Read Las Hermanas Penderwick Online
Authors: Jeanne Birdsall
Entonces Skye lo comprendió todo.
—Oh, no.
—Perdona —se disculpó el chico, manteniendo la dignidad—. Mi madre me está llamando y tú estás en mi camino.
La RHEMP
Era hora de que Risitas se fuera a la cama. Ya se había dado un baño, se había lavado los dientes y se había puesto su pijama de sirenitas. Ahora se hallaba en medio de la habitación, mirando a su alrededor. Las alas de mariposa estaban colgadas del picaporte del armario, listas para la mañana siguiente. Sobre el pequeño tocador blanco que había junto a la ventana tenía su foto favorita de
Hound,
la que su padre le había enmarcado. Rosalind había colocado la colcha estampada de unicornios sobre la cama, y
Sedgewick
el caballo,
Funty
el elefante azul,
Ursula
la osa y
Fred
el oso reposaban contra la almohada. «Es una habitación de lo más chula», pensó Risitas. No tan acogedora y confortable como la de su casa de Cameron, aunque, por lo menos, el armario era un pasadizo secreto hacia el cuarto de Rosalind. Nada terrorífico podía esconderse allí; no con su hermana al otro lado.
Rosalind iría dentro de un minuto a contarle un cuento, como cada noche, y antes de apagar la luz papá la arroparía y le daría un beso de buenas noches. Risitas pensó que le gustaría que el cuento de aquella noche fuera sobre su madre. Le había oído contar a Rosalind historias sobre la señora Penderwick muchísimas veces, pero seguían pareciéndole maravillosas, sobre todo si después tenía que dormir en una cama extraña y desconocida.
Se sentó en el borde del colchón y se balanceó. No se estaba nada mal allí. No le habría importado demasiado estar en un lugar desconocido si
Hound
hubiera podido dormir con ella o si Rosalind estuviera ya en la habitación contigua. El perro tenía prohibido dormir en los cuartos de las hermanas por su molesta costumbre de lamerles el rostro en mitad de la noche. Por su parte, Rosalind no iría a su habitación hasta dentro de un rato, porque Skye había convocado una RHEMP a las ocho en punto. Una RHEMP era una Reunión de las Hermanas Mayores Penderwick. Rosalind, Skye y Jane la llamaban así para evitar que su padre supiese de lo que estaban hablando. Se suponía que Risitas tampoco lo sabía, pero sí sabía que una RHEP era una Reunión de las Hermanas Penderwick, porque las mayores siempre la invitaban. Y RHEMP tan sólo tenía una letra más. Skye lo había deletreado para que ella no supiera de qué se trataba. La pequeña no dejaba de mover los pies hacia delante y hacia atrás, pensando en lo mucho que le gustaría que Skye no la dejara al margen de sus cosas.
De repente, la puerta de la habitación se abrió de golpe y
Hound
entró agitando el rabo.
—¡Hound!
—exclamó la chiquilla—. ¿Cómo has llegado hasta aquí arriba?
No había tiempo para charlar. Rosalind no tardaría en llegar, así que Risitas metió al perro en el armario y lo cerró. Más tarde lo sacaría, y podrían llevar a cabo su propia reunión sin invitar a nadie más. Regresó a la cama y se puso a esperar a Rosalind.
No obstante, al cabo de un minuto alguien volvió a abrir la puerta del dormitorio, y no se trataba de Rosalind. Era
Hound
de nuevo, y parecía de lo más contento.
—¡Hound!
—gritó Risitas, aunque esa vez en un tono de desesperación.
Seguro que había utilizado el pasadizo secreto y había dado la vuelta. La niña se metió en el armario y cerró la puerta del cuarto de su hermana, pero justo cuando estaba intentando esconder de nuevo al perro, llegó Rosalind.
—No te preocupes, Risitas. Papá va a hacer una excepción y deja que
Hound
se quede aquí arriba contigo. Hemos pensado que, a lo mejor, te daba miedo dormir sola en una habitación nueva.
—No tengo miedo.
—Vale, pero recuerda que no puede dormir encima de la cama.
—De acuerdo —dijo Risitas; fue hasta el armario y liberó a
Hound,
que correteó por la habitación y acabó saltando sobre la cama.
Rosalind lo devolvió al suelo.
—¿Has decidido ya qué cuento quieres oír? —le preguntó a su hermanita, que se metió bajo las sábanas. Ahora que la pequeña sabía que
Hound
iba a estar toda la noche junto a ella, la cama le resultaba más acogedora.
—Cuéntame cómo eligió mamá mi nombre.
Rosalind habría preferido contarle otra historia, alguna de cuando la señora Penderwick era más joven y no estaba tan cerca de la muerte, pero sabía que aquélla era una de las favoritas de Risitas. Al fin y al cabo, no había muchas historias en que las protagonistas fuesen la pequeña y su madre. Rosalind se sentó en el borde de la cama y comenzó con el relato.
—Justo después de que tú nacieras, papá y yo fuimos a veros a ti y a mamá al hospital.
—Pero Skye y Jane no estaban allí —dijo Risitas, radiante.
—Exacto. La tía Claire se había instalado en casa para ayudarnos, y Skye y Jane se habían quedado con ella. Mamá estaba en su cama del hospital contigo entre sus brazos, y llevaba un precioso vestido azul. «¿Qué nombre vamos a ponerle, cariño?», preguntó papá. «Que se llame como yo», contestó mamá.
—Entonces papá se puso triste.
—Pues sí. Papá se puso triste y dijo que, para él, solamente podía haber una Elizabeth. Así que mamá le dijo: «Pues pongámosle Elizabeth, pero llamémosla Risitas. Creo que tiene sentido del humor.»
—Y entonces yo sonreí.
—Y mamá dijo: «¿Lo ves, Martin? Ya está sonriendo. Creo que le gusta; ¿verdad, Risitas?» Y luego te dio un beso y tú volviste a sonreír.
—Y dos semanas más tarde, mamá murió de cáncer y yo me fui a casa con vosotras.
—Sí —dijo Rosalind, y giró el rostro para que Risitas no la viera triste.
—Y tú me llamabas Risitas la Bonita, y Skye y Jane, Risitas la Ranita.
—Y todas vivimos felices para siempre. Ahora, duérmete. Papá vendrá dentro de un minuto.
Rosalind, dando la historia por concluida, besó a Risitas en la frente y apagó la luz. En cuanto cerró la puerta, oyó un ruido y supo que
Hound
había vuelto a subirse a la cama. Suspiró, resignada, y recorrió el pasillo hasta la habitación de Skye. Era la hora de la RHEMP.
—Pensaba que ya no vendrías —le dijo Jane en cuanto entró—. Skye no me ha dado ninguna pista acerca de la RHEMP de hoy, e insiste en enseñarme los números irracionales, pero yo no tengo que aprendérmelos hasta séptimo curso.
—Con esa actitud, nunca llegarás a nada en la vida.
—Ya basta, Skye —dijo Rosalind; se sentó junto a Jane en la cama de los martes, jueves y sábados. Skye estaba en la de los lunes, miércoles y viernes, justo enfrente de ellas—. Que dé comienzo la RHEMP.
—Secundo la moción —dijo Skye.
—Y yo también —repuso Jane, emocionada.
—Juremos mantener en secreto lo que aquí se diga, incluso para papá, a menos que creáis que alguna de nosotras piensa hacer algo que esté mal —dijo Rosalind lanzándole una mirada a Skye, que hizo caso omiso. Luego cerró la mano derecha y alargó el puño hacia sus hermanas. Skye puso el suyo encima, y Jane hizo lo propio.
—Lo juramos, por el Honor de la Familia Penderwick —declararon todas al unísono; luego separaron los puños.
—¡Venga, Skye, cuéntanos! —exclamó Jane.
Skye se inclinó hacia delante.
—Me he colado en los jardines —susurró.
—¿Y para eso has convocado una RHEMP? Eso no tiene importancia. Yo misma pienso ir a echar un vistazo mañana por la mañana.
—Déjame terminar. He conocido a la señora Tifton. Bueno, en realidad sólo la he oído hablar. No he podido verla porque Cagney me ha escondido en una vasija.
—A ver, Skye, ¿qué andabas haciendo por allí? —soltó Rosalind.
Skye se apresuró a contar lo sucedido.
—Eso no es lo más importante. Lo realmente interesante es que me he encontrado con otro chico, aparte de Cagney. Un chico de mi edad.
—¡Menuda noticia! —bufó Jane—. Yo también he visto a un chico en la ventana de la mansión.
—¿Cómo?
—Esta mañana, al llegar, he visto que un chico nos observaba desde una de las ventanas de la mansión. Ya te lo había contado.
—Has dicho que te lo habías imaginado —arguyó Skye.
—No; tú has dicho que me lo había imaginado, y yo te he contestado que creía que no; y parece que tenía razón, ¿verdad?
—Un día de éstos vas a volverme loca, Jane.
—Bueno, Skye —dijo Rosalind—. ¿Has hablado con ese chico?
—Sí —contestó sin más.
—¿Y qué ha ocurrido?
—Nada.
—¡Venga, Skye!
—¡Vale, vale! Hemos chocado el uno contra el otro; pensaba que él había perdido el sentido, pero entonces ha vuelto en sí. Suponía que era algún chico del vecindario, así que le he hablado mal de la señora Tifton, pero se ha enfadado. No es culpa mía. Acababa de darme un golpe en la cabeza; ¿cómo iba a saber de quién se trataba? La loca de Jane no distingue la fantasía de la realidad, y Harry, el vendedor de tomates, no ha dicho nada de un hijo, ni Cagney tampoco.
—¿Un hijo? —inquirió Rosalind.
—Ese chico, Jeffrey, es el hijo de la señora Tifton.
—¿Su hijo? —exclamó Jane—. ¡Madre mía!
—Bueno, ¿y luego? ¿Te has disculpado? —preguntó Rosalind.
—Pues no. La señora Tifton no dejaba de llamarlo a gritos, y él se ha ido.
—Tienes que pedirle perdón.
—¡No puedo! Me da vergüenza.
—Pues entonces una de nosotras tendrá que disculparse por ti, para salvaguardar el honor de la familia.
—Ya me encargo yo —dijo Jane, decidida.
—¡No, tú no! —exclamó Skye—. Te pondrás a hablarle de Sabrina Starr y él pensará que estamos todas locas.
—Seguro que después de lo de esta mañana ya lo piensa.
—Rosalind, por favor, hazlo tú.
Rosalind miró a sus hermanas con el semblante muy serio. Skye tenía razón. Nadie sabía lo que Jane podía decir una vez que diera rienda suelta a su imaginación. Por otra parte, tal vez había llegado el momento de que dejase de sacar de apuros a Skye.
—Yo voto por que sea Jane la que le pida perdón al chico —dijo al fin.
—Dos votos contra uno —se pavoneó Jane, mientras Skye se llevaba la mano a la frente como si le hubiera dado un terrible dolor de cabeza.
—Pero... —añadió Rosalind, y Skye la miró esperanzada—. Pero antes decidiremos entre todas lo que Jane va a decirle. No quiero que le cuente cualquier historia absurda.
—Estoy de acuerdo —coincidió Skye.
—Vale, lo prometo.
—Y tenemos que contárselo a papá antes de hacer nada —concluyó Rosalind.
—¿Podemos dejar al margen todo lo que he dicho de la señora Tifton? —suplicó Skye—. Os daré mi paga de la semana que viene.
—El soborno es algo inmoral —sentenció Rosalind con firmeza.
—Yo me quedaré con tu paga —dijo Jane.
—¿Qué te has creído?
—¡Orden! —exclamó Rosalind, dando un golpe sobre la cama—. Nada de dinero. Skye, te permito que decidas cuánto contarle a papá, siempre y cuando lo hagas antes de que Jane vaya a ver al hijo de la señora Tifton.
—Gracias.
—No hay de qué. Y ahora, Jane, esto es lo que vas a decirle a Jeffrey...
La disculpa
—¿Por qué no podemos darle galletas normales y corrientes del supermercado? —preguntó Skye mientras removía un cuenco lleno de masa con una cuchara de madera.
Ella y Rosalind estaban en la cocina haciendo galletas para Jeffrey. Jane, por su parte, se había ido a Arundel Hall a pedirle perdón e invitarlo a la casa para ofrecerle una fiesta en señal de disculpa.
—No batas la masa tan fuerte —dijo Rosalind—. Remuévela como nos enseñó mamá.
—Ya no me acuerdo. Lo único que recuerdo es que mamá nos cantaba esa canción sobre los trozos de chocolate que se van al cielo de las galletas y que yo le ponía a Jane masa en el pelo.
Rosalind agarró el bol y la cuchara, le mostró a su hermana cómo mover la mezcla y volvió a entregarle los utensilios.
—Ya sabes que Jane va a liarlo todo. Jeffrey se enfadará todavía más, y en lugar de odiarme sólo a mí, nos odiará a todas. Esto de las galletas es una pérdida de tiempo —dijo Skye, batiendo solamente un poquito mejor que antes.
—Jane lo hará bien.
—Aunque así sea, estoy segura de que él no aceptará sus disculpas. ¿Por qué iba a hacerlo? Si alguien dijera algo malo de papá, yo no lo perdonaría.
—Nadie va a decir nada malo de papá —aseguró Rosalind, y miró por la ventana para ver por qué estaba ladrando
Hound.
Se trataba de Cagney, que se acercaba en una camioneta—. ¿Qué irá a hacer Cagney aquí? Trae un enorme arbusto en la parte trasera.
—Debe de ser el rosal. Cagney uno, señora Tifton cero.
—Voy a ver si necesita ayuda —dijo Rosalind; se quitó el delantal y se recogió el pelo.
—¡Espera! No me dejes aquí sola. No sé qué hacer con todo esto.
—Usa una cucharilla de café para colocar la masa en los moldes de las galletas, y luego ponlo todo en el horno. No te asustes. Volveré dentro de unos minutos.
Salió de la cocina y se encontró a Cagney junto al cercado de
Hound,
acariciándole las orejas al perro y tratando de que Risitas le dijera hola. Hasta hacía unos instantes, Risitas jugaba con el sabueso a las bailarinas, pero ahora estaba quieta y en silencio, como si fuera invisible.
—Buenos días —le dijo Rosalind a Cagney.
—Rosalind, ¿verdad?
Ella asintió, contenta de que él recordara su nombre.
—Tu hermanita no se atreve a hablarme.
—Nunca habla con gente a la que acaba de conocer. Siempre espera hasta que descubre algún interés en común.
El chico se acercó a Rosalind.
—¿Le gustan los conejos? —le susurró al oído.
—Le encantan.
—Pues yo tengo dos como mascotas.
—Mira, Risitas, Cagney tiene dos conejos —dijo Rosalind.
De repente, a la chiquilla se le pusieron los ojos como platos y dejó de resultar invisible.
—Tráela algún día a mi casa para que los conozca —dijo Cagney—. Vivo en la antigua cochera que hay junto a Arundel Hall.
De pronto Rosalind sintió tanta vergüenza como Risitas. Se volvió hacia la camioneta y preguntó:
—¿Dónde vas a poner el rosal?
—Por ahí —contestó él señalando una zona—. En esa parte soleada que hay junto al porche.
—Ya lo bajo yo.
Rosalind se subió a la parte de atrás de la furgoneta, colocó ambos brazos alrededor del rosal y pegó un chillido al clavarse montones de espinas. Hay que decir que jamás le habían interesado las plantas. Fingía que le gustaban por contentar a su padre, pero para ella, en el fondo, una planta no era más que otra cosa que necesitaba alimento y cuidados. Con todo, debería haberse acordado de que las rosas tenían espinas. Al fin y al cabo, de las cuatro hermanas, se suponía que ella era la práctica. «Y una chica práctica —pensó— no debería ponerse tonta cuando ve a un adolescente guapo.» Ya sabía lo que su amiga Anna habría comentado al respecto: «Cuanto más guapo es el chico, más blando se vuelve tu cerebro.»