Las huellas imborrables (5 page)

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Authors: Camilla Läckberg

BOOK: Las huellas imborrables
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–Vale, iré, pero sólo a mirar. Aunque tendrás que coger a Maja mientras yo estoy dentro. Y ni una palabra a Erica, se pondría como una furia si supiera que me la he llevado a un asunto de trabajo.

–Prometido –aseguró Martin con un guiño. Les hizo una señal a Bertil y a Gösta y metió primera–. Nos vemos allí.

–Vale –respondió Patrik, con la firme sensación de que estaba a punto de hacer algo que lamentaría. Pero la curiosidad se impuso al instinto de supervivencia, giró el cochecito de Maja y emprendió el camino a Hamburgsund con paso presuroso.

–¡Fuera todo lo que sea de pino! –declaró Anna en jarras y haciendo un esfuerzo por parecer terrible.

–¿Qué tiene de malo el pino? –preguntó Dan rascándose la cabeza.

–¡Es feo! ¿Alguna objeción? –repuso Anna sin poder aguantar ya la risa–. No pongas esa cara, cariño… Pero tengo que insistir, no hay nada más feo que los muebles de pino. Y lo más feo de todo es la cama, sin duda. Además, no quiero dormir en la misma cama que tú y Pernilla. Puedo soportar vivir en la misma casa, pero la misma cama… ummm… no.

–Puedo comprender ese argumento, pero nos saldrá muy caro comprar un montón de muebles nuevos… –respondió Dan con semblante preocupado. Desde que Anna y él se hicieron novios, decidió conservar la casa, pese a todo, pero aún no le salían las cuentas.

–Yo sigo teniendo lo que me pagó Erica cuando me compró la mitad de la casa de mis padres. Lucas nunca consiguió echarle el guante a ese dinero. Así que cogemos un poco y vamos a comprar muebles nuevos. Vamos juntos, si quieres. De lo contrario, puedes darme alas si te atreves.

–Créeme si te digo que será un placer no tener que escoger muebles. Mientras no sea nada totalmente extravagante, puedes comprar lo que quieras. Bueno, ya está bien de tanta conversación, ahora ven aquí y dame un beso. –La atrajo hacia sí y la besó larga y apasionadamente y, como solía suceder, la cosa se puso al rojo vivo. Dan acababa de empezar a desabrocharle el sujetador cuando alguien abrió de un empujón la puerta de la calle y entró en la casa. Puesto que no había obstáculo alguno entre el vestíbulo y la cocina, no pudieron esconder lo que estaban haciendo.

–Joder, qué asco, ¿os estáis morreando en la cocina? –Belinda pasó como un rayo al lado de Anna y de Dan y subió a toda prisa a su habitación, con la cara encendida de rabia. Al final de la escalera, se detuvo y gritó:

–¡Me vuelvo con mamá tan pronto como pueda! , ¿lo pilláis? Allí al menos no tendré que veros metiéndoos la lengua en el gaznate a todas horas. Sois ridículos. ¡Es asqueroso! ¿Lo pilláis?

¡Pum! La puerta de la habitación de Belinda retumbó al cerrarse y ambos oyeron desde abajo que la cerraba con llave. Un segundo más tarde, resonó la música a todo volumen y los platos de la encimera empezaron a tintinear al mismo ritmo.

–Pues vaya –dijo Dan haciendo una mueca sin apartar la vista del piso de arriba.

–Sí, «pues vaya» es la expresión correcta, diría yo –observó Anna zafándose del abrazo de Dan–. Sí que le está costando. –Anna cogió los platos, que seguían tintineando, y los puso en el fregadero.

–Pero, qué demonios, tendrá que aceptar que haya conocido a otra persona –repuso Dan irritado.

–¡Intenta ponerte en su lugar! Primero, Pernilla y tú os separáis, luego pasan por tu vida… –Anna sopesó sus palabras como en una balanza de oro– unas cuantas chicas que van y vienen, y luego llego yo y me mudo a tu casa con dos niños pequeños. Belinda sólo tiene diecisiete años y eso es de por sí bastante problemático. Y además tener que vérselas con tres extraños que se mudan a casa…

–Sí, ya, ya sé que tienes razón… –suspiró Dan abatido–, pero no sé cómo tratar a los adolescentes. Quiero decir, ¿debo dejarla en paz, o quizá se sentirá ignorada si lo hago? ¿O debo insistir y arriesgarme a que piense que la estoy atosigando? ¿Dónde coño está el manual de instrucciones?

Anna se echó a reír.

–A mí me parece que ya en el hospital se olvidaron de adjuntar el manual. Pero deberías intentar hablar con ella. Si te da con la puerta en las narices, por lo menos lo habrás intentado. Y luego lo intentas otra vez. Y otra. Tiene miedo a perderte. Tiene miedo a perder el derecho a ser pequeña. Tiene miedo de que nos quedemos con todo, ahora que nos hemos mudado. No es tan raro.

–¿Y qué he hecho yo para merecer una mujer tan sensata? –preguntó Dan atrayéndola de nuevo hacia sí.

–Pues no sé –respondió Anna sonriendo y ocultando la cara en su pecho–. Pero en realidad, no soy tan sensata. Sólo lo parezco, en comparación con tus últimas conquistas.

–Pero bueno –rio Dan abrazándola fuerte–. No te pongas así. De lo contrario quizá nos quedemos con la cama de pino…

–¿Tú quieres que me quede aquí o no?

–Vale, tú ganas. Dalo por descartado.

Ambos rieron. Y se besaron. Sobre sus cabezas retumbaba la música pop a un volumen ensordecedor.

Martin vio a los chicos en cuanto entraron en la explanada que se extendía delante de la casa. Estaban a un lado, ambos encogidos, tiritando levemente. Los dos estaban igual de pálidos y parecieron claramente aliviados cuando vieron llegar los coches de policía.

–Martin Molin –se presentó Martin dándole la mano al chico que tenía más cerca, que, con un susurro, dijo llamarse Adam Andersson. El otro chico, que estaba justo detrás, se excusó con un gesto de la mano derecha y explicó un tanto abochornado:

–He vomitado y me limpié con… Bueno, que no creo que deba darle la mano a nadie.

Martin asintió comprensivo. Él también había experimentado la misma reacción física en los casos de muerte y, desde luego, no era nada de lo que avergonzarse.

–Bueno, a ver, ¿qué ha ocurrido? –preguntó dirigiéndose a Adam, que parecía más sereno. Era más bajo que su amigo, con las mejillas cuajadas de rabiosos abscesos de acné y el pelo rubio un poco más largo.

–Pues… es que íbamos a… –Adam miraba a Mattias en busca de apoyo, pero este se encogió de hombros sin más, de modo que Adam continuó–. Sí, pensábamos entrar y echar un vistazo a la casa, puesto que parecía que los dos viejos estaban de viaje.

–¿Viejos? –preguntó Martin–. ¿Ahí viven dos personas?

Ahora fue Mattias quien respondió.

–Son dos hermanos. No sé cómo se llaman de nombre, pero mi madre seguro que lo sabe. Lleva desde junio encargándose de su correo. Uno de los dos suele pasar fuera todo el verano, el otro no. Pero esta vez, nadie cogía el correo del buzón, de modo que pensamos que… –El chico dejó la respuesta inconclusa y clavó la vista en sus zapatos. El cadáver de una mosca seguía aún pegado a la parte superior y, muerto de asco, el muchacho dio un fuerte zapatazo para quitársela–. ¿Será él el que está muerto ahí dentro? –preguntó levantando la vista.

–En estos momentos, vosotros sabéis más que nosotros –respondió Martin–. Pero continúa. Pensabais entrar en la casa, ¿qué ocurrió después?

–Mattias encontró una ventana que podía abrirse y fue el primero en trepar hasta ella –contó Adam–. Luego me ayudó a subir. Cuando saltamos al interior de la habitación, notamos algo que crujía bajo las suelas de los zapatos, pero estaba demasiado oscuro y no vimos qué era.

–¿Oscuro? –lo interrumpió Martin–. ¿Por qué estaba oscuro? –Con el rabillo del ojo comprobó que Gösta, Paula y Bertil aguardaban expectantes detrás de él y escuchaban con atención lo que decían los muchachos.

–Todos los estores estaban bajados –explicó Adam en tono paciente–. Pero subimos el de la ventana por la que habíamos entrado y entonces vimos que el suelo estaba cubierto de moscas muertas. Y el olor era asqueroso.

–Completamente asqueroso –coreó Mattias, que aún parecía combatir las arcadas.

–¿Y después? –los animó Martin.

–Después avanzamos por la habitación y nos acercamos a la silla del escritorio, cuyo respaldo estaba vuelto hacia nosotros, así que no se veía si había alguien sentado. Y tuve la sensación de que… bueno, en fin, he visto tantos capítulos de
CSI
, y sumé olor repugnante y moscas muertas y eso… y bueno, no hay que ser Einstein para sacar la conclusión de que allí había algo muerto. Total, que me acerqué a la silla y le di la vuelta… ¡y allí estaba el hombre!

Era obvio que Mattias lo revivía todo en su mente, porque el chico volvió la cara y vomitó en el césped, a su espalda. Se limpió la boca con la mano y susurró un tímido «lo siento».

–No pasa nada –aseguró Martin–. A todos nos ha pasado alguna vez al ver un cadáver.

–A mí no –intervino Mellberg con aire de superioridad.

–A mí tampoco –se sumó Gösta.

–Pues no, a mí tampoco, jamás –declaró Paula.

Martin se dio media vuelta y les dedicó una mirada asesina.

–Es que tenía una pinta asquerosa –explicó Adam. Pese al sobresalto, parecía hallar cierto placer en la situación. A su espalda Mattias temblaba una vez más, medio inclinado hacia el suelo, aunque no parecía que le quedara más que bilis.

–¿Alguien puede llevar a los chicos a su casa? –preguntó Martin dirigiéndose a todos sus compañeros en general y a ninguno en particular. Primero se hizo el silencio y luego se oyó a Gösta:

–Yo puedo hacerlo. Venga, chicos, os llevo a casa.

–Vivimos sólo a unos doscientos metros de aquí –aclaró Mattias con voz débil.

–Entonces os acompaño dando un paseo –atajó Gösta indicándoles que lo siguieran. Ambos echaron a andar arrastrándose, como suelen hacer los adolescentes; Mattias con expresión de gratitud en el semblante, Adam manifiestamente decepcionado por perderse la continuación.

Martin los siguió con la mirada hasta que se perdieron más allá del cambio de rasante y dijo con voz nada esperanzadora:

–En fin, vamos a ver lo que tenemos ahí.

Bertil Mellberg carraspeó un poco.

–Pues… desde luego, no me cuesta nada esto de los cadáveres y esas cosas… En absoluto… He visto montones en mi vida. Pero alguien debería quedarse a controlar… los alrededores. Quizá lo más conveniente sea que yo, como superior y más experimentado de todos nosotros, me encargue de esa tarea –propuso con un nuevo carraspeo.

Martin y Paula intercambiaron una mirada jocosa, pero Martin recompuso enseguida el gesto y asintió:

–Pues sí, creo que tienes razón, Bertil. Mejor que alguien de tu experiencia inspeccione la parcela. Paula y yo entraremos a echar una ojeada.

–Sí… exacto. Ya decía yo que será lo más inteligente. –Mellberg se balanceó ligeramente sobre los talones, pero se alejó enseguida por el césped.

–¿Entramos? –preguntó Martin. Paula asintió.

–Cuidado –advirtió Martin antes de abrir la puerta–. No podemos destruir ninguna huella por si se demuestra que no falleció de muerte natural. Echaremos un vistazo, simplemente, antes de que vengan los técnicos.

–Tengo a mis espaldas cinco años de experiencia en homicidios en la provincia de Estocolmo. Sé cómo hay que conducirse en un posible escenario del crimen –respondió Paula, aunque sin rastro de acritud.

–Sí, perdona, si ya lo sabía –se disculpó Martin avergonzado, aunque se centró enseguida en la tarea que tenían por delante.

Un ominoso silencio reinaba en la casa cuando entraron en el vestíbulo. No se oía ni un solo ruido, salvo el de sus propios pasos sobre el suelo de la entrada. Martin se preguntó si aquel silencio habría resultado igual de torvo de no haber sabido que allí dentro había un cadáver, y llegó a la conclusión de que no.

–Ahí dentro –susurró, aunque enseguida cayó en la cuenta de que no había motivo para hablar bajito, de modo que repitió ya en un tono normal, que retumbó en las paredes–. Ahí dentro.

Paula iba tras él, justo detrás. Martin dio un par de pasos hacia la habitación, que debía de ser la biblioteca, y abrió la puerta. El extraño olor que habían percibido al entrar en la casa se intensificó ahora mucho más. Los chicos tenían razón. Había montañas de moscas en el suelo. Y cuando Martin y Paula, por ese orden, entraron en la habitación, oyeron el mismo crujir que los chicos bajo sus pies. Era un olor denso y dulzón, y sería una milésima parte de lo que debió de ser al principio.

–Bueno, no cabe duda de que aquí ha muerto alguien hace ya bastante tiempo –observó Paula al tiempo que tanto ella como Martin clavaban la mirada en lo que había al fondo de la habitación.

–No, no cabe la menor duda –convino Martin con un gesto desagradable en la boca. Hizo de tripas corazón y cruzó con cuidado la habitación en dirección hacia el cadáver que estaba en la silla.

–¡Quédate ahí! –le dijo a Paula alzando una mano. La colega no se movió de la puerta. No se lo tomó a mal; cuantas menos pisadas de policía hubiera por la habitación, tanto mejor.

–Oye, esto no parece una muerte natural, eso seguro –constató Martin mientras la bilis le subía por la garganta. Tragaba una y otra vez para combatir las náuseas e intentó concentrarse en su cometido. Pese a las pésimas condiciones en que se encontraba el cadáver, era obvio. La inmensa herida que presentaba en la parte derecha de la cabeza resultaba de lo más elocuente. Al hombre de la silla le habían quitado la vida de forma violenta.

Martin se dio la vuelta con sumo cuidado y salió de la habitación. Paula fue detrás. Tras respirar hondo un par de veces el aire fresco de la calle, empezaron a pasársele las ganas de vomitar. Y justo entonces vio a Patrik, que apareció por la curva y ya se les acercaba por el sendero de gravilla.

–Es un asesinato –dijo Martin en cuanto Patrik se encontró lo bastante cerca–. Torbjörn y su equipo tendrán que venir. No podemos hacer más, por ahora.

–Vale –asintió Patrik con gesto preocupado–. ¿Podría…? –Guardó silencio y miró a Maja, que estaba en el cochecito.

–Entra y echa un vistazo, anda, yo me quedo con Maja. –Se ofreció Martin ansioso, al tiempo que se acercaba a la pequeña y la cogía en brazos–. Ven, bonita, vamos a ver aquellas flores.

–Fole –dijo Maja encantada señalando el seto.

–¿Tú también has entrado? –preguntó Patrik.

Paula asintió.

–No es un espectáculo agradable. Se diría que lleva ahí desde antes del verano. O por lo menos, eso creo yo.

–Sí, me figuro que habrás visto más de uno en los años que pasaste en Estocolmo.

–No que llevaran muertos tanto tiempo. Pero alguno que otro, sí.

–Bueno, voy a entrar a echar un vistazo. En realidad, estoy de baja paternal, pero…

Paula sonrió.

–Cuesta mantenerse al margen. Ya, te comprendo. Pero parece que Martin te sustituye la mar de bien… –comentó sonriendo y mirando al seto, donde Martin, en cuclillas, admiraba las flores aún en su esplendor con Maja sentada en las piernas.

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