Las ilusiones perdidas (79 page)

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Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico

BOOK: Las ilusiones perdidas
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Dos días después de esta escena con su hijo, el viejo Séchard, que disponía de veinte días antes de comenzar los trabajos de la vendimia, corrió a casa de su nuera, empujado por su vanidad. Ya no podía dormir y quería saber si el descubrimiento ofrecía alguna probabilidad de fortuna, y pensaba velar por sus intereses, según decía. Se fue a vivir encima del piso de su nuera, en una de las dos habitaciones abuhardilladas que se había reservado, y vivió cerrando los ojos a la precaria situación económica en que se encontraba el hogar de su hijo. Se le debían alquileres, ¡bien podían alimentarle! Y no encontraba extraño que se le sirviera en cubiertos de estaño.

—Yo empecé así —repuso a su nuera, cuando ésta se excusó de no poderle servir en vajilla de plata.

Marion se vio obligada a empeñarse con los tenderos para todo lo que se consumiera en la casa. Kolb trabajaba con los albañiles por veinte sueldos diarios. Finalmente, pronto no quedaron a la pobre Ève más que diez francos, y en interés de su hijo y de David sacrificó sus últimos recursos para recibir lo mejor posible al viñador. Esperaba aún que sus zalamerías, su respetuoso cariño y su resignación enternecieran al avaro, pero siempre le encontraba insensible. Finalmente, al percibir en él la mirada fría de los Cointet, Petit-Claud y Cérizet, quiso observar su carácter y adivinar sus intenciones, pero fue trabajo perdido. El viejo Séchard se hacía impenetrable, nadando siempre entre dos vinos. La embriaguez es un doble velo. A favor de su embriaguez, unas veces real y otras simulada, el bribón trataba de arrancar a Ève los secretos de David. Tan pronto halagaba como asustaba a su nuera. Cuando Ève le respondía que no sabía nada, él le decía:

—Me beberé toda la herencia, la cambiaré por una renta vitalicia.

Estas deshonrosas luchas cansaban a la pobre muchacha, que, para no faltar al respeto a su suegro, había optado por guardar silencio. Un día, llegada a los últimos extremos, le dijo:

—Pero, padre, hay una forma muy sencilla de tenerlo todo; pague las deudas de David, vendrá aquí y juntos se entenderán.

—¡Ah! Eso es lo único que queréis obtener de mí —exclamó—; bueno es saberlo.

Séchard, que no creía en su hijo, creía en los Cointet. Los Cointet, a los que a fue a consultar, le encandilaron diciéndole que se trataba de millones las experiencias emprendidas por su hijo.

—Si David puede probar que ha triunfado, no dudaré un sólo momento en asociarme con él por el valor de mi fábrica, considerando el descubrimiento de su hijo como de igual valor —le dijo el mayor de los Cointet.

El desconfiado viejo recopiló tantas informaciones bebiendo con los obreros, interrogó tan hábilmente a Petit-Claud, haciéndose el imbécil, que acabó por sospechar que los Cointet se escondían tras de Métivier y les atribuyó el plan de arruinar la imprenta Séchard y hacer que él pagara, poniéndole como anzuelo el descubrimiento, ya que aquel viejo aldeano no podía adivinar la complicidad de Petit-Claud, ni la trama urdida para apoderarse tarde o temprano de aquel excelente secreto industrial. Finalmente, un día, el viejo, exasperado al no poder vencer el silencio de su nuera y no obtener de ella ni siquiera la información de dónde se había escondido David, resolvió forzar la puerta del taller empleado en la fundición de los rodillos, después de haberse enterado de que en él realizaba su hijo los experimentos. Una mañana temprano bajó y se puso a trabajar en la cerradura.

—¡Eh!, ¿qué hace ahí, papá Séchard?… —le gritó Marion, que se levantaba al alborear para ir a su fábrica y que dio un salto hasta la pila de mojar el papel.

—¿Acaso no estoy en mi casa, Marion? —dijo el hombre, avergonzado.

—¡Ah! ¿Se ha vuelto ladrón a sus años? Y eso que está en ayunas… Voy a contar todo esto inmediatamente a la señora.

—Calla, Marion —dijo el viejo, sacando de su bolsillo dos escudos de seis francos—. Toma…

—Me callaré, pero no vuelva a hacerlo —le dijo Marion, amenazándole con el dedo—, o si no se lo diré a todo Angulema.

En cuanto el anciano se hubo ido, Marion subió a casa de su ama.

—Tenga, señora, he sacado doce francos a su suegro; aquí están…

—¿Y cómo lo has hecho?

—¿Pues no quería ver las tinas y los utensilios del señor? Cosa de descubrir el secreto. Yo ya sabía que no había nada en la pequeña cocina, pero le he metido miedo como si fuera a robar a su hijo, y me ha dado dos escudos para que me callase…

En aquel momento, Basine trajo alegremente a su amiga una carta de David, escrita sobre un papel magnífico y que le entregó en secreto.

«Mi Ève adorada, eres la primera a la que escribo sobre la primera hoja de papel obtenida según mi procedimiento. ¡He conseguido resolver el problema del encolado en la tina! La libra de pasta valdrá, aun suponiendo que se hayan de cultivar terrenos especiales de buena calidad para los productos que empleo, a cinco sueldos. De este modo, la resma de doce libras necesitará únicamente tres francos de pasta encolada. Estoy seguro de que podré disminuir el peso de los libros al menos en su mitad. El sobre, la carta, las muestras, son de fabricaciones diferentes. Te envío un beso, seremos felices con la fortuna, la única cosa que nos faltaba».

—Tome —dijo Ève a su suegro, entregándole las muestras—, dé a su hijo el precio de su cosecha y déjele que haga su fortuna; le devolverá lo que le preste multiplicado por diez, ¡ya que lo ha conseguido!

El viejo Séchard corrió inmediatamente a casa de los Cointet. Allí cada muestra fue probada y examinada con toda minuciosidad; unas tenían cola, las otras no; estaban etiquetadas con valores que oscilaban de tres a diez francos la resma; unas eran de una pureza metálica, otras suaves como el papel de China y se daban todos los matices del blanco. Unos judíos que examinaran diamantes no hubieran tenido los ojos más animados que lo que lo estaban los de los Cointet y el viejo Séchard.

—Su hijo va por buen camino —dijo el gordo.

—Muy bien; entonces paguen sus deudas —dijo el viejo prensista.

—Con mucho gusto, si quiere tomarnos como socios —repuso Cointet el mayor.

—¡Son unos aprovechados! —gritó el oso retirado—. Persiguen a mi hijo amparados bajo el nombre de Métivier y quieren que sea yo el que les pague, eso es lo cierto. No está mal pensado, burgueses…

Los dos hermanos se miraron, pero supieron reprimir la sorpresa que les causaba la perspicacia del avaro.

—Aún no somos lo suficientemente millonarios como para hacer de banqueros como diversión —repuso Cointet el gordo—; nos daríamos por muy satisfechos de poder pagar nuestros trapos al contado, pero aún tenemos que aceptar letras a nuestro proveedor.

—Se ha de intentar una experiencia en grande —dijo fríamente Cointet el mayor—, ya que el que triunfa en una marmita fracasa en una fabricación a gran escala. Libere a su hijo.

—Sí; pero una vez mi hijo en libertad, ¿me aceptará como asociado? —preguntó el viejo Séchard.

—Eso no nos concierne —dijo Cointet el gordo—. ¿Es que cree, infeliz, que cuando haya dado diez mil francos a su hijo, se habrá resuelto todo? Una patente de inventor cuesta dos mil francos; habrá que hacer algunos viajes a París; luego, antes de lanzarse de lleno a la empresa, será prudente fabricar, como mi hermano dice, mil resmas, arriesgar fabricaciones enteras antes de quedar convencidos. ¿Ve?, nada hay más digno de desconfianza que los inventores.

—A mí —dijo Cointet el mayor— me gusta el pan ya cocido.

El viejo pasó todavía la noche rumiando este dilema: «Si pago las deudas de David, queda libre; y, una vez libre, no necesita asociarme a su éxito. Sabe muy bien que le engañé en el asunto de nuestra primera asociación y no querrá realizar una segunda. Mi interés sería pues mantener en prisión al desgraciado».

Los Cointet conocían lo suficiente al viejo Séchard como para saber que cazarían al alimón. Así pues, estos tres hombres decían:

«Para instituir una sociedad basada en el secreto, se han de hacer experimentos, y para realizar esas experiencias se ha de liberar a David Séchard. Una vez liberado David, se nos va de las manos».

Todos, por su parte, tenían además una segunda intención; Petit-Claud se decía:

«Después de mi boda, estaré en paz con los Cointet, pero mientras tanto los tengo en mis manos».

El mayor de los Cointet, se decía:

«Me gustaría más tener encerrado a David, de esta forma yo sería el amo».

El viejo Séchard pensaba:

«Si pago las deudas de mi hijo, éste me saludará con agradecimiento».

Ève atacada, amenazada por el viñador con ser despedida de la casa, no quería revelar el refugio de su marido, ni siquiera proponerle que aceptara un salvoconducto. No se veía segura para esconder a David una segunda vez, de forma tan perfecta como la primera, y respondía a su suegro:

—Libere a su hijo y lo sabrá todo.

Ninguno de los cuatro interesados, que se encontraban todos como comensales ante una mesa bien servida, se atrevía a emplearla con el festín, hasta tal punto temía verse aventajado: y todos se observaban desconfiando los unos de los otros.

Unos días después del escondite de Séchard, Petit-Claud visitó a Cointet en su papelera.

—Lo he hecho lo mejor posible —le dijo—. David se ha colocado voluntariamente en una prisión que nos es desconocida y busca con tranquilidad algún perfeccionamiento. Si no ha conseguido lo que deseaba, no es culpa mía. ¿Mantendrá su promesa?

—Sí, si triunfamos —repuso Cointet el mayor—. El padre de Séchard está aquí desde hace unos días; ha venido a hacernos algunas preguntas sobre la fabricación del papel, pues el viejo avaro ha olfateado la invención de su hijo y quiere aprovecharse; hay, pues, ciertas esperanzas de llegar a formar una sociedad. Usted es el procurador del padre y del hijo…

—Que el Espíritu Santo le inspire para traicionarlos —terminó Petit-Claud, sonriendo.

—Sí —dijo Cointet—. Si triunfa y logra encarcelar a David o ponerlo en nuestras manos mediante un acta de sociedad, será el marido de la señorita de La Haye.

—¿Es éste su ultimátum? —preguntó Petit-Claud.

—¡
Yes
! —dijo Cointet—, ya que hablamos idiomas extranjeros.

—Pues bien he aquí el mío en buen francés —repuso Petit-Claud, con tono seco.

—¡Ah!, veamos —replicó Cointet con aire curioso.

—Presénteme mañana a la señorita de Sénonches, haga que exista algo positivo en mi favor; en una palabra, cumpla su promesa, o pago la deuda de Séchard y me asocio con él vendiendo mi título. No quiero que se me engañe. Me ha hablado claro; me sirvo del mismo lenguaje. Yo ya he pasado por las pruebas, pase ahora usted por las suyas. Usted lo tiene todo, yo aún no tengo nada. Si no tengo una prenda de su sinceridad, adoptaré su juego.

El mayor de los Cointet tomó su sombrero, su paraguas, adoptó su aire jesuítico y salió, diciendo a Petit-Claud que le siguiera.

—Ahora verá, mi querido amigo, si no le he preparado el camino… —dijo el negociante al procurador.

En un momento, el astuto e inteligente papelero se había dado cuenta del peligro de su posición, y veía en Petit-Claud a uno de aquellos hombres con los que se ha de jugar abiertamente. Para prever los acontecimientos y para acallar la conciencia, con el pretexto de dar el estado de la situación financiera de la señorita de La Haye, ya había dejado caer algunas palabras en el oído del antiguo cónsul general.

—Me estoy preocupando por el asunto de Françoise, ya que con treinta mil francos de dote, hoy en día —dijo sonriendo—, una muchacha no debe ser muy exigente.

—Ya hablaremos de eso —había respondido Francis du Hautoy—. Desde la marcha de la señora de Bargeton, la posición de la señora de Sénonches ha cambiado mucho: podremos casar a Françoise con algún viejo gentilhombre campesino.

—Y se comportará mal —dijo el papelero, adoptando su aire frío—. Cásela con un hombre joven, capaz, ambicioso, al que protegerá y que pondrá a su mujer en una buena situación.

—Ya veremos —había repetido Francis—. Antes que todo, la madrina tiene que ser consultada.

A la muerte del señor de Bargeton, Louise de Nègrepelisse había vendido el palacio de la calle Minage. La señora de Sénonches, que se encontraba viviendo en reducido espacio, convenció al señor de Sénonches para que comprara esta casa, cuna de las ambiciones de Lucien, y en donde comenzó esta escena. Zéphirine de Sénonches había concebido la idea de suceder a la señora de Bargeton en aquella especie de reinado que había ejercido, tener un salón y poder, al fin, hacer la gran dama.

Una escisión, había tenido lugar en la alta sociedad de Angulema, entre los que, a raíz del duelo del señor de Bargeton y el señor de Chandour, estaban a favor de la inocencia de Louise de Nègrepelisse y los que se aferraban a las calumnias de Stanislas de Chandour. La señora de Sénonches se declaró a favor de los Bargeton y conquistó primeramente a todos los de ese partido. Después, cuando se hubo instalado en su palacio, se aprovechó de la costumbre de muchas personas que acudían allí para jugar desde hacía tantos años. Recibió todas las noches y consiguió un claro triunfo sobre Amélie de Chandour, que se presentó como antagonista suya.

Las esperanzas de Francis du Hautoy, que se vio en el corazón de la aristocracia de Angulema, iban hasta querer casar a Françoise con el viejo señor de Séverac, que la señora du Brossard no había podido capturar para su hija. La vuelta de la señora de Bargeton, convertida en prefecta de Angulema, aumentó las pretensiones de Zéphirine para con su muy amada ahijada. Se decía que la condesa Sixte du Châtelet usaría su influencia para la que se había convertido en su acérrima campeona.

El papelero, que conocía el mundillo de Angulema al dedillo, se dio cuenta, de una ojeada, de todas esas dificultades, pero resolvió salir de este difícil paso mediante una de esas maniobras audaces que sólo Tartufo se hubiese permitido. El procuradorcillo, muy sorprendido por la lealtad de su comanditario en enredos, le dejaba sumido en sus meditaciones mientras caminaban desde la fábrica de papel hasta la calle Minage, donde a la puerta de entrada los dos inoportunos fueron detenidos por estas palabras:

—El señor y la señora están almorzando.

—Anúncienos a pesar de todo —repuso Cointet el mayor.

A su nombre, una vez introducido el devoto comerciante, presentó el procurador a la preciosa Zéphirine, que almorzaba con el señor Francis du Hautoy y la señorita de La Haye. El señor de Sénonches se había ido, como siempre, a abrir la caza a casa del señor de Pimentel.

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