Las flores de la guerra (16 page)

BOOK: Las flores de la guerra
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El comandante Dai escuchó cómo el padre Engelmann le relataba su pasado con mentalidad estadounidense y sintaxis inglesa sin comprender por qué de repente le hablaba de él. ¿Quizá lo que pretendía decir era que llevaba treinta años en China porque allí había encontrado muchas vidas desdichadas que necesitaban su ayuda? ¿O que, igual que los siete sacerdotes enterrados, había venido porque aquí nunca le faltarían pobrecitos chinos a los que rescatar y gracias a aquellas buenas obras podría sentirse bien? ¿O querría decirle que debía aprender de él y que si salvaba a sus dos compañeros heridos se sentiría reconfortado?

—Con esta historia quiero explicarle que fue Dios quien me envió a aquel vagabundo anciano —vio que el entrecejo del comandante se arrugaba en un gesto de contrariedad, pero continuó hablando—: Dios lo utilizó para iluminarme. Quiso que auxiliándolo a él me salvara a mí mismo. Dios quiere que nos ayudemos los unos a los otros, especialmente en los momentos en que estamos débiles, heridos y enfermos. Me gustaría que creyera usted en Dios. Cuando nos quedamos sin fuerzas y en manos del destino, como ahora, es necesario confiar en Dios y no en las armas.

«Debe de ser la vez que menos oyentes ha tenido su sermón», pensó el comandante. Sin embargo, nada de lo que había oído podría apartarle de su objetivo. Por supuesto que iba a seguir buscando las armas, y con más urgencia todavía.

Capítulo 11

El padre Engelmann se envolvió bien en su abrigo de plumón y se dispuso a regresar a su vivienda a dormir. Descendió la escalera con una vela en la mano y en ese momento escuchó el timbre de la puerta. Volvió a subir a toda prisa, levantó la cortina negra y abrió la ventana que daba al patio.

Fabio ya había llegado a la entrada y mantenía un diálogo con aquellos invitados inesperados. El diálogo consistía en realidad en que los de afuera se limitaban a tocar el timbre como respuesta a las palabras del diácono:

—¿Qué es lo que desean? Esto es una iglesia estadounidense, no tenemos comida ni combustible.

A cada intervención suya, los timbrazos se volvían más furiosos e impacientes. Le interrumpían incluso antes de que acabara de pronunciar una frase muy cortita, como si estuvieran utilizando el timbre para pelearse con él.

El padre Engelmann bajó a toda prisa, cruzó el patio, cerró la puerta del taller de encuadernación y se aseguró de que la cerradura de golpe quedaba firmemente encajada. De repente cayó en la cuenta de que aquello quizá no era buena idea: para cualquier asaltante, los lugares protegidos bajo llave eran justo los que escondían los tesoros más deseados y no dudaban en forzarlos. Lo que conseguiría así sería poner en un peligro aún mayor a las niñas que se ocultaban en el desván. Sacó el manojo de llaves que llevaba colgado en su cinturón de piel y, con manos temblorosas, fue probando una tras otra hasta que la buena entró en la cerradura. Cuando al fin consiguió abrir, se adentró en la sala oscura y habló hacia el techo:

—Niñas, escuchad. Pase lo que pase, no hagáis ningún ruido ni bajéis.

Seguro de que las niñas lo habían escuchado, se dio la vuelta y corrió hacia la cocina.

—Los japoneses están aquí —avisó a las mujeres y los soldados del sótano—, no se os ocurra hacer ningún ruido. Fabio y yo nos encargamos de todo.

Escuchó a una de las mujeres preguntar algo, pero no acabó la frase. Alguien debió de taparle la boca con la mano o mandarle en voz baja que se callara.

El padre Engelmann puso un barril sobre la trampilla del sótano y se dirigió a recibir a los visitantes. De camino, pensó qué actitud y qué tono iba a adoptar. Cuando le faltaban cinco pasos para llegar, se detuvo, respiró profundamente y le dijo a Fabio, que seguía enfrascado en aquel diálogo infructuoso, que abriera la puerta.

Fabio se giró y, al verlo hablar y caminar con tanta serenidad, se sintió reconfortado. El padre Engelmann parecía llevar tiempo esperando ese momento para comprobar con sus propios ojos si ante su presencia inspiradora había algún alma que no pudiera ser conquistada o no acabara volviendo al redil.

La puerta se abrió y los invasores se encontraron frente a ellos a un anciano de barba y pelo canos con el porte de un hombre de gran sabiduría e integridad dispuesto a perdonar a todos los miembros de su rebaño, fueran del color que fueran, fuera cual fuera su carácter, fueran inocentes o culpables. Toda la rabia que habían concentrado en apretar el timbre pareció desvanecerse ante la sonrisa con la que los recibía el padre.

—¡Tenemos hambre! —dijo en un inglés con un acento cómico el oficial de bajo rango que encabezaba el grupo.

—Nosotros también —contestó el padre Engelmann con un tono de sentida compasión hacia todas las criaturas sedientas y hambrientas—. Y también tenemos sed —añadió.

—Queremos entrar.

—Lo siento, ésta es una iglesia estadounidense y usted, señor, debe tratarla como territorio americano —dijo el padre sin borrar la sonrisa de su cara.

—Ya hemos entrado en la Embajada de los Estados Unidos.

El padre Engelmann ya había oído sobre las frecuentes visitas que realizaban por la fuerza los japoneses a la embajada, situada en el área más segura dentro de la Zona de Seguridad. Se dedicaban a robar y llevarse todo lo que podían, incluidos los coches de importación de los diplomáticos que habían regresado a Estados Unidos. Por lo visto, esta vieja iglesia alejada del centro de la ciudad resultaba más segura que la propia Zona de Seguridad.

—Vamos a entrar a buscar comida —dijo el oficial de bajo rango levantando la voz.

Los siete u ocho soldados que había tras él actuaron como si hubieran recibido la orden de asalto y se apelotonaron en la puerta dispuestos a cruzarla todos al mismo tiempo. El padre Engelmann sabía que en ese punto no le quedaba más remedio que encomendarse a Dios.

—Si les permitimos entrar, estamos acabados —le dijo Fabio al padre.

—Las murallas de Nanjing no les han impedido avanzar; no digamos nuestros muros, que hasta las mujeres han podido saltar.

Los clérigos siguieron a los japoneses hasta el edificio de la iglesia pegados a sus talones. No había lámpara alguna ni vela encendida y el frío invernal, que parecía haberse solidificado en su interior, era más cortante que en el exterior. Los soldados permanecieron en el umbral, dudando si entrar o no. El oficial de bajo rango iluminó con la linterna la figura de Cristo en la cruz y luego la dirigió hacia la insondable oscuridad del techo. Retrocedieron unos pasos, como si temieran una emboscada.

—En caso de que entren en el taller de encuadernación —le dijo el padre Engelmann a Fabio en voz baja—, tenemos que pensar una estratagema para distraer su atención.

—¿Como qué? —susurró el diácono.

El padre se quedó pensando unos instantes. En ese momento crucial debían sacrificar algo de menor valor para proteger lo más importante.

—Dile a George que encienda el coche.

Fabio captó enseguida sus intenciones. Los soldados se lo podían apropiar para entregarlo y ser recompensados por sus superiores o bien utilizarlo para conseguir de los colaboracionistas chinos comida u otros objetos de valor —como oro, plata o perlas— a cambio. A los pocos días de la ocupación, el ejército japonés ya había instaurado el mercado negro.

Nada más abrir la puerta del taller de encuadernación, los soldados escucharon un ruido de motor que provenía de algún rincón del patio. Era obvio que se trataba de un motor viejo por cómo tosía y jadeaba mientras trataba de arrancarse. Siguiendo la luz de sus linternas, fueron en busca de aquel coche asmático y lo encontraron sin ninguna dificultad en el garaje. George Chen estaba tumbado debajo de él «arreglándolo».

Los japoneses le dieron unas pataditas en la cabeza y George se apresuró a decir en inglés:

—¿Quién es? Estoy reparando el coche.

Su inglés era aún más difícil de entender que el del oficial japonés.

—George, sal, por favor —le dijo el padre Engelmann.

Fabio ya le había dado indicaciones sobre cómo representar aquel papel, incluidas sus líneas, que debía pronunciar en inglés. Pero en el momento en que se incorporaba lentamente tras salir de los bajos del Ford, ya había olvidado todo su texto y ni siquiera la grasa que ennegrecía su rostro podía ocultar su expresión de pánico.

—¿Tú quién eres? —preguntó el oficial japonés.

—Es el cocinero y el que se ocupa de todos los trabajos de mantenimiento —contestó el padre Engelmann al tiempo que se colocaba entre George y el oficial.

Siguiendo las directrices interpretativas que le había dado Fabio, George continuó hablando. A pesar de su fortísimo acento y de que ningún hablante de esa lengua sería capaz de reconocerlo, el oficial japonés entendió sus explicaciones sobre que se había estropeado, que estaba tratando de arreglarlo pero que todavía no había acabado. El oficial les dijo un par de frases al resto de los soldados.


Jai
! —gritaron al unísono.

El oficial se giró entonces hacia el padre Engelmann y le dijo:

—Debemos tomar prestado el coche.

—No me pertenece a mí sino a la misión. No tengo ninguna autoridad para prestárselo —dijo el sacerdote.

Tenía que ofrecer su querido y viejo Ford como cabeza de turco y sacrificarlo para proteger así las vidas de las personas que se escondían en el desván y en el almacén, a pesar de que su relación con el coche era más estrecha y muy dolorosa de romper. Con aquellas palabras pretendía hacerles creer que si se deshacía de él era porque se veía obligado a ello y que en aquella iglesia no encontrarían nada más que les pudiera interesar. Y aún añadió:

—¿Podría pedirle que me extendiera un recibo para que yo lo pueda justificar ante el departamento de asuntos financieros de la misión?

El oficial miró a aquel anciano como preguntándose si vivía en la luna y aún no se había enterado de todo lo que conllevaba una guerra.

—Vaya a los cuarteles del ejército de ocupación a recoger el recibo —le contestó en inglés.

Mientras el padre Engelmann y Fabio continuaban fingiendo que se resistían y buscaban razones para persuadirlos, los soldados ya habían sacado el viejo Ford del garaje. El oficial se sentó en el asiento del conductor y pisó varias veces el acelerador, primero tanteándolo y finalmente hundiéndolo hasta el fondo. Al escuchar el rugido de su presa, los soldados japoneses lo vitorearon con gritos salvajes. Convertidos en una tribu de lacayos, abandonaron la parroquia corriendo detrás del coche.

De pie al lado del padre Engelmann, Fabio soltó un gran suspiro. George miraba fijamente al frente sin acabarse de creer que la guerra hubiera entrado en la iglesia, lo hubiera rozado y hubiera pasado de largo junto a él.

—Ahora que creen haberse llevado nuestra posesión más valiosa, deberíamos estar seguros un tiempo —dijo el padre Engelmann.

Capítulo 12

Ni Shujuan ni sus compañeras sabían muy bien lo que estaba ocurriendo afuera. Habían escuchado al padre Engelmann decirles casi sin aliento que no hicieran ningún ruido ni bajaran y, de hecho, todas permanecieron en silencio y ni siquiera se amontonaron, como solían hacer, junto a los ventanucos para espiar. Por las aberturas que quedaban entre las cortinas negras que servían para bloquear la luz, se coló el haz de las linternas que volaban rápidamente en todas direcciones, como si fueran cañones de luz de pequeño tamaño. Todas las niñas permanecieron tumbadas en sus camas sin atreverse a hacer un solo movimiento.

Sólo cuando se oyó en el patio el ruido del motor del viejo Ford, algunas le echaron valor y se levantaron para mirar a través de las rendijas de las cortinas. Aunque no pudieron ver nada, sí les llegaron los gritos de un grupo de hombres que lanzaban y aceptaban órdenes al unísono en japonés. Luego llegaron los vítores, también en japonés.

Todo lo que pudieron deducir las niñas fue que los japoneses se habían presentado finalmente y se habían marchado llevándose el viejo Ford que había acompañado al padre Engelmann durante diez años.

Mientras discutían sentadas bajo sus edredones qué podría pasar si regresaban de nuevo, qué se podrían llevar, Shujuan pensaba en lo que había escuchado el rato que había permanecido de pie junto a la pared del sótano con una pala de brasas de carbón centelleantes entre las manos.

—Ellas han dicho que los japoneses entran en la Zona de Seguridad en busca de niñas —dijo Shujuan.

Las estudiantes sabían a quién se refería con «ellas».

—¿Y cómo lo saben si están escondidas aquí? —preguntó Sophie.

—A los soldados japoneses les valen todas, ya sean viejas o niñas de ocho años —continuó Shujuan.

—¡Rumores! —dijo Xu Xiaoyu.

—Vete a preguntarle al padre Engelmann a ver si es un rumor —le replicó Shujuan—. Él lo ha visto.

—¡Son sólo rumores! —dijo Xiaoyu levantando la voz. Parecía como si gritando pudiera negar aquella noticia que no deseaba creerse.

Shujuan no dijo nada más. Sabía que la amistad entre ella y Xiaoyu se había roto del todo y aquél era el último desgarro. La situación en Nanjing era tétrica, tanto para los vivos como para los muertos, pero en aquel momento, para una mente de trece años, aquella vastísima tragedia era algo borroso; sin embargo, la pérdida de su amistad con Xiaoyu sí que representaba una gran desgracia. Xiaoyu, como todas las chicas guapas, era despiadada, igual que Zhao Yumo.

Después de gritarle que aquello eran rumores, Xiaoyu abandonó su lugar junto a Shujuan y se hizo un hueco al lado de Anna para dormir. Shujuan se quedó tumbada unos instantes antes de levantarse y vestirse. Cuando se disponía a abrir la trampilla, Xiaoyu le sorprendió preguntándole:

—¿Adónde vas ahora, Meng Shujuan?

—A donde a ti no te importa.

Aquella respuesta era su manera de recuperar su dignidad y que las demás vieran que si aquella estúpida no quería ser su amiga, pues perfecto, «yo también estoy harta de ti. ¿Cuántas voluntades has comprado con el cuento de que tu padre vendrá a rescatarte? Y a tu padre no se le ha visto el pelo. Y si de verdad tiene intención de venir a salvarte, muchas gracias, pero me trae sin cuidado».

—Shujuan, no bajes... —dijeron un par de compañeras.

—Vosotras no le hagáis caso —les cortó Xiaoyu con resentimiento.

Las niñas la obedecieron sin rechistar y dejaron de preocuparse por Shujuan.

Estaba claro que la habían dejado completamente sola, pero ella disfrutaba de la libertad que le daba haberse quedado aislada. Anduvo de aquí para allá por el patio hasta llegar a la cocina, a ver si podía encontrar algo de comer. Quizá aún quedaban algunas ascuas en el fogón para prepararse un pequeño brasero y calentarse los pies, que se le habían quedado como cubitos de hielo. Llevaban muchos días sin agua caliente y, por mucho que se los tapara bien por la noche con el edredón, siempre estaban helados. Cuando llegó a la puerta de la cocina escuchó las voces de un hombre y una mujer. Enseguida distinguió la voz de él. Se trataba de George.

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