—¿Qué clase de trampa nos está tendiendo? —gritó Travis.
—¡Eh…! —chilló Margano—. Supongo que no le habrá convencido, ¿verdad?
—¡No, diablos! —respondió Travis—. Estoy tratando de ganar tiempo.
La respuesta no tardó en llegar.
—Tendrán toda la libertad que deseen, tal como acabo de prometerles. Pero deberán someterse a una sencilla operación que los volverá estériles.
—Pretende continuar entonces sus planes de aniquilación —replicó Travis.
—Rehúso discutir eso con usted. Estoy haciéndoles un ofrecimiento. ¿Qué contestan?
Margano apuntó con su 30-30. El estallido fue ensordecedor. A Travis le pareció que el disparo había hecho blanco contra la ventanilla de un coche haploide, pero los resultados no pudieron ser más caóticos. Las haploides se desbandaron en todas direcciones, en busca de refugio. En pocos instantes todas se ocultaron.
Las haploides permanecieron inmóviles. El luminoso sol de la mañana seguía bañando alegremente el prado, los árboles, los graneros y el ganado que pastaba en un campo vecino. Los pájaros gorjeaban en los árboles; una ardilla pasó corriendo por el césped; las abejas estaban libando laboriosamente en las flores próximas a las ventanas. Los minutos pasaban y los dos radiotécnicos, agobiados por el peso del generador portátil, lo llevaron finalmente al cuarto de la radio. Travis volvió a pasar revista a McNulty, Kleiburne y Stone, que se hallaban en la planta baja.
—Piensan dejarnos morir de hambre, tal como dijeron —dijo Margano.
—Quizá —dijo Travis—. Pero muy pronto podremos lanzar al aire nuestro mensaje. El doctor Leaf está alerta para transmitir apenas conecten el aparato.
Tal como Travis preveía, el ruido producido por el generador portátil indicó el comienzo de una nueva ofensiva por parte de las haploides. Empezaron a surgir sus cabezas en las proximidades del lugar en que se hallaban estacionados los automóviles.
De pronto se inició el tiroteo. En rápida sucesión, los cristales de las ventanas que miraban al norte cayeron hechos añicos al suelo. Luego les tocó el turno a los espejos, batería de cocina, vasos, platos…
—Cada una de esas condenadas debe tener un rifle —dijo Travis desde su refugio.
—Parece que no les gusta nada nuestro generador —dijo Margano, sonriendo. Al sonreír dejaba al descubierto un diente de oro que Travis no le había visto antes.
Los disparos se interrumpieron un momento. Travis se arriesgó a echar un vistazo a través de la ventana. Entonces vio algo blanco que se movía junto a los automóviles. Hizo un disparo. Un intenso tiroteo se desencadenó como respuesta. Al dar en el marco de la ventana, las balas producían una verdadera lluvia de astillas que caía sobre la cabeza de Travis. Luego volvió a quedar todo en silencio. Podía oírse fácilmente el zumbido del generador de corriente eléctrica, en el piso de arriba.
—¡Travis! —gritaron desde el último peldaño de las escaleras. Era Gus Powers—. Están moviéndose furtivamente. Me parece que tratan de rodear la casa.
—Gracias —dijo Travis—. Vuelve a tu sitio y ahorra las balas hasta que se hallen suficientemente cerca, si se deciden a atacarnos.
—Sin duda eso es lo que harán —dijo Margano.
—Así parece.
Travis inspeccionó su automática, asegurándose de que funcionaba bien.
Afuera se oyó el claxon de un automóvil. Inmediatamente se oyeron gritos que anunciaban el avance de las haploides. Travis miró a través de la ventana de Margano y comprobó que se aproximaban desde todas direcciones. No corrían. Avanzaban despacio de un escondite a otro, pero lo hacían sin vacilar. No disparaban.
Luego volvió a sonar el claxon. Las haploides abandonaron sus refugios y corrieron hacia la casa. Los que estaban dentro empezaron a disparar sobre ellas. Varias cayeron, pero eran tantas que podían mantener, a pesar de las bajas, un semicírculo alrededor del edificio. No se detuvieron. Lanzaban agudos gritos mientras se aproximaban. Blandían sus rifles en el aire. En sus rostros sombríos brillaba una mirada impetuosa.
Aunque la mañana era fresca, Travis sudaba mientras apuntaba y veía caer una a una a las haploides. El rostro de Margano se contraía cada vez que disparaba. Las haploides llegaron hasta la casa. La primera que se introdujo a través de la ventana recibió un culetazo del arma de Travis, el cual empujó luego el cuerpo al exterior.
Pero en seguida entró otra, lastimándose al pasar entre los vidrios rotos. Margano acometió contra ella. Cuando apareció la tercera, Travis le lanzó un golpe lateral, pero falló.
Ella se levantó y apuntó con el rifle. Travis, con un rápido movimiento, cayó sobre ella y ambos rodaron por el suelo. Mientras forcejeaban, la muchacha lanzaba feroces juramentos. Travis la levantó en vilo, tratando de que soltara el arma. Luego la dejó caer. Ella quedó inconsciente.
Travis se incorporó rápidamente y se dirigió al lugar donde se hallaba Kleiburne, a quien podía ver a través de la puerta de la sala de estar, luchando con una haploide.
Antes de que Travis pudiera intervenir, otra haploide se deslizó por la ventana a espaldas de Kleiburne y golpeó a éste con su rifle. McNulty, a quien Travis había creído muerto al verlo tendido en el suelo, se incorporó de pronto y, de un golpe, dejó fuera de combate a la mujer que había atacado a Kleiburne. En aquel momento se oyó una detonación de rifle desde la ventana y Kleiburne y McNulty se desplomaron; al golpear contra la alfombra, sus cabezas produjeron un ruido sordo.
Las haploides actuaban ahora con más rapidez. Travis y Margano, que había vencido a su contrincante, corrieron por la cocina, atravesaron la sala y llegaron a la escalera. Allí encontraron a Stone que disparaba contra todas las cabezas que aparecían por la ventana.
—¡Son demasiadas! —gritó Travis a Stone mientras Margano y él pasaban de largo—. Vamos arriba.
Los tres subieron rápidamente las escaleras sin dejar de hacer fuego. Mientras lo hacían, Travis tuvo el extraño pensamiento de que los escalones crujían a su paso.
Cuando casi habían llegado al piso superior, apareció una haploide al pie de la escalera y, con fría y sorprendente puntería, a pesar de la lluvia de disparos que le llegaban, hizo fuego. Alcanzó a Stone en la cabeza. El hombre lanzó un grito sofocado, se tambaleó hacia delante y se desplomó luego lentamente. La muchacha, que a su vez fue alcanzada por una media docena de balas, cayó de rodillas, como si fuera a recibir el cuerpo de Stone. Luego se desplomó hacia delante, chocando con el cuerpo de Stone que rodaba pesadamente por las escaleras.
—Dentro de un minuto volveremos a tenerlas encima —musitó con desesperación Margano al llegar al final de la vieja escalera.
—Si nos introducimos en los dormitorios podremos vigilar la escalera —dijo Travis—. Kleiburne y Powers…, allí. Margano, con Peters, en el otro. Yo me quedaré con los dos chicos.
Desde los lugares que habían elegido, todos podían vigilar perfectamente las escaleras. Permanecían expectantes, conteniendo la respiración y empuñando firmemente sus armas. Desde abajo, una ráfaga de aire les hacía llegar el fuerte olor de la pólvora: un olor acre, significativo, que incitaba a contraer los músculos del dedo junto al gatillo.
Se oyó un leve ruido en la planta de abajo; un sonido semejante al que haría un ratón al moverse entre un montón de papeles. Luego oyeron más ruidos… Era el débil zumbido del generador en el cuarto de la radio. Pero nadie subió las escaleras.
—Se acerca un automóvil —gritó Bobby Covington desde la ventana de la habitación donde se encontraba Travis.
—Más haploides —balbuceó Travis—. Vienen para asegurarse de la victoria.
—¡No…! ¡Son
hombres
!
—¡Hombres! —exclamó Travis, aproximándose a la ventana—. ¿Estás seguro de que no son haploides, muchacho?
—Parecen muy tranquilos —dijo preocupado Dick Wetzel, el otro jovencito, que también estaba junto a la ventana. Se han bajado y permanecen cerca de sus coches, en la carretera. Miran hacia aquí.
—Ahora están saltando la verja —exclamó Bobby con excitación.
—Grítales que tengan cuidado —ordenó Travis.
Pero no fue necesario. De la planta baja de la casa salieron algunos disparos. Luego surgieron gritos del grupo de hombres que se acercaba. Travis llegó a la ventana justo a tiempo para ver a los hombres que se dispersaban. Al oír los disparos y los gritos, los compañeros que se hallaban en el primer piso acudieron a la habitación de Travis ya que ellos no tenían ninguna ventana en la parte oeste.
—¡Nos ha salvado la caballería de los Estados Unidos! —dijo Margano en tono de hastío.
—Son los hombres de Judd Taylor —exclamó Travis con agradecimiento—. Pensé que no nos creería. Espero que vengan armados.
Como para desvanecer esta duda, los hombres que se hallaban entre la casa y la verja abrieron fuego contra el edificio, protegiéndose detrás de los setos y los árboles. Los que estaban junto a las ventanas agacharon sus cabezas. Desde la planta baja empezaron a responder a los disparos.
—Vamos abajo —dijo Travis, levantándose—. Entre ellos y nosotros podremos cercarles.
El grupo que estaba en la habitación se mostró dispuesto a seguir a Travis. Todos se apiñaron detrás de él. Pero Travis se detuvo en medio de la estancia: la doctora Garner estaba junto a la puerta, sosteniendo una pistola automática en la mano derecha. Sus ojos resplandecían de furia; tenía el rostro enrojecido y los cabellos en desorden. Respiraba dificultosamente.
—¡Tiren eso!
Como ellos no cumplieron inmediatamente lo que pedía, repitió la orden.
—¡Tiren las armas! ¡Rápido!
Todos obedecieron.
—Ahora salgan por esta puerta. Que nadie haga un movimiento sospechoso… ¡Caminen!
El grupo no tuvo más alternativa que obedecer, y pasó al lado de la mujer.
—Vayan al cuarto de la radio. De prisa.
Los que estaban trabajando en el cuarto de la radio levantaron la cabeza cuando Travis entró seguido por sus compañeros.
—¿Todo ha terminado? —preguntó Betty, corriendo hacia él. Luego se detuvo al ver su expresión y observar la entrada de los demás hombres. Quedó completamente turbada. Cuando vio a la doctora Garner, se acercó, palpitante, hacia ella.
—Atrás, Betty —gritó la doctora Garner apretando los dientes—. Hemos perdido la batalla en el piso de abajo, pero no pienso perder también ésta. ¡Apártate! —exclamó avanzando un paso.
—¡Estás loca, mamá! —gritó Betty—. ¿Qué sacarás ahora con matarnos?
—Eres igual que tu padre…
—Querrás decir el doctor Tisdial…
—Tu padre. Una haploide hubiera sido leal. Pero tú tienes el sello de tu padre.
Los dedos de Betty se aferraron a la madera; tenía los nudillos completamente pálidos. Fijó sus ojos atónitos en el rostro de la doctora Garner.
—¿Vas a apartarte? —dijo la doctora con voz terminante.
Pero Betty no se movió.
El dedo de la doctora Garner se dispuso a apretar el gatillo. Travis contenía la respiración y apretaba los dientes como si aquel segundo se extendiera hasta durar largos minutos. Los disparos que, pocos momentos antes, se habían oído con tanta frecuencia en la planta baja, iban espaciándose… En aquel momento crucial parecían haber cesado por completo.
De repente se oyeron unos golpes secos. No eran tiros, sino pisadas…, pisadas de hombres en las escaleras…, de muchos hombres.
Los ojos de la doctora Garner se dilataron mientras el ruido de las pisadas se acercaba. Se volvió lentamente y miró hacia la escalera. Su mirada se cargó de odio. Empuñó con más fuerza su pistola e hizo fuego.
Le respondieron varios disparos. Las balas pasaron silbando junto a ella. Luego la hirieron en un costado…, en el otro… Resoplaba. Sus mejillas se hundieron. Disparó su arma sin puntería…
Luego todo cesó.
La doctora Garner, primero airada, luego sorprendida, con la mirada extraviada y la boca torcida, se desplomó.
Travis tomó a Betty por los hombros para que apartara su mirada de aquella escena. Estrechó su cuerpo tembloroso contra el suyo.
El doctor Leaf levantó la vista del microscopio de Ernie Somers. Una antigua sonrisa resplandecía en su rostro. Le brillaban los ojos.
—Veo cuarenta y ocho cromosomas —dijo—. ¿Quiere mirar?
Travis sonrió.
—Creo en su palabra, doctor.
—¡Querido! —gritó Betty, volviéndose hacia Travis y tomándole la cabeza entre sus manos.
Él la besó.
El doctor Leaf apartó el microscopio.
—Nuestro trabajo acaba de empezar —dijo—. Si cree que será capaz de resistir durante algún tiempo, se lo explicaré todo.
Travis y Betty tomaron asiento junto a la mesa. Aún no habían finalizado las operaciones de limpieza y había un gran ajetreo en toda la casa. Los hombres de Judd siempre se habían mostrado serviciales y ahora, como buenos vecinos, ayudaban a restaurar el orden en la casa sitiada.
—Transmitimos la llamada de auxilio —dijo el doctor Leaf—. La Comisión Federal de Comunicaciones registró la llamada. Era un lugar denominado Grand Island, me parece. Ernie lo sabe. Bueno, el caso es que se comunicaron con Washington —dijo encendiendo su pipa y aspirando con fruición el humo—, pero no era exactamente Washington. Cuando comenzaron allí las radiaciones, el presidente y todos los funcionarios del Gobierno se trasladaron al sur del Potomac, según tengo entendido.
»En estos momentos se está analizando la sangre de todos los ciudadanos varones de Estados Unidos. Todos los que pertenezcan al grupo sanguíneo AB deben alistarse en el ejército para luchar contra las haploides. En cuanto a las mujeres, serán sometidas a una biopsia. Las haploides serán segregadas; aún ignoro lo que piensan hacer con ellas. Los hombres del grupo AB ocuparán las ciudades e instalarán en ellas oficinas de control. ¡Pobres de las mujeres que no posean carnet de control! Ah… Hay algo más —dijo el doctor, revolviendo unos papeles que estaban sobre la mesa—. Ernie copió esto a máquina. Son las órdenes para las compañías, tal como le fueron transmitidas.
—¿Qué clase de compañías? —preguntó Travis.
—Querido amigo —dijo el doctor Leaf, riendo entre dientes—. Piensan nombrarle general del ejército de los hombres AB.
—¡General!
—Sí. Ahora levante la mano y repita después de mí… Y luego usted puede hacer lo mismo conmigo. También soy general, como puede suponer.