Las ilusiones perdidas (48 page)

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Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico

BOOK: Las ilusiones perdidas
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—Pues bien —añadió Lousteau—, tú vienes, pero eso no es todo. El señor de Rubempré se convierte en uno de los nuestros, así que sitúalo en tu periódico; preséntalo como a un muchacho capaz de escribir alta literatura, al fin de que, al menos, pueda colocar dos artículos por mes.

Sí, si quiere ser de los nuestros y atacar a nuestros enemigos como nosotros atacaremos a los suyos, y defender a nuestros amigos; esta noche hablaré de él en la Ópera —repuso Vernou.

—Bueno, pues hasta mañana, pequeño —dijo Lousteau, estrechando la mano de Vernou con signos de la más viva amistad—. ¿Cuándo se publica tu libro?

—Bueno —contestó el padre de familia—, eso depende de Dauriat, yo ya lo he terminado.

—Estás contento…

—Sí y no…

—Ya celebraremos el éxito —dijo Lousteau, levantándose y saludando a la mujer de su colega.

Esta brusca despedida se hizo necesaria por los gritos de los dos niños, que reñían y se pegaban con las cucharas, llenándose la cara de sopa de pan.

—Acabas de ver, hijo mío —dijo Étienne a Lucien—, una mujer que, sin saberlo, causará grandes estragos en la literatura. Este pobre Vernou no nos perdona su mujer. Deberíamos desembarazarle de ella en bien de la humanidad, se comprende. Evitaríamos de ese modo un diluvio de artículos atroces, de epigramas contra todos los éxitos y contra todas las fortunas. ¿En qué puedes convertirte, a dónde puedes llegar con una mujer semejante acompañada por esos dos terribles críos? ¿Has visto el Rigaudin de la
Casa de la lotería
, la obra de Picard?… Pues bien, al igual que Rigaudin, Vernou no se batirá, pero hará que los demás se batan; es capaz de saltarse un ojo si con ello puede hacer que su mejor ¡amigo pierda los dos; le verás poniendo su planta sobre todos los cadáveres, sonriendo a todas las desgracias, atacando a los príncipes, a los duques, a los marqueses y a los nobles porque él es plebeyo, atacando a las celebridades solteras porque él es casado, y hablando siempre de la moral, intercediendo siempre! en favor de los goces domésticos y por los deberes del ciudadano. En una palabra, ese crítico tan moral no será suave para con nadie, ni siquiera para con los niños. Vive en la calle Mandar, entre una mujer que podría interpretar el espantajo del
Burgués gentilhombre
y dos pequeños Vernou, feos como la tina; quiere burlarse del
faubourg
Saint-Germain, en donde nunca pondrá los pies, y hará hablar a las duquesas como habla su mujer. Éste es el hombre que va a gritar contra los jesuitas, insultar a la corte, atribuirle la intención de restablecer los derechos feudales el derecho de primogenitura, y que predicará alguna cruzada en favor de la igualdad, él, que no se cree el igual de nadie. Si fuera soltero, si conviviera con el mundo, si tuviera el aspecto de los poetas legitimistas, pensionados y condecorados con la gran cruz de la Legión de Honor, sería un optimista. El periodismo tiene mil puntos de partida semejantes. Es una gran catapulta puesta en funcionamiento mediante pequeñas envidias. ¿Tienes ahora ganas de casarte? Vernou ya no tiene corazón, la hiel le ha invadido por completo. De esta manera, es el periodista por excelencia, un tigre de dos piernas que todo lo desgarra como si sus plumas estuvieran rabiosas.

—Es misógino —dijo Lucien—. ¿Tiene talento?

—Tiene ingenio, es un articulista. Vernou escribe artículos, piensa artículos y en toda su vida no hará otra cosa que artículos. El más obstinado trabajo jamás podrá injertar un libro en su prosa. Félicien es incapaz de concebir una obra, de disponer las masas y reunir armoniosamente los personajes en un plan que comienza, se anuda y camina hacia un hecho capital; tiene ideas, pero no conoce los hechos; sus héroes serán utopías filosóficas o liberales; en resumen, su estilo es de una originalidad rebuscada, y sus frases hinchadas caerían irremisiblemente en cuanto la crítica les diera un pinchazo. De esta manera, teme enormemente a los periódicos, como todos aquellos que necesitan las alharacas y las mentiras del elogio para mantenerse a flote.

—¡Vaya artículo que estás haciendo! —exclamó Lucien.

—Éstos, hijo mío, hay que decirlos, pero nunca escribirlos.

—Te conviertes en redactor jefe —dijo Lucien.

—¿Dónde quieres que te deje? —le preguntó Lousteau.

—En casa de Coralie.

—¡Ah! ¿Te has enamorado? —dijo Lousteau—. ¡Vaya error! Haz de Coralie lo que yo hago de Florine. Un ama de casa, pero la libertad ante todo.

—Harías condenarse a los propios santos —exclamó Lucien, riendo.

—Los demonios no se condenan —repuso Lousteau.

El tono ligero y brillante de su nuevo amigo, la forma como trataba la vida, sus paradojas, mezcladas a las máximas verdaderas del maquiavelismo parisiense, ejercían su influencia sobre Lucien aun sin este darse cuenta. En teoría, el poeta reconocía el peligro de esos pensamientos y los encontraba útiles para su aplicación.

Al llegar al bulevar del Temple los dos amigos convinieron en encontrarse hacia las cuatro o las cinco en las oficinas del periódico, adonde sin duda iría Hector Merlin. Lucien estaba, efectivamente, dominado por las voluptuosidades del verdadero amor de las cortesanas que clavan sus garfios en los más sensibles lugares del alma, plegándose con increíble elasticidad a todos los deseos, favoreciendo las costumbres muelles de donde ellas sacan sus fuerzas. Tenía ya sed de los placeres parisienses, gustaba de la vida fácil, abundante y magnífica que la actriz le proporcionaba en su casa. Encontró a Coralie y a Camusot ebrios de alegría. El Gimnasio proponía para las próximas Pascuas un contrato cuyas condiciones, expresadas de forma concreta, superaban en mucho las esperanzas de Coralie. Camusot dijo:

—Le debemos este triunfo.

—Sí, desde luego. Sin él
El Alcalde
se iba a pique —exclamó Coralie—; de no ser por este artículo, aún hubiera seguido en el bulevar durante seis años más.

Le saltó al cuello delante de Camusot. La efusión de la actriz tenía un no sé qué de suavidad en su rapidez, de dulzura en su entusiasmo: ¡amaba! Como todos los hombres ante los grandes dolores, Camusot bajó la vista y reconoció a lo largo de la costura de las botas de Lucien el hilo de color empleado por los zapateros célebres y que se dibujaba en un tono amarillo oscuro sobre el negro reluciente de la caña. El original color de este hilo le había preocupado durante su monólogo acerca de la inexplicable presencia de un par de botas ante la chimenea de Coralie. Había leído, en letras negras impresas sobre el cuero blanco y suave del dobladillo, la dirección de un zapatero famoso en aquella época: Gay, calle de La Michodière.

—Caballero —dijo a Lucien—, lleva usted unas botas muy bonitas.

—Todo lo tiene bonito —repuso Coralie.

—Me gustaría surtirme en casa de su zapatero.

—¡Oh! —exclamó Coralie—. ¡Qué propio es de los de la calle des Bourdonnais pedir direcciones de proveedores! Y además, ¿va a llevar botas de joven? ¡Sí que iba a estar guapo! Conserve sus botas con vueltas, que son las que corresponden a un hombre maduro como usted, que tiene mujer, hijos y una amante.

—Bueno, si este caballero quisiera dejarme una de sus botas, me haría un gran favor —continuó el obstinado Camusot.

—No me las podría volver a poner sin calzador —observó Lucien, ruborizándose.

—Bérénice irá a buscar uno, aquí no deben de estar de más —añadió el comerciante, con un tono terriblemente sarcástico.

—Papá Camusot —dijo Coralie, lanzándole una mirada llena de tremendo desprecio—, tenga el valor de su cobardía. Vamos, diga todo lo que está pensando. ¿Cree que las botas de este señor se parecen a las mías? Le prohíbo que se quite las botas —dijo, dirigiéndose a Lucien—. Sí, señor Camusot, sí, estas botas son las mismas que vio ante mi chimenea, el otro día, y este caballero, escondido en el cuarto de baño, las estaba esperando, había pasado la noche aquí. Esto es lo que está pensando, ¿eh? Piénselo, que yo lo quiero así. Es la pura verdad. Le engaño. ¿Y qué, después de todo? ¡Eso me gusta!

Se sentó, sin cólera, y con el aire más tranquilo del mundo miraba a Camusot y a Lucien, que no se atrevían a mirarse el uno al otro.

—No creeré lo que usted quiere que crea —dijo Camusot—. No bromee, no tengo razón.

—O soy una infame desvergonzada, que en un momento se ha enamoriscado de este caballero, o soy una pobre y mísera criatura que por primera vez ha experimentado el verdadero amor tras el que corren todas las mujeres. En ambos casos hay que dejarme o tomarme como soy —dijo, haciendo un gesto dé soberana con el que abrumó al tendero.

—¿Será eso verdad? —preguntó Camusot, quien observó por la seriedad de Lucien que Coralie ya no se reía, y que mendigaba un engaño.

—Quiero a la señorita —dijo Lucien.

Al oír esta frase, dicha con voz conmovida, Coralie saltó al cuello de su poeta, lo estrechó en sus brazos y volvió la cabeza hacia el sedero, mostrándole el admirable grupo de amor que hacía con Lucien.

—Pobre Musot, recoge todo lo que me has dado, no quiero nada de ti; quiero como una loca a este muchacho, no por su manera de ser, sino por su belleza. Prefiero la miseria con él a los millones a tu lado.

Camusot se derrumbó en un sillón, se cogió la cabeza con las manos y permaneció silencioso.

—¿Quiere que nos vayamos? —preguntó ella con increíble ferocidad.

Lucien sintió un escalofrío en la espalda al verse responsable de una mujer, una actriz y un hogar.

—Quédate aquí, consérvalo todo, Coralie —dijo el comerciante, con una voz débil y dolorosa que salía del alma—; no quiero quedarme con nada. De todos modos, ahí están sesenta mil francos de mobiliario, pero no sabría hacerme a la idea de mi Coralie en la miseria. Y sin embargo, antes de poco te encontrarás en la miseria. Por muy grande que sea el talento de este caballero, no puede proporcionarte una existencia. Esto es lo que nos espera a todos nosotros, los viejos. Déjame, Coralie, el derecho de poder venir a verte alguna vez; puedo serte de utilidad. Por otro lado, lo confieso, me sería imposible vivir sin ti.

La dulzura de este pobre hombre, desposeído de toda su dicha en el momento que se creía el más feliz, impresionó vivamente a Lucien, aunque no a Coralie.

—Ven, mi pobre Musot, ven tanto como te apetezca —dijo ella—; te querré mucho más no engañándote.

Camusot pareció contento de no ser arrojado de su paraíso terrenal en donde sin duda debía de sufrir, pero donde esperaba volver a entrar más adelante, con todos sus derechos, fiándose en los azares de la vida parisiense y en las seducciones que iban a rodear a Lucien. El viejo y astuto tendero pensó que tarde o temprano aquel apuesto joven se permitiría infidelidades, y para espiarle, para perderle en el alma de Coralie, quería continuar siendo su amigo. Esta bajeza de la verdadera pasión asustó a Lucien. Camusot ofreció una cena en el Palais-Royal, en Véry, que fue aceptada.

—¡Qué felicidad! —exclamó Coralie cuando Camusot se hubo marchado—. No más buhardilla en el Barrio Latino; ahora vivirás aquí, no nos separaremos; para salvar las apariencias, alquilarás un piso pequeño en la calle Charlot, ¡y adelante a toda vela!

Se puso a bailar su danza española con un ímpetu que describía muy bien su pasión indomable.

—Puedo ganar quinientos francos al mes trabajando mucho —dijo Lucien.

—Y yo obtengo otro tanto del teatro, sin contar los extras. Camusot me vestirá siempre, ¡me quiere! Con mil quinientos francos viviremos como Creso.

—¿Y los caballos, el cochero y el criado? —preguntó Bérénice.

—Contraeré deudas —exclamó Coralie.

Se puso a bailar una giga con Lucien.

—Hay pues, y desde ahora, que aceptar las proposiciones de Finot —exclamó Lucien.

—Vamos —dijo Coralie—, me visto y te llevo a tu periódico; te esperaré en el coche, en el bulevar.

Lucien se sentó en un sofá, observó a la actriz haciendo su tocado y se abandonó a las reflexiones más graves. Hubiese preferido dejar libre a Coralie, que cargar con las obligaciones de un matrimonio semejante; pero la vio tan bella, tan bien formada, tan seductora, que se sintió atraído por los pintorescos aspectos de esta vida de bohemio y arrojó el guante a la cara de la Fortuna. Bérénice recibió la orden de que vigilara al traslado e instalación de Lucien. Luego, la triunfante, la bella, la feliz Coralie arrastró a su amante querido, a su poeta, y atravesó todo París para llegar a la calle Saint-Fiacre. Lucien trepó con ligereza escaleras arriba y se presentó como dueño en las oficinas del periódico. Coloquinto, siempre con su papel timbrado encima de la cabeza, y el viejo Giroudeau, le dijeron todavía bastante hipócritamente que nadie había llegado aún.

—Pero los redactores deben verse forzosamente en algún sitio para tratar sobre el periódico —dijo.

—Tal vez, pero la redacción es cosa que no me incumbe —contestó el capitán de la Guardia Imperial, que continuó verificando sus listas, emitiendo su eterno ¡ejem, ejem!

En aquel momento, y por un azar —¿feliz, o desgraciado?—, Finot apareció para anunciar a Giroudeau su falsa abdicación y recomendarle que velara por sus intereses.

—Nada de diplomacias con este caballero, pertenece al periódico —dijo Finot a su tío, alargando la mano a Lucien y estrechándosela.

—¡Ah!, ¿este caballero es del periódico? —exclamó Giroudeau, sorprendido ante el gesto de su sobrino—. ¡Vaya, caballero, no le ha sido muy difícil entrar!

—Voy a dejar ahora sentadas sus condiciones para que Étienne no le tome el pelo —dijo Finot, mirando a Lucien con aire cortés—. Este caballero percibirá tres francos por columna para toda su redacción, incluidas las crónicas del teatro.

—Nunca has hecho esas condiciones a nadie —dijo Giroudeau, observando a Lucien con extrañeza.

—Tendrá los cuatro teatros del bulevar, cuidarás de que no le birlen sus palcos y que se le entreguen sus entradas para el espectáculo. De todos modos, le aconsejo que se las haga remitir a su domicilio —dijo, volviéndose hacia Lucien—. Este señor se compromete a hacer, además de su crítica, diez artículos. Variedades de unas dos columnas, por cincuenta francos al mes durante un año. ¿Le conviene?

—Sí —contestó Lucien, que estaba obligado por las circunstancias.

—Tío —dijo Finot al cajero—, tú redactarás el contrato que al bajar firmaremos.

—¿Quién es este caballero? —preguntó Giroudeau, levantándose y quitándose su gorro de seda negra.

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