Las intermitencias de la muerte (8 page)

BOOK: Las intermitencias de la muerte
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Los amantes de la concisión, del modo lacónico, de la economía del lenguaje, seguro que se están preguntando por qué, siendo la idea tan simple, ha sido necesario todo este razonamiento para llegar por fin al punto crítico. La respuesta también es simple, y vamos a darla utilizando un término actual, modernísimo, con el que nos gustaría ver compensados los arcaísmos con que, en probable opinión de algunos, hemos salpicado de moho este relato, Por mor del background. Diciendo background todo el mundo sabe de qué se trata, pero no nos faltarían dudas si, en vez de background, banalmente hubiéramos dicho plano de fondo, ese otro detestable arcaísmo, para colmo poco fiel a la verdad, dado que el background no es sólo el plano de fondo, es toda la innumerable cantidad de planos que obviamente existen entre el sujeto observado y la línea del horizonte. Será mejor que digamos encuadramiento de la cuestión. Exactamente, encuadramiento de la cuestión, y ahora que por fin la tenemos bien encuadrada, ahora sí, llega el momento de revelar en qué consistió el ardid de la maphia para obviar cualquier posibilidad de conflicto bélico que sólo serviría para perjudicar sus intereses. Un niño, ya lo habíamos dicho antes, podría haber concebido la idea. Que era sencillamente esto, pasar al otro lado de la frontera al paciente y, una vez que hubiera muerto, volver atrás y enterrarlo en el materno seno de su lugar de origen. Un jaque mate perfecto en el más riguroso, exacto y preciso sentido de la expresión. Como se acaba de ver, el problema quedaba resuelto sin desdoro para ninguna de las partes implicadas, los cuatro ejércitos, ya sin motivo para mantenerse en pie de guerra en la frontera, podían retirarse a la buena paz, puesto que lo que la maphia se proponía hacer era simplemente entrar y salir, recordemos una vez más que los pacientes perdían la vida en el mismo instante en que los transportaban al otro lado, a partir de ahora no necesitan quedarse ni un minuto, es sólo el tiempo de morir, y ése, si siempre fue de todos el más breve, un suspiro, y ya está, se puede uno imaginar lo que es en este caso, una vela que de repente se apaga sin necesidad de que nadie sople. Nunca la más suave de las eutanasias podrá ser tan fácil y tan dulce. Lo más interesante de la nueva situación creada es que la justicia del país en que no se muere se encuentra desprovista de fundamentos para actuar jurídicamente contra los enterradores, suponiendo que de facto lo quisiera, y no porque se encuentre condicionada por el acuerdo de caballeros que el gobierno tuvo que suscribir con la maphia. No los puede acusar de homicidio porque, técnicamente hablando, homicidio no es en realidad, y porque el censurable acto, que lo clasifique mejor quien de eso se vea capaz, se comete en países extranjeros, tampoco los puede incriminar por haber enterrado muertos, ya que el destino de éstos es ese mismo, y ya es de agradecer que alguien se haya decidido a encargarse de un trabajo penoso bajo cualquier título, tanto desde el punto de vista físico como desde el punto de vista anímico. Como mucho, se podría alegar que ningún médico certificó el óbito, que el entierro no cumplió las formas prescritas para una correcta inhumación y que, como si tal caso fuese inédito, la sepultura no está identificada, de modo que es bastante seguro que se perderá el lugar cuando caiga la primera lluvia fuerte y las plantas rompan tiernas y alegres del humus creador. Consideradas las dificultades y recelando hundirse en el tremedal de recursos en que, curtidos en la tramoya, los astutos abogados de la maphia la sumirían sin dolor ni piedad, la ley decidió esperar con paciencia hasta ver dónde pararían las modas. Era, sin sombra de duda, la actitud más prudente.

El país se encontraba agitado como nunca, el poder confuso, la autoridad diluida, los valores en acelerado proceso de inversión, la pérdida del sentido de respeto cívico se extiende por todos los sectores de la sociedad, probablemente ni Dios sabe adonde nos lleva. Corre el rumor de que la maphia está negociando otro acuerdo de caballeros con la industria funeraria para establecer una racionalización de esfuerzos y una distribución de tareas, lo que significa, en lenguaje de andar por casa, que una se encarga de abastecer de muertos, y las agencias funerarias contribuyen con medios y técnicas para enterrarlos. También se dice que la propuesta de la maphia fue acogida con los brazos abiertos por las agencias, ya cansadas de malgastar su saber milenario, su experiencia, su know how, sus coros de plañideras, en hacer funerales para perros, gatos y canarios, alguna vez una cacatúa, una tortuga catatónica, una ardilla domesticada, un lagarto de compañía que el dueño solía llevar sobre el hombro. Nunca caímos tan bajo, decían. Ahora el futuro se les presentaba fuerte y risueño, las esperanzas florecían como parterres de jardín, hasta se podría decir, arriesgando la obvia paradoja, que para la industria de los entierros había despuntado finalmente una nueva vida. Y todo esto gracias a los buenos oficios y a la inagotable caja fuerte de la maphia. Ésta subsidió a las agencias de la capital y de otras ciudades del país para que instalasen filiales, a cambio de compensaciones, claro está, en las localidades más próximas a la frontera, ésta tomó providencias para que hubiese siempre un médico a la espera del fallecido cuando reentrase en el territorio y necesitara a alguien para decir que estaba muerto, ésta estableció convenios con las administraciones municipales para que los entierros a su cargo tuvieran prioridad absoluta, fuese cual fuese la hora del día o de la noche en que les conviniera hacerlos. Todo costaba mucho dinero, naturalmente, pero el negocio continuaba mereciendo la pena, ahora que los adicionales y los servicios extras eran el grueso de la factura. De repente, sin avisar, se cerró el grifo de donde había estado brotando, constante, el generoso manantial de pacientes terminales. Parecía que las familias, a partir de un arrebato de conciencia, se pasaron la palabra unas a otras, que se acabó esto de mandar a los seres queridos a morir lejos, si, en sentido figurado, les habíamos comido la carne, también les deberemos comer los huesos ahora, que no estamos aquí sólo para las buenas, cuando él o ella tenían la fuerza y la salud intacta, estamos también para las horas malas y para las horas pésimas, cuando él o ella no son nada más que un trapo maloliente que es inútil lavar. Las agencias funerarias transitaron de la euforia a la desesperación, otra vez a la ruina, otra vez a la humillación de enterrar canarios y gatos, perros y otros bichos, la tortuga, la cacatúa, la ardilla, el lagarto no, porque no existía otro que se dejara llevar en el hombro del dueño. Tranquila, sin perder los nervios, la maphia fue a ver lo que pasaba. Era simple. Las familias dijeron, casi siempre con medias palabras, dándolo así a entender, que una cosa era el tiempo de la clandestinidad, cuando los seres queridos eran conducidos a ocultas, en el silencio de la noche, y los vecinos no tenían necesidad alguna de saber si permanecían en sus lechos del dolor, o si se habían evaporado. Entonces era fácil mentir, decir compungidamente, Pobrecillo, ahí está, cuando la vecina preguntaba en el rellano de la escalera, Y qué tal sigue el abuelo. Ahora todo es diferente, hay un certificado de defunción, hay placas con nombres y apellidos en los cementerios, en pocas horas la envidiosa y maldiciente vecindad sabría que el abuelo había muerto de la única manera en que se podía morir, y que eso significa, simplemente, que la propia cruel e ingrata familia lo había despachado a la frontera. Nos da mucha vergüenza, confesaron. La maphia oyó, oyó, y dijo que lo iba a pensar. No tardó veinticuatro horas. Siguiendo el ejemplo del anciano de la página cincuenta, los muertos habían querido morir, por tanto serían registrados como suicidas en el certificado de defunción. El grifo volvió a abrirse.

No todo fue tan sórdido en este país en que no se muere como lo que acaba de ser relatado, ni en todas las parcelas de una sociedad dividida entre la esperanza de vivir siempre y el temor de no morir nunca consiguió la voraz maphia clavar sus garras aduncas, corrompiendo almas, sometiendo cuerpos, emporcando lo poco que todavía restaba de los buenos principios de antaño, cuando un sobre que trajera dentro algo que oliera a soborno era devuelto en el mismo instante al remitente, llevando una respuesta firme y clara, algo así como, Compre juguetes para sus hijos con este dinero, o, Debe de haberse equivocado de destinatario. La dignidad era entonces una forma de altivez al alcance de todas las clases. A pesar de todo, a pesar de los falsos suicidas y de los sucios negocios de la frontera, el espíritu de aquí seguía pairando sobre las aguas, no las del mar océano, que ése bañaba otras tierras lejanas, mas sobre los lagos y los ríos, sobre las riberas y los regatos, en los charcos que la lluvia dejaba al pasar, en el luminoso fondo de los pozos, que es donde mejor se nota la altura a la que se encuentra el cielo, y, por más extraordinario que parezca, también sobre la superficie tranquila de los acuarios. Precisamente, cuando, distraído, miraba el pececito rojo que venía boqueando en la toma del agua y se preguntaba, ya menos distraído, desde hace cuánto tiempo que no la renovaba, bien sabía qué quería decir el pez cuando una y otra vez subía a romper la delgadísima película en que el agua se confunde con el aire, precisamente en ese momento revelador al aprendiz de filósofo se le presentó, nítida y desnuda, la cuestión que va a dar origen a la más apasionante y encendida polémica que se conoce en toda la historia de este país en que no se muere. He aquí lo que el espíritu que pairaba sobre las aguas del acuario le preguntó al aprendiz de filósofo, Ya has pensado si la muerte será la misma para todos los seres vivos, sean animales, incluyendo al ser humano, o vegetales, incluyendo la hierba que se pisa y la sequoiadendron giganteum con sus cien metros de altura, será la misma muerte la que mata a un hombre que sabe que va a morir, y a un caballo que nunca lo sabrá. Y volvió a preguntar, En qué momento muere el gusano de seda después de haberse encerrado en su capullo y haber trancado la puerta, cómo es posible que haya nacido la vida de una de la muerte de otro, la vida de la mariposa de la muerte del gusano, y ser lo mismo diferentemente, o no murió el gusano de seda porque está vivo en la mariposa. El aprendiz de filósofo respondió, El gusano de seda no murió, será la mariposa la que morirá, después de desovar, Eso ya lo sabía antes de que tú nacieras, dijo el espíritu que paira sobre las aguas del acuario, el gusano de seda no muere, dentro del capullo no queda ningún cadáver cuando sale la mariposa, tú lo has dicho, una ha nacido de la muerte de otro, Eso se llama metamorfosis, todo el mundo sabe de qué se trata, dijo condescendiente el aprendiz de filósofo, He ahí una palabra que suena bien, llena de promesas y de certezas, dices metamorfosis y sigues adelante, parece que no ves que las palabras son rótulos que se adhieren a las cosas, no son las cosas, nunca sabrás cómo son las cosas, ni siquiera qué nombres son en realidad los suyos, porque los nombres que les das no son nada más que eso, el nombre que le has dado. Cuál de nosotros dos es el filósofo, Ni yo ni tú, tú no pasas de aprendiz de filósofo, yo sólo soy el espíritu que paira sobre las aguas del acuario, Hablábamos de la muerte, No de la muerte, de las muertes, he preguntado por qué razón no mueren los seres humanos, y los otros animales sí, por qué razón la no muerte de unos no es la no muerte de otros, cuando a este pececillo rojo se le acabe la vida, y tengo que avisarte de que no tardará mucho si no le cambias el agua, serás tú capaz de reconocer en la muerte de él aquella otra muerte de que ahora pareces estar a salvo, ignorando por qué, Antes, en el tiempo en que se moría, las pocas veces que me encontré delante de personas que habían fallecido, nunca imaginé que la muerte de ellas fuese la misma de la que yo un día vendría a morir, Porque cada uno de vosotros tenéis vuestra propia muerte, la transportáis en algún lugar secreto desde que nacéis, ella te pertenece, tú le perteneces, Y los animales, y los vegetales, Supongo que a ellos les pasará lo mismo, Cada cual con su muerte, Así es, Entonces las muertes son muchas, tantas como seres vivos existieron, existen y existirán, En cierto modo, sí, Te estás contradiciendo, exclamó el aprendiz de filósofo, Las muertes de cada uno son muertes, por decirlo así, de vida limitada, subalternas, mueren con aquel a quien mataron, pero sobre todas habrá otra muerte mayor, la que se ocupa del conjunto de seres humanos desde el alborear de la especie, Hay por tanto una jerarquía, Supongo que sí, Y para los animales, desde el más elemental protozoo hasta la ballena azul, También, Y para los vegetales, desde las diatomeas a la secuoya gigante, ésta antes citada en latín por el tamaño, Según lo que creo saber, les pasa lo mismo a todos, O sea, cada uno con su muerte propia, personal e intransmisible, Sí, Y después otras dos muertes generales, una para cada reino de la naturaleza, Exacto, Y ahí se acaba la distribución jerárquica de las competencias que tánatos delega, preguntó el aprendiz de filósofo, Hasta donde mi imaginación alcanza, todavía veo otra muerte, la última, la suprema, Cuál, La que tendrá que destruir el universo, esa que realmente merece el nombre de muerte, aunque cuando esto suceda ya no haya nadie para pronunciarlo, lo demás de lo que hemos estado hablando no dejan de ser pormenores ínfimos, insignificancias, Por tanto, la muerte no es única, concluyó innecesariamente el aprendiz de filósofo, Es lo que ya estoy cansado de explicarte, Es decir, una muerte, la que es nuestra, ha suspendido su actividad, las otras, las de los animales y los vegetales, siguen operando, son independientes, cada una trabajando en su sector, Ya estás convencido, Sí, Entonces vete por ahí y anúncialo a la gente, dijo el espíritu que pairaba sobre las aguas del acuario. Y fue así como la polémica empezó.

El primer argumento contra la osada tesis del espíritu que pairaba sobre las aguas del acuario fue que su portavoz no era filósofo titulado, sino un mero aprendiz que nunca había ido más lejos de algunos escasos conocimientos rudimentarios de manual, casi tan elementales como el protozoario, y, como si eso no fuese poco, recogidos al vuelo, a retazos, sueltos, sin aguja e hilo que los uniese entre sí aunque los colores y las formas contendiesen unos con otros, en fin, una filosofía que podría llamarse la escuela arlequinesca, o ecléctica. La cuestión, sin embargo, no estaba tanto ahí. Es cierto que lo esencial de la tesis era obra del espíritu que pairaba sobre las aguas del acuario, aunque, bastará volver a leer el diálogo desarrollado en las páginas anteriores para reconocer que la contribución del aprendiz de filosofías también tuvo su influencia en la gestación de la interesante idea, por lo menos en la calidad de oyente, factor dialéctico indispensable desde Sócrates, como es de sobra sabido. Algo, por lo menos, no podía ser negado, que los seres humanos no morían, pero los otros animales sí. En cuanto a los vegetales, cualquier persona, incluso sin saber nada de botánica, reconocería sin dificultad que, como antes, nacían, verdeaban, más adelante se marchitaban, luego se secaban, y si esa fase final, con podrimiento o sin él, no se debe llamar morir, entonces que venga alguien que lo explique mejor. Que las personas de aquí no estén muriendo, pero todos los otros seres vivos sí, decían algunos objetores, hay que verlo como una demostración de que lo normal todavía no se ha retirado del todo del mundo, y lo normal, excusado será decirlo, es, pura y simplemente, morir cuando nos llega la hora. Morir y no ponerse a discutir si la muerte ya era nuestra de nacimiento, o si simplemente pasaba por allí y le dio por fijarse en nosotros. En los demás países se sigue muriendo y no parece que sus habitantes sean más infelices por eso. Al principio, como es natural, hubo envidias, hubo conspiraciones, se dio algún que otro caso de tentativa de espionaje científico para descubrir cómo lo habíamos conseguido, pero, a la vista de los problemas que desde entonces se nos vinieron encima, creemos que el sentimiento general de las poblaciones de esos países se puede traducir con estas palabras, De la que nos hemos librado.

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