Dana se tambaleó como si la hubiera golpeado brutalmente, pero se recompuso y no quiso alentar las burlas humillantes del
strigoi
.
—¿Qué buscáis?
El hombre sonrió con desprecio.
—Los
frates
almacenan libros y libros con el absurdo ideal de preservarlos del olvido. La mayoría serían más útiles alimentando el fuego de las cocinas que en los anaqueles, pero algunos deben estar en las manos adecuadas, para su estudio y para aprovechar los conocimientos y el poder que contienen. —La miraba con ojos ardientes—. Ahí dentro hay textos que no les pertenecen… ¡y deben estar en manos del Adversario! A él pertenecen, pues a él se refieren. Cuentan sus secretos, el dominio de los elementos, ¡todo lo que vuestro Dios le niega al hombre pese a afirmar que lo ama!
—¡Ellos respetan cada libro!
—El Espíritu de Casiodoro comenzó recopilando obras del saber clásico, desde la filosofía hasta el arte y las ciencias, pero ha ido demasiado lejos y se ha apoderado de antiguos grimorios y obras inspiradas por poderes que sus miembros no comprenden. —La voz del
strigoi
destilaba veneno—. Los temen y desprecian, no desean destruirlos pero sí enterrarlos en túmulos como ése. La Scholomancia y algunos poderosos nobles del continente no quieren ser privados de la libertad de conocer esa luz que los monjes afirman respetar. Hay muchos intereses en juego y el final de este oscuro milenio se aproxima.
Dana lo observó con una mezcla de fascinación y repulsa. Parecía poseer conocimientos tan profundos como los de los monjes. Pero había algo más…, el brillo de su mirada apuntaba que había algo especial en su anhelo, algo menos concreto que una biblioteca.
—Vuestra ansia revela una cruzada personal… —se atrevió a decir.
Vlad la taladró con su mirada de hielo.
—No me importaría que todo quedara destruido a cambio de encontrar una valiosa obra que guardan con celo. Un códice que en el pasado me causó la herida más profunda…
Ella supo que se refería al Códice de San Columcille, pero se cuidó de revelarlo.
—Dicen que el maestro de vuestra escuela es el propio diablo…
Vlad sonrió divertido.
—Sería un honor aprender de la criatura más sabia y poderosa del universo, ¿no crees? —De pronto sus facciones se tensaron y estudió la torre de vigilancia—. El vigía se ha retirado, probablemente un cambio de guardia. ¡Es el momento! —Se volvió hacia la angustiada Dana y, con un siniestro fulgor en los ojos, dijo—: Si intentas algo, verás cómo desollo vivo a tu hijo.
Vlad Radú, con el silencioso Calhan bajo el brazo, cruzó la planicie con paso firme, sin ocultarse. La noche era su medio, sus pálidas pupilas escudriñaban la oscuridad como los felinos. Los monjes estaban lejos y sabía que su presencia no estaba siendo advertida. Cuando llegaron a la vieja cabaña, obligó a Dana a escarbar con las manos hasta que apareció la trampilla de madera. Vlad se inclinó y la levantó sin esfuerzo.
—Ha llegado el momento.
—No tenemos luz…
—¡Vamos! La oscuridad es el mejor cobijo. No te separes de mí.
No era un consejo sino una advertencia. Los tres se adentraron en el corredor y las tinieblas los engulleron. De vez en cuando Vlad se detenía vacilante, pero no tardaba en proseguir la marcha. Dana pensó que tal vez sus ojos estaban acostumbrados a la oscuridad, o tal vez su voluntad era capaz de superar aquel inconveniente.
Cuando la mano de Dana dejó de rozar las losas laterales del pasadizo comprendió que estaba en la cámara central. El
strigoi
manipulaba algo, oyó secos golpes de pedernal y vio el brillo fugaz de las chispas. Un puñado de yesca seca comenzó a arder. Vlad logró encender uno de los cirios depositados sobre la mesa y la cámara se iluminó tenuemente.
Los arreglos efectuados por los monjes eran evidentes: había anaqueles con numerosos libros dispuestos en orden. Otras obras reposaban en las tres oquedades que formaban la planta cruciforme de la cámara.
—El inframundo —afirmó Vlad, exultante.
Dejó a Calhan en el suelo y Dana corrió a abrazar al pequeño. Estaba frío, sus labios amoratados temblaban y gemían palabras incomprensibles. Se dejó rodear por la ternura de su madre, pero en su rostro no había expresión alguna. El odio de Dana aumentaba.
El valaco se acercó hasta los estantes y leyó las etiquetas que colgaban de los ennegrecidos lomos.
—Ésta es la sección griega… —Comenzó a traducir con fluidez los títulos de las obras—: Jámblico:
Sobre los misterios egipcios
, Plótino:
Enéadas
. —Señaló uno de los libros de mayor interés—:
Vida de Apolonio de Tiana
. ¿Sabes? Apolonio de Tiana fue un filósofo y taumaturgo que vivió a principios del milenio. Su poder y sus seguidores fueron tales que rivalizó durante siglos con el propio Cristo. A su muerte, se le erigieron templos en Éfeso y Creta…
Dana, sin dejar de acunar a Calhan, lo contemplaba sorprendida. Había algo atrayente en su aspecto demoníaco… Era un mercenario sin escrúpulos, pero parecía tan erudito como los monjes. Sus manos pálidas rozaban cada volumen con delicadeza y respeto.
Pasó al anaquel de códices latinos. La luz de la vela iba iluminando curiosos títulos: el
Asno de Oro
de Apuleyo,
Sobre los oráculos de la Pitia
, y
Sobre la desaparición de los oráculos
, de Plutarco…, de pronto sus dedos se detuvieron en la
Astrología
de Manilio.
—¡La traducción de Gerberto de Aurillac! —Su rostro expresaba júbilo—. Esta obra es codiciada por príncipes de todo el orbe. En ella puede discernirse el futuro.
Vlad guardó el viejo códice en su bolsa.
—Sin duda la sabiduría que se oculta en este túmulo eclipsa los insufribles tratados teológicos que se enmohecen en la biblioteca superior. ¡Tesoros! ¡Valiosos tesoros del saber ahogados por el intransigente dios de los cristianos!
—Son fervientes cristianos quienes los preservan en las bibliotecas de sus monasterios… —espetó Dana con firmeza.
Vlad hizo caso omiso del comentario y miró el centro de la bóveda.
—¡Hay que subir! —rugió.
Calhan se estremeció y ella lo apretó con fuerza. El
strigoi
ascendió por la escalera de mano e intentó levantar la losa que cubría el acceso, pero fue en vano.
—Está cerrada.
Dana comenzó a angustiarse.
—Entonces no sé cómo acceder sin llamar la atención.
—Entraremos por la puerta del monasterio —dijo Vlad, impasible.
—Pero… ¿y los druidas?
—Sospechaba que no sería tan fácil llegar al corazón de San Columbano, por eso estáis aquí tú y tu hijo. —Su sonrisa siniestra le causó un escalofrío—. Pedirás permiso para entrar. Después, podrás marcharte con él.
Amparados en las sombras, bajo el pórtico del monasterio, Dana y Vlad permanecían en silencio. La lluvia había cesado; una gélida brisa arrastraba las nubes. El valaco había amordazado al pequeño Calhan, aunque Dana sabía que ningún sonido hubiera brotado de su garganta; el miedo corría como veneno por su cuerpo de niño, tal vez jamás se recuperaría del efecto del
strigoi…
—Llevo mucho tiempo esperando este momento…, sólo lamento la ausencia de Brian —susurró clavando su mirada gélida en la mujer—. Llama a la puerta.
Ella vaciló y al momento la daga se acercó a la garganta de Calhan.
¿Qué podía hacer?
Golpeó con fuerza la madera y al poco oyó las voces sorprendidas de los jóvenes iniciados.
—
Pax vobiscum
dijo la joven con voz trémula.
—¡Dana!
Reconoció la voz de Ennis, un muchacho con el que apenas había cruzado unas palabras. La daga de Vlad se posó de nuevo en el cuello del niño.
—Traigo noticias de Mothair.
Tras mirarla a través del portillo, las gruesas trancas fueron retiradas. Vlad se llevó un dedo a los labios y la joven rezó por su alma perdida.
Todo se desarrolló con la breve intensidad de un relámpago. Vlad se abalanzó sobre el joven iniciado y le rebanó el cuello antes de que ni siquiera pudiera advertir quién estaba al otro lado. Instintivamente, Dana tapó los ojos de Calhan para que no viera la espuma sanguinolenta que borboteaba de la boca del joven Ennis antes de caer muerto. Pero el horror fue mayor cuando el valaco se agachó, mojó un dedo en el charco de sangre que se esparcía por el suelo y, con expresión de extático placer, lamió el líquido vital.
—Su energía es ahora mía… —susurró.
—¿Qué clase de demonio sois? —le espetó ella retrocediendo con su hijo en brazos.
El hombre saltó sobre ellos y los obligó a acercarse de nuevo a la puerta.
—¡Son muchos más y están alerta! —advirtió Dana con lágrimas en los ojos—. Ni siquiera vos podríais contra tantos.
Vlad la miró con aire burlón y silbó. El sonido, agudo, muy breve, se expandió por la planicie. Dana quiso gritar, pero el terror le paralizó la garganta. Sombras informes se levantaban de entre la maleza y surgían por los linderos del robledal. La luna, en siniestra connivencia con el
strigoi
, apareció entre las nubes para iluminar aquellas figuras que parecían difuntos recién salidos de sus tumbas. Se acercaban en silencio. Hombres con el rostro cubierto de mugre y ataviados con túnicas raídas y asquerosas. Dana los miraba con los ojos desorbitados. Con ellos llegó un hedor nauseabundo. Parecían sonreír con malicia, llenos de odio y temor. Sólo cuando estuvieron a pocos pasos, comprendió que no eran espectros.
Una docena de hombres andrajosos que sin duda habían permanecido agazapados durante horas, a la espera de oír la señal de Vlad. Entonces Dana recordó la inexplicable desaparición de presos en las mazmorras de la fortaleza vikinga de Limerick y el pánico la estremeció. Estaba rodeada de criminales enloquecidos…, sus ojos destilaban sed de sangre y de venganza. Sus miradas lascivas eran como dagas ardientes y Dana dio un paso atrás y protegió a Calhan con su cuerpo. Iban armados con garfios de carnicero, martillos, hachas y palos con herrumbrosos clavos en el extremo. Vlad poseía su propio ejército, debía haberlo imaginado. Asesinos depravados que no tenían nada que perder.
—Hijos —comenzó Vlad al tiempo que sacaba del
marsupium
un trozo de caña con el extremo ennegrecido por el fuego—, éste es el momento de vuestra liberación…
Se acercó hasta el rincón donde había dejado la vela encendida y aplicó la llama a la caña hasta que empezó a esparcirse un extraño aroma. Dana no identificó la sustancia que humeaba en el interior de la caña, pero intuyó que era una poderosa droga e instintivamente se tapó la nariz y la de Calhan. Los hombres se removieron excitados. Sus gestos ansiosos fueron reveladores: con aquel narcótico, Vlad los había sometido a su voluntad. El
strigoi
se acercó a ellos para que pudieran aspirar profundamente. Sus rostros se expandían y sus ojos brillaban, presas de un malsano frenesí.
—¡A ella no la toquéis! —advirtió con firmeza—. De momento.
Se agitaban excitados, movían los brazos y las piernas como si estuvieran fuera de control. Dana jamás había visto tanta ansia contenida.
—Todos probaréis de nuevo la hierba que acerca al Paraíso, pero antes cumpliréis mi voluntad.
—Estamos aquí para serviros, señor. El resto espera en el camino, tal y como ordenasteis… —susurró uno como si tuviera la lengua hinchada.
Se habían entregado al
strigoi
a cambio de la libertad y de embotar su mente con la misteriosa hierba. Dana los veía más muertos que vivos.
—Nadie del monasterio debe ver la luz del amanecer. ¡Quiero sus cabezas amontonadas bajo este dintel y un cuenco con la sangre de cada uno!
Los hombres gruñeron, levantaron sus armas y se internaron por la puerta como un ejército mientras Dana derramaba lágrimas de culpa.
Él se volvió y, como si hubiera leído sus pensamientos, dijo:
—¿Quién eres tú, miserable mujer, para definir qué es el Bien y el Mal? ¿Tomas como referencia las palabras de aquel judío cobarde que murió como un mero ladrón y que unos pescadores incultos y henchidos de soberbia convirtieron en Dios? ¡No sabes nada! ¿Acaso esos monjes no se pasan la vida ansiando reunirse con el Padre? —Dijo esa palabra con desprecio y burla—. ¡Hoy los que estén en San Columbano lo lograrán! Nuestra Academia es tan antigua como el tiempo, tuvo otros nombres y cambiará siempre que deba guarecerse del terror fanático que recorre las venas de cristianos o musulmanes. Nuestra Verdad seguirá viva y unos pocos elegidos a través del tiempo conocerán el secreto de Dios y reirán despreciando la ignorancia del resto de los mortales.
Se acercó tanto a ella que Dana pudo sentir su aliento. Se estremeció turbada y se maldijo: la poderosa atracción que ejercía ese hombre brotaba de su fuerza interior. Una parte de ella quiso acercarse, ser seducida por aquella energía desbordante, oscura, sugerente. La gélida mirada del
strigoi
logró por un instante que olvidara todo el horror causado.
Vlad sonrió complacido.
De pronto se oyeron gritos procedentes de la iglesia y el refectorio. Los druidas trataban de defenderse de la siniestra horda. Dana sacudió la cabeza, aturdida, y retrocedió. Todo el horror regresó de pronto.
—Maldito seáis…
Vlad tensó sus finos labios.
—Percibo la poderosa energía que fluye en esta remota isla. Aún conserváis la fuerza de la naturaleza: la que mana de los robles milenarios, de la hierba verde, de las piedras de vuestros ancestros… Aquí la mugrienta costra del cristianismo es aún débil. ¡Recibís sumisos el cuerpo de Cristo, pero vuestra alma es pagana! Muchos de vosotros seríais excelentes alumnos en nuestra Academia. Aprenderíais a usar esa energía…
—Tenemos a nuestros druidas…
El hombre la miró con desprecio.
—¿Para sanar cuerpos enfermos? ¿Para hacer vaticinios a partir del vuelo de las aves? ¿Para señalar el tiempo de la siembra y la cosecha? ¿Para bendecir las reses? ¡Yo hablo de poder! ¡De someter la voluntad! En la Scholomancia no estudiamos la naturaleza ni escudriñamos el porvenir… ¡Gobernamos la naturaleza! ¡Modelamos el futuro!
—¿Acaso sois dioses?
El
strigoi
la miró como el maestro mira a sus alumnos el primer día de escuela, pero el fragor de las escaramuzas sonaba cada vez más cercano.