Las intermitencias de la muerte (21 page)

BOOK: Las intermitencias de la muerte
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Piénsese en ese millón de insectos de que hablaba el manual de entomología elemental, imagínese, si tal es posible, el número de individuos existentes en cada una, y díganme si no se encontrarían más bichitos de ésos en la tierra que estrellas tiene el cielo, o el espacio sideral, si preferimos darle un nombre poético a la convulsa realidad del universo en el que somos un hilo de mierda a punto de disolverse. La muerte de los humanos, en este momento una ridiculez de siete mil millones de hombres y mujeres bastante mal distribuidos por los cinco continentes, es una muerte secundaria, subalterna, ella misma tiene perfecta consciencia de su lugar en la escala jerárquica de tánatos, como tuvo la honradez de reconocer en la carta enviada al periódico que le había puesto el nombre con la inicial en mayúscula. No obstante, siendo la puerta de los sueños tan fácil de abrir, tan asequible para cualquiera que ni impuestos nos exigen por el consumo, la muerte, esta que ya ha dejado de mirar por encima del hombro del violonchelista, se complace imaginando lo que sería tener a sus órdenes un batallón de mariposas alineadas sobre la mesa, ella haciendo la llamada una a una y dando las instrucciones, vas a tal lado, buscas a tal persona, le pones la calavera por delante y regresas aquí. Entonces el músico creería que su mariposa acherontia Átropos había levantado el vuelo de la página abierta, sería ése su último pensamiento y la última imagen que llevaría prendida en la retina, ninguna mujer gorda vestida de negro anunciándole la muerte, como se dice que vio marcel proust, ningún mostrenco envuelto en una sábana blanca, como afirman los moribundos de vista penetrante. Una mariposa, nada más que el suave run run de las alas de seda de una mariposa grande y oscura con una pinta blanca que parece una calavera.

El violonchelista miró el reloj y vio que era la hora del almuerzo. El perro, que ya llevaba diez minutos pensando lo mismo, se había sentado al lado del dueño y, apoyando la cabeza en la rodilla, esperaba paciente a que regresara al mundo. No lejos de allí había un pequeño restaurante que abastecía de bocadillos y otras menudencias alimenticias de naturaleza semejante. Siempre que venía a este parque por la mañana, el violonchelista era cliente y no variaba en la comanda que hacía. Dos bocadillos de atún con mayonesa y una copa de vino para él, un bocadillo de carne poco hecha para el perro. Si el tiempo estaba agradable, como hoy, se sentaban en el suelo, bajo la sombra de un árbol, y, mientras comían, conversaban. El perro guardaba siempre lo mejor para el final, comenzaba por los trozos de pan y sólo después se entregaba a los placeres de la carne, masticando sin prisa, conscientemente, saboreando los jugos. Distraído, el violonchelista comía como iba cayendo, pensaba en la suite en re mayor de bach, en el preludio, en un cierto pasaje de mil pares de demonios en que solía detenerse algunas veces, dudar, titubear, que es lo peor que le puede suceder en la vida a un músico. Después de acabar de comer, se echaron uno al lado del otro, el violonchelista durmió un poco, el perro ya estaba durmiendo un minuto antes. Cuando despertaron y volvieron a casa, la muerte fue con ellos. Mientras el perro corría al patio para descargar la tripa, el violonchelista puso la suite de bach en el atril, la abrió por el pasaje escabroso, un pianísimo absolutamente diabólico, y la implacable duda se repitió. La muerte tuvo pena de él, Pobrecillo, lo malo es que no va a tener tiempo para conseguirlo, es más, nunca lo tienen, incluso los que han llegado cerca siempre se quedaron lejos. Entonces, por primera vez, la muerte se dio cuenta de que en toda la casa no había ni un único retrato de mujer, salvo el de una señora de edad que tenía todo el aspecto de ser la madre y que estaba acompañada por un hombre que debía de ser el padre.

12

Tengo un gran favor que pedirte, dijo la muerte. Como siempre, la guadaña no respondió, la única señal de haber oído fue un estremecimiento poco más que perceptible, una expresión general de desconcierto físico, puesto que jamás habían salido de esa boca semejantes palabras, pedir un favor, y para colmo grande. Voy a tener que estar fuera una semana, siguió la muerte, y necesito que durante ese tiempo me sustituyas en el despacho de las cartas, evidentemente no te pido que las escribas, sólo que las envíes, bastará que emitas una especie de orden mental y hagas vibrar un poco tu lámina por dentro, así como un sentimiento, una emoción, cualquier cosa que muestre que estás viva, eso será suficiente para que las cartas sigan hasta su destino. La guadaña se mantuvo callada, pero el silencio equivalía a una pregunta. Es que no puedo estar siempre entrando y saliendo para ocuparme del correo, dijo la muerte, tengo que concentrarme totalmente en la resolución del problema del violonchelista, descubrir la manera de entregarle la maldita carta. La guadaña esperaba. La muerte prosiguió, Mi idea es ésta, escribo de un tirón todas las cartas de la semana en que estaré ausente, procedimiento que me permito a mí misma usar considerando el carácter excepcional de la situación, y, tal como te he dicho, tú sólo tendrás que enviarlas, no necesitas salir de donde estás, ahí apoyada en la pared, mira que estoy siendo buena, te pido un favor de amiga cuando podría muy bien, sin contemplaciones, darte una simple orden, el hecho de que en los últimos tiempos haya dejado de aprovecharme de ti no significa que no sigas a mi servicio. El silencio resignado de la guadaña confirmaba que así era. Entonces estamos de acuerdo, concluyó la muerte, dedicaré este día a escribir las cartas, calculo que serán unas dos mil quinientas, imagínate, estoy segura de que llegaré al final del trabajo con la muñeca abierta, te las dejo organizadas sobre la mesa, en grupos separados, de izquierda a derecha, no te equivoques, de izquierda a derecha, fíjate bien, desde aquí hasta aquí, sería una complicación de mil demonios que las personas reciban fuera de tiempo sus notificaciones, tanto si es para más como si es para menos. Se dice que quien calla otorga. La guadaña había callado, por tanto otorgaba. Envuelta en su sábana, con la capucha hacia atrás para desahogar la visión, la muerte se sentó a trabajar. Escribió, escribió, pasaron las horas y ella seguía escribiendo, y eran las cartas, y eran los sobres, y era doblarlas, y era cerrarlos, se podría preguntar cómo lo conseguía si no tenía lengua ni de dónde le venga la saliva, pero eso, queridos señores, era en los felices tiempos de la artesanía, cuando todavía vivíamos en las cavernas de una modernidad que apenas comenzaba a despuntar, ahora los sobres son de los llamados autoadhesivos, se les quita la tirita de papel, y ya está, de los múltiples empleos que la lengua tenía se puede decir que éste ha pasado a la historia. La muerte no llegó al final con la muñeca abierta después de tan gran esfuerzo porque, en realidad, abierta ya la tiene desde siempre. Son maneras de hablar que se nos pegan al lenguaje, seguimos usándolas incluso después de haberse desviado hace mucho del sentido original, y no nos damos cuenta de que, por ejemplo en el caso de esta nuestra muerte que por aquí deambula en figura de esqueleto, la muñeca ya le vino abierta de nacimiento, basta ver la radiografía. El gesto de despedida hizo desaparecer en el hiperespacio los doscientos ochenta y tantos sobres de hoy, por lo tanto será a partir de mañana cuando la guadaña comenzará a desempeñar las funciones de expedidora postal que le acaban de ser confiadas. Sin pronunciar una palabra, ni adiós, ni hasta luego, la muerte se levantó de la silla, se dirigió a la única puerta que existía en la sala, esa puertecita estrecha a la que tantas veces nos hemos referido sin tener la menor idea de cuál sería su utilidad, la abrió, entró y volvió a cerrarla tras de sí. La emoción hizo que la guadaña experimentara a lo largo de la lámina, hasta el pico, hasta la punta extrema, una fortísima vibración. Nunca, en la memoria de la guadaña, esa puerta había sido utilizada. Las horas pasaron, todas las que fueron necesarias para que el sol naciera ahí fuera, no aquí en esta sala blanca y fría, donde las pálidas bombillas, siempre encendidas, parecían haber sido puestas para espantarle las sombras a un muerto que tuviera miedo de la oscuridad.

Todavía es pronto para que la guadaña emita la orden mental que hará desaparecer de la sala el segundo montón de cartas, puede, por tanto, dormir un poco más. Esto es lo que suelen decir los insomnes que no pegan los ojos en toda la noche, pero que, los pobres, creen que son capaces de engañar al sueño pidiéndole un poco más, sólo un poco más, ellos a quienes ni un minuto de reposo les había sido concedido.

Sola, durante todas esas horas, la guadaña buscó una explicación para el insólito hecho de que la muerte hubiera salido por una puerta ciega que, desde el momento en que la colocaron, parecía condenada para el resto de los tiempos. Por fin desistió de darle vueltas a la cabeza, más tarde o más pronto acabará sabiendo qué está pasando ahí detrás, pues es prácticamente imposible que haya secretos entre la muerte y la guadaña como tampoco los hay entre la hoz y la mano que la empuña.

No tuvo que esperar mucho. Media hora habría pasado en un reloj cuando la puerta se abrió y una mujer apareció en el umbral. La guadaña había oído decir que esto podría suceder, transformarse la muerte en un ser humano, preferiblemente mujer por esa cosa de los géneros, pero pensaba que se trataba de una historieta, de un mito, de una leyenda como tantas y tantas otras, por ejemplo, el fénix renacido de sus propias cenizas, el hombre de la luna cargando con un haz de leña sobre la espalda por haber trabajado en día santo, el barón de münchhausen que, tirando de sus propios cabellos, se salvó de morir ahogado en unas aguas pantanosas y también al caballo que montaba, el drácula de transilvania que no muere por más que lo maten, a no ser que le claven una estaca en el corazón, e incluso así no faltan quienes lo duden, la famosa piedra, en la antigua irlanda, que gritaba cuando el rey verdadero la tocaba, la fuente del epiro que apagaba las antorchas encendidas e inflamaba las apagadas, las mujeres que dejaban caer la sangre de la menstruación por los campos cultivados para aumentar la fertilidad de la sementera, las hormigas de tamaño de perros, los perros de tamaño de hormigas, la resurrección al tercer día porque no pudo ser en el segundo. Estás muy guapa, comentó la guadaña, y era verdad, la muerte estaba muy guapa y era joven, tendría treinta y seis o treinta y siete años como habían calculado los antropólogos, Hablaste, finalmente, exclamó la muerte, Me ha parecido que había un buen motivo, no todos los días se ve a la muerte transformada en un ejemplar de la especie de que es enemiga, Quiere decir que no ha sido por encontrarme guapa, También, también, pero igualmente hubiera hablado si te me hubieras aparecido con la figura de una mujer gorda vestida de negro como a monsieur marcel proust, No soy gorda ni estoy vestida de negro, y tú no tienes ni la menor idea de quién fue marcel proust, Por razones obvias, las guadañas, tanto esta de segar gente como las otras, vulgares, de segar hierba, nunca pudieron aprender a leer, pero todas fuimos dotadas de buena memoria, ellas de la savia, yo de la sangre, he oído decir por ahí algunas veces el nombre de proust y he unido hechos, fue un gran escritor, uno de los mayores que jamás han existido, y su expediente estará en los antiguos archivos, Sí, pero no en los míos, no fui yo la muerte que lo mató, No era entonces de este país el tal monsieur marcel proust, preguntó la guadaña, No, era de otro, de uno que se llama francia, respondió la muerte, y se notaba un cierto tono de tristeza en sus palabras, Que te consuele del disgusto de no haber sido tú quien lo mató lo guapa que te veo, dios te bendiga, ayudó la guadaña, Siempre te he considerado una amiga, pero mi disgusto no viene de no haberlo matado yo, Entonces, No lo sabría explicar. La guadaña miró a la muerte con extrañeza y creyó preferible cambiar de asunto, Dónde has encontrado lo que llevas puesto, preguntó, Hay mucho para elegir detrás de esa puerta, es como un almacén, como un enorme guardarropa de teatro, son centenares de armarios, centenares de maniquíes, millares de perchas, Me llevas, pidió la guadaña, Sería inútil, no entiendes nada de modas ni de estilos, A simple vista no me parece que tú tampoco entiendas mucho, no creo que las diferentes partes de lo que vistes vayan bien unas con otras, Como nunca has salido de esta sala, ignoras lo que se usa en los días de hoy, Pues te diría que esa blusa se parece mucho a otras que recuerdo de cuando llevaba una vida activa, Las modas son rotatorias, van y vienen, vuelven y van, si yo te contase lo que veo por esas calles, Lo creo sin que me lo tengas que decir, No piensas que la blusa va bien con el color de los pantalones y de los zapatos, Creo que sí, concedió la guadaña, Y con este gorro que llevo en la cabeza, También, Y con esta chaqueta de piel, También, Y con este bolso de colgar al hombro, No digo que no, Y con estos pendientes en las orejas, Me rindo, Estoy irresistible, confiésalo, Depende del tipo de hombre al que quieras seducir, En cualquier caso te parece que de verdad voy guapa, He sido yo quien lo ha dicho en primer lugar, Siendo así, adiós, estaré de regreso el domingo, lo más tarde el lunes, no te olvides de mandar el correo de cada día, supongo que no será demasiado trabajo para quien se pasa el tiempo apoyada en la pared, Llevas la carta, preguntó la guadaña, que decidió no reaccionar ante la ironía, La llevo, va aquí dentro, respondió la muerte, tocando el bolso con las puntas de unos dedos finos, bien tratados, que a cualquiera de nosotros le apetecería besar.

La muerte apareció bajo la luz del día en una calle estrecha, con muros a un lado y a otro, ya casi fuera de la ciudad. No se ve puerta o portón por donde pueda haber salido, tampoco se nota ningún indicio que nos permita reconstituir el camino que desde la fría sala subterránea la ha traído hasta aquí. El sol no molesta a las órbitas vacías, por eso los cráneos rescatados en las excavaciones arqueológicas no tienen necesidad de bajar los párpados cuando la luz súbita les da de lleno en la cara y el feliz antropólogo anuncia que su hallado óseo tiene todo el aspecto de ser un neanderthal, aunque un examen posterior venga a demostrar que al final se trataba de un vulgar homo sapiens. La muerte, esta que se ha hecho mujer, saca del bolso unas gafas oscuras y con ellas defiende sus ojos ahora humanos de los peligros de una oftalmía más que probable en quien todavía tendrá que habituarse a las refulgencias de una mañana de verano. La muerte baja la calle hasta donde los muros terminan y los primeros edificios se levantan. A partir de ahí se encuentra en terreno conocido, no hay una sola casa de estas y de todas cuantas se extienden delante de sus ojos hasta los límites de la ciudad y del país en que no haya estado alguna vez, y hasta incluso en esa obra tendrá que entrar de aquí a dos semanas para empujar de un andamio a un albañil distraído que no se fijará dónde va a poner el pie. En casos como éstos solemos decir que así es la vida, cuando mucho más exactos seríamos si dijéramos que así es la muerte. A esta chica de gafas oscuras que está entrando en un taxi no le daríamos nosotros tal nombre, probablemente pensaríamos que era la propia vida en persona y correríamos jadeando tras ella, ordenaríamos al conductor de otro taxi, si lo hubiera, Siga a ese coche, y sería inútil porque el taxi que la lleva ya ha doblado la esquina y no hay aquí otro al que le pudiéramos suplicar, Por favor, siga a ese taxi. Ahora sí, ya tiene todo el sentido que digamos que es así la vida y encojamos resignados los hombros. Sea como sea, y que eso nos sirva al menos de consuelo, la carta que la muerte lleva en su bolso tiene el nombre de otro destinatario y otra dirección, nuestro turno de caer del andamio todavía no ha llegado. Al contrario de lo que razonablemente podría preverse, la muerte no le ha dado al conductor del taxi la dirección del violonchelista, y sí la del teatro en que él toca. Es cierto que decidió apostar a lo seguro después de los sucesivos desaires sufridos, pero no comenzó transformándose en mujer por mera casualidad, o, como un espíritu gramático también podría ser llevado a pensar, por aquello de los géneros que antes sugerimos, ambos, en este caso, de la mujer y de la muerte, femeninos. A pesar de su absoluta falta de experiencia del mundo exterior, particularmente en el capítulo de los sentimientos, apetitos y tentaciones, la guadaña acertó de lleno en el objetivo cuando, en determinado momento de la conversación con la muerte, se preguntó sobre el tipo de hombre a quien pretendía seducir. Esta era la palabra clave, seducir. La muerte podría haber ido directamente a casa del violonchelista, tocar el timbre y, cuando él abriese la puerta, lanzarle el primer anzuelo de una sonrisa dulce después de quitarse las gafas oscuras, anunciarse, por ejemplo, como vendedora de enciclopedias, pretexto archiconocido, pero de resultados casi siempre seguros, y entonces una de dos, o él le diría que entrara para tratar del asunto tranquilamente delante de una taza de té, o le comunicaría enseguida que no estaba interesado y haría el gesto de cerrar la puerta, al mismo tiempo que delicadamente pediría disculpas por el rechazo, Si al menos fuera una enciclopedia musical, justificaría con una tímida sonrisa. En cualquiera de las situaciones la entrega de la carta sería fácil, digamos incluso que ultrajantemente fácil, y esto era lo que no le agradaba a la muerte. El hombre no la conocía a ella, pero ella conocía al hombre, habían pasado una noche en la misma habitación, y ella lo había oído tocar, cosas que, se quiera o no se quiera, crean lazos, establecen una armonía, dibujan un principio de relaciones, decirle en la cara, Va a morir, tiene ocho días para vender el violonchelo y encontrarle otro amo al perro, sería una brutalidad impropia de la mujer bien parecida en que se había transformado. Su plan es otro.

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