Las flores de la guerra (24 page)

BOOK: Las flores de la guerra
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Como Zhao Yumo era la más alta, caminaba cerrando la fila. El padre Engelmann se colocó delante y les hizo a cada una la señal de la cruz a modo de bendición. Cuando le llegó el turno a Zhao Yumo, ella sonrió con pudor e hizo una pequeña reverencia. Su delicadeza y su ligera sonrisa eran propias de una estudiante.

El padre Engelmann le dijo a media voz:

—Acudisteis aquí en busca de refugio.

—Gracias, padre, por acogernos entonces. Si no lo hubiera hecho, no sé qué desgracias habrían caído sobre mujeres como nosotras ni dónde estaríamos ahora.

En ese momento Fabio se acercó y se quedó mirando a Yumo fijamente.

—Nuestra vida —continuó Yumo mientras paseaba una mirada sutil entre los dos hombres— sólo sirve para arruinársela a otros o que otros nos la arruinen a nosotras.

Fabio empujó la pesada puerta para que pasaran las mujeres. Afuera, la luz de las linternas se reflejaba sobre un bosque de bayonetas. El oficial permanecía de pie completamente erguido en posición de firmes. Su rostro estaba en la sombra, pero sus ojos y sus dientes blancos, que revelaban su alegría por aquella sorpresa inesperada, resaltaban en medio de la oscuridad. Fabio jamás hubiera imaginado que sería capaz de empujar aquella puerta y enviar directamente a las mujeres al final de su viaje, de enviar a aquella mujer llamada Zhao Yumo a su final.

Fabio había albergado la esperanza de que toda la buena suerte que había pasado de largo para aquella mujer llamada Zhao Yumo hubiera podido regresar, aunque sólo fuera en una ocasión, incluso por unos instantes insignificantes, pero en ese momento supo que no regresaría ni una sola vez. Al pensarlo se le encogió el corazón. De pequeño su abuela adoptiva solía llevarle a ver óperas chinas que lo habían contagiado del sentimentalismo característico de los chinos. Había sido ella la que había plantado en su alma la semilla de aquella sensiblería, y sí, una semilla podía crecer hasta convertirse en una planta, también podía transformarse.

El camión estaba aparcado junto a los árboles abrasados. Al pie de la parte trasera había dos soldados japoneses y, en cuanto se acercó la primera «estudiante», la agarraron de los brazos y la ayudaron a subir la escalerilla. No tenían opción a negarse a aceptar su ayuda. De hacerlo, los soldados colocaban inmediatamente las bayonetas en posición horizontal y les cerraban el paso para que no pudieran retroceder.

El oficial caminó junto a Yumo.

Fabio los seguía a tres pasos de distancia.

El padre Engelmann se quedó en la puerta de la iglesia. La barba que no se había afeitado en varios días le confería un aire a hombre de la Antigüedad o, más bien, un aspecto menos humano y más parecido al de un dios. Siguió con la mirada a cada una de las «estudiantes» mientras subían por la escalerilla de la parte trasera del camión y desaparecían tras la lona. Podía distinguir cuál era cuál por su figura y su forma de moverse, pero no hubiera sido capaz de llamarlas por su nombre. Sintió ciertos remordimientos por no haberse molestado en preguntarles cómo se llamaban, su nombre verdadero, el que les habían puesto sus padres, no el que utilizaban en el burdel. Ya estaban en lo alto del camión todas las mujeres salvo Yumo. Vio cómo el oficial tendía una mano hacia ella para ayudarla a subir, y cómo de manera instintiva ella se apartaba para acto seguido dedicar al oficial una débil sonrisa. Era la auténtica sonrisa de una jovencita, tímida y modesta. Habría engañado a quienquiera que fuese con aquella sonrisa.

El oficial montó en su caballo y ordenó al camión que arrancara.

—¡Esperen!

El padre Engelmann corría hacia el camión.

El oficial se giró hacia él a lomos de su montura.

—Quiero acompañar a mis alumnas —dijo el sacerdote.


Ii-e
! —respondió el militar japonés.

Fabio no necesitaba saber aquel idioma para entender que aquellas palabras significaban un rotundo no.

—Quiero ir para asegurarme de que canten bien. Hace mucho que no cantan... —dijo el padre Engelmann tratando de subirse al camión.

El oficial dio una orden a voz en grito para que el vehículo partiera y éste comenzó a avanzar a sacudidas. El sacerdote se quedó suspendido con una mano agarrada a la baranda de madera de la parte trasera del camión y un pie sobre la rueda de atrás, su larga casulla negra enredada en sus extremidades.

—¡Padre Engelmann! —le llamó Fabio.

El oficial gritó algo.

Yumo estiró la mano para sujetar al padre Engelmann.

—Padre, no debería...

—Dame la mano, hija mía... —chilló el sacerdote.

De golpe, el camión aumentó la velocidad.

Sonaron unos disparos. Yumo soltó un grito en el mismo momento en que el padre Engelmann caía del camión. Fabio la vio agarrarse el antebrazo, que comenzaba a sangrar, justo cuando el sacerdote chocaba con un ruido seco contra el suelo. Corrió a su lado y lo llamó, pero él ya no podía oírlo.

Epílogo

Shujuan jamás olvidaría esas últimas y horribles horas en la iglesia de Santa María Magdalena. Nadie podía hablar o mirar a nadie. Fabio preparó para ellas una sopa recalentada de patata antes de apresurarse hacia la Zona de Seguridad.

Ellas permanecieron sentadas en el desván, en silencio. Por fin se cumplía para las niñas lo que habían estado rogando en el fondo de sus corazones durante aquellos días de encierro: comer hasta llenarse y no permitir que aquellas prostitutas compartieran sus alimentos. Lo que no podían esperar era que la respuesta a sus oraciones llegara de aquella manera tan despiadada. Mientras sorbía la sopa de patata cucharada a cucharada, Shujuan dirigió una mirada furtiva a Sophie, sentada enfrente de ella. Sophie tenía manchas de sangre en la cara a causa de los arañazos que había recibido durante la pelea. Aquellas marcas de sangre eran lo único que parecía tener vida en su rostro apático. Ninguna de ellas suspiró emocionada diciendo: «Esas mujeres nos han salvado», o «¿Lograrán sobrevivir?»... Pero Shujuan sabía que todas sus compañeras, al igual que ella, tenían remordimientos de conciencia.

Cuando Fabio regresó a medianoche, le acompañaba una mujer occidental muy alta. Las estudiantes la conocían y la saludaron a media voz como «señorita Vautrin». Al igual que Fabio, ambos hablaban un chino fluido y sus gestos y su manera de mirar parecían también los de una persona china. Traía a un barbero para que afeitara la cabeza a las estudiantes. Dos horas más tarde, aquel grupo de niñas se había convertido en un grupo de niños. La señorita Vautrin había venido conduciendo una ambulancia en la que se llevó antes del amanecer a unos pequeños enfermos vestidos con pijamas de rayas de hospital. Los «niños» estaban pálidos y demacrados, sus ojos apagados no tenían expresión y sus pijamas de rayas flotaban como si dentro no hubiera un cuerpo tangible.

Haciéndose pasar por enfermos contagiosos, permanecieron escondidas dos días en las habitaciones para pacientes del Instituto de Medicina de Jinling antes de ser trasladadas a escondidas a un pueblo cerca de Nanjing. De allí partieron en barco hacia Wuhu, a orillas del Yangtsé, en la provincia de Anhui, donde cambiaron a otro para ir a Hankou, en la provincia de Hubei. Fabio las escoltó todo el camino, para lo cual cambió su identidad de sacerdote por la de «médico».

En los años que siguieron, China experimentó una enorme cantidad de cambios, pero Shujuan nunca cambió tanto como lo hizo en aquellos días de diciembre de 1937.

Finalmente logró reunirse con su familia y supo de la agonía que habían vivido sus padres, sin noticias de China. Su madre se pasaba el día entero delante de la radio escuchando las noticias y cuando su padre regresaba de la escuela a casa se quedaba en silencio junto al aparato, desesperados ambos por averiguar qué ocurría. En Nanjing habían cortado el teléfono y el telégrafo y su padre buscó la manera de conseguir noticias a través de un funcionario del consulado chino, pero toda la información que les dio era muy confusa: la situación en la ciudad era desoladora, aunque no había confirmación oficial de ninguno de aquellos hechos devastadores. Intentó entonces ponerse en contacto por teléfono con una familia amiga en Shanghai, sólo para descubrir un rumor según el cual los japoneses habían abierto la veda para las matanzas impunes en Nanjing. Circulaban también unas fotografías de civiles asesinados que habían traído consigo algunos periodistas recién escapados de aquella ciudad. Justo en el momento en que Shujuan, tumbada junto a su compañera que no dejaba de gimotear, pensaba con resentimiento que sus padres estarían disfrutando de huevos con beicon, ellos trataban de conseguir pasajes de barco para regresar a China. Agotados física y mentalmente por los remordimientos y el sentimiento de culpa, se agarraron a la máxima china de que «la familia debía mantenerse unida también para morir».

Shujuan mantuvo el contacto con Fabio Adornato. Como la de ella, también la vida de él había experimentado cambios: cuando medio año después regresó a Nanjing, decidió abandonar la vida eclesiástica y compaginar sus labores docentes de historia universal y religión en la escuela de Santa María Magdalena con otras ocasionales en la universidad. De vez en cuando hablaba acerca del padre Engelmann, y de la inspiración que había supuesto aquel sacerdote para él. Tanto Fabio como Shujuan albergaban una misma esperanza: si pudieran encontrar a alguna de las trece mujeres, aunque fueran una o dos de las que marcharon con valentía junto a los japoneses. O, de no encontrarlas, si al menos pudieran conocer su paradero, se librarían de que su angustia se convirtiera en una incertidumbre de por vida.

Shujuan ya había cumplido los veinte cuando en agosto de 1946 se celebró en Nanjing el juicio contra los criminales de guerra japoneses. La ciudad entera de Nanjing había salido a la calle desafiando la dureza del sol de pleno mes de agosto para poder ver con sus propios ojos y escuchar con sus propios oídos el destino que les aguardaba a aquellos japoneses que los habían pisoteado durante ocho años. Ni dentro ni fuera de la sala del tribunal cabía un alfiler. La joven tenía la impresión de que las paredes se amoldaban a la muchedumbre, de que a cada empellón cambiaban de forma. Parecía como si todos los habitantes de Nanjing que habían sobrevivido a la masacre japonesa se hubieran congregado en la sala del juicio y alrededores para escuchar las declaraciones que emitían los altavoces y descargar su furia.

De repente, oyó una voz que pudo reconocer. La mujer estaba sentada en el estrado de los testigos, desde donde identificó a los mandos militares japoneses que permitieron la violación masiva de mujeres. Apretujada entre la gente que se concentraba en el exterior de la sala del tribunal, Shujuan escuchó su testimonio a través de los altavoces que colgaban en lo alto de unos postes y, aun cuando utilizó una identidad distinta, supo que aquella mujer era Yumo.

A Shujuan le costó una hora acceder a la sala desde el exterior, pero una vez dentro, y aunque la vio de espaldas y desde lejos, reconoció a Yumo. Las vejaciones a las que se había visto sometida no habían conseguido arruinar las formas de su cuerpo y seguía manteniendo una buena figura. Shujuan consiguió abrir una brecha a través de la multitud que la rodeaba hasta colocarse detrás de ella. Llegó empapada por el sudor de las miles de personas allí concentradas, estiró la mano y tocó el hombro más famoso del Nanjing de los años treinta. La cara que se giró no era, sin embargo, la que recordaba. En apariencia estaba perfecta, pero había algo raro en ella. Más tarde, dedujo que quizá la belleza innata de aquel rostro había sido destruida, y posteriormente reconstruida a manos de un no muy habilidoso cirujano plástico.

—¡Zhao Yumo! —llamó sin alzar mucho la voz. Los ojos de aquella mujer la miraron y fingieron no conocerla—. ¡Soy yo, Meng Shujuan!

—Te equivocas de persona —le dijo con la voz característica de Zhao Yumo mientras negaba con la cabeza. Era la misma voz que todos los vividores del Nanjing de los años treinta conocían y adoraban.

Shujuan no se rindió a la primera y se abrió paso hasta llegar a su lado.

—¡Soy una de las estudiantes que tú y tus compañeras salvasteis!

Por mucho que insistió, Zhao Yumo se mantuvo firme en que no la conocía. La miró de reojo con aquella expresión característica suya, alzando su barbilla bella y arrogante, que por fortuna había sobrevivido a los estragos de su rostro, y utilizando el dialecto de Nanjing salpicado del acento de Suzhou típico de ella, le dijo:

—¿Quién es esa Zhao Yumo?

Nada más decirlo, se levantó de su asiento y se abrió paso de lado entre las espaldas de la gente de la fila de delante y las rodillas de la de la fila de atrás. Levantó y bajó una y otra vez su hermosa barbilla en un gesto encantador de disculpa ante el cual nadie fue capaz de quejarse por las molestias que les estaba causando.

Shujuan trató de seguirla por el hueco abierto entre espaldas y rodillas, pero a ella no se lo pusieron tan fácil. No le quedó más remedio que salir por donde había entrado. Cuando por fin logró abrirse camino entre el grupo de personas que esperaba el juicio dentro y fuera de la sala, Zhao Yumo ya había desaparecido.

Shujuan escribió una carta a Fabio, que por aquel entonces se encontraba en Estados Unidos, para explicarle que Zhao Yumo seguía viva. Su abuela materna había fallecido en octubre de 1945 y le había de-jado a su nieto huérfano una propiedad. Fabio había hecho aquel viaje para venderla. Le contó en la carta cómo Zhao Yumo había negado ser ella. En la carta de respuesta que llegó un mes más tarde, Fabio explicaba que quizás la única manera que había encontrado de seguir con vida había sido cambiando su identidad. Animó a Shujuan a dejar el pasado atrás y continuar adelante.

Fue a partir de ese momento cuando Shujuan tomó la firme determinación de que, por mucho que Zhao Yumo hubiera cambiado hasta el punto de no parecer Zhao Yumo, daría con su paradero y también con el de sus doce compañeras del Qinhuai. Si ella no las recordaba, ¿quién lo haría? A algunas las encontró en artículos de periodistas japoneses, de otras supo por sus charlas con soldados japoneses, y a la mayoría las halló en las historias de las gentes de Jiangsu, Anhui y Zhejiang durante los años que pasó recorriendo estas provincias.

Cuando Zhao Yumo prestó declaración ante el tribunal por los crímenes de guerra, contó cómo oficiales de alto rango japoneses las habían compartido a ella y a las otras doce «estudiantes». Dos de ellas habían tratado de resistirse con cuchillos carniceros que se habían llevado del comedor de la parroquia, y habían sido asesinadas allí mismo. Las once restantes, después de que los oficiales japoneses hubieran gozado de ellas hasta hartarse, fueron enviadas a los recién establecidos Centros de Mujeres de Confort
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, donde fueron falleciendo una tras otra a lo largo de los dos o tres años siguientes. Algunas murieron de un disparo cuando trataron de escapar, otras lo hicieron a causa de enfermedades que contrajeron y también hubo quienes se suicidaron. Si Zhao Yumo tuvo la fortuna de sobrevivir probablemente se lo debiese a su estilo y su aspecto distinguidos. Todos los oficiales que disfrutaron de ella eran de rango medio, no soldados rasos, por lo que la vigilancia sobre ella se fue relajando de manera progresiva y consiguió escapar al fin. Logró huir tras unos cuatro años obligada a ejercer como «mujer de confort».

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