Las flores de la guerra (20 page)

BOOK: Las flores de la guerra
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Al cabo, los soldados que registraron el comedor y la cocina regresaron con las manos vacías, y Fabio suspiró aliviado. Habían colocado el horno sobre la trampilla del sótano para ocultarla, reajustando el resto de enseres para que la cocina quedara bien distribuida.

Cuando los soldados entraron, cambiaron rápidamente el objetivo de su búsqueda, que pasó a ser el armario en el que George guardaba la comida bajo llave. Lo forzaron y sacaron de su interior un saco de patatas y medio de harina. Los cientos de miles de soldados japoneses que habían invadido la ciudad también pasaban hambre, por lo que celebraron con vítores encontrar aquellos alimentos.

★ ★ ★

En el piso subterráneo, los ojos, rasgados y almendrados, grandes y pequeños, de las niñas y las mujeres miraban sin parpadear la rendija cuadrada del techo por la que se colaba el resplandor de las linternas.

Al otro lado de la cortina, las prostitutas escucharon los gemidos ahogados de dos o tres estudiantes, que más que sollozos reprimidos parecían quejidos de dolor.

—Niñatas, como hagáis un ruido más, voy y os mato —dijo Yusheng furiosa sin apenas levantar la voz.

Nanni comenzó a frotarse el rostro con las manos llenas de suciedad. Yusheng la imitó y tocó con las dos manos todo a su alrededor llenándose la cara y la cabeza de aquel polvo mezclado con negras telas de araña. Yumo sonreía con amargura: ¿acaso pensaban que así no les resultarían atractivas? ¿No se habían enterado de que hasta las ancianas de setenta años les servían a las bestias japonesas como «mujeres de compañía»? Hongling era la única que no miraba hacia la trampilla cuadrada y permanecía ida en medio de la oscuridad sollozando de tanto en tanto. No le entraba en la cabeza que George hubiera pasado de estar vivito y coleando a convertirse en un montón de carne sin vida. Había conocido a innumerables hombres, pero él, con quien había logrado pasar unos buenos momentos aun hallándose en tiempos de guerra y gran precariedad, le había despertado una ternura que no había conocido antes. No conseguía hacerse a la idea de que ya no volvería a ver a aquel George de orejas prominentes y sonrisa fácil. No dejaba de escucharle decir que prefería una vida miserable a una buena muerte. Pero ni estando resignado a una vida miserable, dispuesto a defender con determinación su máxima y a comportarse para vivir de acuerdo a ella, había podido cumplir su deseo. «Pobrecito mío», pensaba Hongling, aturdida.

El corazón de Yumo palpitaba con fuerza pensando en Dai. Dos noches atrás no podía imaginar que se separarían de aquella manera. Hacía dos noches él le había explicado que deseaba haberse marchado ya de la parroquia, pero que posponía su partida porque estaba tratando de encontrar sus armas. Le dijo también que los hombres que estaban acostumbrados a llevar pistola eran como las mujeres que acostumbraban a llevar joyas: sentían que sin ellas les faltaba algo. Mientras se lo decía le hizo una señal con los ojos que ella comprendió enseguida. Le estaba pidiendo que salieran fuera. Primero uno y luego el otro abandonaron el sótano y subieron al patio. Parecía de verdad una cita secreta de amantes y su complicidad se reflejaba en sus caras. Ascendieron por las escaleras medio desplomadas hasta el campanario derruido. Recordó cómo él le tendió la mano en la oscuridad para evitar que se cayera.

—Hagamos como que estamos explorando unas ruinas antiguas —le había dicho él.

El viento que soplaba en lo alto del campanario era un poco más frío, pero sabía a libertad. Debido al desplome, el espacio era completamente irregular y para adentrarse en él tuvieron que amoldarse con posturas también irregulares, por momentos de pie y por momentos agachados. Dai Tao sacó unos prismáticos de bolsillo y estuvo un rato observando en todas direcciones. Luego se los pasó a ella. A la luz de la luna podían apreciarse las difusas avenidas a partir de las que se extendían como ramas y zarcillos intrincadas callejuelas y casas unidas a ellas como hojas planas y abiertas, casi todas ennegrecidas como si hubieran ardido. Únicamente el sonido incesante de disparos proveniente de algún lugar ponía de manifiesto que no se encontraban ante una ciudad desolada de la que habían desaparecido los seres humanos hacía miles de años, sino que aún quedaban seres vivos que cazaban y mataban a tiros.

—Vuestra casa debe de estar en esa dirección —dijo el comandante Dai creyendo que si ella llevaba tanto tiempo mirando por los prismáticos era porque estaba buscando el río Qinhuai.

—No la estoy buscando —respondió ella con una sonrisa triste—. Además, ésa no es mi casa.

Permanecieron en silencio un rato, hasta que él le preguntó qué estaba pensando. En realidad, en ese momento Yumo pensaba en si debía preguntarle o no de dónde era, si tenía hijos, cuántos años tenía su mujer. Pero sabía que aquéllas eran preguntas que se le hacían a alguien con quien estaba previsto tener una larga relación. Así que le dijo:

—Estaba pensando que... quiero un cigarrillo.

—Justo lo mismo que yo —dijo él sonriendo ligeramente.

Cruzaron una mirada de entendimiento y la desviaron hacia las avenidas y callejuelas de la ciudad devastada. Si en ese momento les hubiera llegado la cancioncita de los vendedores ambulantes de tabaco significaría que la ciudad había escapado de las garras de la muerte y podrían salir de allí. La melodía de los vendedores de cigarrillos sería el preludio. A continuación aparecerían los puestos de
huntun
y fideos y el canto de los vendedores de tofu fermentado. Podrían buscar un buen lugar para cenar primero y luego una sala de baile para pasarse toda la noche bailando.

Quizás el comandante Dai estaba imaginando una escena parecida, pues dijo con un gran suspiro:

—Esto es cosa del destino. Si no, cómo yo, un oficial tan insignificante, habría podido tener una cita con usted, señorita Zhao.

—Nunca me has pedido una, ¿cómo sabes que no podrías haberla tenido?

—¿No te he invitado a subir aquí a contemplar el paisaje? —dijo él riéndose y moviendo de un lado a otro la cabeza para mostrarle el campanario derruido y la vista siniestra que se habían convertido en el escenario de su hospitalidad.

—¿Esto cuenta como una cita?

—¿Por qué no?

Estaba muy incómodo de pie —probablemente el dolor de la herida se lo provocaba aquella postura—, así que se movió un poco y se colocó delante de ella. Yumo lo miró bajo el tenue brillo de la luna con una mirada a la que sabía que nadie era capaz de resistirse.

—Claro que no cuenta —dijo ella sin apartar sus ojos.

Él, que podía mandar sobre una tropa de oficiales y soldados, tenía en esos momentos más dificultades para controlar su corazón. Estaba a punto de flaquear, pero aun así no se movió. Pensó en su corazón como en un soldado indisciplinado de la tropa que tenía que meter en vereda y consiguió refrenarlo.

—De acuerdo, ésta no cuenta. Contará cuando te invite de verdad a cenar y bailar.

—Lo recordaré —y añadió hablando muy despacio—: Y si no cumples y no me propones una cita, entonces yo... —dijo cada vez más lentamente.

—¿Entonces tú qué?

—Seré yo la que te invite a salir.

Él soltó una carcajada.

—¿Las mujeres invitan a salir a los hombres?

—Sería la primera vez en mi vida que lo hago, así que deberías tener cuidado.

Ella estiró la mano y le acarició con suavidad la mejilla. Era la acción de una prostituta. No estaba dispuesta a fingir que era una muchacha de buena familia, ¿acaso él no habría tenido ya suficientes? Quería que recordara que le dejaba a deber un encuentro en el que lo agasajaría como una auténtica prostituta de primera categoría. Para que pudiera cumplir su promesa y pudieran dar rienda suelta a su pasión, él tendría que sobrevivir y no seguir luchando temerariamente para poner a prueba su valor.

—Vale, yo también lo recordaré.

—¿Qué recordarás? Dime.

—Recordaré que la hermosa Zhao Yumo de Nanjing me ha propuesto una cita y que sólo por eso yo ya no puedo morir.

—Eso es —dijo Yumo con una sonrisa coqueta—. Pero dime, comandante Dai. Estabas planeando abandonarnos, ¿no es así? Lo vi en tus ojos. Ibas a abandonarnos a nuestro destino.

—Es cierto —contestó Dai con una sonrisa misteriosa—. Aunque me he dado cuenta de que algo estaba reteniéndome aquí.

Aquélla era la última sonrisa que Zhao Yumo recordaba del comandante Dai.

—Deja de llorar, Hongling —susurró con brusquedad—. Pueden oírte.

Hongling vio que Yumo agarraba algo. Eran unas tijeritas de costura más pequeñas que la palma de su mano pero extremadamente afiladas. Le había visto utilizarlas para cortar cabos de hilos de seda y papeles para decorar ventanas. Años atrás las había utilizado también para recortarle las pestañas porque, según le dijo, haciéndolo varias veces le crecerían espesas y rizadas. Nunca se desprendía de ellas y las llevaba junto con sus joyas.

Yumo jamás había contado a las otras mujeres la historia de aquellas tijeritas. Eran su posesión más preciada. En ese instante las amaba más que el anillo de diamantes que le había regalado años atrás aquel amante traidor. Las tenía desde los trece años. La madama del burdel había perdido sus tijeras de costura y le había pegado una paliza brutal pensando que se las había robado ella. Cuando más tarde aparecieron, la madama se las regaló como desagravio. A partir de aquel momento, Yumo tomó la firme determinación de sobresalir por encima de las demás y no volver a ser humillada jamás por unas simples tijeras.

Sobre sus cabezas, los soldados japoneses seguían revolviendo los armarios y los rincones de la cocina mientras balbuceaban palabras ininteligibles para ellas. Con cada ruido se escuchaba también el lloriqueo de una estudiante.

—Yumo, parte las tijeras y dame una mitad —le dijo Nanni en voz baja.

Yumo no le hizo caso. ¿Quién tenía en esos momentos la fuerza necesaria para partir en dos aquel instrumento tan duro? Cualquier ruido, además, las pondría en peligro. Todas envidiaban a Yumo por tener aquellas tijeras, aunque con ellas no pudieran hacer más de lo que le haría la dentellada de un conejo moribundo a una persona.

—No te hacen falta las tijeras, también puedes darles un rodillazo. Con tal de que no te sujeten las rodillas, puedes pegarles con todas tus fuerzas en sus partes —dijo Yusheng.

—Shh —dijo Yumo para que se callaran.

El padre adoptivo de Yusheng era un sicario a sueldo que le había enseñado siendo niña unos cuantos golpes de boxeo y patadas. No había pasado un minuto desde que Yumo las había regañado para que estuvieran en silencio cuando Yusheng lo rompió de nuevo y reanudó las lecciones de matón que le habían transmitido en su familia. Les explicó a sus compañeras que si no les ataban las manos, podrían ingeniárselas mejor para agarrarlos y retorcerles sus partes con un movimiento similar al que hacían cuando estrujaban con los dedos la cáscara de las nueces. Apretando con todas sus fuerzas impedirían que pudieran engendrar más pequeñas bestias japonesas.

Yumo le dio un codazo con todas sus fuerzas porque de repente habían dejado de llegar ruidos del piso de arriba, como si los soldados japoneses hubieran escuchado sus cuchicheos.

Permanecieron en sus posiciones, agachadas, sentadas o de pie, sin osar moverse. Sus tiernas y delicadas manos inermes practicaban el gesto enérgico que les acababa de explicar Yusheng, como si estuvieran haciendo pedazos la cáscara de una nuez, con determinación, con fiereza, concentrando toda su violencia y su fuerza en los cinco dedos y la palma,
¡catacrac!

Las finas tijeritas que sostenía Yumo se humedecieron a causa del sudor frío de su mano. Se escuchó de nuevo el lloriqueo de una de las niñas. Yumo descorrió la cortina y murmuró entre dientes:

—¿Por qué lloráis? Nos tenéis a nosotras para morir en vuestro lugar ¿y aún tenéis miedo?

Shujuan apreció en medio de la oscuridad su silueta de hombros redondeados y cintura estrecha. Yumo regresó al otro lado de la cortina y a través del respiradero vio a los soldados japoneses arrastrando en dirección a la entrada el cuerpo cubierto de vendas de Wang Pusheng.

El muchacho soltó un largo lamento de dolor.

—No le quedan ni un par de días de vida, ¿por qué...? —gritó el comandante Dai.

Las palabras de Dai Tao quedaron interrumpidas por el sonido de un tajo. Hacía dos días Yumo lo había seducido con una promesa tentadora para que siguiera viviendo y él le había dicho que la recordaría. Ahora la cabeza en la que había anotado aquella cita rodaba por el suelo.

De repente, un grito monstruoso salió de aquel muchacho al que apenas le quedaba un hálito de vida:

—¡Me cago en vuestras ocho generaciones de jodidos ancestros japoneses!

El intérprete no tradujo esta imprecación típica de los niños de pueblo chinos.

Wang Pusheng continuó blasfemando:

—¡Me cago en vuestras putas mujeres!

El intérprete, obligado por el oficial japonés, lo tradujo de manera sencilla en una frase. El oficial dirigió el sable aún empapado de la sangre caliente del comandante Dai hacia Wang Pusheng y se lo clavó varias veces en su abdomen purulento, ya bastante castigado de por sí.

Yumo se tapó los oídos. El último grito del joven soldado fue demasiado espantoso.

El brillo de las linternas se extinguió y el sonido precipitado y confuso de las botas de combate se perdió más allá de la puerta. A continuación, se escuchó el largo bocinazo del camión con el que se despedían los asesinos haciendo ostentación de su poderío. Mientras el ruido del motor se alejaba victorioso, las mujeres y las niñas observaron al padre Engelmann y a Fabio caminar muy despacio con pasos que aún no se habían recuperado del miedo, física y mentalmente exhaustos. Trasladaban los cuerpos de los muertos.

Yumo rompió a llorar en voz baja con unos lamentos prolongados. Se apartó de la ventana y apretó las tijeras en su mano mientras con la otra se secaba el tropel de lágrimas. La densa capa de polvo de la mano dejó casi irreconocible su rostro. Había llegado a amar al comandante Dai. Y no sólo a él. Promiscua en el amor, era capaz de acoger en su corazón a muchos hombres. Había amado a esos tres soldados y ahora tenía el corazón destrozado.

Eran las dos de la madrugada.

Capítulo 15

El 20 de diciembre de 1937 a las seis de la mañana, los dos clérigos llevaron a las trece estudiantes a dar el último adiós a George Chen y a los tres soldados fallecidos. Las niñas cantaron un réquiem a media voz. Shujuan se hallaba de pie en primera fila. Tras la partida de los soldados japoneses, se habían puesto a hacer decenas de camelias con papel blanco de Xuancheng, el de mayor calidad, para una corona que ahora lucía simple y tosca delante de los cuatro cuerpos. Cuando las niñas llevaron la corona al templo, Yumo, Hongling y las otras mujeres ya estaban allí. En el transcurso de esas horas, se habían ocupado de lavar los cadáveres, ponerles otra ropa y afeitarles con una navaja. El cuerpo y la cabeza del comandante Dai volvían a estar unidos gracias a una bufanda de lana fina de Yumo que ella misma utilizó para rodear el tajo de su garganta. Vieron llegar a las niñas y se saludaron entre sí mirándose fijamente durante un largo rato.

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