—¿Esos malditos benedictinos os han borrado todo vuestro valioso saber? —se mofó Vlad—. ¿No habéis contemplado el ejército que he logrado reunir en apenas unas semanas? Decenas de desharrapados han muerto esta noche por mí, y para ello me han bastado unas palabras de aliento, un poco de placer en forma de humo y algunas promesas. Todo eso lo aprendí de vos, y ahora miraos, sois un pobre monje que ni siquiera logra contener la necedad de sus hermanos. —Sus ojos se entornaron con animadversión—. Si los hubierais dominado, tal vez el séptimo
strigoi
no habría llegado hasta aquí. ¿No os ha defraudado vuestro discípulo Brian de Liébana? ¡Yo nunca os decepcioné!
Aquellas palabras ofensivas oscurecieron el semblante de Michel. Dana lo imaginó con el aspecto de aquel demonio y se estremeció. Lo más doloroso era pensar que Vlad tenía razón. El monje había intuido desde el principio el peligro que ella representaba, pero no había conseguido doblegar la voluntad de Brian.
El valaco se volvió hacia uno de los estantes y reparó en un códice apartado del resto. El temblor de sus manos al cogerlo reveló la importancia de ese libro.
—
Abacum
! ¡Por fin en mis manos después de tantos años! ¡Sabíamos que no era una leyenda! Gerberto de Aurillac, su dueño, fue muy astuto ocultándolo aquí.
—Veo que aún sigues creyendo en los rumores.
—¡Los flirteos de Gerberto con la magia son hechos! He visto su caligrafía en Córdoba y en el monasterio de Ripoll. Tengo la
Astrología
de Manilio que guardabais en
Infernus
, copiado de su puño y letra. Sin duda vuestro Dios ha elegido a su paladín…
—Sólo es un obispo.
—¡Bah! ¡Aún faltan dos años! En la inestable Iglesia todo puede suceder…
Michel no replicó. Dana recordó los comentarios de los monjes acerca del brillante futuro de aquel sabio e influyente prelado.
Vlad se guardó el
Abacum
en su
marsupium
y luego se volvió hacia Dana y de nuevo la cautivó con su mirada.
—No te dejes arrastrar por sus ojos… —le advirtió Michel.
Dana tenía sensaciones confrontadas. El magnetismo de Vlad no procedía sólo de su físico, lo envolvía algo indescriptible que era capaz de irradiar a voluntad. Sintió que era testigo de una batalla secular entre dos fuerzas en eterna pugna. Demasiados misterios para su joven mente; comprender la magnitud del conflicto podía hacerle perder la razón. A su lado, Brigh parecía haber caído en un trance más enigmático que cualquier otro. Sus ojos no se apartaban de Vlad.
—Maestro…, dadme el códice.
Michel levantó la espada.
—No.
—¿Vais a enfrentaros a mí? Había pensado en mataros por vuestra traición antes de destruir el monasterio y abandonar la isla, pero creo que una decrépita vejez para un antiguo
strigoi
es algo más cruel que una muerte rápida, por muy dolorosa que sea. Ya nadie os desea ni os teme, las féminas no ansían yacer en vuestra compañía, un muchacho os derrotaría con una espada de madera… Sentid todo eso mientras vuestros viejos ojos se secan y ni siquiera el gozo de la lectura y el estudio puede ofreceros consuelo. ¡Mejor vivid una larga muerte!
El monje se irguió y Vlad desenvainó su cimitarra. Las dos armas idénticas, enfrentadas, daban fe del estrecho vínculo entre ambos hombres.
La rápida estocada fue invisible para Dana, sin embargo escuchó un seco tintineo. La espada de Michel se había movido con la misma rapidez interceptando el filo a escasos dedos de su rostro.
—¡Admirable! —exclamó el valaco con sinceridad.
El monje optó por atacar. Vlad retrocedió, sorprendido ante el envite, pero los años de diferencia eran demasiados. Michel se vio forzado a retroceder tras cada golpe que resonaba ensordecedor en la pequeña cámara. Los aceros silbaban en un baile frenético. Jamás había visto luchar así, ambos eran formidables guerreros, pero el
strigoi
se aproximaba a la victoria. Pronto el caos se adueñó de la estancia y sus tesoros yacieron desparramados por el suelo, pisados sin contemplación.
Vlad dio un paso atrás.
—No podéis derrotarme.
—Lo sé —repuso Michel con una sonrisa ladina.
Ante su actitud, el valaco rugió de ira.
—¡Sólo tratáis de ganar tiempo hasta la llegada del resto!
Michel sonrió y efectuó una reverencia. La estremecida Dana atisbó en ese instante lo que el monje fue en el pasado. El valaco rió con siniestra cadencia mientras extraía de su cinturón unas pequeñas esferas negras. Sin temor a quemarse, las acercó a la llama del candil.
—¡No! —gritó Michel.
Las bolas chisporrotearon y prendieron. Vlad las lanzó con fuerza sobre la cabeza del monje y volaron a través de la puerta. Alguna sustancia en su interior las hacía estallar y saltaban sin control en cualquier dirección. Si en su azaroso desplazamiento se acercaban a los anaqueles, la biblioteca se incendiaría. Michel perdió la concentración y el
strigoi
aulló con furia y atacó hasta arrinconarle contra el muro.
Cuando el sonido de pasos a la carrera llegó hasta ellos, el sable se clavó en el costado del monje. Michel, con un quedo gruñido, cayó al suelo.
—¡Vlad, no tienes escapatoria!
La voz de Brian sonó lejana, aún ascendía por la escalera, pero la advertencia evitó que el valaco rematara al anciano, que se retorcía y sangraba profusamente.
El
strigoi
le arrebató el Códice de San Columcille y agarró a Calhan, separándolo de los brazos de su madre.
—Él será mi escudo —dijo evitando la mirada oscura de Brigh.
Dana gritó y avanzó de rodillas, con las manos extendidas, implorando piedad para su hijo, pero Vlad ignoró su desconsolado llanto y salió de la cámara como una exhalación.
Al momento llegó Brian, jadeando por el esfuerzo y la miró con expresión torva. Ella se encogió avergonzada por la culpa, pero el monje no pronunció reproche alguno. Observó a Brigh, asida con fuerza a sus brazos, y suspiró con gesto cansado. El tiempo apremiaba.
—Aún está oculto en esta planta —susurró Michel apretando los dientes.
—Resistid, hermano —le alentó el abad con mirada empañada.
—¡Se ha llevado el Códice de San Columcille y a Calhan! —gimió Dana arrastrándose hasta el anciano.
—Y el
Abacum
de Gerberto —añadió Michel con un gruñido de dolor.
Brian se acercó a la mujer y le tocó el hombro. Sus ojos destilaban amor, algo inexplicable después de la traición que había cometido.
—No dejaré que le ocurra nada —le prometió.
Cuando ella quiso coger su mano, el monje ya había desaparecido.
—Debes ir con él —musitó Michel con un hilo de voz. La sangre empapaba su túnica—. Lucha por tu hijo hasta el final y protege a Brigh, no dejes que caiga bajo su influencia.
Dana se obligó a ponerse en pie y a dejar al malherido Michel en el caos de la cámara del Trono de Dios.
Mientras recorría con Brigh el trazado laberíntico de la planta, olió el humo que salía de alguno de los cubículos y temió lo peor. Logró alcanzar a Brian ya en el pasillo exterior. El abad contemplaba circunspecto una escalera de mano apoyada sobre la trampilla que daba acceso al tejado y por la que se filtraba la tenue luz de la luna.
—Ahí se decidirá todo —musitó el monje con gesto severo, vaticinando una contienda pendiente.
En ese momento se oyó un estruendo al fondo del corredor y de entre las sombras emergieron Berenguer, Adelmo y Guibert resoplando. Comenzaron a hablar todos a la vez para informarle que habían acabado con la amenaza de los hombres de Limerick y que Eber había muerto. El rostro de Brian se contrajo por el pesar, pero el tiempo apremiaba.
—Más tarde rezaremos por los nuestros, hermanos. ¡Vlad ha incendiado la biblioteca! Hay que apagar el fuego. —Miró al veneciano—. Adelmo, debemos alcanzar el tejado y detener al
strigoi
.
El monje asintió, pálido, pero en silencio se plantó bajo la trampilla y disparó hacia el hueco la pequeña ballesta prestada por Guibert. La saeta silbó y hendió el aire en la oscuridad del exterior; el
strigoi
aguardaba atrapado en el tejado de la biblioteca. Mientras las saetas volaban impidiendo al adversario asomarse, Brian, pegado a la escalera para evitar que Adelmo lo hiriera, ascendió y logró escurrirse por la trampilla.
Dana, Brigh, Berenguer y Guibert enfilaron el pasillo circular y advirtieron con alarma el reflejo de las llamas que brotaba de alguno de los cubículos. El monje catalán llegó al acceso de la planta y de un puntapié apartó una cuña de madera disimulada junto al muro. De un orificio comenzó a manar agua proveniente de una cisterna superior que recogía la abundante lluvia. Los dos monjes sonrieron al ver funcionar uno de los sistemas ideados para proteger la biblioteca de su más terrible enemigo: el fuego.
Sin pudor por la presencia de las dos muchachas, Berenguer y Guibert se quitaron los hábitos y los empaparon en el agua. Desnudos, volvieron a ponerse sus ropas mientras se encaminaban hacia las estancias donde el fuego comenzaba a prender los anaqueles, pero Dana sólo deseaba ver a su hijo por última vez, rogó a Brigh que permaneciera con los
frates
y, luchando contra su propio miedo, ascendió por la escalera.
Cuando Dana salió al tejado, se dio cuenta del peligro. Era una techumbre a dos aguas recién restaurada, la pendiente era suave y las losas estaban firmemente adheridas, pero la lluvia que había caído esa tarde la hacía resbaladiza. Vlad y Brian sostenían un encarnizado combate. Al ver a su hijo acurrucado a los pies del
strigoi
, sobre la inclinada superficie, gritó. El abad intentaba empujar a Vlad lejos del pequeño, pero su precaria posición favorecía al valaco.
—Has llegado demasiado lejos, Vlad.
—Hablas como si todo hubiera terminado.
—Has estado cerca. Puede que acabes conmigo, pero no saldrás de San Columbano con el Códice de San Columcille ni con ningún otro libro. Ya han muerto demasiados por tu ambición…
—Poderes que nos superan a ambos contemplan con interés este combate; preludio del que pronto acaecerá…
Brian retrocedió, confiaba en que Vlad se adelantara y se alejara así del pequeño, que sollozaba intentando asirse a las losas.
—Sólo unas viejas leyendas sustentan vuestro anhelo milenario…
—¡Tu manso Dios inmolado ha fracasado! —rugió el valaco—. ¡Acéptalo!
—Sin embargo, el valioso códice que tanto ansías redimió al
strigoi
más poderoso que se recuerda. —Brian miró fugazmente el
marsupium
del valaco. Tenía que impedir que se lo llevara.
Vlad, ofendido, lanzó una mortal estocada que sólo un experto maestro de esgrima como el abad podía detener. La lid se recrudeció, Brian siguió retrocediendo y Vlad se fue alejando de Calhan.
Dana trató de mantener el equilibrio mientras se arrastraba hasta su hijo, pero vio la ira en los ojos del
strigoi
y quedó paralizada. Vlad frunció el ceño y flexionó las piernas, dispuesto a terminar la lucha con el abad.
Tan fugaz como el ataque de una serpiente fue la estocada del valaco. Dana contuvo el aliento. Pero la finta fue precisa y el impulso arrastró a Vlad por la pendiente. Cayó rodando y sólo el estilete que apareció en su mano izquierda y que logró clavar entre las juntas evitó que cayera por el borde del tejado. Pero había soltado el
marsupium
con los libros.
Brian lo miraba atónito, parecía no dar crédito al suicida movimiento del
strigoi
. Pudo ir tras él y facilitar el terrible final o correr hacia la negra bolsa, pero optó por rescatar a Calhan, que resbalaba lentamente hacia el abismo.
—Siempre tan predecible, Brian —le espetó el otro, burlón, mientras aprovechaba para ponerse en pie justo en el borde del tejado.
Al instante siguiente el abad jadeaba de dolor y se aferraba el costado. Vlad le había lanzado la daga. Dana gritó al ver a Brian desplomándose con la túnica ensangrentada. El
strigoi
no se demoró ni un instante en recuperar a Calhan, que ya no tenía más lágrimas que derramar. La mujer golpeó el suelo, impotente.
—¡Maldito seáis! —gritó; el sufrimiento superaba lo que su razón podía soportar, y el último ruego fue un mero susurro—: ¡Dejadlo!
Vlad la miró fijamente mientras retrocedía hasta la esquina del tejado orientada al acantilado.
—¡Detente! —La voz de Brian era un susurro suplicante que arrancó una risotada al
strigoi
.
—Dame el
marsupium
… —exigió el valaco.
Los dos rivales se miraron. De nuevo en la balanza la misión del Espíritu de Casiodoro frente a la compasión y el amor.
Vlad reparó entonces en una silueta que emergía por la trampilla y comenzó a susurrar palabras ininteligibles para Dana. Un instante después, la sombra recogió la bolsa de cuero con los libros y corrió hacia él.
Para sorpresa de Dana, Brigh, con expresión vacía, se desplazó con rapidez por aquella peligrosa superficie. Dana notó que su pequeña había cambiado. Su tierna mente, que se había enfrentado a Vlad en la biblioteca, ahora no parecía contener su siniestro influjo.
Nadie pudo detenerla, y Vlad sonrió satisfecho, como si la hubiera estado esperando. Cuando Brigh se situó ante él asiendo el
marsupium
, dejó a Calhan en el suelo y la rodeó con el brazo. La joven miró al monje y a Dana con ojos vacíos.
El
strigoi
alzó el puño en un gesto triunfante.
—Desde que la vi, supe cuál era el mayor tesoro que albergaba este lugar… —exclamó con satisfacción—. ¿No sentís la fuerza que bulle en su interior? La Scholomancia la convertirá en una diosa. —Dio un paso atrás y los talones de sus botas quedaron suspendidos en el vacío; abajo, en la oscuridad, el mar estallaba contra las rocas del acantilado—. ¡Ahora sé que mi periplo era más importante de lo que todos imaginábamos! Con Brigh en nuestro poder, las fuerzas se equilibran… Podéis pudriros, vosotros y vuestros amados libros. Sin el Códice de San Columcille, y con esta muchacha, ¡algún día todos os postraréis a nuestros pies!
La arrebatadora aura de Vlad había calado muy hondo en el espíritu aún voluble de Brigh. Los druidas lo habían advertido: la fuerza que anidaba en su interior era aún transparente y maleable. Su ingenuidad, el miedo y el dolor podían convertirse en dudas, desconfianza y, finalmente, odio.