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Authors: Edith Wharton

Las hermanas Bunner (8 page)

BOOK: Las hermanas Bunner
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S
EGUNDA PARTE
VIII

El señor Ramy, después de un decoroso intervalo, volvió a la tienda, y Ann Eliza, cuando se vieron, fue incapaz de distinguir si las emociones que arreciaban debajo de su vestido de alpaca negra eran correspondidas en el corazón del visitante. Exteriormente, este no mostró señal alguna. Encendió la pipa con la misma placidez de siempre y pareció retomar sin esfuerzo la serena intimidad de antaño. Sin embargo, para la mirada iniciada de Ann Eliza, un cambio se fue haciendo gradualmente perceptible. Vio que empezaba a mirar a su hermana del mismo modo que la había mirado a ella aquella tarde señalada; incluso distinguió un significado secreto en el cariz que tomaban sus conversaciones con Evelina. En cierta ocasión le preguntó si le gustaría viajar, y Ann Eliza advirtió que el rubor de las mejillas de Evelina reflejaba el mismo fuego que había abrasado las suyas.

Así fueron pasando las sofocantes semanas de julio. En esa época el negocio de la tiendecita era casi inexistente, y, una mañana de sábado, el señor Ramy les propuso que cerraran temprano y que lo acompañaran a dar un paseo en barco por la bahía de Coney Island.

Ann Eliza vio el resplandor en la mirada de Evelina y tomó inmediatamente una decisión:

—Yo creo que no voy a ir, aunque se lo agradezco enormemente; pero estoy segura de que mi hermana irá con mucho gusto.

La frase forzada con la que Evelina la instó a que los acompañara le produjo cierto dolor, y más todavía el silencio del señor Ramy.

—No, creo que me voy a quedar —repitió, respondiéndose sobre todo a sí misma, no a ellos—. Hace un calor espantoso y me duele un poco la cabeza.

—Ah, entonces es mejor que no —se apresuró a decir su hermana—. Quédate aquí y descansa.

—Eso haré —confirmó Ann Eliza.

A las dos en punto el señor Ramy regresó, y al cabo de un momento Evelina y él se marcharon. Evelina se había hecho otro sombrero para la ocasión, un sombrero, le pareció a Ann Eliza, demasiado juvenil en forma y en color. Era la primera vez que osaba criticar el gusto de su hermana, y le asustó ese insidioso cambio de actitud.

Cuando Ann Eliza, pasado el tiempo, recordase esa tarde, creería percibir una nota profética en el carácter de la soledad que la distinguió: pareció destilar la triple esencia del desamparo en el que pasaría el resto de sus días. No apareció ninguna clienta; ninguna mano se posó en el pomo de la puerta; el tictac del reloj en la trastienda subrayaba irónicamente el transcurrir de las horas vacías.

Evelina volvió tarde y sola. Ann Eliza barruntó la crisis que se avecinaba en el sonido de las pisadas que avanzaban dubitativas, como si no supieran qué superficie recorrían. El cariño de la hermana mayor se había proyectado con tanta pasión en el destino de la menor que en esos momentos Ann Eliza creía estar viviendo dos vidas, la suya y la de Evelina, y sus anhelos íntimos se vieron confinados al silencio al ver la ávida dicha de la otra. Pero resultaba evidente que Evelina, que nunca percibía claramente el ambiente emocional que la rodeaba, no tenía ni idea de que su secreto se sospechaba, y, con una muestra de despreocupación que habría hecho sonreír a Ann Eliza si la punzada hubiera sido menos penetrante, la hermana menor se dispuso a confesar.

—¿En qué estás tan atareada? —preguntó con impaciencia mientras Ann Eliza, debajo de la lámpara de gas, buscaba torpemente las cerillas—. ¿Ni siquiera vas a preguntarme si he tenido un buen día?

Ann Eliza se volvió con una sonrisa tranquila:

—Creo que no hace falta. Está bastante claro que ha sido así.

—Es que no sé... No sé cómo me siento. Es todo tan extraño... Casi tengo ganas de gritar.

—Estarás cansada...

—No, no lo estoy. No es eso. Pero todo ha sucedido tan repentinamente y el barco estaba tan atestado que me ha parecido que todos oían lo que me estaba diciendo... Ann Eliza —interpeló—, ¿por qué diablos no me preguntas de qué estoy hablando?

Ann Eliza, con un último y heroico esfuerzo, fingió una cariñosa incomprensión.

—¿Y de qué estás hablando?

—¡Pues de que me voy a casar! ¡Ya está! ¡Ya lo he dicho! Todo sucedió en el barco, ¡quién lo iba a decir! No es que me sorprendiera del todo, claro está, ya sabía que me lo pediría antes o después, pero no creía que fuera a pasar hoy. Creía que nunca iba a conseguir armarse de valor. Me ha dicho que tenía mucho miedo de que lo rechazara, que por eso ha tardado tanto en pedírmelo. Aunque todavía no he accedido... Por lo menos, le he dicho que tenía que pensármelo, pero supongo que ya conoce la respuesta. ¡Oh, Ann Eliza, soy tan feliz! —Ocultó la cegadora luminosidad de su rostro.

Ann Eliza, en ese instante, solo se permitió sentir alegría. Le cogió las manos, se las bajó, la besó y se abrazaron. Cuando la hermana menor recobró la voz empezó a narrar una historia tan larga que la vigilia de ambas se prolongó hasta la madrugada. A la hermana mayor no le fue omitida ni una sílaba, ni una mirada ni un gesto de Ramy; sin darse cuenta de lo irónico que resultaba, empezó a comparar los detalles de la petición que ella había recibido con aquellos que Evelina le narraba con despiadada prolijidad.

Los días siguientes los ocuparon los azorados ajustes que requerían la nueva relación de ambas con el señor Ramy y también la relación entre ellas. La vehemencia de Ann Eliza le hizo alcanzar nuevas cotas de discreción, se inventó tareas de última hora en la tienda para dejar solos a Evelina y a su pretendiente en la trastienda. Después, al intentar recordar los detalles de esos primeros días, apenas rememoraba ninguno: solo sabía que se había levantado por las mañanas con la sensación de tener que acarrear unas horas plúmbeas por la misma escarpada pendiente de dolor.

El señor Ramy aparecía todos los días. Por las tardes, su prometida y él daban un paseo por la plaza; al regresar, las mejillas de Evelina siempre estaban sonrosadas. «La ha besado debajo del árbol de la esquina, lejos de la farola», pensaba Ann Eliza, con una capacidad repentina de vislumbrar certezas. Los domingos solían salir de excursión toda la tarde por Central Park, y Ann Eliza, desde su asiento en la quietud letal de la trastienda, seguía paso a paso ese deambular lento, largo, beatífico.

Todavía no se había mencionado el matrimonio, excepto en la ocasión en que Evelina le había dicho a su hermana que el señor Ramy quería invitar a la señora Hochmüller y a Linda a la boda. La mención de la lavandera despertó un temor medio olvidado en Ann Eliza, quien declaró, con el tono de un ruego tentativo:

—Creo que, de estar en tu lugar, intentaría no hacerme muy amiga de la señora Hochmüller.

Evelina le lanzó una mirada llena de compasión:

—Si estuvieras en mi lugar, seguramente querrías hacer todo lo posible por complacer al hombre al que amas. Es una suerte —añadió con una sorna glacial— que no me considere muy superior a los amigos de Herman.

—Oh —protestó Ann Eliza—, pero si no me refería a eso..., y tú lo sabes. No obstante, el día que la vimos, no sé por qué, no me pareció de esas personas que una querría tener como amigas.

—Yo creo que es la mujer casada quien mejor juzga esos asuntos —repuso Evelina, como si ya se hallara imbuida de su futuro estado.

Después de aquello, Ann Eliza se guardó para sí sus opiniones. Advirtió que Evelina no necesitaba ni su apoyo ni sus reconvenciones y que ella ya no desempeñaba papel alguno en la vida de su hermana. Dada la idólatra aceptación por su parte de la crueldad del destino, esa exclusión le pareció natural y justa, aunque le produjo un intensísimo dolor. No podía separar ese apasionado carácter maternal de su amor por Evelina; el hálito de la razón no podía enfriarlo hasta dejarlo reducido a la fría temperatura del cariño entre hermanas.

Ann Eliza atravesaba, o eso le parecía, el noviciado de su dolor; se preparaba, mediante un sinfín de experimentos, para la soledad que la aguardaba cuando Evelina se marchase. Era cierto que se trataba de una soledad morigerada. No estarían muy alejadas. Evelina «pasaría a verla» todos los días desde la tienda del relojero y, ciertamente, comerían con ella los domingos. Pero ella ya adivinaba la displicencia con la que Evelina cumpliría esas obligaciones; incluso vislumbraba el día en que, para tener noticias de su hermana, ella tendría que cerrar la tienda al caer la noche y llamar a la puerta del señor Ramy. Pero no quería regodearse en esa posibilidad. «Ellos pueden venir cuando quieran; siempre me encontrarán aquí», se decía.

Una tarde, Evelina llegó arrebolada y turbada de su paseo por la plaza. Ann Eliza notó enseguida que había sucedido algo, pero su recién adquirida discreción le impidió plantear cualquier pregunta. No tuvo que esperar mucho:

—¡Oh, Ann Eliza, no sabes lo que me ha dicho! —(Ambas ya sabían a quién se refería)—. Me he llevado tal berrinche que pensaba que toda la gente en la plaza me iba a mirar. ¿Tengo un aspecto extraño? Quiere que nos casemos inmediatamente, la semana que viene.

—¿La semana que viene?

—Sí, para que nos podamos marchar a San Luis en el acto.

—Él y tú..., ¿os vais a vivir a San Luis?

—Pues no sé si sería normal que él quisiera irse sin mí —repuso Evelina con una sonrisa de superioridad—. Aunque todo ha sido tan repentino que no sé qué pensar. Acaba de recibir la carta esta mañana. Pero ¿tengo un aspecto extraño, Ann Eliza? —insistió buscando el espejo con la mirada.

—No —contestó ella, casi duramente.

—Menos mal —prosiguió Evelina, con cierto deje de decepción—. Ha sido todo un milagro que no me desmayara ahí mismo, en la plaza. Herman es un insensato, me ha dado la carta sin decir palabra. Se la ha mandado una empresa muy importante de allí, la Tiffany's de San Luis, según él, y le ofrecen un puesto en el departamento de relojes. Parece que le recomendó un amigo suyo alemán que se ha establecido allá. Es una oportunidad magnífica; si quedan contentos con él, lo ascenderán a finales de año.

Hizo una pausa, sofocada por la importancia de la situación, que parecía alzarla de una vez por todas a un nivel muy superior al de su anodina vida anterior.

—Entonces, ¿tienes que marcharte? —preguntó al fin Ann Eliza.

Evelina la miró de hito en hito:

—No querrás que le estropee una oportunidad así, ¿verdad?

—No, no. Solo quería decir que... ¿Tan pronto tiene que ser?

—De inmediato, ya te lo he dicho: la semana que viene. Es espantoso, ¿verdad? —dijo la ruborizada novia.

Pues bien, esa misma sensación era la que vivían las madres. Ellas apechugaban, pensó Ann Eliza; ¿por qué no iba a hacerlo ella? Ah, pero ya habían aprovechado su oportunidad; ella no había tenido oportunidad alguna. Y ahora esa vida que ella había convertido en suya iba a abandonarla para siempre; ya la había abandonado en un sentido íntimo y más profundo, y no tardaría en desvanecerse incluso esa cercanía exterior, esa comunión superficial de voces y miradas. En ese momento ni siquiera pensar en la felicidad de Evelina le brindó una irradiación consoladora; en todo caso esa luz, si la veía, era demasiado débil para infundirle calor. El anhelo de un vínculo personal e inalienable, de unas cuitas y unos problemas propios, abrasaba el espíritu de Ann Eliza; le pareció que nunca recobraría las fuerzas suficientes para mirar a su soledad de frente.

Se refugió en las obligaciones cotidianas del momento. Vivido sin compañía, el dolor se habría adueñado de ella, pero las exigencias de la tienda y la trastienda y los preparativos de la boda de Evelina mantenían a raya al tirano.

A la señorita Mellins, tal y como habían anunciado sus predicciones, le pidieron que ayudara a confeccionar el traje de novia. Ella y Ann Eliza estaban una tarde agachadas delante de la tela de cachemira de color gris perla que, pese a la profética visión de la modista en que aparecía un vestido de satén con mucho vuelo, habían considerado más apropiada, cuando Evelina entró sola en la estancia.

Ann Eliza ya se había percatado de que constituía una mala señal que el señor Ramy se despidiese de su prometida en la puerta. Generalmente eso implicaba que Evelina tenía algo inquietante que comunicar, y el primer vistazo le confirmó que, en este caso, la noticia era grave.

La señorita Mellins, que daba la espalda a la puerta y que mantenía la cabeza gacha mientras cosía, dio un respingo cuando Evelina se situó al otro extremo de la mesa.

—¡Cielo santo, señorita Evelina! ¡Habría jurado que era usted un fantasma, entrando tan sigilosamente! Tuve una cuenta en la calle Cuarenta y Nueve, una joven preciosa con un pecho de la talla treinta y seis y una cintura que le habría entrado en el anillo de casada, cuyo marido le dio un susto por la espalda para gastarle una broma, y de la impresión le entró un ataque, y cuando volvió en sí había perdido por completo el juicio y tuvieron que llevársela a Bloomingdale con dos médicos y una enfermera para que la agarrasen durante el trayecto, y tenía un bebé precioso de seis semanas, y la pobrecilla aún sigue ahí ingresada.

—No quería asustarla —repuso Evelina; se sentó en la silla más cercana y, cuando la luz de la lámpara le iluminó el rostro, Ann Eliza vio que había estado llorando.

—Trae usted el semblante muy alicaído —prosiguió la señorita Mellins, tras una pausa para escrutarle el ánimo—. Me parece que el señor Ramy la obliga a pasear demasiado por la plaza esa. Va a acabar usted con las piernas hechas fosfatina como no tenga cuidado. Los hombres no se paran a pensar; son todos iguales. Yo tenía una prima que se iba a casar con un librero...

—Señorita Mellins, quizá deberíamos dejar ya el trabajo por hoy —intervino Ann Eliza—. Yo creo que lo que Evelina necesita es un buen descanso.

—Desde luego —convino la modista—. ¿Ha cogido usted las costuras de la espalda, señorita Bunner? Aquí están las mangas. Las voy a prender con alfileres. —Se sacó un grupo de alfileres de la boca, con la que parecía sostenerlos como unas ardillas que atesoran nueces—. Ya está —declaró, enrollando su trabajo—; acuéstese enseguida, señorita Evelina, y mañana acabaremos un poco mas tarde. Supongo que se encontrará un poco nerviosa, ¿verdad? Cuando me llegue a mí el momento me moriré de miedo.

Con esa grandilocuente predicción desapareció. Ann Eliza, al volver a la trastienda, encontró a Evelina sentada y exangüe frente a la mesa. Fiel a su nueva conducta silenciosa, la hermana mayor empezó a doblar el vestido de novia, pero de pronto Evelina dijo, con una voz forzada y brusca:

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