Read Las intermitencias de la muerte Online
Authors: José Saramago
Decían que iba contra la lógica más común que hubiera en el país un rey que nunca moriría y que, aunque mañana decidiera abdicar por motivo de edad o debilitamiento de las facultades mentales, rey seguiría siendo, el primero de una sucesión infinita de entronizaciones y abdicaciones, una infinita secuencia de reyes acostados en sus camas a la espera de una muerte que nunca llegaría, una cadena de reyes medio vivos medio muertos que, a no ser que los colocaran en los pasillos del palacio, acabarían llenando y por fin no cabiendo en el panteón donde fueron recogidos sus antecesores mortales, que ya no serían nada más que huesos desprendidos de los artejos o restos momificados y malolientes. Cuánto más lógico no sería tener un presidente de la república con vencimiento a plazo fijo, un mandato, como mucho dos, y después que se las avíe como pueda, que se dedique a su vida, dé conferencias, escriba libros, participe en congresos, coloquios y simposios, arengue en mesas redondas, dé la vuelta al planeta en ochenta recepciones, opine sobre la largura de las faldas cuando vuelvan a usarse y sobre la reducción del ozono en la atmósfera si todavía queda atmósfera, en fin, que se las componga. Todo menos tener que encontrar todos los días en los periódicos y oír en la televisión y en la radio el parte médico siempre igual, no atan ni desatan, sobre la situación de los internos en las enfermerías reales, que por cierto, viene a propósito que se informe, tras haber sido aumentadas dos veces, están a un tris de una tercera ampliación. El plural de enfermería está ahí para indicar que, como siempre sucede en instituciones hospitalarias o afines, los hombres se encuentran separados de las mujeres, o sea, reyes y príncipes a un lado, reinas y princesas a otro. Los republicanos desafiaban ahora al pueblo para que asumiera las responsabilidades que le competían, tomando el destino en sus manos para dar comienzo a una nueva vida y abriendo un nuevo y florido camino hacia las alboradas del porvenir. Esta vez el efecto del manifiesto no se limitó a tocar a los artistas y escritores, otras capas sociales se mostraron receptivas a la feliz imagen del camino florido y a las invocaciones de las alboradas del porvenir, lo que tuvo como resultado una concurrencia absolutamente fuera de lo común de adhesiones de nuevos militantes dispuestos a emprender una jornada que, tal como la pescada, que todavía en el agua la llaman así, ya era histórica antes de saberse si realmente lo iba a ser. Desgraciadamente las manifestaciones verbales de cívico entusiasmo de los nuevos adherentes a este republicanismo prospectivo y profético, en los días siguientes, no siempre fueron tan respetuosas como la buena educación y una sana convivencia democrática lo exigen. Algunas llegaron incluso a sobrepasar las fronteras de la más ofensiva grosería, como decir, por ejemplo, hablando de las realezas, que no estaban dispuestos a sustentar bestias con argolla ni burros con bizcocho. Todas las personas de buen gusto estuvieron de acuerdo en considerar tales palabras no sólo inadmisibles, sino también imperdonables. Bastaría con decir que las arcas del estado no podían seguir soportando más el continuo crecimiento de los gastos de la casa real y de sus adláteres, y todo el mundo lo comprendería. Era verdad y no ofendía.
El violento ataque de los republicanos, pero principalmente los inquietantes vaticinios contenidos en el artículo sobre la inevitabilidad, en un plazo muy breve, de que las dichas arcas del estado no podrían satisfacer el pago de las pensiones de vejez y de invalidez sin un final a la vista, hicieron que el rey notificara al primer ministro que necesitaba tener una conversación franca, a solas, sin magnetofones ni testigos de ninguna especie. Llegó el primer ministro, se interesó por la salud de las reales personas, en particular por la de la reina madre, aquella que en el último fin de año estaba a punto de morir, y después de todo, como tantas y tantas otras personas, todavía respiraba trece veces por minuto, que pocas más señales de vida se dejaban percibir en su cuerpo postrado, bajo el dosel del lecho. Su majestad agradeció, dijo que la reina madre sufría su calvario con la dignidad propia de la sangre que aún le corría por las venas, y luego pasó a los asuntos de la agenda, el primero de los cuales era la declaración de guerra de los republicanos. No entiendo qué les pasó por la cabeza a esa gente, dijo, el país hundido en la más terrible crisis de su historia y ellos hablando de cambio de régimen, Yo no me preocuparía, señor, lo que están haciendo es aprovechar la situación para difundir lo que llaman sus propuestas de gobierno, en el fondo no son otra cosa que unos pobres pescadores de aguas turbias, Con una lamentable falta de patriotismo, hay que añadir, Así es, señor, los republicanos tienen unas ideas sobre la patria que sólo ellos pueden entender, si es que realmente las entienden, Las ideas que tengan no me interesan, lo que quiero oír de usted es si existe alguna posibilidad de que consigan forzar un cambio de régimen, Si ni siquiera tienen representación en el parlamento, señor, Me refiero a un golpe de estado, a una revolución, Ninguna posibilidad, señor, el pueblo está con su rey, las fuerzas armadas son leales al poder legítimo, Entonces puedo estar descansado, Absolutamente descansado, señor. El rey hizo una cruz en su agenda, al lado de la palabra republicanos, dijo, Ya está, y luego preguntó, Y qué historia es esa de las pensiones que no se pagan, Estamos pagándolas, señor, es el futuro lo que se presenta bastante negro, Entonces debo de haber leído mal, pensé que se había dado, digamos, una suspensión de pagos, No señor, es el mañana el que se presenta altamente preocupante, Preocupante hasta qué punto, En todos, señor, el estado podrá llegar a derrumbarse, simplemente, como un castillo de naipes, Somos el único país que se encuentra en esa situación, preguntó el rey, No señor, a largo plazo el problema los alcanzará a todos, pero lo que cuenta es la diferencia entre morir y no morir, es una diferencia fundamental, con perdón por la banalidad, No le entiendo, En los otros países se muere con normalidad, los fallecimientos siguen controlando el caudal de nacimientos, pero aquí, señor, en nuestro país, señor, no muere nadie, mire el caso de la reina madre, parecía que expiraba y ahí la tenemos, felizmente, quiero decir, crea que no exagero, estamos con la soga al cuello, A pesar de eso me han llegado rumores de que algunas personas van muriendo, Así es, señor, pero se trata de una gota de agua en el océano, no todas las familias se atreven a dar el paso, Qué paso, Entregar sus pacientes a la organización que se encarga de los suicidios, No le entiendo, de qué sirve que se suiciden si no pueden morir, Éstos sí, Y cómo lo consiguen, Es una historia complicada, señor, Cuéntemela, estamos a solas, Al otro lado de las fronteras se muere, señor, Entonces quiere decir que esa tal organización los lleva hasta allí, Exactamente, Y se trata de una organización benemérita, Nos ayuda a retardar un poco la acumulación de pacientes terminales, pero, como le he dicho, es una gota de agua en el océano, Y qué organización es ésa. El primer ministro respiró hondo y dijo, La maphia, señor, La maphia, Sí señor, la maphia, a veces el estado no tiene otro remedio que buscar fuera quien haga los trabajos sucios, No me dijo nada, Señor, quise mantener a vuestra majestad al margen del asunto, asumo la responsabilidad, Y las tropas que estaban en las fronteras, Tenían una función que desempeñar, Qué función, La de aparentar un obstáculo al paso de los suicidas no siéndolo, Pensé que estaban ahí para impedir una invasión, Nunca hubo ese peligro, de todos modos establecimos acuerdos con los gobiernos de esos países, todo está controlado, Menos la cuestión de las pensiones, Menos la cuestión de la muerte, señor, si no volvemos a morir, no tenemos futuro. El rey hizo una cruz al lado de la palabra pensiones y dijo, Es necesario que ocurra algo, Sí, majestad, es necesario que ocurra algo.
El sobre se encontraba en la mesa del director general de la televisión cuando la secretaria entró en el despacho. Era de color violeta, luego fuera de lo común, y el papel, de tipo gofrado, imitaba la textura del lino. Parecía antiguo y daba la impresión de que ya había sido utilizado antes. No tenía ninguna dirección, tanto de remitente, lo que a veces sucede, como de destinatario, lo que no sucede nunca, y estaba en un despacho cuya puerta, cerrada con llave, acababa de ser abierta en ese momento, y donde nadie podría haber entrado durante la noche. Al darle la vuelta para ver si había algo escrito por detrás, la secretaria se sintió pensando, con una difusa sensación de lo absurdo que era pensarlo y haberlo sentido, que el sobre no estaba allí en el momento en que introdujo la llave e hizo funcionar el mecanismo de la cerradura.
Qué disparate, murmuró, no reparé en que estaba aquí cuando salí ayer. Pasó los ojos por el despacho para ver si todo se encontraba en orden y se retiró a su lugar de trabajo. En su calidad de secretaria, y de confianza, estaba autorizada a abrir aquel o cualquier otro sobre, y más si no tenía ninguna indicación de carácter restrictivo, como serían las de personal, reservado o confidencial, pero no lo hizo, y no comprendía por qué. Dos veces se levantó de su sillón y entreabrió la puerta del despacho. El sobre seguía allí. Me estoy volviendo maniática, será efecto del calor, pensó, que venga ya él y se acabe el misterio. Se refería al jefe, al director general que tardaba. Eran las diez y cuarto cuando finalmente apareció.
No era persona de muchas palabras, llegaba, daba los buenos días e inmediatamente entraba en su despacho, donde la secretaria tenía orden de pasar sólo cinco minutos después, el tiempo que él consideraba necesario para ponerse cómodo y encender el primer cigarro de la mañana. Cuando la secretaria entró, el director todavía tenía puesto el abrigo y no fumaba. Sostenía con las dos manos una hoja de papel del mismo color que el sobre, y las dos manos temblaban. Volvió la cabeza hacia la secretaria que se aproximaba, pero fue como si no la reconociese. De repente extendió un brazo con la mano abierta para hacerla detenerse y le dijo con una voz que parecía salir de otra garganta, Salga inmediatamente, cierre la puerta y no deje entrar a nadie, a nadie, me ha oído, sea quien sea. Solícita, la secretaria quiso saber si había algún problema, pero él le interrumpió la palabra con violencia, No me ha oído decirle que salga, preguntó. Y casi gritando, Salga ahora, ya. La pobre señora se retiró con lágrimas en los ojos, no estaba habituada a que la tratase de este modo, es cierto que el director, como todo el mundo, tiene sus defectos, pero es una persona generalmente bien educada, a las secretarias no suele faltarles al respeto. Es por algo que viene en la carta, no tiene otra explicación, pensó mientras buscaba un pañuelo para enjugarse las lágrimas. No se equivocaba. Si se atreviera a entrar otra vez en el despacho vería al director general andando rápidamente de un lado para otro, con expresión de desvarío en la cara, como si no supiera qué hacer y al mismo tiempo tuviera la conciencia clara de que sólo él, y nadie más, podría hacerlo. El director miró el reloj, miró la hoja de papel, murmuró en voz muy baja, casi en secreto, Todavía hay tiempo, todavía hay tiempo, después se sentó para releer la carta misteriosa mientras se pasaba con gesto mecánico la mano libre por la cabeza, como si quisiera cerciorarse de que todavía la tenía en su lugar, de que no la había perdido engullida por la vorágine de miedo que le retorcía el estómago. Acabó de leerla, se quedó con los ojos perdidos en el vacío, pensando, Tengo que hablar con alguien, después acudió a su mente, en su socorro, la idea de que tal vez se tratara de una broma, de una broma de pésimo gusto, un telespectador descontento, como hay tantos, y para colmo con imaginación morbosa, quien tiene responsabilidades directivas en la televisión sabe muy bien que por ahí no todo es un mar de rosas, Pero no es a mí a quien se le escribe para desahogarse, pensó. Como es natural, este pensamiento le indujo a descolgar el teléfono para preguntarle a la secretaria, Quién ha traído esta carta, No lo sé, señor director, cuando llegué y abrí la puerta de su despacho, como hago siempre, ya estaba ahí, Pero eso es imposible, durante la noche nadie tiene acceso a este despacho, Así es, señor director, Entonces cómo se lo explica, No me lo pregunte a mí, señor director, hace unos momentos quise decirle lo que había pasado, pero ni siquiera me dio tiempo, Reconozco que fui un poco brusco, perdone, No tiene importancia, señor director, pero me ha dolido. El director general volvió a perder la paciencia, Si le dijera lo que tengo aquí, entonces iba a saber lo que es doler. Y colgó. Volvió a mirar el reloj, después se dijo a sí mismo, Es la única salida, no veo otra, hay decisiones que no me compete tomar a mí. Abrió una agenda, buscó el número que le interesaba, lo encontró, Aquí está, dijo. Las manos seguían temblándole, le costó acertar con los números y más aún acertar con la voz cuando del otro lado le respondieron, Páseme con el despacho del primer ministro, pidió, soy el director de televisión, el director general.
Atendió el jefe de gabinete, Buenos días, señor director, encantado de oírlo, en qué puedo serle útil, Necesito que el primer ministro me reciba lo más rápidamente posible para un asunto de extrema urgencia, Puede decirme de qué se trata para que se lo transmita al señor primer ministro, Lo lamento, pero es imposible, el asunto, además de urgente, es estrictamente confidencial, No obstante, si me da una idea, Tengo en mi poder, aquí, delante de estos ojos que la tierra se han de comer, un documento de trascendente importancia nacional, si esto que le estoy diciendo no es suficiente, si no es bastante para que me ponga ahora mismo en comunicación con el primer ministro dondequiera que se encuentre, temo mucho por su futuro personal y político, Así de serio es, Sólo le digo que, a partir de este momento, cada minuto que pase es de su exclusiva responsabilidad, Voy a ver qué puedo hacer, el señor primer ministro está muy ocupado, Pues entonces desocúpelo, si quiere ganar una medalla, Inmediatamente, Me quedo a la espera, Puedo hacerle otra pregunta, Por favor, qué más quiere saber todavía, Por qué ha dicho estos ojos que la tierra se han de comer, eso era antes, No sé lo que usted era antes, pero sé lo que es ahora, un rematado idiota, páseme al primer ministro, ya. La insólita dureza de las palabras del director general muestra hasta qué punto su espíritu se encuentra alterado. Es como si se hubiera apoderado de él una especie de obnubilación, no se reconoce, no comprende cómo es posible que haya insultado a alguien por el simple hecho de expresar una pregunta absolutamente razonable, tanto en los términos como en la intención. Tengo que pedirle disculpas, pensó arrepentido, mañana podré necesitarlo. La voz del primer ministro sonó impaciente, Qué pasa, preguntó, los problemas de la televisión, por lo que sé, no son asunto mío, No se trata de la televisión, señor primer ministro, tengo una carta, Sí, ya me han dicho que tiene una carta, y qué quiere que haga, Sólo le pido que la lea, nada más, el resto, usando sus propias palabras, no es asunto mío, Lo noto nervioso, Sí, señor primer ministro, estoy más que nervioso, Y qué dice esa misteriosa carta, No se lo puedo decir por teléfono, La línea es segura, Incluso así no le diré nada, toda cautela es poca, Entonces mándemela, Se la entregaré en mano, no quiero correr el riesgo de enviarla con un mensajero, Yo le mando alguien de aquí, mi jefe de gabinete, por ejemplo, persona más cercana será difícil, Señor primer ministro, por favor, no estaría aquí incomodándolo si no tuviera un motivo muy serio, necesito que me reciba, Cuándo, Ahora mismo, Estoy ocupado, Señor primer ministro, por favor, Bien, ya que insiste, venga, espero que el misterio valga la pena, Gracias, voy corriendo. El director general colgó el teléfono, metió la carta en el sobre, se la guardó en uno de los bolsillos interiores de la chaqueta y se levantó. Las manos ya no le temblaban, pero la frente la tenía bañada en sudor. Se limpió la cara con el pañuelo, después llamó a la secretaria por el teléfono interior, le dijo que iba a salir, que pidiera su coche. El hecho de haberle pasado la responsabilidad a otra persona lo calmaba un poco, dentro de media hora su papel en este asunto habrá terminado. La secretaria abrió la puerta, El coche le espera, señor director, Gracias, no sé cuánto tiempo tardaré, tengo un encuentro con el primer ministro, pero esta información es sólo para usted, Quédese tranquilo, señor director, no diré nada, Hasta luego, Hasta luego, señor director, que todo salga bien, Como están las cosas, ya no sabemos ni lo que está bien ni lo que está mal, Tiene razón, A propósito, cómo se encuentra su padre, En la misma situación, señor director, sufrir, no parece sufrir, pero parece que está a punto de expirar, de extinguirse, ya lleva dos meses en ese estado, y, en vistas de lo que sucede, lo único que puedo hacer es esperar mi turno para que me acuesten en una cama junto a la suya, Quién sabe, dijo el director, y salió.