximó un grupo de soldados heridos que aún podían caminar por sí mismos; entre ellos se encontraba un joven con la cabeza vendada. El grupo de Li Quanyou recibió la orden de detenerse en el ramal del camino para que los heridos pasaran primero. Los japoneses parecían comportarse con auténtica cortesía al darles preferencia para que fueran los primeros en llegar al lugar en el que recibirían «comida y alojamiento». Li Quanyou y Wang Pusheng no se conocían todavía.

Guiados por las cuatro banderas blancas, los prisioneros chinos caminaron en silencio a lo largo de la carretera. Cada diez metros había un soldado japonés que los escoltaba con el fusil en horizontal mientras un intérprete chino les gritaba de vez en cuando que mantuvieran el paso o que caminaran un poco más rápido. Los prisioneros aprovechaban la presencia de los intérpretes para preguntarles adónde los estaban llevando los japoneses.

—No lo sé —respondían con la misma cara inexpresiva que los japoneses que los trasladaban.

—¿Más adelante hay comida y agua? —preguntaba otro prisionero.

—¿Cómo no va a haber? —respondía el colaboracionista.

—¿De verdad que los japoneses no nos van a pegar ni a matar?

—¡No van a mataros! ¡Vamos, camina deprisa!

Algunos de los prisioneros seguían agarrándose a aquellas octavillas como a un clavo ardiendo y se las mostraban a los traidores chinos para que vieran que sus esperanzas estaban fundadas, que no se habían inventado nada y que los japoneses tendrían que cumplir sus promesas.

Los que intercambiaban unas pocas palabras con los colaboracionistas rápidamente se las retransmitían al resto de la tropa: «¿De verdad que no nos van a matar?», «Dice que no nos van a matar», «¿De verdad que nos van a dar comida?», «Dice que sí, que nos van a dar comida».

Conforme se extendía el rumor, las palabras se iban acomodando cada vez más a sus deseos: «Allí delante nos darán de comer. Ya estamos cerca. Los japoneses nunca asesinan a los prisioneros de guerra...».

Pero tras un rato caminando ni la comida ni el alojamiento acababan de materializarse y, a medida que avanzaban, sus certezas iban quedando de nuevo en el aire.

—¿A quién le has escuchado que nos darán de comer?

—Pues a ti.

—¿A mí? Yo sólo he dicho que parecía que faltaba poco para que nos dieran de comer.

—Preguntemos a otro intérprete.

Eran más de las diez de la mañana cuando levantó la niebla y llegaron a las afueras de una fábrica destruida por las bombas. El oficial japonés y el intérprete intercambiaron unas palabras. El colaboracionista tomó un megáfono y se dirigió a los prisioneros:

—¡Soldados! Podéis descansar aquí un rato hasta que lleguen nuevas órdenes de arriba.

Un soldado chino tuvo el valor de preguntar en voz alta:

—¿Es aquí donde nos van a dar de comer?

La mirada de acero del oficial japonés cayó sobre él y al resto de prisioneros se les heló la sangre. ¿Acaso tenía pinta de que les fueran a dar comida y alojamiento en un lugar como aquél?

Contemplaron el lugar que habían cruzado dos días atrás, ahora carente de vida y vacío como si estuviera endemoniado.

El oficial se dirigió de nuevo al intérprete y éste, a su vez, a los prisioneros:

—La comida se servirá al llegar al río. Después se os llevará en barco hasta una isla para que trabajéis en las nuevas tierras de cultivo. El ejército japonés necesita grano y vosotros vais a encargaros de proporcionarlo.

Al oír esta explicación, todos los prisioneros se sintieron reconfortados. Fuera como fuese, resultaba verosímil y les daba esperanzas. Pese a que el hambre apenas les permitía sostenerse de pie, recobraron ligeramente el ánimo.

—Mientras descansamos y nos reorganizamos aquí, debéis mostraros pacientes y cooperar con los soldados japoneses. Ahora tenéis que dejar que os aten las manos...

El megáfono siguió con su parloteo al tiempo que los prisioneros expresaban en voz alta su desconcierto:

—¿A cuento de qué nos tienen que atar las manos?

—Ellos tienen armas y nosotros ni una, ¿y todavía quieren maniatarnos?

—¡Ni hablar!

Se formó un gran alboroto.

Uno de los oficiales japoneses dio un grito y todas las bayonetas se pusieron en posición de ataque.

Los prisioneros callaron y se apretaron un poco más entre ellos.

Por el megáfono comenzaron a emitirse las órdenes traducidas del oficial:

—Lo de ataros es para que guardéis el orden. Cuando el barco esté cruzando el río, cualquier desorden que se produzca puede resultar peligroso. El Ejército Imperial lo hace por vuestra seguridad.

El traidor chino gritó hasta quedarse ronco, pero no consiguió convencer a los prisioneros.

—Y si nos atan las manos —gritó uno de ellos—, ¿cómo vamos a comer cuando lleguemos al río?

El intérprete no supo qué responder. ¿No habían dicho los japoneses que comerían al llegar al río? ¿Cómo decían ahora que los ataban para mantener el orden en los barcos? ¿Cómo iban a sostener los tazones y coger la comida con las manos atadas? Siendo tan pocos, ¿podían los soldados japoneses encargarse de darles la comida a todos? ¿Qué tenían que creerse exactamente de todo lo que les habían contado?

El oficial japonés se plantó frente al intérprete y le preguntó por qué estaban tan alterados los prisioneros. El colaboracionista esbozó una sonrisita y señaló todas las contradicciones del plan que habían trazado.

El oficial se quedó pensando unos instantes y le susurró algo al intérprete. Éste se giró y levantando el megáfono dijo:

—Soldados, el teniente coronel considera que tenéis razón y reconoce haber descuidado algunos detalles. Vamos a hacer lo siguiente: primero acamparemos aquí y en cuanto nos pongamos en contacto con la tropa de aprovisionamiento os lo anunciaremos.

Escoltaron a Li Quanyou y sus compañeros hasta el interior de la fábrica. Más de cinco mil prisioneros tuvieron que apretarse unos contra otros en aquel espacio en el que era imposible hacerse un hueco para estirarse y echar una cabezada. Sin embargo, el cansancio y el hambre extremos lograron que aun sentados se quedaran dormidos. Cuando al oscurecer se fueron despertando uno tras otro, ninguno tenía fuerzas para ponerse en pie.

Li Quanyou estaba situado en la periferia del grupo. A un paso de él había una larga bayoneta y subiendo con su mirada por ella llegó hasta un rostro inexpresivo. Era el de un soldado japonés de unos dieciocho o diecinueve años.

—¿Agua? —le preguntó—. ¿Tienes agua?

El soldado japonés se lo quedó mirando igual que miraría a una mula o a un mueble.

Li Quanyou hizo el gesto de beber mientras pensaba para sus adentros que ni un taburete de madera sería tan insensible como aquel soldado.

—¡Agua! —otro prisionero se unió a la petición de Li Quanyou. Gesticuló a la vez que pronunciaba cada una de las palabras lenta y cuidadosamente, como si así pudieran sonar a japonés.

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