—¡Extraordinario! —exclamó el doctor Leaf.
La doctora Garner sonrió con indulgencia.
—Es algo más, doctor, como pronto comprobará. En realidad, no había motivos para creer que un óvulo no podía desarrollarse dentro de la mujer adulta sin intervención de la célula masculina. La única función del espermatozoide es estimular el proceso de crecimiento en cuanto penetra en el citoplasma. La preñez de las vírgenes no es una novedad, no necesito señalarlo. Señor Travis, usted también habrá leído algo acerca de la reproducción de los erizos y estrellas de mar, los gusanos, los caracoles e incluso las ranas; recordará que no necesitan la fertilización por medio de un macho. Los pequeños huérfanos de padre son tan robustos como los que brotaron de cualquier otra manera. ¿Cuál es la contribución del esperma masculino? El cromosoma X restante, o un cromosoma Y y los veintitrés que conocemos. No son imprescindibles. En realidad, el macho juega la parte débil. Los machos son el sexo débil, y no sólo antes del nacimiento. El doctor lo sabe perfectamente y cualquier biólogo se lo confirmará. Son más susceptibles de enfermar o perecer, a menudo fracasan, mueren inmediatamente antes o después de nacer o llegan al mundo con alguna tara. Son más numerosos los espermatozoides del grupo Y que llegan al óvulo que los del grupo X. Ganan la primera carrera, crean un macho, pero, a través de la vida, pierden. En el primer momento, surgen con ventaja frente a las hembras. La balanza de las hormonas tiene mucho quehacer para conservar el equilibrio.
La doctora Garner sorbió su taza de té.
—La historia continúa: muy pronto descubrió el doctor Tisdial que mi interés por la partenogénesis no era algo pasajero. No estaba de acuerdo con mis experimentos sobre la placenta artificial: yo estimulaba el desarrollo del óvulo con un súbito descenso de temperatura, al mismo tiempo que taladraba el citoplasma con una aguja afilada; una delicada operación, dicho sea de paso, en la que habíamos adquirido rara maestría. Nos separamos en mil novecientos veinte e instalé mi propio laboratorio para continuar con mi sistema. Él siguió su camino, yo seguí el mío. Señores, me ocupaba en la producción de haploides. Se desarrollaban por centenas, por millares. Siguen desarrollándose en la actualidad. El doctor Tisdial vino a verme hace unos meses, interesado por alguna noticia sobre mis trabajos que leyó en una revista médica. De vez en cuando me veo obligada a vender inventos e ideas para pagar los gastos de mi experimentación. Se presentó, pues, amistosamente y, según sus propias palabras, quedó estupefacto. Imagínense la situación, señores —prosiguió, frunciendo los labios y con un fulgor de odio en los ojos—: la mente de un hombre «estupefacto» ante la posibilidad de un mundo mejor. La mente de ese mismo hombre a quien la imagen de la guerra no perturbaba. La mente de un hombre que colaboró en la producción de la bomba atómica. Jamás un hombre podría justificar mi acción. Como el doctor se puso en contra, sólo podía defenderme encerrándolo para que no estropeara mis planes, que ya llevaban veinte años de incesante labor. Lo encerré bajo llave. Al fin consiguió escapar. Corrió a la ciudad y me encontró en la casa de la calle Winthrop. Allí fue donde produjimos miles de esas cajas negras de metal. Pero ocurrió un accidente: al manejar una de las máquinas, lo que puso en peligro el material, recibió una dosis fatal de radiaciones. Fuera de sí, huyó a la calle. Tuvimos que desmantelar la casa rápidamente y luego la incendiamos.
—¡Entonces era el doctor Tisdial! —comentó Travis—. Fue el primer paciente.
—Era, en efecto, el doctor Tisdial —dijo ella sin ninguna emoción.
El sanatorio Faircrest era un edificio blanco en forma de T: la parte frontal era amplia y los pabellones que ocupaban la parte posterior formaban una larga línea perpendicular. El grupo se dirigió hacia aquella sección mientras la doctora Garner les mostraba sus aspectos interesantes como si fueran visitantes distinguidos.
—En la actualidad destinamos la parte delantera a los convalecientes —dijo—. Centenares de enfermos nerviosos y mentales han encontrado aquí reposo, salud y esperanza. Es un maravilloso lugar de descanso, un verdadero hogar. Ha sido un negocio excelente. Pero el ala posterior del sanatorio nada tiene que ver con la frontal, como verán.
Recorrieron un corredor intensamente iluminado, flanqueado por una serie de cubículos anchos separados de la galería exterior por ventanales que abarcaban del suelo al techo. Numerosas mujeres vestidas de blanco trabajaban allí; unas inclinadas sobre diseños y diagramas, otras con relucientes equipos de laboratorio. Algunas manejaban aparatos electrónicos: instrumentos eléctricos con diales, llaves, tubos y alambres. Parecían sorprendidas ante la presencia de los dos hombres.
La doctora explicó:
—Hace unos años tuvimos que transformar algunos de estos pequeños laboratorios en oficinas, a causa del incremento de nuestras actividades en todo el mundo. Todas las noticias sobre nuestras haploides se reciben aquí.
La doctora introdujo una llave en la cerradura. La gruesa puerta de metal se deslizó lentamente y les envolvió una ráfaga de aire caliente. Frente a ellos había un ancho tabique de vidrio doble. A cada lado del tabique se veía una puerta. Detrás del vidrio, extendidas hasta la pared que se hallaba a quince metros de distancia, se veía una gran cantidad de retortas de vidrio, de tamaños escalonados. Llenaban la amplia estancia, dejando un estrecho espacio entre ellas.
—Para empezar colocamos el óvulo fertilizado artificialmente en la retorta más pequeña —continuó explicando la doctora Garner—. Dentro de la retorta tenemos una solución fisiológica salina que equivale, por sus componentes químicos, a los fluidos del organismo humano. Mientras las células se desarrollan, mantenemos la presión osmótica correcta, así como la de difusión. La segmentación se produce casi al instante. Como pueden observar, la célula se sumerge rápidamente en la porción más densa de la solución, como lo haría en la pared uterina. Recibe continuamente el fluido vital de la placenta y muy pronto comienza a absorber su alimento. A medida que transferimos las células de las retortas menores a las de mayor tamaño, se puede ver el corazón que late, los rudimentos del sistema nervioso, los brotes que se convierten en miembros. Después de transcurridos tantos años, el espectáculo de la creación aún me maravilla.
Los ojos de la doctora brillaban de entusiasmo.
—Como ocurre en el seno de una verdadera madre, el embrión de haploide no está unido a su madre material. Están separados por un tejido membranoso: la placenta. El embrión recibe alimento y oxígeno de la solución preparada por nosotros y arroja allí sus residuos. Cuando llega la hora del nacimiento, simplemente sacamos el bebé de su retorta, le damos las palmadas de rigor, y una nueva haploide ha llegado al mundo. Cada una recibe un nombre y el número de su serie. También se registra el lugar de su nacimiento, pues hay varios laboratorios semejantes en diferentes zonas del país. Aunque ningún laboratorio puede compararse con el nuestro.
—¡Qué lamentable! —exclamó el doctor Leaf—. ¡Qué lamentable que semejante talento no haya servido para algo constructivo!
—No esperaba comprensión ni simpatía, doctor, puesto que se trata de eliminar el sexo al que usted pertenece.
—¡Qué iniquidad! ¡Y pensar que su talento podría beneficiar a la humanidad!
—¿Humanidad? En efecto,
humanidad
. Con ustedes, los hombres, ocurre lo de siempre: todo gira alrededor suyo. Hasta las palabras. Hasta el apellido del hombre es algo que la mujer debe llevar durante una parte de su vida. Han subyugado a las mujeres desde el principio de los tiempos; a las mujeres que constituimos el elemento principal de la especie.
—Fue una necesidad —intervino Travis—. En tiempos prehistóricos, la existencia familiar dependía del fuerte brazo del hombre.
—Sí. Pero el brazo ya no es indispensable —replicó la doctora—. Ahora poseemos máquinas para realizar las faenas más pesadas.
—Su pensamiento carece de lógica —interrumpió el doctor Leaf—. No sólo el brazo del hombre venció a la mujer, sino la maternidad. ¿Qué podía hacer para subsistir la mujer embarazada?
—El embarazo no es una desventaja —repuso la mujer— con excepción, quizá, del último mes. Ni siquiera en ese período, probablemente. Por desgracia, las mujeres permitieron que las mimaran demasiado. Pero no habrá más embarazos, salvo en casos muy especiales; tal vez sea conveniente en alguna ocasión desarrollar haploides en el seno de otras haploides…
—Pero, aniquilar así…, matar sin discriminación…
—No sea ingenuo, doctor. Usted mismo, en su laboratorio, ha causado más de una muerte. Esto es sólo la supervivencia de los más aptos. —Sus ojos relampaguearon con fanático ardor—: Y nosotras somos las más aptas. Ustedes son los débiles. Ustedes habrían acabado con todos nosotros, ustedes y sus bombas atómicas. Estamos salvando la civilización amenazada por la locura de la guerra.
El doctor Leaf enrojeció, pero permaneció silencioso ante la excitación de la mujer, que iba en aumento.
—¿Qué sucede después? —preguntó Travis desviando la atención hacia los receptáculos escalonados—. ¿Qué sucede cuando la niña ha nacido? ¿Adónde va? ¿Quién se ocupa de la crianza?
La doctora se volvió hacia ellos:
—Tenemos guarderías. Y luego, tarde o temprano, la mayor parte de las niñas encuentran padres adoptivos. Tenemos un registro con todos los datos y cuando la niña está en edad de comprenderlo, acudimos a ella y le decimos la verdad. Lo hacemos entre los quince y los dieciocho años, de acuerdo con su temperamento. Es curioso, la mayor parte de ellas tienen muy temprano la sospecha de no ser igual a las demás muchachas.
—Suponiendo que la joven no simpatice con los planes concebidos por ustedes —dijo el doctor Leaf—, ¿qué ocurre?
La mujer sonrió.
—Hay varias alternativas. El suicidio, para empezar. Si ella no tiene el valor necesario, nos ocupamos nosotros de hacerla desaparecer sin dejar rastro. Ahora bien, si la joven forma parte de una familia importante de la que se puede obtener dinero o considerable ayuda de algún otro orden, recurrimos al menticidio.
—¿Menticidio? —exclamó Travis—. ¿Qué es eso?
—Es un término inventado por la doctora Joost A. M. Meerloo. Consiste en una inyección sintética de nuestros pensamientos y palabras a las personas que deseamos controlar. Destruye la libertad de pensamiento y convierte sus inviolables procesos mentales en instrumentos mecánicos útiles y serviles. A primera vista parece algo extremadamente técnico; es un arma de la psiquiatría moderna. Se obtiene mediante la repetición exhaustiva de una idea, de un pensamiento bajo coacción. De esta manera la mente se resiste a aceptar cualquier otro tipo de realidad que aquella que le inculca la persona que está sojuzgándola. Hasta el momento no ha fallado en ningún caso.
—Y sin duda estas muchachas habrán vivido en nuestro mundo como seres humanos normales durante mucho tiempo —dijo Travis—. Pueden tener ahora treinta y dos años, ¿no es así?
—Así es; algunas tienen esa edad. Pero han sido preparadas durante este período para actuar en el momento necesario. Nosotras creíamos que el hombre se destruiría a sí mismo con la guerra, pero todavía no ha sido así. Su destrucción se retrasa más de lo que suponíamos. Además hay que adelantarse a los acontecimientos porque la guerra planeada por el hombre moderno amenaza aniquilarnos juntamente con ellos. Nuestras cajitas negras aceleran los hechos. Todas las haploides de los alrededores están actualmente equipadas y sólo esperan nuestro aviso para utilizarlas. Olvidaba algo más que, sin duda, les interesará. Una haploide no puede tener hijos; sólo se puede efectuar en ella la inseminación artificial; es decir, puede ser dueña de un óvulo activado con anticipación; pero a causa del proceso que han sufrido sus ovarios, sus cromosomas veintitrés X se dividen en células de once X y doce X cromosomas, que rechazarán la célula del esperma veintitrés X o veintitrés Y. Es, por lo tanto, estéril. No obstante, la haploide puede contraer matrimonio, si lo desea.
—¿Cómo puede ser posible tal cosa?
—Para una haploide verdadera, el sexo es solamente una función innecesaria y estúpida que realizará hasta que llegue la hora de su emancipación total. En realidad, una haploide encontrará muy poco placer en la realización de un acto semejante, puesto que se la ha condicionado para que odie al hombre y para que mire hacia el futuro con la certeza de verse un día liberada de sus cadenas y de ver a los hombres reducidos al nivel de inferioridad que les corresponde.
La doctora se echó a reír y prosiguió:
—¿A qué atribuyen ustedes la escasa natalidad de hoy en día? Muchas mujeres que aparentan buscar desesperadamente la causa de su esterilidad, no son más que haploides que buscan pretextos para una adopción. Deben someterse a sus deberes conyugales hasta que por fin el marido, para satisfacer su maternidad frustrada, les permite adoptar un niño. Es una haploide lo que adoptará, por supuesto. La esposa haploide está de acuerdo con nosotras, desde luego. Nos ayudan a resolver el problema de las adopciones. ¿Y no les ha llamado nunca la atención la cantidad de jóvenes hermosas que prefieren permanecer solteras? Su odio hacia los hombres es tal que les impide casarse para guardar las apariencias o para colaborar por medio de la adopción de una haploide. Su apasionado sentimiento las exime de todo compromiso. Son las mejores haploides: sólo viven para la hora de la libertad, la libertad de construir el nuevo mundo que han soñado. Esta fecha se avecina. Los hombres de sangre AB no son un obstáculo serio. Simplemente, los exterminaremos.
—¿Qué harán con las mujeres normales? —preguntó Travis.
—¿Qué haremos con ellas? —repuso la doctora con violencia—. ¿Qué haremos con esas blandas criaturas? ¡Ustedes las llevaron a ese estado! Pues bien, una vez desterrada la raza masculina, podrán ser madres, si es ése su anhelo. Les inocularemos un óvulo fertilizado o fertilizaremos uno suyo y les daremos los medios para que lo hagan vivir. La hija haploide será la imagen de su madre. Si algunas mujeres se oponen a nuestro plan, habrá que eliminarlas. Si su reacción fuese más enérgica de lo necesario, las liquidaremos también. Este asunto no me preocupa. Después de haber sido reducidas por los hombres, a semejante grado de debilidad, nos seguirán como corderos.
El doctor había entreabierto la puerta que comunicaba con el corredor, y Travis respiró con alivio el aire fresco, limpio y saludable que provenía de afuera. La conversación empezaba a producirle náuseas. Ella avanzó hacia el vestíbulo y se detuvo ante una ventana. Señaló un muro de porcelana y cromo.