Las horas oscuras (65 page)

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Authors: Juan Francisco Ferrándiz

Tags: #Histórico, Relato

BOOK: Las horas oscuras
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»Mientras, Patrick seguía ausentándose de la isla por largos períodos y siempre volvía con arcas repletas de textos, algunos incluso escritos en ese extraño vegetal al que llaman “papiro”. Cuando regresó precipitadamente de una lejana expedición, la situación causada por su insaciable hermano ya era insostenible, próxima a la insurrección de la mayor parte de los clanes. El clamor fue tan elevado que Cennétig Mac Lorcáin, padre del actual monarca Brian Boru, se vio obligado a intervenir. Redactó un mensaje recomendando a Patrick que asumiera de nuevo el gobierno que le correspondía como primogénito, al menos de forma interina. Se sabe que la carta salió de Cashel, pero jamás llegó a San Columbano… —Morann se pasó la mano por la frente perlada de sudor; los recuerdos se iban oscureciendo y sus facciones se contraían en un rictus de amargura—. Cormac, temiendo que podía perder el reino y sus privilegios, vigilaba a su hermano, tenía ojos y oídos en el monasterio y, cuando llegó el momento de actuar contra Patrick, supo aprovechar mi pecaminosa ambición.

»Se reunió en secreto conmigo y me prometió el cargo de abad del monasterio o un estamento superior dentro de la Iglesia de su reino si le revelaba cómo se podía acceder secretamente al monasterio. Yo sabía que durante las obras de remodelación de la fortaleza se había descubierto esta gruta que se extiende por debajo del
sid
hasta el mar y que fue usada en la Antigüedad. Al construir la capilla, Patrick decidió excavar una galería, que descendía desde el túmulo hasta la gruta, para tener una vía de escape en caso de ataque. Es cierto que se lo revelé a Cormac, pero ignoraba sus verdaderas intenciones. Días más tarde, para mi horror, se desató el desastre.

—Los vikingos…

—Cormac zanjó el asunto a su manera: ¡a sangre y fuego! La vía de escape se convirtió en una trampa para la comunidad.

—Maldito seáis —musitó Guibert, horrorizado.

—¡Los vikingos no tuvieron ninguna piedad! A diferencia del resto de los hermanos, Patrick sabía luchar. Era un guerrero celta de casta noble, y en el continente había depurado su técnica con los
frates
del Espíritu, pero los guerreros de Osgar de Argyll eran demasiados y resultó gravemente herido. Al comprender que el final era inevitable, me tomó del brazo y nos encerramos en la biblioteca. ¡Sólo él y yo seguíamos con vida! La puerta del edificio era recia y resistió lo necesario para que pudiéramos ocultar en el túmulo las varas de Filí y parte de los códices. La herida de Patrick no paraba de sangrar, pero él resistía. Yo lo amaba y admiraba profundamente, ¡mucho más de lo que podáis imaginar! Ya entonces era consciente de las consecuencias terribles de mi traición; ¡estaba arrepentido y aterrorizado! Cuando oí que la puerta se abría, el pánico me dominó. Si me veían con el abad, era hombre muerto. Patrick estaba en el
sid
, bajando los códices que yo le acercaba. Entonces rompí la cadena y cerré la losa. Al salir al
scriptorium
, hinqué las rodillas y grité mi nombre ante los vikingos. ¡Que Dios se apiade de mi pobre alma!

»Entre sollozos juré que estaba solo en el edificio, que Patrick había muerto con los otros monjes. Los vikingos jamás habían visto al abad y me creyeron. Yo era el novicio que le había revelado a Cormac el acceso secreto a través de la gruta y me permitieron salir ileso. Corrí hasta la cabaña junto a la muralla, la que ocupabas tú, Dana. Había sido incendiada. Quise acceder al
sid
pero era imposible; además, aquel acceso llevaba siglos sellado y ahora estaba sepultado por los restos humeantes de la choza. La tumba de Patrick era inviolable desde allí.

Inclinó la cabeza, sin duda avergonzado. Incontables veces había revivido aquel terrible desenlace y deseado haber tenido el valor de morir con su abad y no soportar tanta culpa.

—El remordimiento por tantos pecados nubló mi razón. Asediado por la fiebre y por terribles pesadillas, vagué como una sombra por los restos del monasterio. Cuando se acercaban los druidas me ocultaba en esta gruta. Mi presencia, errática y escurridiza, dio origen a las lúgubres leyendas que han perdurado durante tres décadas.

—¡Erais vos el espectro del monje que vagaba entre las piedras, entre el reino de los vivos y los muertos! —exclamó el druida Naoise, perplejo.

El obispo Morann asintió.

—Osgar me permitió vivir, pero yo temía que Cormac acabara conmigo para eliminar al único testigo del fratricidio y acabé por refugiarme en el monasterio de Kells, ocultando mi identidad. El abad de allí se opuso, extrañado de la repentina llegada de un joven desaliñado que pedía ser acogido en la comunidad, pero mi habilidad para iluminar códices venció las reticencias y el monje Seán, intuyendo que me había iniciado en la técnica, me tomó como alumno.

»Con ese afable monje, casi un año más tarde, alivié mi terrible secreto en confesión. Fue él, descendiente de una larga saga de druidas conocedores de las tradiciones celtas, quien consideró que mi despreciable conducta era digna del mítico rey Cairpre Cara de Gato, y así comenzó a llamarme en la intimidad. A sus órdenes traté de redimirme a través de la iluminación de los códices. A los cinco años de entrar en Kells, acometí el proyecto que ya acariciaba en San Columbano y que los trabajos encomendados por Patrick me impedían: la iluminación de un códice sobre el Apocalipsis de san Juan: mostrar en imágenes de una belleza nunca vista la historia de una humanidad que es destruida por sus pecados pero se renueva gracias a la misericordia de Dios.

»Siete años estuve en Kells y, ya como monje, abandoné la isla y recalé en Iona, donde seguí haciendo penitencias, implorando el perdón del Altísimo. Un día comprendí que ni mortificar mi cuerpo ni iluminar textos sagrados bastaban para redimir mis actos. Debía trabajar para los fieles, entregarme al prójimo. Decidí entonces regresar a Clare y exigir la promesa que Cormac me había hecho años antes. Vencí sus reticencias con duras amenazas y en pocos meses fui consagrado obispo. Siguiendo la alegoría de Seán, escogí un nombre que, al contrario que Cara de Gato, en Irlanda es símbolo de justicia y santidad: Morann, pues así es como prometí actuar hasta el día de mi muerte. —Sus manos se abrieron para abarcar la gruta y los bellos frescos que la cubrían cual un templo cristiano—. Pero jamás olvidé lo ocurrido, y comencé a venir aquí en secreto, para lamentarme y pedir clemencia. Con el tiempo, convertí esta caverna, símbolo del dolor y la traición, en un templo para Dios y sus siervos, Patrick y su comunidad, caídos por mi culpa.

—Durante años gozasteis, en efecto, de una intachable fama de justo, hasta hoy —apuntó el druida Naoise, sarcástico.

Dana pensó que Morann había salvado la vida a Brian, pero sin duda ya no era el mismo hombre.

—¡Acepté la llegada de Brian de Liébana con serenidad! —afirmó con vehemencia—. ¡Defendí la fundación del nuevo monasterio y lo salvé de la ira de Cormac! Contuve los frecuentes arrebatos de cólera del rey mientras daba gracias a Dios de que nuevos monjes bendijeran San Columbano. Cormac temía que el acceso al túmulo fuera encontrado por casualidad, pero yo he vivido años en monasterios y conozco las costumbres de los monjes: dudaba que se dedicaran a buscar trampillas selladas y pasajes sepultados. —Esbozó una agria mueca; para su desgracia, el monarca había tenido razón desde el principio—. En mi ingenuidad, confié en que el pasado hubiera quedado sepultado para siempre. Así se lo advertí a Brian, pero él tenía otros planes. Yo ignoraba que venía alentado también por el Espíritu de Casiodoro.

—Todo cambió cuando hallamos el cuerpo de Patrick… —indicó Dana.

Morann levantó las manos, temblaba todo él.

—La culpa regresó con más fuerza que nunca. Yo era el traidor que Patrick denunciaba. El terror de ser descubierto me nubló la razón. Había logrado redimirme, pero si Brian descubría lo ocurrido… Cuando era joven lo confesé todo al hermano Seán, pero ahora soy el obispo de Clare, el pastor que guía a esta comunidad, y así debía mantenerse por el bien de todos. Era más útil para Dios que el secreto siguiera sepultado, y eso sólo era posible si conseguía que la comunidad se marchara.

Guibert se envalentonó y avanzó hacia Morann.

—Tratasteis en vano de alentar el miedo atávico que sienten los irlandeses a los túmulos y la amenaza del fin del milenio, pero sabed que no teníamos intención de marcharnos.

—Mi miedo fue creciendo a partir del día de Navidad —reconoció Morann, pálido—. Mi alma se infectó con acciones perversas que harían huir despavorida a cualquier comunidad de monjes y escuché los consejos del Maligno que aún reside en lo más hondo de mi ser. ¡He pecado contra el quinto mandamiento! —Sus ojos se posaron sobre el códice mutilado que presidía la mesa—. Al verme caído de nuevo, destruí mi obra más sublime, este Apocalipsis. Con cada fragmento pretendía anunciar que las desgracias no habían concluido.

Brigh dio un paso adelante y Morann, incapaz de soportar su profunda mirada de reproche, se encogió. Tratando de escapar a su influjo, prosiguió:

—Gracias a esta gruta con salida en la capilla no me resultaba difícil colarme en el monasterio. Provoqué el incendio, maté al monje Roger y al joven artesano.

—Yo os vi en el cementerio —dijo Dana con pena en la voz.

—Siempre me acercaba hasta la tumba de Patrick. —Las lágrimas rodaban libres por el rostro del obispo—. Durante años lloré ante la cruz de piedra, pero en ese momento pisaba sus huesos en el intento de acallar sus lamentos. Podrían haber muerto más monjes, pero alguien intuía mi presencia y seguía mis pasos.

—Brigh —indicó Dana tocando el pelo negro de la joven, a su lado.

—Los crímenes detuvieron las obras, pero la comunidad se mantenía firme en su decisión de no abandonar el monasterio. El terror se extendió por el reino y Cormac intervino a su modo: repitió la treta que hace treinta años le supuso seguir reinando. Tenía la excusa perfecta para arrasar el monasterio sin tener que enfrentarse al piadoso rey de Munster y a la comunidad eclesiástica de Irlanda. —Entonces agitó la cabeza—. Pero, para sorpresa de todos, los monjes tenían el valor y el arrojo de Patrick y el plan fracasó. Cuando supe que Brian y el hermano Michel habían interrogado a Osgar, el pánico se tornó en terror. La verdad no tardaría en saberse. Entonces pensé en desaparecer…

—Todos pensaban que habíais sido víctima del hermano Michel —afirmó Naoise—. Él era el centro de todas las sospechas.

Morann sonrió.

—Desde que nuestras miradas se cruzaron el día de Navidad, creí que Michel sospechaba de mí. —Negó con la cabeza y se encogió de hombros—. El oscuro
strigoi
que acecha el monasterio nos advirtió de su astucia, pero se equivocó. La noche en que de manera inesperada Brian fue apresado en la fortaleza, él permanecía vigilando el barranco. Cuando oyó los avisos de la guardia, se escabulló y acudió a mi abadía. —El obispo hizo una pausa y luego añadió—: Lo cogí desprevenido y lo golpeé hasta dejarlo sin sentido. La sangre que han hallado es de él, no mía. Entonces creí que, con Brian en poder de Cormac, un nuevo ataque podría sentenciar el monasterio. ¡Aún podía salvarme! Incendié el pozo y la abadía para cumplir así con la profecía del quinto ángel del Apocalipsis. Antes de que mis clérigos despertaran alertados por el humo, yo ya había escapado por la puerta trasera con el inconsciente
frate
Michel oculto en un pequeño carro.

Morann tomó la vela y se acercó hasta la parte opuesta del muro. A ras de suelo había una oquedad. El monje más anciano permanecía maniatado, con los ojos cerrados. Exclamaciones de sorpresa reverberaron en la caverna.

—Sabe demasiado, pero no quiero matarlo. No más sangre… —musitó el obispo. Miró a cada uno de los allí presentes. Eran muchos—. Decidí ocultarme aquí hasta que la sentencia Brehon fuera ejecutada, Brian enterrado y los monjes desterrados, pero me habéis descubierto, lo que evidencia que a Dios se le ha agotado la paciencia. El Justo exige el pago por mis pecados y a mí ya no me quedan fuerzas para demorar el destino.

—Si tanto buscáis el perdón —dijo Dana con voz temblorosa—, ¿por qué permitís la muerte de un inocente? —Dio un paso adelante—. Si no queréis que se derrame más sangre, ¡evitad la muerte de Brian de Liébana! —El obispo alzó la mirada y entonces ella añadió con vehemencia—: ¡Pregonáis sin descanso vuestro amor por Patrick O’Brien! ¡El nuevo abad quiso honrar su memoria!

»Vos podéis convencer al rey Cormac de que alguien como Brian nunca habría intentado matarlo. Eso iría en contra de todo lo que predica el Espíritu de Casiodoro. Vos conocéis su amor por la sabiduría, por esas obras rescatadas en todos los rincones del mundo.

»¡Puedo narraros todas y cada una de las veces que han hablado de ello, describiros con qué mimo tratan los libros rescatados del túmulo, cómo los han ordenado en la nueva biblioteca, pero tengo algo más que palabras! —En ese momento sacó del
marsupium
las hojas de pergamino sustraídas de las entrañas de la Virgen negra y se las tendió—. Son parte de unas memorias, pertenecen a Brian de Liébana. Narran la búsqueda de una biblioteca en una ciudad perdida… Leedlas, os lo ruego.

Morann, presa de una gran tribulación, dejó el
scramax
, tomó las amarillentas vitelas y se inclinó sobre la vela. Durante la lectura, el tono encendido de su piel, fruto de esos últimos momentos de desesperación, dio paso al color de la cera. Pálido, leía con fluidez línea tras línea, ajeno al repentino temblor de las manos que sacudía el pergamino. Su rostro cambió de tal modo que Dana comenzó a inquietarse. Esperaba que el relato del viaje atemperara su alma emponzoñada y se aviniera a ayudarlos, pero de pronto tenía la sensación de que en el escrito había algo profundo y revelador que ella no había sabido ver.

Cuando terminó, Morann levantó la mirada, de nuevo empañada, y le devolvió las vitelas. Intentó hablar pero las palabras no salían de su boca. Durante un tiempo luchó para vencer la angustia que atenazaba su garganta.

—¿Lo comprendéis ahora? —inquirió Dana, impresionada ante el efecto causado por el relato—. Brian también viajó por el orbe tratando de salvar la memoria del pasado.

—Estas memorias no son de Brian…

La joven se agitó desconcertada.

—¿Cómo decís?

—Esta crónica —comenzó señalando los pergaminos— la escribió Patrick O’Brien hace treinta y un años. Compartió conmigo la emoción de su aventura y yo incluso me ofrecí a dibujar al detalle la ciudad olvidada de Petra para que los hermanos pudieran regocijarse en su belleza. —Tragó saliva y se volvió hacia la oscuridad donde estaba el monje cautivo—. Cuando el día de Navidad vi al hermano Michel, cercano a la senectud, sospeché que podría tratarse del mismo monje al que tantas veces citaba Patrick. Por eso me fui precipitadamente del monasterio; su presencia acabó de convencerme de que tenía que intentar que la comunidad abandonara este
tuan
.

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