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Authors: Juan Francisco Ferrándiz

Tags: #Histórico, Relato

Las horas oscuras (62 page)

BOOK: Las horas oscuras
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Al divisar el contorno de la gran abadía de Kells, que se alzaba orgullosa sobre un suave valle cubierto de frescos pastos, sonrió con orgullo. Algunas ovejas de testuz negra levantaron la cabeza y observaron impasibles el rápido paso de aquella amazona.

El cenobio contaba con una torre circular semejante a la de San Columbano pero aún más alta. Numerosos edificios se arremolinaban en torno a una gran iglesia que podía albergar a cientos de fieles más el coro, de casi un centenar de monjes. Kells era uno de los monasterios más importantes de Irlanda. Poseía haciendas y ganado que eran atendidos por un ejército de trabajadores que residían en la aldea que había florecido extramuros, donde habían proliferado toda clase de negocios, tabernas y posadas. Esa mañana el sol se ocultaba tras un manto gris y una fina bruma difuminaba los detalles. Los puestos del mercado estaban cubiertos con gruesos lienzos de lino; sólo unos pocos habitantes deambulaban por ahí como sombras, ateridos de frío. Descabalgó y atravesó la población por un amplio camino de tierra que moría en las puertas exteriores del recinto monástico.

Por encima del murete que aislaba el cenobio, podía adivinarse el amplio refectorio, el edificio principal, donde se hallaban las celdas de los monjes, la sala capitular y las techumbres dispersas de numerosos edificios auxiliares.

Ofreció un generoso donativo para captar la atención del somnoliento cicellero y le solicitó una audiencia inmediata con el abad. Para vencer las últimas reticencias le informó que había visto el Códice de San Columcille. El hombre lucía una espesa barba, lo que denotaba su condición de lego; no obstante, sabía bien a qué libro se refería aquella bella joven de áureos cabellos y no se demoró en hacerla pasar.

Aquí y allá había cruces celtas de piedra, con el característico anillo que circundaba los brazos del símbolo cristiano y cubiertas de verdín. Existían en toda la isla, la mayoría eran antiguas, talladas después del paso de san Patricio evangelizando el lugar, por lo que el desgaste apenas permitía apreciar los detalles; pero las de Kells conservaban intacta la compleja ornamentación celta del anillo, que los druidas relacionaban con el sol y con otros símbolos mucho más antiguos que los del dios carpintero. No le hizo falta detenerse para atisbar en sus relieves la representación de personajes bíblicos como Adán, Eva, Noé… y escenas de batallas en las que la desnudez de los guerreros evocaba tradiciones celtas. Deseó entrar en la iglesia, convencida de que sería un templo magnífico, pero no era el momento. Se acercaban al edificio principal.

Atravesaron el pórtico y avanzaron por un pasillo flanqueado por estrechas puertas de roble hasta una austera sala en la que sólo había una mesa y dos banquetas.

—Esperad aquí —indicó el monje.

Casi una hora más tarde entró el abad. Tenía aproximadamente cincuenta años y unos ojos grises llenos de inteligencia. Dana se levantó al instante; era consciente de la influencia y el prestigio de aquel monasterio, alcanzado en gran parte gracias al buen hacer de los abates que lo habían gobernado. Aquel monje, de constitución recia y aspecto cuidado, dirigía el cenobio y sus propiedades como un auténtico monarca, se codeaba con reyes y obispos, y sus maneras pausadas revelaban que estaba preparado para ello. Miraba a Dana con expresión cautelosa.

—Mi nombre es Kennedy y soy el superior de esta humilde abadía. —La observaba intrigado—. Como podréis comprender, vuestra afirmación me ha causado gran desasosiego.

Ella le explicó el motivo de su búsqueda y le mostró los fragmentos del Apocalipsis y los bocetos más antiguos.

Kennedy se sentó en una de las banquetas y señaló la otra. La grisácea luz se filtraba a través de un estrecho ventanuco que iluminaba suficientemente la cámara. El monje examinó con detenimiento las vitelas; había un brillo extraño en su mirada.

—Señor —dijo finalmente Dana sin poder esperar más—. ¡Debo dar con el monje que iluminó el códice al que pertenecen estos fragmentos! ¡Podría ser el responsable de los hechos ocurridos en San Columbano! Si logramos salvar el monasterio estoy convencida de que no dudarán en restituir el Códice de San Columcille a su lugar original, Kells.

A Kennedy no le pasó desapercibida la familiaridad con la que se había referido al abad. Dejó los pergaminos sobre la mesa y levantó la mirada hacia el ventanuco. Hacía muchos días que no veían el sol ni recibían sus reconfortantes rayos.

—He oído hablar del hermano Brian. La versión que nos ha llegado respecto de su detención en los aposentos de Cormac me ha disgustado enormemente… Decidme, ¿cómo es posible que esa comunidad posea el Códice de San Columcille?

—Sólo sé que hace muchos años le fue entregado voluntariamente a Patrick O’Brien, señor de Clare, que renunció a su reinado por la fe. Brian lo ha traído para protegerlo de un mal que pretende destruirlo. —Dana suspiró con tristeza—. Es mucho lo que aún permanece velado para mí, y ninguno de los
frates
tendrá la oportunidad de venir a explicaros la verdad, pero si existe un iluminador capaz de realizar este Apocalipsis, sin duda en esta afamada abadía debéis de conocerlo.

El abad la evaluó con sus brillantes ojos grises, impresionado por la fuerza que emanaba y por el anhelo de su mirada.

—No sé qué autoridad tenéis sobre San Columbano para garantizarme la devolución del Gran Evangelio, pero sí sé que no mentís. Tanto los fragmentos del Apocalipsis como los bocetos iniciales tienen una calidad sorprendente. Hacía años que no veía algo así. Acompañadme.

Abandonaron la pequeña estancia y enfilaron el corredor hasta la puerta del fondo.

—Muy pocos seglares, y menos una mujer, han entrado en el
scriptorium
, pero dadas las circunstancias…

Cuando Dana cruzó el dintel, imaginó la expresión de asombro de Guibert si la hubiera acompañado. En bancos similares a los de San Columbano, casi dos docenas de monjes ya habían comenzado la jornada caligrafiando e iluminando códices. El olor de los tintes y de la piel recién curtida flotaba en la larga cámara con anchos ventanales. Reinaba un silencio sobrecogedor, sólo quebrado por el crujir de la madera cuando alguno de los copistas cambiaba de postura, el palmear de las manos entumecidas y el crepitar de los leños que ardían en el hogar.

El abad sonrió con orgullo ante el asombro de la mujer. Los monjes interrumpieron su labor para observar turbados a aquella bella joven que violaba su santuario. Atravesaron la estancia hasta el final, donde se erigía un atril decorado con adornos vegetales. Una cadena dorada colgaba a un lado.

—Aquí reposaba el Códice de San Columcille hasta que le fue prestado a Patrick O’Brien hace más de tres décadas —indicó el abad, evidenciando que sabía más de lo que había mostrado en un primer momento—. Sabemos que la fuerza de sus imágenes ha logrado redimir almas tan negras como el tizón, pero su lugar es éste y aún aguardamos su retorno.

—Ningún abad ha tocado el atril con la esperanza de volver a encadenarlo de nuevo, para gloria de Dios y de Kells.

Quien había hablado era un anciano de gesto afable que se acercaba renqueante.

—Es nuestro hermano Ronan, bibliotecario y director del
scriptorium…
Kennedy señaló el
marsupium
que portaba Dana—. Si hay alguien aquí que puede identificar la mano que efectuó estos trazos es él.

Dana sacó al instante los fragmentos y se los entregó. Ronan, sin atender a las atropelladas explicaciones de la joven, se acercó a uno de los ventanales; caminaba encorvado y arrastrando los pies. Con serenidad, bajo la mortecina luz diurna observó las imágenes.

—¿Cuándo se pintó el Apocalipsis? —preguntó Dana con demasiado ímpetu.

Ronan permaneció abstraído durante una eternidad.

—Qué maravilla… —musitó por fin mientras sus manos temblorosas alzaban las vitelas—. Es un pecado haber rasgado estas páginas…

Dana sentía el palpitar acelerado de su corazón. En aquellos momentos de quietud, las energías que le proporcionaba el brebaje de los druidas se traducían en malsana ansia.

—Hermano Ronan —comenzó, tratando de que su voz no sonara demasiado afectada—, ¿sabéis quién ha podido iluminar ese Apocalipsis?

El hombre tardó un par de minutos en hablar. La joven se retorcía las manos. Los monjes observaban atentos la escena.

—Son muy pocos los que aún dominan esta técnica. Tal vez en Derry, en Armagh o en Glendalough quede alguien capaz de iluminar así… Y en la gran isla del este… puede que en Druhan o en Glastonbury.

Aquello desesperó a Dana. Las posibilidades se dispersaban fuera de su alcance.

—¿Y en Kells?

Ronan se acercó a un banco y al momento varios monjes le rodearon. Con su habitual parsimonia, tomó unos cristales de aumento similares a los que usaban Michel y Guibert. Respiró profundamente varias veces mientras susurraba en recogimiento, ajeno a los presentes. Cuando al fin levantó los párpados, bizqueó de un modo extraño. Dana pensó en la extraña actitud de Guibert cuando lo sorprendió en el
scriptorium
.

Ronan estuvo observando aquella imagen durante casi una hora; luego tomó una pluma del tintero con una cánula afiladísima y ejecutó un preciso trazo curvado. Poco después, sus manos volaban precisas sobre diferentes plumas y tintes.

Dana creyó estar presenciando un extraño ritual mágico en vez del paciente arte de dibujar en vitela. El monje había escogido al azar una pequeña parte del primer fragmento.

Agotada, tomó asiento en uno de los bancos y al instante hizo un gesto de disculpa al ver la reprobatoria mirada de los monjes cuando la banqueta crujió bajo su peso. Sólo el sonido de la respiración de Ronan se escuchaba en la amplia estancia. Dana se había quedado medio dormida cuando la sobresaltó la voz exultante del anciano.

—¡Ya está! No hay duda, se ha usado la técnica. —El hermano Ronan estiró los brazos para desentumecerlos. Un pequeño grifo de un tamaño no mayor que la yema del dedo meñique brillaba con vivos colores—. Ni siquiera me he aproximado a la calidad de esas miniaturas. ¡Necesitaría semanas para igualarlas! Estamos ante un verdadero maestro.

—¿Sabéis quién…? —demandó Dana.

Pero el monje no parecía tener ninguna prisa. Estaba maravillado de haber encontrado una nueva obra iluminada con esa técnica. Sus dedos rozaban los fragmentos del Apocalipsis con veneración.

—La vitela es de primera calidad, de un ternero casi recién nacido. Proviene de este monasterio. Nuestros hermanos curtidores siguen una tradición de generaciones, es fácil reconocer la finura de esta piel.

La afirmación causó un revuelo entre los monjes. Kennedy alzó las manos para imponer silencio.

—Los tintes usados para el color también son reveladores —continuó Ronan—. El rojo brillante normalmente procede de unas cochinillas especiales del Mediterráneo, pero me inclino a pensar que en este caso se trata de rejalgar, un curioso mineral que se encuentra en las bocas y las chimeneas de los volcanes, al igual que el oropimente, que se ha utilizado para conseguir ese amarillo tan radiante como el mismo sol. El verde brillante es malaquita. Pero lo más extraordinario es el azul; esa viveza sólo se consigue con lapislázuli, una piedra que se importa desde una remota región de Asia. Es realmente difícil de obtener y, que yo sepa, en toda Irlanda sólo aquí tenemos lapislázuli permanentemente.

—¿Cuándo se pintó? —preguntó Dana, sobrecogida ante aquella exhibición de conocimientos.

—Los trazos son idénticos a los de los bocetos —contestó el anciano confirmando las sospechas de Guibert—, eso demuestra que su pulso y sus conocimientos eran los de entonces, y el estado de la piel lo refrenda. —Entonces Ronan hizo una pausa, miró a Dana y añadió—: El Apocalipsis mutilado fue iluminado hace unos veinticinco años por un hombre cuya cabeza estaba poblada por una mata de pelo rojiza y lacia, renuente a encanecerse, y que llevaba un riguroso voto de pobreza. No formaba parte de ninguna comunidad numerosa.

Dana lo miraba con los ojos muy abiertos.

—Pero… ¿cómo sabéis eso?

Ronan sonrió.

—Un cabello quedó retenido entre los tintes cuando aún estaban húmedos y ha permanecido en el pergamino hasta hoy. —Con un finísimo punzón señaló el inapreciable pelo—. Su desvaído tono natural aún se conserva. En otro de los fragmentos quedaron atrapadas fibras de la lana de la túnica, de las mangas. El color gris, descolorido, revela que se trata de un hábito viejo y gastado. Los iluminadores son los monjes que gozan de mayor prestigio y reconocimiento en los cenobios. No realizan labores en el campo, por lo que sus hábitos suelen estar en buenas condiciones y conservan el tinte negro durante años. Sin duda este clérigo no poseía tales privilegios.

Dana se volvió hacia el abad con el corazón en un puño, sólo le quedaba una pregunta por formular.

—¿Hay algún monje en este monasterio que encaje con esa descripción?

Kennedy reflexionó unos instantes.

—Hace unos años unas fiebres se cebaron con el valle y el monasterio. Muchos hermanos murieron, la mayoría ancianos.

—Puede que el hermano Seán sepa algo —indicó un joven monje con cierta timidez—. Si ese códice se pintó aquí, no pudo pasar desapercibido.

—Seán tiene ochenta años y ha vivido toda su vida en el monasterio —musitó otro sonrojándose al cruzar su mirada con la de Dana.

—Sí, había pensado en él, pero su mente senil vaga por extraños mundos desde hace tiempo —replicó el abad, disgustado ante la intervención espontánea de los monjes copistas.

Dana dio un paso al frente.

—He hecho un largo viaje, abad Kennedy. Con toda humildad apelo a vuestra caridad para que me permitáis hablar con ese monje —suplicó—. Tal vez sea en vano, pero hay muchas vidas en juego. Vale la pena intentarlo.

El hombre permaneció pensativo un instante, miró a Ronan y, al ver que éste asentía, aceptó.

Todos sentían curiosidad por conocer la identidad del extraordinario iluminador que había trabajado en ese mismo
scriptorium
.

La celda olía a orines. El hermano Seán se hallaba sentado en una banqueta y con las manos y la barbilla apoyadas en una vara de endrino. Tenía la mirada perdida y su desdentada boca temblaba como si conversara en silencio con entes invisibles. Al ver al abad, al bibliotecario y a una joven mujer, no se movió.

—Hermano Seán —comenzó Kennedy—, lamento molestaros, pero deseamos que observéis unos pergaminos.

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