Las huellas imborrables (8 page)

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Authors: Camilla Läckberg

BOOK: Las huellas imborrables
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Todos miraron a Gösta con asombro. Sus iniciativas solían ser como las erupciones volcánicas, poco frecuentes, pero difíciles de pasar por alto.

–Llévate a Martin y salid después de la reunión –ordenó Mellberg mirando con una sonrisa de satisfacción a Gösta, que asintió antes de adoptar de nuevo su habitual postura letárgica. Gösta Flygare sólo se animaba en el campo de golf. Ese era un hecho que sus colegas habían comprendido y aceptado hacía mucho tiempo.

–Paula, tú estarás pendiente de cuando el hermano… Axel, ¿no era ese el nombre? , de cuando aterrice y procura que podamos tener una charla con él. Puesto que aún no sabemos cuándo murió Erik, podría haber sido él quien le asestó el golpe en la cabeza antes de marcharse del país. Así que estate encima de él en cuanto pise suelo sueco. ¿Cuándo será eso, por cierto?

Paula volvió a consultar sus notas.

–Aterriza en el aeropuerto de Landvetter a las nueve y cuarto de mañana.

–Bien, pues procura que venga derecho aquí. –A aquellas alturas, a Mellberg no le quedaba más remedio que cambiar los pies de sitio, el hormigueo era muy desagradable y los tenía casi dormidos del todo.
Ernst
se levantó, miró a Mellberg ofendido y salió de la habitación con el rabo entre las piernas, en dirección a la cesta que tenía en el despacho.

–Parece un amor sincero –dijo Annika riendo mientras seguía al animal con la vista.

–Pues sí… –Mellberg tosió para aclararse la garganta–. Precisamente iba a preguntarte, ¿cuándo vendrán a llevarse al bicho? –preguntó antes de clavar la vista en la mesa en tanto que Annika adoptaba la expresión más inocente del mundo.

–Verás, es que no es tan fácil. He hecho algunas llamadas, pero nadie puede hacerse cargo de un perro de su tamaño, así que si pudieras cuidarlo un par de días más… –Annika lo miró con sus grandes ojos azules.

Mellberg emitió un gruñido.

–Sí, bueno, un par de días más puedo aguantar al chucho. Pero no más, luego tendrá que volver a la calle, a menos que le encuentres un sitio.

–Gracias, Bertil, qué amable por tu parte. Sí, activaré todos los resortes. –Annika les guiñó un ojo a los demás aprovechando un instante en que Mellberg no la veía, y todos tuvieron que hacer un esfuerzo para aguantarse la risa. Ya empezaban a comprender cuál era el plan. Annika era, sin duda, una mujer muy habilidosa.

–Excelente, excelente –convino Mellberg levantándose–. En ese caso, volvamos al trabajo. –Y con estas palabras salió del comedor.

–Bueno, pues ya habéis oído al jefe –intervino Martin poniéndose de pie–. Gösta, ¿nos vamos?

Gösta parecía ya arrepentido de haber hecho una sugerencia que implicaba más trabajo para él, pero asintió con gesto cansino y echó a andar detrás de Martin. No quedaba otra que resistir. De todos modos, aquel fin de semana pensaba estar en el campo de golf lanzando bolas desde las siete de la mañana, tanto el sábado como el domingo. Todo lo que ocurriera hasta ese momento era un recorrido necesario.

El recuerdo de Erik Frankel y la medalla no le daba tregua a Erica. Intentó ahuyentarlo y lo consiguió con bastante éxito durante un par de horas seguidas, en las que logró comenzar el libro. Pero en cuanto perdía la concentración, allí estaban otra vez los mismos pensamientos. El breve encuentro entre los dos le dejó la impresión de que se trataba de un señor apacible y educado que se emocionaba cuando tenía ocasión de hablar de su tema favorito, el nazismo.

Guardó lo que llevaba escrito y, tras dudar unos segundos, abrió el Explorer y, acto seguido, la página de Google, en cuyo campo de búsqueda escribió «Erik Frankel» antes de darle a la tecla «Intro». Obtuvo un montón de resultados. Algunos eran, obviamente, erróneos, y contenían información sobre otras personas. Pero la mayoría trataban del Erik Frankel que ella buscaba, y dedicó algo más de una hora a navegar por varias páginas para recabar información. Había nacido en Fjällbacka en 1930. Tenía un hermano cuatro años mayor, Axel, pero ninguno más. Su padre había sido el médico de Fjällbacka de 1935 a 1954, y la casa en la que vivían él y su hermano era la de sus padres. Siguió buscando. Su nombre aparecía en varios foros de gente interesada por el nazismo. Sin embargo, nada indicaba que le interesara porque simpatizara con él. Más bien al contrario, aunque en algunos pasajes observó cierta reacia admiración por algunos aspectos del nazismo. O, al menos, una clara fascinación que, además, parecía ser la que lo impulsaba en sus investigaciones.

Cerró la ventana de Internet y cruzó las manos en la nuca. No tenía tiempo que dedicar a esos menesteres. Pero la curiosidad había hecho presa en ella.

Erica se sobresaltó con el ruido de un cauto repiqueteo en la puerta, a su espalda.

–Perdona, ¿molesto? –preguntó Patrik asomando la cabeza.

–No, tranquilo –respondió Erica haciendo girar la silla para verlo.

–Bueno, sólo quería decirte que Maja está dormida. Y que necesitaría salir a hacer algunos recados. ¿Podrías estar atenta a esto? –preguntó, mostrándole el monitor infantil que utilizaban para oír cuando se despertaba la pequeña.

–Pues… tendría que seguir trabajando. –Erica exhaló un suspiro para sus adentros–. ¿Qué es lo que tienes que hacer?

–Tengo un aviso de Correos de unos libros que pensaba ir a recoger, y también tengo que ir a la farmacia a comprar Nezeril, y después quería echar una quiniela, ya que estoy en la calle. Ah, sí, y comprar algo de comida.

Erica sintió de pronto un cansancio infinito. Pensó en todos los recados que había hecho durante un año entero con Maja en el cochecito o en brazos. La mayoría de las veces terminaba sudorosa. Y nunca nadie cuidó de la niña mientras ella salía a hacer sus cosas tranquilamente. Pero desechó tales reflexiones, ya que no quería parecer ruin y mezquina.

–Por supuesto que sí –dijo con una sonrisa que intentó que asomara en los ojos–. De todos modos, está dormida, así que podré trabajar mientras estás fuera.

–Muy amable –le agradeció Patrik dándole un beso en la mejilla antes de cerrar la puerta.

–Sí, claro, muy amable –repitió Erica para sí antes de volver a abrir el documento Word. En cuanto al recuerdo de Erik Frankel, intentó replegarlo en la retaguardia de su cerebro.

Acababa de poner los dedos en el teclado cuando se oyó un carraspeo en el monitor. Erica se quedó paralizada. Seguro que era una falsa alarma. Probablemente, Maja se habría dado la vuelta en la cama, aquel aparato podía ser demasiado sensible. Oyó el ruido del coche al arrancar fuera y cómo Patrik se marchaba. Centró la mirada en la pantalla e intentó encontrar la siguiente frase. Se oyó un nuevo chisporroteo. Miró el monitor como si pudiese callarlo mediante un conjuro, pero el único premio que recibió fue un estridente «buaaaaaa». Seguido de una voz que chillaba «mamááááááa… papáááááá».

Erica apartó la silla abatida por la resignación y se levantó. Típico. Se dirigió a la habitación de Maja y abrió la puerta. La pequeña estaba de pie y gritaba sin parar.

–Pero Maja, hija, tienes que dormir.

Maja meneó la cabeza.

–Sí, ahora tienes que dormir. –Erica intentó sonar tan firme como pudo y acostó a la niña en la cuna. Pero Maja se levantó de un salto, como si tuviera las piernas de goma.

–¡Mamááááááá! –gritaba Maja en un tono capaz de hacer estallar el cristal. Erica sintió la rabia crecerle en el pecho. ¿Cuántas veces había hecho lo mismo? Cuántos días de amamantar, dar de comer, acostar, llevar de un lado a otro, jugar. Quería a su hija, pero necesitaba desesperadamente verse libre de la responsabilidad por un tiempo. Disfrutar de un respiro. Ser adulta y hacer cosas de adultos, exactamente igual que Patrik durante todo el año en que ella había estado en casa con Maja.

Volvió a acostar a la pequeña, que se puso frenética.

–Tienes que dormir –repitió Erica retrocediendo y cerrando la puerta tras de sí. Con la rabia hirviéndole en el pecho, cogió el teléfono y marcó el número de móvil de Patrik, apretando las teclas con un ímpetu ligeramente excesivo. Oyó el primer tono de llamada y se sobresaltó al oír que el teléfono sonaba en la planta baja. Patrik se lo había dejado en la mesa de la cocina.

«¡Hay que joderse!». Estrelló el inalámbrico contra la mesa, pero se obligó enseguida a respirar hondo un par de veces. Unas lágrimas de ira se abrían paso por la comisura de los ojos, pero intentó razonar y recurrir a la lógica de su yo más sereno. No era para tanto, sólo se trataba de echar una mano durante un rato. Y, sin embargo, al mismo tiempo, sí era para tanto. El asunto era que no sentía que pudiera relajarse. Que no sentía que Patrik cogiera en serio el testigo.

Pero esa era la situación. Y lo más importante, que no lo pagase con Maja. Ella no tenía la culpa. Erica volvió a respirar hondo y entró de nuevo en el dormitorio de la pequeña. Maja aullaba con la carita encendida. Y un olor inconfundible había empezado a extenderse por la habitación. Misterio resuelto. Por eso no podía dormirse. Con cierto remordimiento y con una gran sensación de insuficiencia, Erica cogió amorosamente a su hija y la consoló acariciándole la pelusa de la cabecilla contra su pecho.

–Ya está, ya está, cariño, mamá te quitará ahora mismo esa porquería de pañal lleno de caca, vamos, vamos. –Maja se apretó más aún contra ella, sollozando. En la cocina resonaba estridente el teléfono de Patrik.

–Da un poco de miedo… –Martin se quedó un momento en el vestíbulo escuchando los sonidos característicos de todas las residencias antiguas. Pequeños crujidos, pequeños chirridos, pequeños sonidos quejumbrosos que arranca el azote del viento.

Gösta asintió. En verdad que había algo espeluznante en la atmósfera de la casa, pero se dijo que, más que a la casa en sí, se debía a lo que habían encontrado en ella.

–¿Dices que, según Torbjörn, podemos entrar sin problemas? –le preguntó Martin a Gösta.

–Sí, ya han revisado todo lo que tenían que revisar. –Gösta señaló con un gesto de la cabeza la biblioteca, donde aún se advertían restos del polvo para fijar huellas latentes. Manchas negras, borrosas, que enturbiaban la imagen de la, por lo demás, pulcra y elegante habitación.

–Bueno, pues en ese caso… –Martin se limpió la suela de los zapatos en la alfombra de la entrada y se encaminó a la biblioteca–. ¿Qué tal si empezamos por ahí?

–Me parece oportuno –opinó Gösta con un suspiro, antes de seguir a regañadientes los pasos del colega.

–Yo me ocupo del escritorio y tú de los archivadores.

–Claro –Gösta exhaló otro suspiro, pero Martin no le prestó la menor atención. Gösta suspiraba siempre que se enfrentaba a la ejecución de una tarea concreta.

Martin se acercó con cautela a la gran mesa de escritorio. Era un mueble enorme de madera oscura y profusamente labrado. Martin pensó que mejor habría encajado en cualquier casa señorial inglesa que en aquella habitación inmensa. La superficie de la mesa aparecía ordenada y limpia, con tan sólo un bolígrafo y una cajita con clips colocados en perfecta simetría. Unas gotas de sangre habían salpicado un bloc lleno de notas y Martin se acercó para ver qué habían garabateado allí una y otra vez. «Ignoto militi», leyó. Aquello no le decía nada. Con sumo cuidado, empezó a abrir un cajón tras otro del escritorio y a revisar su contenido metódicamente. Nada despertaba su interés, por el momento. Tan sólo constató que Erik y su hermano parecían compartir el lugar de trabajo, amén de una devoción manifiesta por mantener el orden.

–¿No es un tanto patológico? –preguntó Gösta mostrándole a Martin el contenido de un archivador. Todos los documentos estaban perfectamente colocados y precedidos de una hoja en la que Erik y Axel habían escrito lo que contenía cada apartado.

–Pues sí, desde luego, mis papeles no presentan ese aspecto, te lo aseguro –convino Martin riendo.

–Sí, yo siempre he pensado que la gente que observa un orden tan estricto tiene algún problema. Seguro que tiene que ver con falta de entrenamiento en el uso del orinal en la infancia, o algo por el estilo…

–Bueno, es una teoría. –Martin sonrió. Gösta podía llegar a ser muy divertido, aunque sin pretenderlo, por lo general.

–En fin, ¿has encontrado algo? Aquí no hay nada interesante. –Martin cerró el último cajón que acababa de inspeccionar.

–Pues no, nada, por ahora. La mayoría son facturas, contratos y cosas así. Fíjate, han guardado todas las facturas de electricidad desde tiempo inmemorial. Ordenadas por fecha –observó Gösta meneando la cabeza–. Coge tú también algún archivador y verás. –Sacó un archivador enorme de lomo negro de la librería que había detrás del escritorio y se lo dio al colega.

Martin lo cogió y fue a sentarse en uno de los sillones para leerlo. Gösta tenía razón. Todo estaba en perfecto orden. Revisó cada apartado, examinó documento por documento, y ya empezaba a desesperar. Hasta que llegó a la letra «S». Una rápida ojeada lo puso al corriente de que la «S» introducía el apartado «Suecia: los Amigos de Suecia». Lleno de curiosidad, empezó a pasar las páginas allí archivadas. Cada una de ellas iba marcada con un logotipo impreso en la esquina superior derecha, una corona sobre el fondo de una ondeante bandera sueca. Eran cartas, todas ellas del mismo remitente, Frans Ringholm.

–Escucha esto –dijo Martin antes de leerle a Gösta en voz alta una de las primeras cartas que, según la fecha, era una de las últimas–: «A pesar de nuestra historia común, no puedo ya ignorar tu empeño en oponerte a los intereses y objetivos de los Amigos de Suecia, lo cual conllevará inexorablemente una serie de consecuencias. He hecho cuanto estaba en mi mano para protegerte, en razón de nuestra vieja amistad, pero hay fuerzas poderosas en la organización que no ven tu actitud con buenos ojos, y llegará un momento en que no me sea posible ofrecerte protección alguna frente a ellas». –Martin enarcó una ceja–. Y sigue más o menos por el estilo. –Hojeó rápidamente las demás cartas y halló que había un total de cinco.

–Parece que, con sus investigaciones, Erik Frankel se metió en el terreno de alguna organización neonazi en la que, paradójicamente, tenía un protector.

–Un protector que fracasó al final, por lo que parece.

–Sí, tiene su lógica pensarlo. Pues revisaremos el resto de los documentos y veremos si hay algo más. Pero no cabe la menor duda de que hemos de mantener una charla con Frans Ringholm.

–Ringholm… –Gösta hacía memoria con la mirada perdida–. Me resulta familiar ese nombre –explicó haciendo una mueca para animar al cerebro a rescatar la respuesta, pero sin éxito. No pareció dejar de reflexionar mientras seguían examinando los demás archivadores.

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