Read Las hijas del frío Online
Authors: Camilla Läckberg
No obtuvo ninguna respuesta, por lo que volvió a formular la pregunta un poco más alto:
—¿Bertil?
Sin respuesta una vez más Mellberg parecía muy lejos, apoyado en el quicio de la puerta y sumido en sus pensamientos. Después de alzar la voz un poco más aún, por fin lo vio reaccionar.
—¿Eh? Ah, perdón. ¿Qué decía? —preguntó Mellberg mientras a Patrik le costaba comprender que aquel hombre fuese el jefe de aquella casa
—Quería saber si usted podría hablar con la prensa local. Decirles que se trata de un asesinato y que cualquier información puede resultar de interés para nosotros. Tengo la sensación de que vamos a necesitar la ayuda de la gente en este caso.
—¡Oh…, mmm, por supuesto! —respondió Mellberg aún medio embobado—. Sí, claro, yo hablaré con la prensa.
—Bien. Más no podemos hacer por ahora —concluyó Patrik cruzando las manos sobre la mesa—. ¿Alguna otra pregunta?
Nadie decía nada y, tras unos segundos de silencio y como respondiendo a una señal invisible, todos empezaron a recoger velas.
—¿Ernst? —Patrik retuvo al colega justo cuando éste ya cruzaba el umbral—. ¿Puedes estar preparado para salir dentro de media hora?
—¿Para ir adónde? —inquirió Ernst con su habitual reticencia.
Patrik respiró hondo. A veces se preguntaba si él creía que hablaba, pero en realidad sólo movía los labios sin emitir ningún sonido.
—A la escuela de Sara. Para interrogar a sus maestros —dijo articulando con extrema claridad.
—¡Ah, eso! Sí, puedo estar listo dentro de media hora —respondió Ernst antes de darle la espalda a Patrik.
Este clavó en Lundgren una mirada que destilaba indignación. Le daría un par de días más al compañero que le habían impuesto. Si continuaba igual, se armaría de valor para desobedecer a Mellberg y llevarse consigo a Martin.
Strömstad, 1924
El encanto de la novedad había empezado a desaparecer. Todo el invierno estuvo plagado de encuentros amorosos y, al principio, ella disfrutaba de cada minuto. En cambio, ahora que el invierno tocaba a su fin y se acercaba poco a poco la primavera, el hastío se adueñaba de ella. Para ser sincera, apenas se explicaba qué había visto en el, que le había resultado tan atractivo. Cierto que era guapo, eso no podía negarlo, pero hablaba como un campesino ignorante y siempre exhalaba un leve olor a sudor. Además, cada vez resultaba más difícil llegar a su casa sin ser vista, ahora que la oscuridad empezaba a retirar su manto protector. No, aquello tenía que acabar, resolvió ante el espejo de su dormitorio
Le dio el último toque a su vestimenta y bajó a desayunar con su padre. Había visitado a Anders el día anterior y aún estaba cansada. Se sentó a la mesa después de besar a su padre y empezó a partir la cáscara de un huevo. Se sentía tan agotada que el olor le revolvió el estómago.
—¿Qué pasa, querida? —preguntó August preocupado, observándola atento desde el otro extremo de la gran mesa.
—Nada, que estoy un poco cansada —respondió Agnes en tono lastimero—. Anoche me costó conciliar el sueño.
—¡Pobrecilla! —se lamentó él compasivo—. Come un poco y sube a descansar un rato. Quizá deberíamos llevarte a la consulta del doctor Fern para que te haga un chequeo. Yo te he visto un poco desganada todo el invierno.
Agnes dejó escapar una sonrisa que tuvo que apresurarse a esconder tras la servilleta. Bajando la mirada, respondió:
—Sí, no he estado muy animada, pero yo creo que ha sido a causa de la oscuridad invernal. Ya verás, cuando llegue la primavera recobraré la energía.
—Mmmm , bueno, ya veremos. Pero piensa si no sería una buena idea que el doctor te echase un vistazo.
—De acuerdo, papá —respondió obligándose a tomar una cucharada de huevo.
Pero no debería haberlo hecho pues, en el mismo instante en que el trozo de clara cocida entró en contacto con su boca, sintió que el estómago entero se le revolvía y una bola ascendió hasta la garganta. Se levantó enseguida de la mesa y, tapándose la boca con la mano, echó a correr al baño que tenían en la planta baja. Apenas había levantado la tapa cuando una cascada con la cena de la noche anterior mezclada con bilis estalló contra el retrete y sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas. Vomitó varias veces y, cuando dejó pasar un rato y sintió que cesaban las arcadas, se limpió la boca, asqueada, y salió del baño con paso inseguro. Al otro lado de la puerta aguardaba su padre muy preocupado.
—¡Querida mía! ¿Cómo estás?
Ella meneó la cabeza sin decir nada y tragó saliva para eliminar el repugnante sabor a bilis.
August la rodeó con su brazo y la acompañó al salón, donde le ayudo a sentarse en uno de los sofás. Le puso la mano en la frente.
—Pero, Agnes, estás totalmente destemplada. Mira, voy a llamar ahora mismo al doctor Fern para que venga y te examine.
La joven sólo tuvo fuerzas para asentir antes de tumbarse en el sofá y cerrar los ojos. La habitación daba vueltas debajo de sus párpados cerrados.
Era como vivir en un mundo de sombras sin conexión con la realidad. No tenía otra opción y, aun así, la embargaban las dudas y se preguntaba si de verdad había obrado bien. Anna sabía que nadie la comprendería. ¿Por qué, cuando por fin había logrado romper con Lucas, volvía con él? ¿Por qué, después de que hiciese lo que hizo con Emma? La respuesta era muy sencilla: volvió con Lucas porque creía que ella y los niños no tenían otra posibilidad de sobrevivir. Lucas siempre había sido peligroso, pero sabía contenerse. Ahora, en cambio, se diría que algo se había quebrado en su interior y que el control de sí mismo había cedido ante una suerte de sorda locura. No se le ocurría otra denominación, locura. Siempre había estado presente, ella siempre la había intuido. Tal vez fuese aquella corriente subterránea de peligro potencial lo que al principio la atrajo de él. Ahora había emergido a la superficie y la tenía aterrada.
El que ella lo hubiese abandonado llevándose a los niños no fue el único motivo de que la locura saliese a la luz. Hubo varios factores que entraron en juego para activar el pequeño interruptor que Lucas llevaba dentro. El trabajo, que siempre había sido su terreno de grandes éxitos, también lo había decepcionado. Unos cuantos negocios malogrados significaron el fin de su carrera. Poco antes de que ella volviese a su lado, se topó con un colega suyo que le contó que Lucas había empezado a conducirse de un modo cada vez menos racional en el trabajo cuando las cosas no le salían del todo bien. Repentinos accesos de ira y explosiones de agresividad. El día en que acorraló contra la pared a un cliente importante, lo despidieron con efecto inmediato. Además, el cliente denunció la agresión ante la policía, de modo que se abriría una investigación en cuanto tuviesen tiempo.
Los informes sobre su estado mental la llenaban de preocupación, pero no comprendió que no le quedaba otra opción hasta el día en que llegó a su apartamento y lo encontró totalmente destrozado. Podía hacerles daño a ella o, peor aún, a los niños si no hacía lo que Lucas quería y volvía con él. La única manera de dar a Emma y a Adrián un poco de seguridad era mantenerse tan cerca del enemigo como le fuese posible.
Anna lo sabía y, aun así, era como si hubiese salido de las cenizas para caer en el fuego. Estaba prácticamente prisionera en su casa, con Lucas como vigilante agresivo e irracional. La obligó a despedirse de su trabajo a media jornada en la Dirección Nacional de Subastas en Estocolmo, un trabajo que le encantaba y en el que se sentía muy satisfecha, y no le permitía salir a la calle más que para comprar comida o para dejar o recoger a los niños. Él, por su parte, no había encontrado otro trabajo y tampoco lo intentaba. Se vieron obligados a abandonar el hermoso y amplio apartamento de Ostermalm y ahora tenían que arreglarse en otro de dos dormitorios situado a las afueras. Sin embargo, mientras no maltratase a los niños, era capaz de soportar cualquier cosa. Ella sí que volvía a estar llena de cardenales y tenía el cuerpo dolorido por todas partes, pero, en cierto modo, se lo tomó como si se hubiese puesto un traje viejo y usado. Había vivido así tantos años que no era aquella vida, sino el breve período intermedio de libertad, lo que se le antojaba irreal. Anna hacía, además, cuanto estaba en su mano por evitar que los niños notasen lo que ocurría. Había conseguido convencer a Lucas de que debían seguir yendo a la guardería y, en su presencia, fingía que su vida era la de siempre. Sin embargo, no estaba segura de haberlos engañado; al menos no a Emma, que ya tenía cuatro años. La pequeña se entusiasmó al principio ante la idea de volver con su padre, pero Anna la había sorprendido más de una vez observándola con curiosidad.
Y pese a que se esforzaba por convencerse a sí misma de haber adoptado la decisión correcta, era consciente de que no podían vivir así el resto de sus vidas. Cuanto más irracional se mostraba Lucas, más miedo le tenía. Estaba convencida de que un día sobrepasaría el límite y la mataría. La cuestión era cómo librarse de él. Había considerado la posibilidad de llamar a Erica y pedirle ayuda, pero, por una parte, Lucas vigilaba el teléfono como un halcón y, por otra, había algo que la retenía. Se había confiado a Erica en muchas ocasiones anteriores y, por una vez, sentía que debía arreglárselas sola, como un adulto. Poco a poco fue elaborando un plan. Tenía que reunir el número suficiente de pruebas contra Lucas, de modo que nadie pudiese poner en duda los malos tratos. Entonces, tanto ella como los niños podrían disfrutar de protección estatal. A veces le entraban unas ganas irrefrenables de salir corriendo con los niños a la casa de acogida más cercana, pero sabía perfectamente que, sin pruebas contra Lucas, no sería más que una solución temporal. Después volverían al mismo infierno.
De modo que empezó a documentar cuanto podía. En uno de los supermercados que había de camino a la guardería había un fotomatón en el que entraba a veces a fotografiar sus lesiones. Anotaba la fecha y la hora en que se las había causado y guardaba las notas y las fotografías bajo la parte posterior del portarretratos donde tenían su foto de bodas. Había en ello una simbología que apreciaba. Pronto habría reunido el material suficiente como para poner su causa y la de sus hijos en manos de la sociedad con algo más de confianza. Hasta entonces no le quedaba más que resistir… y procurar seguir viva.
Entraron en el aparcamiento de la escuela a la hora del recreo y, pese al gélido viento, montones de niños jugaban fuera bien abrigados y despreocupados del frío. Éste obligaba a Patrik a apretar el paso, tiritando, a fin de entrar cuanto antes en el edificio.
Esperaba que su hija fuese a aquella escuela dentro de un par de años. Le gustaba la idea y ya se imaginaba a Maja correteando por el pasillo con sus rubias coletas y los dientes mellados, igual que Erica en las fotos que tenía de cuando era niña. Esperaba que Maja se pareciese a su madre. Era una preciosidad de pequeña y, a sus ojos, seguía siéndolo.
Probaron suerte y llamaron a la puerta de la primera aula que encontraron abierta. Era una sala luminosa y agradable, con grandes ventanales y las paredes cubiertas de dibujos infantiles. Había una joven maestra sentada a la mesa, concentrada en los trabajos que tenía delante. La mujer se sobresalto al oír los golpes.
—¿Sí? —preguntó con un tono que, pese a su juventud, había logrado desarrollar como el propio de las maestras de escuela.
Éste siempre impulsaba a Patrik a controlar sus ganas de ponerse firmes antes de inclinar la cabeza.
—Somos de la policía. Estamos buscando a la maestra de Sara Klinga.
Se le ensombreció el semblante y asintió:
—Soy yo —dijo al tiempo que se levantaba para estrecharles la mano—. Beatrice Lind. Soy maestra de los cursos de primero a tercero.
Les indicó que tomasen asiento en alguna de las pequeñas sillas que había ante los pupitres y Patrik se sintió como un gigante. Al ver los esfuerzos de Ernst por coordinar todas las partes de su cuerpo larguirucho para que cupieran en la diminuta silla, sólo pudo sonreír. Pero tan pronto como volvió la mirada hacia la maestra, rectificó la expresión y se concentró en el motivo de su visita.
—Es una tragedia horrible —dijo Beatrice con voz temblorosa—. Que una niña esté aquí un día y nos haya dejado al día siguiente —ya empezaba a temblarle la barbilla, pues estaba a punto de llorar—. Y, además, ahogada.
—Sí, bueno, resulta que ahora sabemos que no fue un accidente.