Las flores de la guerra (19 page)

BOOK: Las flores de la guerra
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El oficial tenía un aspecto bastante común entre los hombres japoneses, con hombros rectos y piernas cortas, cejas pobladas y ojos pequeños. De no ser por aquella mirada fija que reflejaba la frialdad con la que era capaz de matar, podría considerársele un hombre atractivo. Tras unos segundos desconcertado por las palabras del sacerdote, le dijo algo al traductor.

—El señor oficial pregunta si no tiene nada que comentar ahora al respecto de haber refugiado en su iglesia a militares chinos.

—¿Cómo van a ser militares? —dijo el padre Engelmann señalando al comandante Dai y a Li Quanyou, que permanecían de pie a un lado.

En ese momento apareció un soldado japonés empujando a un hombre chino de más de cuarenta años.

—Es uno de los enterradores contratados por el ejército japonés —dijo el intérprete—. Ha contado que dos prisioneros sobrevivieron y se les condujo hasta aquí —se giró entonces hacia el miembro de la tropa de enterramiento y le dijo—: ¿Puedes reconocerlos?

—¡Sí que puedo reconocerlos! —contestó el enterrador con entusiasmo. Levantó la cabeza y señaló al comandante Dai—: Él es uno.

—¡Serás hijo de perra! —lo insultó Fabio.

Dos soldados japoneses se situaron inmediatamente junto al comandante Dai y en un abrir y cerrar de ojos uno lo agarró. El comandante mantuvo la calma mientras le sujetaban los dos brazos por la espalda y aguantó sin quejarse el dolor atroz de la herida de la parte izquierda de su cuerpo.

—Estás mintiendo. Es la primera vez en toda tu vida que ves a este señor —le dijo el padre Engelmann al enterrador.

—¿Estás seguro de que él es uno? —le preguntó el oficial japonés a través del intérprete.

—¡Reconocería hasta a un fantasma! —gritó Fabio en dialecto de Yangzhou—. Es capaz de decir cualquier disparate con tal de salvar su propio pellejo.

El oficial ordenó que se llevaran al comandante Dai. El padre Engelmann quiso salir una vez más tras ellos, pero una bofetada del oficial le hizo tambalearse.

—Se ha equivocado de persona —dijo en ese momento Li Quanyou. Trataba de mantenerse lo más erguido posible mientras arrastraba la pierna herida apoyándose en un palo—. Mírame bien —dijo dirigiéndose al enterrador—, ¿soy yo uno de los que rescataste?

—¡Yo no rescaté a nadie! ¡Fueron otros! —se apresuró a exculparse el enterrador.

—¿No decías que los conocías? ¿Y a mí, que me acosté con tu madre, no eres capaz de reconocerme? —dijo Li Quanyou levantando el dedo pulgar y señalándose su propia nariz con expresión de matón.

—¡Son todos ciudadanos corrientes! —dijo el padre Engelmann, consciente de que aquél era su último intento. Después de éste, no tendría más remedio que renunciar a ellos igual que había hecho con el viejo Ford. Pero precisamente por tratarse del último intento, no se lo pensó dos veces y corrió a impedir que se llevaran al comandante Dai. Había congeniado muy bien en sus conversaciones con aquel joven militar y aún había tantas cosas sobre las que le gustaría charlar con él... Otro golpe cayó sobre él y los oídos comenzaron a zumbarle. Vio al oficial japonés abrir y cerrar el puño y sacudirse la muñeca. Se había hecho daño en la mano del puñetazo.

En ese instante, George apareció por la parte trasera de la cocina con la intención de limpiar la sangre que le salía al sacerdote por la nariz y la boca. Cuando los japoneses irrumpieron en la iglesia, él se ocultó tras una pila de leña para la chimenea y desde allí había presenciado todo lo sucedido. Era una persona de aspiraciones modestas y no de los que creían que una buena muerte valía más que una vida miserable, sobre todo después de su aventura amorosa con Hongling. Ahora tenía la sensación de que una vida miserable también podía contar con gran variedad de sabores. Pero al ver cómo le rasgaban el abrigo al padre Engelmann y cómo recibía un sopapo, agarró instintivamente un tronco. ¡Aquella escoria japonesa, que no era digna ni de limpiar el orinal del sacerdote, se atrevía a pegarle! Sin embargo, no tardó en dejar caer el madero. No serviría de nada ofender ni atraer la atención de más de veinte demonios japoneses armados y dispuestos a actuar. Agazapado en el mismo sitio, sin poder avanzar ni retroceder, mientras su creencia en una «vida miserable» se fortalecía entre sus pobres aspiraciones, no dejó de maldecirse por ingrato. El padre Engelmann lo había cuidado desde que tenía trece años, le había dado comida y ropa, le había enseñado a leer e, incluso cuando se dio cuenta de que no podría convertirlo en un buen católico, continuó incansable con su formación. No había duda de que el padre Engelmann era un hombre insulso, pero no se lo reprochaba. Con él también había evitado siempre cualquier demostración excesiva de afecto, nada que ver con las que dedicaba a aquel potro que había caído al pozo. Pero de no haber sido por él, George sólo habría podido pasar de ser un niño mendigo a convertirse en un hombre mendigo y, con suerte, habría llegado a morir de muerte natural siendo un mendigo anciano. De no ser por aquel sacerdote seco y rígido, ¿quién habría conocido a George, el cocinero de la iglesia? ¿Acaso aquella flor tan bella llamada Hongling no se había quedado prendada de ese cocinero que había logrado tener la apariencia de un hombre decente? ¿Y no era el manojo de llaves que colgaba de su cinturilla el que abría la despensa? Mientras le daba vueltas a aquello en su cabeza, vio cómo el padre Engelmann recibía la segunda bofetada, que, a buen seguro, le había partido algún diente. Sus propios dientes empezaron a dolerle.

Se decidió finalmente a acercarse al sacerdote, pero un soldado japonés lo prendió.

—Es el cocinero de la iglesia —explicó Fabio.

El oficial japonés se dirigió al enterrador:

—¿Conoces a éste?

El enterrador se fijó en la cara pálida como la cera del joven chino enmarcada en el halo de la linterna y pareció reconocerlo. A continuación soltó un «ajá» un tanto ambiguo.

El padre Engelmann consiguió pronunciar unas palabras a pesar del baile de sus dientes:

—Es un niño abandonado que recogí hace siete años.

—Entre todos éstos, ¿quién más es un soldado chino? —preguntó el oficial japonés al enterrador.

El miembro de la tropa de enterramiento cogió la linterna de la mano de uno de los soldados japoneses y alumbró la cara de cada uno de ellos.

—Ya se lo he explicado, todos los que he acogido son civiles comunes, feligreses de nuestra parroquia —dijo el padre Engelmann.

Cuando el enterrador llegó a la cara de Li Quanyou, anunció:

—Lo he reconocido, es éste.

—¡Estás señalando sin ton ni son! Lo que pasa es que no conoces a ninguno. ¡Hasta has dicho que nuestro cocinero es militar! Serás hijo de perra... —gritó Fabio.

George, que siendo tan joven ya mostraba una buena barriga de cocinero, no se atrevía a mover un músculo, ni siquiera a parpadear. Sólo se atrevía a desplazar los ojos de un lado a otro en horizontal, como si estuviera tramando algo.

El oficial japonés se quitó el guante blanco de una mano y comenzó a palpar cuidadosamente con el dedo índice desde la frente alrededor de la cabeza de George. Quería comprobar si tenía la ligera hendidura que dejaba la gorra militar con el paso de los años, pero George creyó que estaba eligiendo el mejor lugar para abrirle la tapa de los sesos y se echó hacia atrás de manera instintiva, apartando la cabeza. El enfado del oficial por no haber acertado con su suposición no hizo más que aumentar ante el gesto automático del cocinero. A continuación se oyó el roce de su sable al desenvainarse. George echó a correr sujetándose la cabeza con las dos manos. Sonó un disparo y, con él, el cocinero cayó al suelo.

—La persona que habéis matado era inocente. Yo soy un militar chino, llevadme a mí —dijo el comandante Dai.

Al ver que George aún se movía, Fabio lo incorporó. Sus movimientos se fueron haciendo cada vez más débiles. La bala le había entrado por detrás y había salido por delante, dejándole un agujero en la tráquea. Por allí se le escapó con un silbido agudo todo el aire de su cuerpo, que perdió gradualmente su volumen hasta desinflarse por completo.

Antes de morir, George se volvió a mirar hacia los respiraderos del sótano. Al otro lado de la rejilla metálica, más de una decena de pares de ojos adolescentes lo contemplaban sin parpadear en medio de la oscuridad. Shujuan se tapó la boca con el dorso de la mano para evitar soltar un grito como el de Sophie. Otra de las estudiantes abrazó con fuerza a Sophie y le dio unas palmaditas suaves tratando de consolarla. En situaciones como ésas, las estudiantes más valientes adoptaban el papel que les habría correspondido a los padres de las más cobardes.

El oficial japonés examinó con detenimiento al comandante Dai. Los militares profesionales tenían olfato para detectar a otros veteranos y el cuerpo de aquel hombre chino olía a uno de los buenos, cruel y sanguinario.

Se giró hacia el padre Engelmann y le transmitió su satisfacción a través del intérprete:

—Vaya, padre, parece que la neutralidad de este territorio estadounidense ya no es tal. ¿Sigue negando que ha ocultado a enemigos del ejército japonés?

—Fui yo quien saltó sin autorización el muro. El padre no tiene nada que ver —intervino el comandante Dai.

—Él no es un enemigo del ejército japonés. Ahora está desarmado y cuenta, por tanto, como un civil inocente —dijo el padre Engelmann.

Con la mano enfundada en el guante blanco, el oficial japonés hizo un gesto decidido y ordenó que se llevaran a los tres hombres chinos que quedaban vivos.

—Habían dicho que sólo se llevarían a dos. Además, ya han matado a un empleado nuestro.

—Si descubrimos que hemos apresado a alguno por error, se lo devolveremos.

—¿Y qué pasa con el que han matado por error?

—En tiempos de guerra siempre hay muchos que mueren por error.

El padre Engelmann se colocó delante del oficial.

—Se lo advierto una vez más. Está en territorio de Estados Unidos y ha matado dentro de sus fronteras a una persona y arrestado arbitrariamente a refugiados inocentes. ¿Ha pensado en las consecuencias?

—¿Sabe cómo eluden las consecuencias nuestros superiores? Argumentan que no fueron más que actos individuales incontrolados de miembros de la tropa y que se les ha aplicado un castigo de acuerdo al código de justicia militar. De hecho, nadie se dedica a investigar estos «actos individuales». ¿Lo entiende ahora, padre? En plena guerra, las acciones incontroladas tienen lugar a cada segundo.

El oficial habló con suavidad y fluidez y, a continuación, el traductor transmitió sus palabras imitando con precisión su actitud.

El padre Engelmann se quedó callado. Sabía que los altos mandos del ejército japonés negaban con argumentos de ese tipo las atrocidades que cometían.

—Padre, lo siento —dijo el comandante Dai—. Irrumpí aquí sin permiso y le he acabado poniendo en una situación muy comprometida.

Alzó la mano derecha y le hizo un saludo militar.

Un soldado japonés comenzó a lanzar patadas y a gritar a Wang Pusheng.

—¡Levántate! ¡Arriba!

Los sonidos que salían de la boca del joven soldado al borde la muerte eran de un sufrimiento desgarrador.

—Jamás había visto un ejército tan cruel como vosotros.

El padre Engelmann se acercó con la intención de apartar al soldado que levantaba un pie sobre Wang Pusheng y lo dejaba caer con fuerza sobre su barriga.

—Por el amor de Dios, tengan compasión de este muchacho.

El oficial levantó el sable para impedir que el sacerdote se le acercara. Li Quanyou sólo estaba a un paso de él y, sacando fuerzas de repente, se abalanzó sobre el militar japonés. Antes de que nadie tuviera tiempo de reaccionar, ambos forcejeaban agarrados el uno al otro. Li Quanyou le apresó el cuello con el brazo izquierdo y le apretó la tráquea con la mano derecha. Los brazos y las piernas del oficial languidecieron y el sable cayó al suelo. Li Quanyou cambió la posición y utilizó también la mano izquierda para estrangularlo. Los soldados japoneses no se atrevían a disparar por temor a herir a su superior y acudieron en su rescate apuntando con las bayonetas. Cuando las clavaron en el pecho de Li Quanyou, sus manos estaban a punto de partir en dos la garganta del oficial. El japonés se quedó mirando la cara de aquel militar chino desconocido y vio que había cambiado de forma: las facciones se le habían abombado y la fila de dientes completa sobresalía de su boca. La fuerza que hacía con sus manos se reflejaba en su rostro, que se había agrandado y había cambiado de color, y recordaba al de un dios guardián de un templo chino. A cada cuchillada de sus inferiores que se hundía en el pecho del soldado chino, el dolor hacía que sus dos manos le apretaran con más fuerza el cuello. El oficial japonés apenas sentía los brazos y piernas y comenzaba a perder la consciencia. La fuerza del moribundo reunía y concentraba la fuerza de toda una vida.

Finalmente ambas manos se quedaron tiesas y los ojos que se clavaban en los suyos se apagaron. Sus dientes, sin embargo, continuaron sobresaliendo, sólidos y desordenados, dientes de campesino chino acostumbrados a comidas sencillas y poco abundantes. La simple visión de aquellos dientes, entre los que había quedado clavada una maldición, le repelía.

El oficial hizo acopio de toda su fuerza para recuperar la estabilidad. Sintió cómo la sangre caliente volvía a circular en su garganta y sus cuatro extremidades recobraron la sensibilidad. Sabía que si aquellas garras lo hubieran apretado más tiempo, otros cinco segundos, o quizás tres, habría acompañado al otro mundo al sargento chino. Sintió una punzada de dolor en el cuello. Buena señal: si le dolía era porque se estaba recuperando.

Con la voz ronca, dio orden de registrar el lugar. De inmediato, los destellos de las linternas rastreaban en todas direcciones cada rincón de la iglesia. Sin moverse del sitio, el padre Engelmann comenzó a rezar con fervor en silencio. Fabio seguía con mirada alarmada el haz de luz de las linternas que habían irrumpido en el taller de encuadernación. En el desván habían quedado intactas las dieciséis camas improvisadas de las estudiantes, dieciséis esterillas de paja y dieciséis edredones de algodón, además de la ropa de coro. Aquello podría convertirse en una pista para los japoneses. Si ataban cabos y asociaban aquellos vestidos marineros negros con los cuerpos aún sin florecer que cubrían... ¿Quién podría prever las trágicas consecuencias?

No era difícil encontrar la entrada del desván y Fabio no tardó en ver las luces de las linternas filtrándose a través de las aberturas de las cortinas negras que cubrían los ventanucos.

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