—Sí, papá: llegó Faustinito.
—¿Saliste a recibirle con tu tía? ¿Le viste y le hablaste?
—Sí, papá.
D. Alonso miró atentamente a su hija, como si quisiese descubrir en la mirada el efecto que había hecho el primo.
Importa advertir aquí que D. Alonso era el padre más amoroso que puede imaginarse. Su hija le dominaba y hacía de él lo que quería. Nada amaba D. Alonso tanto en el mundo, si se exceptuaba su dinero. Su dinero y su hija eran sus dos amores, y los dos fundamentos de su desmedido orgullo. Lo mismo que se dejaba dominar por la codicia se dejaba dominar por el amor paternal. No había sacrificio que no hiciese por ganar dinero. No había capricho de su hija a que no se prestase como no hubiese que sacrificar el dinero que había ganado.
D. Alonso era brusco, censurador, enemigo de todo compromiso y de toda ligereza; pero, refunfuñando y rabiando, pasaba por todo, como se empeñase su hija.
—Siento que haya venido ese chico —dijo al cabo de un rato D. Alonso—. Te he aconsejado mil veces que no le hicieses venir; pero tú no haces caso de mis consejos. Eres loca de atar.
—¿Y qué locura hay en haberle hecho venir? ¡Vaya, papá bonito, no estés tan desabrido conmigo!
—¿Cómo que no hay locura? Mi sobrino es mi sobrino y no es ningún mono para que tú te diviertas.
—Mira, papá, ¿de dónde infieres tú que yo gusto de monos para divertirme, ni que lo sea Faustinito, ni que yo quiera divertirme con él, en mal sentido se entiende; porque, lo que es en buen sentido, él es mono, y quizás, quizás acabe por divertirme yo con él más de lo que crees? ¿Por qué no he de enamorarme de él y darle mi blanca mano?
—Aunque dice el refrán que
quien habla mal de la pera es quien se la lleva
, no puedo creer que hables con formalidad. Pues qué, ¿será tal el Faustino vivo que logre inspirarte amor, después de haberte dado tanto que reír en efigie? Aquí, donde nadie nos oye, confiesa que le has hecho venir por curiosidad y por gana de burlas y risas.
—Bien: ¿y qué? Lo confieso. ¿Dónde está el pecado? Figúrate que Faustinito ha venido para mi recreo durante la feria. ¿Qué hueso se le rompe? ¿Qué tormento se le da? ¿De qué soga se le ahorca? ¿A qué palabra se le falta?
—Pero hija mía, ¿no es un pecado burlarse así de un pobre muchacho? Tu tía Araceli, a quien debes heredar y que ha tomado el negocio de buena fe y por lo serio ¿no se picará, si llega a entender tu malicia?
—No papá, porque estos pecadillos míos no se los digo a nadie más que a ti, porque para ti no tengo secretos. Por otra parte, lo repito con seriedad, me he llevado chasco. No te diré que me voy a enamorar del primo: pero, al verle, no le he hallado ridículo como en el retrato. ¿Quieres creer que es guapo mozo? Y no parece tonto, ni ordinario. En fin, ya le veremos con más detención esta noche. La tía le traerá a casa de tertulia. ¡Ah! se me olvidaba. El infeliz nos ha enviado una infinidad de chucherías de su lugar, que ya he mandado poner en la despensa. Y monta bien a caballo. Y la jaca castaña que trae no es ningún jamelgo.
—¿Y qué tal se explica? —preguntó D. Alonso.
—Muy bien se explica —respondió doña Costanza.
—¡Eres muy original, hija mía; eres muy original!
—¿Y por qué soy original? ¿Qué das a entender con eso?
—Doy a entender que me haces pasar de Herodes a Pilatos. Yo no quería que nos burlásemos de Faustino y que nos indispusiésemos con la familia, y que hiciésemos una afrenta a nuestra propia sangre y casta; pero la verdad, tampoco quisiera que acabases por enamorarte de un hombre más perdido que las ratas, y que tal vez no sirva para cosa alguna, sino para comerse lo que yo te dé. Pues no creas que es mucho. La fama es mentirosa y ponderativa.
En dinero y calidad, la mitad de la mitad
. ¿Qué piensas tú que podré yo darte? Harto sabes lo malas que han sido en estos últimos años las cosechas de trigo y de aceituna. El Gobierno nos saca el redaño a fuerza de contribuciones. Todo se lo tragan en Madrid. Aquello es un sumidero de caudales. Vamos, ¿qué piensas tú que podré yo darte?
—¡Y qué sé yo, papá! Tú me darás cuanto yo te pida. ¿Pues qué me negarás, queriéndome tanto?
—No es que yo te niegue nada, sino que no tengo mucho. No te figures que tu papá es un Creso. Lo más que podré darte son tres mil duritos de renta. Para vivir aquí hay de sobra; pero si quieres ir a Madrid o a Sevilla, esto es poquísimo. Y no hay que contar con más en mucho tiempo. Yo estoy robusto y pienso vivir veinte años lo menos todavía.
—Ojalá me vivas mientras yo viva. Pues qué, ¿no te quiero yo con todo mi corazón?
—Sí, me quieres. Ya lo creo que me quieres: pero no eres dócil; haces cuanto disparate te pasa por la cabeza: estás demasiado mimada. En fin, no vayas a enamorarte ahora de ese descamisado de doctor Faustino.
—Entonces me burlaré de él, y afrentaré a mi familia, a mi sangre y a mi casta, y se picará la tía Araceli, a quien debo heredar.
—Pues no te burles de él tampoco.
—Mira, papá: esto he leído yo en no sé qué librote que se llama un dilema. Tiene dos términos: o burlarme o casarme. ¿Qué prefieres?
—Niega tal dilema. Conviértele en trilema o en cuatrilema. Añádele el término de no coquetear ni marear al primo y de que se vuelva sosegado y contento a su casa cuando pase la feria; o añádele el término de desengañarle suavemente, si se empeña en enamorarte, y no te burles, ni te cases.
—No me vengas con sofisterías, papá: aquí no hay más que dilema y archi-dilema: o boda o burla. ¿Sería poca burla pagar sus chucherías al pobre primo dándole calabazas enconfitadas?
Apurados todos los recursos de su dialéctica, D. Alonso se calló, reconociendo tácitamente la existencia del dilema, y dando un beso en la frente a doña Costanza.
Ella, en cambio, hizo a su padre el lazo de la corbata, le dio cuatro o seis palmaditas en el carrillo, y le acarició, por último, la calva, con una fuga de besos sonoros, mientras que le tenía asida la cabeza entre sus manos blancas y suaves.
D. Alonso, en aquel instante, se sintió tan feliz y tan amado por su hija que le hubiera dado, en vez de los tres mil, hasta cuatro mil duros de renta. Lo que no le hacía gracia era que Costancita pensase, ni de broma, en casarse con el doctor Faustino; pero se consolaba con creer que el tal proyecto no podía pasar de ser una broma y sólo temía que fuese algo pesada.
Carta del doctor a su madre
Dos días después de la llegada del doctor a casa de doña Araceli, pareció necesario que el mozo, que había venido con los mulos, volviese con ellos a Villabermeja, así para evitar gastos e incomodidades a la espléndida anfitriona, como porque los mulos no eran del doctor, sino prestados. La ilustre casa de los López de Mendoza no podía sustentar ya sino la jaca del doctor, el mulo de Respetilla, y dos borricos que casi siempre estaban
estudiando
. En Villabermeja se entiende por
estudiar
dejar sueltas en el campo las caballerías para que ellas se busquen la vida, alimentándose de la escasa yerba que pueden hallar, sobre todo cuando no llueve. Como el doctor pensaba quedarse con su tía una larga temporada, el mozo de los mulos volvió con ellos de vacío al lugar. D. Faustino envió por este medio una extensa carta a su madre, que trasladaremos íntegra en este sitio, por ser un importante y fidedigno documento de nuestra historia.
La carta decía:
«Querida madre: No sé si alegrarme o entristecerme de haber venido por aquí y de haber acometido esta empresa. La tía Araceli es la misma bondad, la quiere a Vd. mucho y me ha recibido y tratado con el mayor afecto. Aunque la tía tiene talento, es tan candorosa que no descubre en nada la malicia. Así es que los elogios que Costancita hizo de mí, al ver el retrato doctoral, créame usted, fueron irónicos, y la tía los tomó por moneda corriente. Costancita me ha hecho venir por curiosidad y porque es muy caprichosa y porque está muy mimada por su padre y hace cuanto se le ocurre; mas no porque se enamorase al verme en efigie con el bonete y la muceta. Por fortuna, me lisonjeo de haber infundido en el ánimo de Costancita mejor idea vivo que retratado.
»He hablado con el tío Alonso, que, gracias a Dios, tiene buena índole, pues sería insufrible si no la tuviera. Está tan vano y engreído con sus riquezas que se figura que es el hombre más discreto, hábil y entendido entre cuantos mortales conoce. Atribuye a ciencia suya y no a feliz casualidad el haber hecho tanto dinero, y entiende que poseyendo él en alto grado dicha ciencia, que es la principal, puede y debe decidir sobre todas las otras sin apelación. Habla, pues, de política, de literatura, de artes, de todo, en suma, con autoridad imperiosa, y como aquí apenas hay persona de la sociedad que no le deba dinero o favores, todos acatan su opinión como la voz de un oráculo, y no hay quien le contradiga.
»La amabilidad del tío es extraordinaria, no sólo conmigo, sino con cuantos vienen a verle. Quiere pasar por un señor muy llano, lo cual no impide que sea majestuoso y entonado a la vez. Se dirige a todos con cierto aire de protección y de superioridad que no ofende por la natural buena fe de que nace.
»El tío presume también de chistoso, y goza mucho de que le rían las gracias. Cuantos asisten de noche a su tertulia se juzgan en la obligación de reírselas, y por lo común se las ríen, sin esfuerzo ni violencia, porque el dinero está dotado de tal encanto, que agracia la palabra y los pensamientos de quien le tiene.
»Nada ha dicho el tío por donde se pueda colegir que sabe nuestros planes.
»Sólo se ha jactado conmigo, y creo vana la jactancia, de que, si quisiese podría disponer de todos los votos de este distrito y hacer un diputado a su gusto.
»Dos o tres veces me ha interrogado como para examinar mi capacidad, medir mis fuerzas y calcular qué se puede esperar de mí. Ignoro si el resultado de estos exámenes me ha sido favorable o adverso. Bajo las apariencias de franqueza lugareña y de inocencia rústica y campechana, tiene el tío, a mi ver, mucha recámara y disimulo.
»No hablo a Vd. de la tertulia diaria de casa del tío, pues es como todas. Los viejos juegan al tresillo; los jóvenes arman dúos amorosos o se divierten contando chismes. Costancita parece una emperatriz. Dos o tres amigas están junto a ella como si fueran sus damas de honor o su servidumbre, y luego se forma en torno un ancho círculo de admiradores.
»Al punto se advierte que todos la adoran sin que la deidad adorada haga el menor favor, salvo el de agradecer los rendimientos y adoraciones con alguna mirada piadosa o con alguna dulce sonrisa. A Costancita se le graba y ahonda cuando sonríe un precioso hoyuelo en la mejilla izquierda, y enseña además unos dientes blanquísimos.
»No se ha proporcionado ocasión, en dos días, de que yo hable con ella a solas. Casi me alegro. Costancita me ha inspirado cierto respeto y consideración, tal vez porque es mi prima, y no quisiera profanar el amor, hablándole de amor antes de estar cierto de que la amo.
»Cuando yo no sé aún si la amo, ¿cómo he de saber si me ama ella? Me echa miradas muy cariñosas, pero no acierto a calcular todo el valor y significado de estas miradas. Creo que a ninguno de los admiradores se las dirige tan significativas; pero como el amor propio puede engañarme, siempre estoy espiándola a ver si mira a algún otro del mismo modo que a mí.
»Ella no cae en la cuenta de que yo la espío. Hay en ella mucho candor infantil. Reina en su conversación singular hechizo. ¡Qué melindres los suyos! ¡Qué inocentadas! Parece una criatura de siete años.
»Y no obstante, ¡si viera Vd. con qué discreción habla en ocasiones, qué cosas tan sutiles dice, cómo remeda a éste o se burla de aquél, y con qué travesura y desenfado lo hace todo! El tío Alonso se queda embobado oyendo y viendo las que él llama maldades de su diablillo. Yo no extraño esto, porque la chica es tan viva y tan graciosa, que aun sin que sea a su padre, puede embobar a cualquiera.
»Al principio (ya Vd. sabe lo receloso que yo soy), empecé a temer que Costanza fuese una niña muy consentida, mala de carácter y fría de corazón; pero ya creo que no; ya creo que es buena.
»¡Si oyera Vd. con qué voz tan argentina y con qué acento tan blando me llama primito!
»En la tertulia, en medio de sus admiradores, me distingue y considera mucho, y me saca conversación a propósito para que yo pueda lucirme, y me anima, y me aprueba cuando digo algo que le parece bien.
»Me ha hecho varios cumplimientos muy naturales y sentidos, que me han lisonjeado. Me ha dicho que monto muy bien a caballo, y que sé contar cosas muy entretenidas y amenas.
»Hasta llega a asegurar que las empanadas de boquerones, que hacer en Villabermeja, le saben a gloria, y que, de las que yo he traído, se regala tomando una diaria con el chocolate del desayuno.
»Me ha preguntado por las curiosidades de ese lugar, y unas veces ha celebrado con risa mis contestaciones, cuando eran para reír; otras veces las ha oído con mucho interés, cuando eran serias. Ha querido saber, por ejemplo, si era muy grande el castillo, si el comendador Mendoza seguía penando en los desvanes de casa, si en Villabermeja roncan al hablar como en Jaén o gastan otro linaje de ronquidos, y por último, si nuestro Santo Patrono sigue haciendo milagros o vive ocioso en el cielo. Acerca de este punto le contesté dando involuntariamente a mis palabras cierto tinte vago de libre pensador y afirmando que el Santo Patrono no trabaja ahora; pero pronto me contuve, notando la severidad y el disgusto con que me oyó Costancita, de quien he sabido además, por tía Araceli, que es fervorosa creyente. En efecto, en aquella frente serena, en aquellos ojos que destellan luz inmortal y en todo aquel ser delicado, elegante, etéreo y armónico, se está revelando que vive un espíritu lleno del más puro idealismo.
»Ni con la tía Araceli he querido hablar de proyecto de boda. Tampoco la tía me ha hablado. Es menester antes, que yo me enamore de Costancita y que Costancita se enamore de mí. Entonces todo será natural y decoroso. Una gran pasión todo lo justifica. Pero así, sin pasión, ¿cómo he de tratar yo de matrimonio? ¿Qué puedo ofrecer a mi prima? Un caudal de esperanzas y de ilusiones.
»Siempre que siento la tentación de hablar de boda, siquiera con la tía, recuerdo cierto cuentecillo, y la tentación se me pasa. Recuerdo a aquel novio que dijo que, si su futura llevaba para comer, él llevaría para cenar; pero, cuando se casaron y comieron ricamente, llegada la hora de la cena, el novio salió con que no era ningún buitre, y con que, si comía bien, jamás cenaba. Así tendría yo que hacer con Costancita, como no le ofreciese para cena mis ilusiones, o como no la obligase a vivir en Villabermeja, en un perpetuo idilio, donde, con los zuritos de la casería, con los conejos, pavos, gallinas y pollos de nuestro corral, con la caza, con la miel de nuestras colmenas, con las uvas de nuestras viñas, con nuestro vino y aceite, y con cuanto Vd. prepara y guarda en la despensa, basta y sobra para un rústico banquete diario, digno de García del Castañar y de su fiel, enamorada y linda esposa.