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Authors: Edith Wharton

Las hermanas Bunner (4 page)

BOOK: Las hermanas Bunner
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Evelina, cuando se le despertaba la curiosidad, se convertía en una interrogadora insaciable: al llegar la hora de la cena aún no había terminado la última de sus preguntas sobre la señorita Mellins; sin embargo, cuando las dos hermanas se sentaron a cenar, Ann Eliza encontró al fin la ocasión de preguntar:

—¿Así que solo le ha encontrado una mota de polvo?

Evelina comprendió al instante que el comentario no estaba relacionado con la señorita Mellins:

—Sí, o al menos eso cree —respondió con tono despreocupado mientras se servía la primera taza de té.

—¡Quién lo habría dicho! —observó Ann Eliza.

—Pero tampoco está seguro —prosiguió Evelina, acercando distraída la tetera a su hermana—. Es posible que se haya estropeado el... No me acuerdo de cómo se llama. En cualquier caso, me ha prometido que vendrá a echarle un vistazo pasado mañana, después de la cena.

—¿Quién? —inquirió Ann Eliza, conteniendo el aliento.

—Pues el señor Ramy, quién va a ser. Me parece un hombre simpatiquísimo. Y no creo que llegue a los cuarenta años, aunque es verdad que tiene cara de enfermo. Debe de estar muy solo, sin nadie que lo acompañe en esa tienda. Me lo ha dado a entender, y la verdad es que... —Evelina calló y añadió, como conteniéndose—: He tenido la sensación de que se ha ofrecido a venir a ver el reloj para tener una excusa. Me lo ha propuesto justo cuando yo ya salía de la tienda. ¿A ti qué te parece?

—Ah, no sé qué decir. —Como no quería delatarse, la hermana mayor no fue capaz de dar una respuesta más efusiva.

—Bueno, no es que me las quiera dar de lista —continuó Evelina mientras se pasaba la mano por el cabello con cierta timidez—, pero creo que el señor Herman Ramy no lamentaría pasar alguna velada aquí, en vez de quedarse solo en ese cuchitril que tiene.

Esa timidez molestó a Ann Eliza.

—Seguro que ya tiene muchos amigos —repuso, casi con dureza.

—De eso nada. No tiene casi ninguno.

—¿Eso también te lo ha contado? —Hasta ella misma notó el leve desdén de la pregunta.

—Sí —confirmó Evelina, bajando la mirada con una sonrisa—. Parecía arder en deseos de hablar con alguien; con alguien agradable, me refiero. Creo que ese hombre no es feliz, Ann Eliza.

—Yo pienso lo mismo —confesó la hermana mayor.

—Y tiene pinta de ser una persona culta. Cuando entré estaba leyendo el periódico. ¡Qué triste que haya terminado en esa tienducha después de haber pasado años en Tiffany's y de haber sido uno de los encargados del departamento de relojes!

—¿Eso te ha comentado?

—Pues sí. Creo que me habría contado todo lo que le ha pasado en la vida si hubiera podido quedarme a escucharlo. Te digo que está más solo que la una, Ann Eliza.

—Lo sé —respondió esta.

III

Dos días después Ann Eliza advirtió que Evelina, antes de sentarse a cenar, se había prendido un lazo de color carmesí en la pechera; cuando terminaron de comer, la hermana menor, que casi nunca se ocupaba de recoger la mesa, empezó a ayudar a Ann Eliza a llevarse los platos con una premura nerviosa.

—No me gusta ver los platos desperdigados por ahí —refunfuñó—. ¿No es un engorro tener que hacerlo todo en la misma habitación?

—Ay, Evelina, a mí siempre me ha parecido que disfrutamos de muchas comodidades —protestó Ann Eliza.

—Sí, disponemos de algunas, pero supongo que no hago ningún daño si digo que ojalá tuviéramos un salón, ¿verdad? En todo caso, a lo mejor podríamos apañárnoslas para comprar un biombo con el que ocultar la cama.

Ann Eliza se sonrojó. Había algo levemente vergonzoso en la sugerencia de Evelina:

—Yo siempre pienso que, si pedimos más, lo que ya tenemos puede desaparecer —adujo.

—Pues quien se lo llevara tampoco sacaría gran cosa —replicó Evelina con una carcajada mientras limpiaba las migas del mantel.

Unos momentos después, en la trastienda ya reinaba el acostumbrado orden perfecto y las dos hermanas se habían sentado cerca de la lámpara. Ann Eliza había cogido las labores de costura y Evelina se disponía a confeccionar flores artificiales. Normalmente dejaban esas tareas más delicadas para la prolongada holganza de los meses estivales, pero esa noche Evelina había sacado la caja que pasaba todo el invierno debajo de la cama y había diseminado toda una brillante colección de pétalos de muselina, de estambres amarillos y corolas verdes, y una bandeja de pequeños instrumentos que recordaban curiosamente al arte dental. Ann Eliza no comentó ese desacostumbrado proceder; quizá adivinaba la razón de que esa noche su hermana hubiera elegido una tarea elegante.

Entonces ambas levantaron la vista a causa de unos golpes en la puerta de la calle, pero fue Evelina quien se puso primero en pie y quien dijo enseguida:

—No te levantes. Voy a ver quién es.

Ann Eliza se alegró de no levantarse: el pañal que estaba cosiendo le temblaba en las manos.

—Hermana, ha venido el señor Ramy a mirar el reloj —anunció Evelina un instante después con el acento afectado que adoptaba delante de desconocidos, y un hombre más bien bajo de rostro pálido, barba, y con el cuello del abrigo subido entró envarado en la estancia.

Ann Eliza soltó la costura y se levantó:

—Pase, señor Ramy, faltaría más. Ha sido usted muy amable al venir.

—No se prreocupe, señorra. —La tendencia a ilustrar la ley de Grimm
[2]
al pronunciar las consonantes delataba la nacionalidad del relojero, aunque resultaba evidente que este ya estaba acostumbrado a hablar inglés, o al menos la particular versión local con que las hermanas Bunner estaban familiarizadas—. Quierro que el cliente se quede satisfecho con todos los relojes que vendo —añadió.

—Si nosotras estábamos satisfechas... —objetó Ann Eliza.

—Pero yo no, señorra —aseguró el señor Ramy, recorriendo lentamente la habitación con la mirada—, y no me quedarré tranquilo hasta que vea que el reloj funciona bien.

—¿Quiere dejarme el abrigo, señor Ramy? —intervino Evelina. Nunca podía confiar en que Ann Eliza recordase esas ceremonias inaugurales.

—Gracias —respondió él.

Ella le cogió el abrigo deshilachado y el sombrero raído y los colocó en una silla con el ademán que, según imaginaba, la dama de mangas abullonadas emplearía en una ocasión semejante. El sentido de la cortesía de Ann Eliza despertó, y esta pensó que el siguiente gesto de hospitalidad debía ser suyo:

—¿Querría usted tomar asiento? —propuso—. Mi hermana le traerá el reloj, aunque estoy segura de que ya está arreglado. Ha ido como la seda desde que usted lo reparó.

—Me alegro —respondió él.

Sus labios esbozaron una sonrisa que dejó al descubierto una dentadura amarillenta a la que le faltaba un par de piezas; sin embargo, a pesar de esa revelación, Ann Eliza juzgó muy agradable esa sonrisa: había en ella algo nostálgico y conciliador que casaba con el dramatismo de sus mejillas hundidas y de sus ojos saltones. Cuando él cogió la lámpara, la luz le iluminó la frente prominente y la cabeza grande, levemente cubierta por una capa de cabello cano. Tenía las manos pálidas y anchas, con articulaciones nudosas y yemas cuadradas y mugrientas, pero sus ademanes eran tan delicados como los de una mujer.

—Pues bien, señorras, el reloj no presenta ningún problema —proclamó.

—Le estamos de lo más agradecidas —dijo Evelina mirando a su hermana.

—Oh —farfulló Ann Eliza, reaccionando involuntariamente a ese aviso. Cogió una llave del manojo que llevaba a la cintura, junto a las tijeras de costura, la metió en la cerradura del armario y sacó el licor de cerezas y tres copas anticuadas en las que se veían unas vides talladas—. La noche es muy fría —comentó—, y quizá quiera usted echarle un traguito a este cordial. Nuestra abuela lo fabricó hace mucho tiempo.

—Tiene buen aspecto —observó el señor Ramy mientras se inclinaba en una reverencia.

Ann Eliza llenó las copas. En la suya y en la de Evelina solo sirvió unas gotas, pero la del invitado la llenó hasta el borde.

—Mi hermana y yo casi nunca bebemos aguardiente —adujo.

Con otra reverencia, dirigida a ambas anfitrionas, el señor Ramy apuró el licor, y aseguró que era excelente.

Entretanto Evelina, en una demostración de laboriosidad con la intención de que el invitado se sintiera a gusto, había cogido sus instrumentos y daba forma a un pétalo de rosa.

—Veo que se dedica usted a hacerr florres arrtificiales —observó el señor Ramy con interés—. Es una tarea muy hermosa. En Alemania era amigo de una dama que hacía florres.

Acercó una yema cuadrada al pétalo y lo tocó. Evelina se ruborizó levemente:

—Se marchó usted hace mucho tiempo de Alemania, imaginó.

—Desde luego, hace muchísimo. Cuando llegué a los Estados Unidos, solo tenía diecinueve años.

Tras eso, la conversación prosiguió de modo intermitente hasta que el señor Ramy, contemplando la estancia con la mirada miope propia de su pueblo, declaró con un gesto de interés:

—Tienen ustedes una casa muy agrradable; esto resulta muy acogedor. —El deje de nostalgia de la voz le resultó extrañamente conmovedor a Ann Eliza.

—Oh, vivimos sin grandes lujos —replicó Evelina, fingiendo una magnificencia que impresionó hondamente a su hermana—. Nuestros gustos son muy sencillos.

—Pero no por eso deja de resultar acogedor este lugar —insistió el señor Ramy. Sus ojos saltones parecían recoger los detalles de la escena con una afectuosa envidia—. Ojalá mi tienda se le pareciera, aunque supongo que ningún sitio presenta un aspecto hogareño si uno siempre está solo en él.

La conversación siguió desarrollándose unos minutos con ese ritmo desganado, y al fin el señor Ramy, que evidentemente se había estado armando de valor para llevar a cabo el difícil acto de la despedida, se marchó de un modo tan abrupto que habría sorprendido a cualquier persona acostumbrada a matices más sutiles en las relaciones humanas. Pero ni Ann Eliza ni su hermana vieron nada llamativo en esa brusca retirada. La interminable agonía de los prolegómenos de la despedida y el subsiguiente franqueamiento mudo de la puerta eran tan habituales en su círculo que habrían sufrido el mismo azoramiento que el señor Ramy si este hubiera intentado despedirse con mayor locuacidad.

Después de que se marchara, las hermanas se quedaron calladas durante un rato; finalmente, Evelina dejó la flor inacabada y anunció:

—Voy a cerrar la puerta.

IV

A las hermanas Bunner les empezó a resultar insoportablemente monótona la rutina invariable de la tienda, anodinas y largas sus tardes junto a la lámpara, inútiles sus conversaciones habituales al compás cansado de las máquinas de coser y de calar.

Fue quizá con la intención de rebajar la tensión de ese estado de ánimo por lo que Evelina, al domingo siguiente, propuso que invitaran a cenar a la señorita Mellins. Las Bunner no gozaban de una posición que les permitiera ofrecer siquiera la hospitalidad más modesta, pero dos o tres veces al año cenaban con una amiga, y la señorita Mellins, aún revestida de la importancia de su «ataque», parecía la huésped más interesante a la que podían convidar.

Cuando las tres mujeres se sentaron a la mesa, engalanada por la insólita adición de un bizcocho de mantequilla y de encurtidos dulces, la presencia morena y vivaz de la modista destacó entre las hermanas, cuya piel ofrecía un tono neutro. La señorita Mellins era una mujer menuda de rostro reluciente y amarillo y con un cabello rizadísimo repleto de horquillas de falso carey. Sus mangas seguían los dictados de la moda, y media docena de pulseras de metal entrechocaba en sus muñecas. Su voz resonaba igual que esas pulseras mientras contaba un torrente de anécdotas, profería un sinfín de exclamaciones y sus ojos negros y redondos saltaban con velocidad acrobática de un rostro a otro. La señorita Mellins siempre vivía o estaba al corriente de aventuras asombrosas. Había pillado a un ladrón en su habitación a medianoche (aunque el modo en que este había entrado, lo que le había robado y cómo había escapado eran cuestiones que no quedaron claras para las oyentes); unas cartas anónimas la habían avisado de que su tendero (un pretendiente rechazado) le estaba envenenando el té; una de sus clientas era seguida por detectives, y otra (una dama muy acaudalada) había sido detenida en unos grandes almacenes por cleptómana; había asistido a una sesión de espiritismo en la que un anciano caballero había muerto a raíz de un ataque sufrido tras ver la materialización de su suegra; había escapado de dos incendios en camisón, y en el funeral de su primo hermano los caballos que tiraban del coche fúnebre se habían escapado, habían destrozado el ataúd y habían arrojado a su pariente a una alcantarilla delante de la acongojada familia.

Un observador escéptico podría haber atribuido esa tendencia de la señorita Mellins a la aventura al hecho de que obtenía casi todo el estímulo intelectual de la
Police Gazette
y del
Fireside Weekly
, pero ella se tiraba aquellos faroles en un entorno en el que no corría ningún peligro de escuchar esas insinuaciones, en el que se le había concedido desde hacía mucho tiempo el derecho a desempeñar el papel de protagonista en aquellos dramas espeluznantes.

—Sí —aseguraba ahora, mirando con insistencia a Ann Eliza—, parece increíble, señorita Bunner, y, si me lo dicen, no me lo creo, pero más de un año antes de mi nacimiento mi madre consultó a una adivina gitana que ofrecía sus servicios en una carpa en el Battery, al lado de la señora de cabellos verdes, aunque mi abuelo la avisó de que no lo hiciera... ¿Se figuran qué le anunció? Pues resulta que le dijo, palabra por palabra, lo siguiente: «Su siguiente vástago será una niña de rizos negrísimos, y tendrá espasmos».

—¡Cielo santo! —exclamó Ann Eliza mientras un escalofrío de compasión le recorría la espalda.

—¿Y le han entrado a usted alguna vez esos espasmos, señorita Mellins? —inquirió Evelina.

—Desde luego —declaró la modista—. ¿Y dónde creen que me entraron? Pues ni más ni menos que en la boda de mi prima Emma McIntyre, la que se casó con el boticario de Jersey City, aunque su madre se le apareció en un sueño y le anunció que lamentaría su acción; pero Emma dijo que los vivos ya le habían dado más consejos de los necesarios, y que si además empezaba a hacer caso a los espectros ya nunca sabría lo que debía hacer y lo que no, aunque he de decir que el marido se dio a la bebida y que ella no volvió a ser la misma después del primer hijo... Pero, bueno, celebraron una boda elegante en una iglesia, y ¿a que no se imaginan lo que vi al avanzar por el pasillo con el cortejo nupcial?

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