Las flores de la guerra (22 page)

BOOK: Las flores de la guerra
11.19Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¡Padre! —gritó Fabio mientras corría escaleras arriba.

Se notaba en su voz que era presa del pánico.

El padre Engelmann trató de levantarse apoyándose en los brazos del sillón, pero las piernas no le respondieron y cayó sentado de nuevo. Fabio ya había llegado a la puerta.

—¡Han venido dos camiones! ¡Los he visto desde el campanario!

El pobre Fabio parecía en esos instantes un niño perdido. El padre Engelmann se puso en pie. Por la larga rasgadura de su abrigo de plumón sobresalía el forro, que era de color rojo oscuro y parecía la superficie de una herida. El pobre de él estaba igual de perdido y tampoco tenía ni idea de qué hacer.

—Vete a decirles a todas que se preparen. Que no hagan ni un ruido y que no salgan aunque echen abajo el edificio —le dijo a Fabio mientras se ponía la casulla negra para funerales y agarraba el báculo.

Al llegar al patio, todo delante de sus ojos era de color ocre. Sentados en lo alto del muro se apretaban los soldados japoneses con sus uniformes caquis. Recordaban a una bandada de aves carroñeras de plumaje amarillo que se hubieran posado de repente.

Comenzó a sonar el timbre de la puerta. Esta vez lo hizo con timidez: una llamada corta, tres segundos de silencio y una nueva llamada. El padre Engelmann vio salir a Fabio de la cocina y supo que las mujeres y las estudiantes ya estaban avisadas. Le hizo un gesto con la barbilla con el que le quiso decir: «Ha llegado el momento, todo depende de ti y de mí».

Caminaron hombro con hombro hasta la entrada. El padre Engelmann abrió el ventanillo y esta vez no entró una bayoneta sino algo rojo como una brasa ardiente. Tras unos segundos, el sacerdote distinguió al oficial japonés levantando hacia el postigo una flor de pascua con la mano izquierda y agarrando con la derecha la empuñadura de su sable.

—¿Por qué se molestan en llamar al timbre? Está claro que no les gusta entrar por la puerta —dijo el padre Engelmann.

—Por favor, acepte nuestras disculpas —dijo el oficial chocando sus botas de montar con un sonido limpio y, haciendo una reverencia, continuó—: Por todos los trastornos que le causamos ayer por la noche.

Había estado practicando un poco de inglés para poder pedirle perdón en su propio idioma.

—¿Y viene con más de un centenar de soldados armados hasta los dientes para disculparse? —dijo el padre Engelmann.

Apareció entonces el intérprete, un hombre que pasaba los cincuenta años, de aspecto culto y refinado y con gafas de fina montura dorada.

—La Navidad está a punto de llegar y la tropa viene a desearles unas felices fiestas —dijo el intérprete. Esta vez su jefe simplemente sonreía porque lo que tenía que traducir lo traía ya preparado y memorizado de antemano.

—Gracias, agradecemos su amabilidad pero no era necesario —dijo el padre Engelmann—, ¿puede pedir ahora a sus soldados que abandonen el muro?

—Por favor, reverendo, abra la puerta —transmitió el intérprete la petición del oficial, hecha muy cortésmente.

—¿Qué diferencia hay para vosotros entre que la abra o no la abra?

—Tiene usted razón, padre, y como no hay diferencia, ¿por qué no se comporta de forma educada? —dijo el intérprete.

El padre Engelmann sacudió la cabeza y se alejó llevándose a Fabio.

—Padre, no es muy sensato hacernos enojar a unos invitados como nosotros —dijo el intérprete en un tono apacible.

—Eso mismo solía pensar yo —dijo el sacerdote deteniéndose en seco, y volviéndose hacia la puerta cerrada añadió—: Pero después me he dado cuenta de que, enojados o no, las consecuencias serán las mismas.

—No empeore las cosas —le dijo Fabio a media voz.

—¿Aún queda margen para que estén peor? —le contestó. No estaba dispuesto a abrirles las puertas a esos perros rabiosos vestidos con uniformes amarillos. De hacerlo, los estaría elevando a la categoría de humanos.

Giró la cabeza y vio que una marea de uniformes amarillos inundaba el patio. Algunos de ellos encontraron un hacha y partieron en pedazos el cerrojo. El oficial cruzó la entrada a grandes zancadas con más de veinte soldados dispuestos a tomar el control de la iglesia.

—¿A quién busca esta vez? —le preguntó el padre Engelmann.

El oficial volvió a inclinarse ante él. A decir verdad, los japoneses eran excesivamente formales y ceremoniosos.

—Su reverencia, venimos de buena fe —dijo el intérprete buscando las palabras y la dicción más refinada—. ¿Cómo podemos reparar la brecha abierta entre nosotros? —añadió en un inglés entrecortado y afligido mientras el oficial reforzaba su interpretación con expresión igualmente apesadumbrada.

El padre Engelmann esbozó una leve sonrisa. En la profundidad de sus ojos, su mirada azul grisácea era fría como el hielo.

—De acuerdo, acepto sus sinceras disculpas y también sus felicitaciones, y ahora permítanme que les recuerde dónde está la salida —dijo el padre, y se dio la vuelta como si los invitara a seguirle hasta la puerta.

—¡Alto! —dijo el oficial en inglés. Con aquel grito enfurecido puso fin a la pantomima que había estado interpretando hasta ese momento al dejar que el intérprete hablara en su lugar.

El padre Engelmann se detuvo pero no se giró. Su figura vista de espaldas parecía estar diciendo «ya me temía que esto iba a suceder».

El oficial le indicó algo al traductor en voz baja pero muy indignado, y el intérprete lo tradujo sin abandonar aún su desfachatada cortesía:

—¡Nuestro programa de actuaciones para celebrar las fiestas todavía no ha comenzado!

El padre Engelmann miró al oficial y luego dirigió la mirada al patio invadido por el brillo de las linternas. Tras aquellas luces se atisbaban unas siluetas humanas más negras que la propia noche.

—En el cuartel general desean celebrar una fiesta de Navidad y nuestros superiores quieren que convide a algunos invitados distinguidos.

Se volvió hacia un soldado que sostenía en sus manos una cartera de documentos oficiales y extrajo un sobre impreso con la palabra
invitación
en caracteres chinos.

—Muy amable, pero no puedo aceptar su invitación —dijo el padre Engelmann sin estirar la mano y dejando colgado entre él y el oficial aquel bonito sobre en una situación embarazosa.

—No lo ha entendido bien, padre. No es a usted a quien desean invitar nuestros superiores —dijo el oficial.

El padre Engelmann levantó aprisa el rostro y se quedo mirando al militar japonés, que había agachado levemente la cabeza y mostraba una expresión respetuosa en extremo. Cogió de un manotazo la invitación y la abrió. Un presentimiento nada halagüeño hizo que su mano, que ya evidenciaba síntomas de un Parkinson incipiente, temblara a ojos vistas. El oficial ordenó a un soldado que alumbrara la tarjeta con la linterna. La invitación estaba dirigida a las niñas del coro.

—No tenemos coro —dijo el padre Engelmann.

—No se olvide, padre, de que ayer por la noche dijo que aquí no había soldados chinos.

Fabio arrancó la invitación de manos del padre Engelmann. La leyó una vez, se quedó estupefacto unos segundos y luego volvió a leerla. En la primera lectura no daba crédito a lo que veían sus ojos y, en la segunda, ya no fue capaz de distinguir con claridad ninguna palabra. Se giró con el rostro lívido hacia el oficial:

—Ya os explicamos la vez pasada que los padres vinieron a buscar a las estudiantes y se las llevaron.

—Hemos investigado la historia de la célebre escuela católica de Santa María Magdalena y sabemos que una pequeña parte de las estudiantes no tienen padres —tradujo en un tono apacible el intérprete, como si estuviera exponiendo sus argumentos en medio de una discusión civilizada.

—Las niñas huérfanas se marcharon con los profesores —dijo Fabio.

—Me temo que no. Según información fidedigna, la mañana anterior a la caída de Nanjing se las pudo escuchar cantando. El Ejército Imperial tiene muchos amigos chinos, así que no nos tome por unos recién llegados sordos y ciegos —dijo el oficial a través del intérprete.

El padre Engelmann permaneció en silencio, como si le hubiera dejado de interesar la discusión entre Fabio y el oficial y tuviera asuntos más importantes en los que pensar.

¿Quién había delatado a las niñas? Quizás, quien había proporcionado aquella información fatídica creía que los japoneses deseaban escuchar realmente el coro de niñas y arrepentirse de todos los crímenes que habían cometido. De hecho, entre ellos también había cristianos. El delator tal vez no sabía que los soldados japoneses eran unos pervertidos que creían contra toda lógica en los poderes sobrenaturales y vigorizantes de las vírgenes. Llegaban al extremo de recolectar su vello púbico recién brotado y se hacían con él amuletos que se colgaban del cuello para ahuyentar la mala suerte y evitar ser alcanzados por las balas en el campo de batalla. Éstas eran las ideas que daban vueltas en la cabeza del padre Engelmann. Cuando salió de su ensimismamiento, Fabio trataba de impedir el paso a los soldados con su propio cuerpo.

—No tenéis ningún derecho a registrar este lugar —dijo Fabio—. Antes habréis de pasar por encima de mi cadáver.

Parecía dispuesto a convertirse en un mártir.

Tras la luz de las linternas se escuchó un sonido tenue. Más de un centenar de soldados, bayonetas, pistolas, extremidades y troncos se pusieron en posición de combate, su espíritu guerrero por todo lo alto, prontos para la acción. El padre Engelmann dejó escapar un hondo suspiro y se colocó frente al oficial:

—Tienen poco más de diez años. Han vivido siempre dentro de los muros de la escuela y carecen de experiencia en la vida, y menos en hombres ni soldados...

Una sonrisa se dibujó en el rostro del oficial en medio de la oscuridad: aquello sonaba de lo más apetitoso. Lo que deseaba precisamente era aquella pureza inmaculada como la nieve recién caída.

—No tienen de qué preocuparse. Les garantizo por mi honor de soldado imperial que cuando hayan terminado de cantar, yo mismo las traeré de vuelta.

—Padre, ¿no irá a creer esta patraña? —preguntó Fabio en dialecto del norte del Yangtsé—. Ni muerto permitiré que hagan semejante salvajada.

—Ellas no pueden aceptar su invitación —dijo el padre Engelmann.

—Es un gran acontecimiento para ellas: flores frescas, buena comida, música... No creo que sean tan tontas como para rechazar nuestra amabilidad y acabar creando una situación desagradable.

—Oficial, su invitación es demasiado repentina. Las niñas no están preparadas, debe darles un poco de tiempo para que se laven, se peinen y se vistan con la ropa de ceremonia. Además, ha de darme algo de tiempo también a mí para que pueda explicarles bien la situación y convencerlas de que no deben tener miedo. Ustedes son el enemigo y verse obligadas a marcharse con sus soldados puede resultar aterrador para ellas. Imagínese que actúen de manera drástica y se suiciden o se autolesionen. Las consecuencias serían espantosas.

La célebre elocuencia del padre Engelmann alcanzó en esos instantes sus cotas más elevadas. Parecía el tercero en discordia desplegando sus mayores dotes de convicción, y no sólo teniendo en cuenta los intereses del oficial, sino también tomando en consideración a las niñas.

—¿De verdad cree que estas bestias quieren escuchar al coro? —dijo Fabio.

—Padre, ¿cuánto tiempo considera que necesita para preparar a las niñas? —preguntó el oficial a través del intérprete.

—Creo que con tres horas será suficiente.

—Imposible, deben estar completamente listas en una hora.

—¡Necesito dos horas al menos!

—Imposible.

—Dos horas es lo mínimo. ¿No querrá llevarse con usted a un grupo de niñas con aspecto de haber pasado hambre y frío, sucias, desgreñadas y muertas de miedo? ¿A que prefiere que estén limpias y arregladas, dispuestas y felices? Necesito tiempo para persuadirlas de que ustedes no matan a nadie, ni queman todo a su paso, ni roban, ni violan, ¿no le parece? ¿Qué haríamos si les da por prenderse fuego y matarse todas juntas?

La insistencia del viejo sacerdote en que lo hacía por su bien llevó al oficial a reconsiderarlo seriamente durante unos segundos.

—Le doy una hora y veinte minutos.

—Una hora y cuarenta minutos —dijo el padre Engelmann en el mismo tono irrefutable de la palabra de Dios.

Había ganado aquella negociación.

—Mientras, también le pediría que se llevara a sus hombres fuera. ¿Cómo espera que pueda calmarlas y evitar que tengan miedo ante este despliegue de fuerzas? No son unas niñas normales y corrientes. Piense por un instante en los altos muros de un convento. Su escuela ha sido muy parecida a un claustro, ha sido su cuna y nunca han salido de ella. Por esta razón son extremadamente sensibles, extremadamente tímidas y también extremadamente miedosas. Si ven aquí al ejército de ocupación armado hasta los dientes antes de que haya tenido tiempo de prepararlas, no tendré opción ni siquiera de convencerlas.

El oficial dijo algo fríamente, y el intérprete se apresuró a traducir:

—No puedo cumplir esa petición.

—Ha traído soldados como para sitiar un castillo, ¿tiene miedo de que se escapen volando unas niñas desarmadas? —dijo riendo el padre Engelmann.

De nuevo esgrimía un argumento muy razonable. El oficial se resistió a la idea unos segundos antes de ordenar que todos los soldados abandonaran la parroquia.

—¡Padre, no me puedo creer que haya caído en sus mentiras! —dijo Fabio, indignado.

—No creo ni una sola palabra de lo que ha dicho.

—Entonces ¿por qué no ha rechazado la invitación?

—En cuanto lo hubiera hecho, se habrían puesto a registrarlo todo hasta dar con las niñas.

—¿Y si no las hubieran encontrado? Al menos podíamos haber confiado en la suerte.

—Siempre podemos acabar recurriendo a ella. De momento hemos ganado una hora y cuarenta minutos. Tenemos que aprovechar cada uno de ellos para encontrar el modo de resolver esta situación.

—¿Una manera de salvar su propia vida? —dijo Fabio rebelándose contra él.

El padre Engelmann, lejos de enfadarse, hizo simplemente como que no lo había oído. Cuando Fabio se alteraba su inglés dejaba mucho que desear, su pronunciación y su gramática se volvían toscas y resultaba difícil entenderlo. El padre Engelmann podía hacer como que no le entendía.

—Tenemos más de una hora, que es mejor que nada.

—Prefiero morir antes que entregar a las niñas.

BOOK: Las flores de la guerra
11.19Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Icespell by C.J BUSBY
Ink Exchange by Melissa Marr
Grasping at Eternity (The Kindrily) by Hooper, Karen Amanda
#1.5 Finding Autumn by Heather Topham Wood
Bloodied Ivy by Robert Goldsborough
Oasis of Eden by deGrey, Genella
Made Men by Greg B. Smith
The Scorpion's Tale by Wayne Block