Las llanuras del tránsito (139 page)

BOOK: Las llanuras del tránsito
13.4Mb size Format: txt, pdf, ePub

Jondalar miró a la mujer.

–¡Ayla, lo hemos hecho! ¡Lo hemos hecho! ¡Hemos abandonado el glaciar!

–Lo hemos hecho, ¿verdad? –preguntó ella, con una ancha sonrisa.

–Sin embargo, fue peligroso –confirmó Jondalar–. Podríamos haber sufrido heridas o incluso haber muerto.

–Quizá haya sido peligroso, pero fue divertido –dijo Ayla, con los ojos todavía chispeantes de excitación.

Su entusiasmo era contagioso; a pesar de toda su preocupación por llevarla sana y salva a destino, Jondalar no tuvo más remedio que sonreír.

–Tienes razón. Fue divertido, y en cierto modo era lo que correspondía. Creo que jamás volveré a intentar el cruce de un glaciar. Dos veces en una vida es suficiente, pero me alegro de poder afirmar que lo hice, y nunca olvidaré este descenso.

–Ahora lo único que tenemos que hacer es llegar hasta ese territorio –dijo Ayla, mientras señalaba hacia la orilla–, después encontrar a Whinney y a Corredor.

Estaba poniéndose el sol, y entre la luminosidad del horizonte y las sombras engañosas del atardecer, era difícil ver. El frío del anochecer había hecho que la temperatura descendiese nuevamente por debajo del punto de congelación. Alcanzaban a ver la seguridad reconfortante de la marca oscura del suelo sólido, mezclada con parches de nieve, alrededor del perímetro del lago, pero no sabían cómo llegar allí. Tenían que remar, pero habían dejado las pértigas en la cima del glaciar.

Pero aunque el lago parecía sereno, la fusión del glaciar, que formaba corriente rápida, producía un movimiento que les llevaba lentamente hacia la orilla. Cuando estuvieron cerca, ambos saltaron del bote, seguidos por el lobo, y arrastraron el artefacto a tierra firme. Lobo se sacudió, provocando salpicaduras, pero ni Ayla ni Jondalar lo advirtieron. Estaban abrazados y exteriorizaban su amor y su alivio porque al fin habían llegado a tierra firme.

–Lo hemos hecho. Ayla, casi estamos en casa. Casi estamos en casa –dijo Jondalar, apretando con fuerza a Ayla y agradeciendo que aún podía abrazarla.

La nieve distribuida alrededor del lago comenzaba a congelarse nuevamente y la masa blanda se convertía en hielo de corteza dura. Caminaron sobre la grava en aquella semioscuridad, cogidos de la mano, hasta que llegaron a un campo. No había leña para encender fuego, pero no les importó. Comieron el alimento que llevaban para los viajes, seco y concentrado, la misma sustancia que les había mantenido sobre el hielo, y bebieron agua de los recipientes que habían llenado cuando estaban sobre el glaciar. Después armaron la tienda y desplegaron las pieles para dormir, pero antes de acostarse Ayla paseó la mirada por el paisaje en sombras y se preguntó dónde estarían los caballos.

Silbó llamando a Whinney, y esperó oír el sonido de los cascos, pero no hubo nada. Elevó la mirada hacia las nubes móviles que se desplazaban en el cielo; volvió a preguntarse dónde estarían los animales y volvió a silbar. Ahora estaba demasiado oscuro para buscarlos; había que esperar hasta la mañana. Ayla se deslizó bajo las pieles para dormir, al lado del hombre alto, y extendió la mano hacia el lobo, que se había acurrucado junto a ella. Pensó en los caballos mientras se hundía en el sueño del agotamiento.

El hombre contempló los rubios y desordenados cabellos de la mujer que estaba a su lado, cuya cabeza descansaba cómodamente en el hueco del hombro de Jondalar y decidió no levantarse aún. Ya no era necesario avanzar deprisa, pero la ausencia de esa preocupación le desconcertaba. Tenía que recordar constantemente que habían atravesado el glaciar; ya no era necesario avanzar con toda la velocidad posible. Podían descansar todo el día bajo las pieles para dormir, si así lo deseaban.

El glaciar estaba ahora detrás y Ayla no corría peligro. Se estremeció al recordar la situación de grave riesgo por la que habían pasado y la abrazó con más fuerza. La mujer se incorporó, apoyándose en un codo, y le miró. Le agradaba mirarle. La penumbra en el interior de la tienda de cuero suavizaba el vívido azul de los ojos de Jondalar, y su frente, con tanta frecuencia marcada por la concentración o la inquietud, ahora parecía mucho más serena. Ayla rozó con un dedo las arrugas producidas por la inquietud y después recordó los rasgos del hombre.

–Mira, antes de conocerte traté de imaginar qué aspecto debía tener un hombre. No un hombre del clan, sino uno como yo. Nunca lo logré. Eres hermoso, Jondalar –dijo.

Jondalar se echó a reír.

–Ayla, las mujeres son hermosas. Los hombres no.

–Entonces, ¿qué es un hombre?

–Puedes decir que es fuerte o valeroso.

–Eres fuerte y valeroso, pero eso no es lo mismo que hermoso. ¿Cómo llamas a un hombre que es hermoso?

–Imagino que apuesto. –Él se sintió un tanto azarado. Con mucha frecuencia le habían dicho que era apuesto.

–Apuesto. Apuesto –repitió Ayla para sí misma–. Me agrada más la palabra hermoso. La entiendo mejor.

Jondalar volvió a reír, con su risa sonora, de extraños matices. La franca calidez de esa risa era algo imprevisto y Ayla advirtió que ella misma le miraba fijamente. A lo largo de aquel viaje siempre había tenido una actitud tan grave. Aunque sonreía, rara vez reía con fuerza.

–Si quieres llamarme hermoso, adelante –dijo Jondalar, acercándose más a Ayla–. ¿Cómo puedo impedir que una mujer hermosa me considere hermoso?

Ayla sintió las sacudidas de la risa de Jondalar, y ella también rio.

–Jondalar, te amo cuando ríes.

–Y yo te amo, divertida mujer.

La mantuvo abrazada; después cesaron de reír. Sintió su calidez y los pechos suaves y plenos; cubrió uno con la mano y obligó a Ayla a echarse hacia atrás, para besarla. Ella deslizó su lengua en la boca de Jondalar y sintió que su propio cuerpo respondía con un ansia sorprendente. Comprobó que había pasado bastante tiempo. Durante los días en que habían permanecido sobre el glaciar, ambos se habían sentido nerviosos y estaban tan agotados que no habían estado de humor o no podían relajarse en la medida suficiente para llegar a eso.

Jondalar percibió la disposición ansiosa de Ayla y cobró conciencia de su propia y súbita necesidad. La obligó a cambiar de posición mientras se besaban; después, apartando las pieles, le besó el cuello mientras buscaba el seno de la joven. Cerró los labios sobre el pezón duro y succionó.

Ella gimió cuando una aguda punzada de increíble placer la atravesó con una intensidad que la obligó a jadear. Se asombró ante su propia reacción. Él apenas la había tocado y ella ya estaba lista; incluso se sentía muy ansiosa. No había pasado tanto tiempo, ¿verdad? Acercó su cuerpo al hombre.

Jondalar bajó una mano para tocar el lugar femenino de los placeres, entre los muslos, sintió el promontorio duro y lo frotó. Al compás de unos pocos gritos, ella alcanzó súbitamente la culminación, y allí estaba, preparada para él, deseándole.

Jondalar sintió la súbita y húmeda tibieza de Ayla y comprendió su disposición. La necesidad de Jondalar había alcanzado la misma intensidad que la de Ayla. Apartando las pieles para evitar que se interpusieran, Ayla se abrió y esperó al hombre. Él buscó con su orgullosa virilidad la cavidad profunda de Ayla y penetró.

Ella le atrajo mientras él se lanzaba hacia delante y entraba profundamente. Jondalar sintió el abrazo total de Ayla y ella gritó de alegría. Le había necesitado y él sentía tanto placer, incluso algo que estaba más allá del goce, más que placer.

Jondalar estaba tan preparado como ella. Retrocedió y avanzó de nuevo, sólo una vez más y, de pronto, ya no pudo volver. Jondalar sintió la oleada que se elevaba, llegaba al límite y desbordaba. Con los últimos movimientos, volcó su savia, después presionó aún más y aflojó su cuerpo sobre el de Ayla.

Ella yació inmóvil con los ojos cerrados, sintiendo el peso de Jondalar y experimentando una sensación maravillosa. No deseaba moverse. Cuando, al fin, él se incorporó un tanto y la miró, tuvo que besarla. Ayla abrió los ojos y miró a su compañero.

–Ha sido maravilloso, Jondalar –dijo, sintiéndose lánguida y satisfecha.

–Fue muy rápido. Estabas preparada. Ambos estábamos listos. Y hasta hace un instante en tu cara se dibujaba la sonrisa más extraña.

–Eso es porque me siento muy feliz.

–Yo también –dijo Jondalar, besándola de nuevo y rodando a un costado.

Yacieron juntos, en silencio, y volvieron a dormirse. Jondalar despertó antes que Ayla y la contempló mientras dormía. La extraña y breve sonrisa apareció de nuevo e indujo a Jondalar a preguntarse en qué estaría soñando Ayla. No pudo resistir. La besó tiernamente y le acarició el seno. Ayla abrió los ojos. Los tenía dilatados, oscuros, líquidos y colmados de profundos secretos.

Él besó cada párpado, después mordisqueó juguetonamente el lóbulo de la oreja y también un pezón. Ella le sonrió cuando Jondalar buscó el triángulo de vello y palpó su receptiva suavidad, si no del todo lista otra vez, por lo menos incitando al hombre a desear un nuevo comienzo en lugar de un fin. De pronto, él sostuvo el muslo de Ayla, besó fieramente a la joven y acarició el cuerpo, los pechos, las caderas y los muslos. Casi no podía apartar de ella las manos; el haber estado tan cerca de perderla había despertado una necesidad tan profunda como la sima que casi la había tragado. No lograba satisfacer su necesidad de tocarla, de abrazarla, de amarla.

–Nunca creí que me enamoraría –dijo Jondalar, aflojando de nuevo los músculos y acariciando distraídamente el hoyuelo que se formaba al final de la espalda de Ayla y la suave elevación que después seguía–. ¿Por qué tuve que viajar hasta el fin del Río de la Gran Madre para encontrar a una mujer a quien pudiese amar?

Había estado pensando en eso desde el momento de despertar y advertir que casi habían llegado. Era grato estar de este lado del glaciar, pero Jondalar se sentía colmado de expectativa, ansioso de tener noticias de todo y también de ver a su gente.

–Porque mi tótem significaba que tú eras para mí. El León de la Caverna te vio.

–Entonces, ¿por qué la Madre logró que naciéramos tan lejos el uno del otro?

Ayla levantó la cabeza y miró a Jondalar.

–He estado intentando hacer averiguaciones, pero todavía sé muy poco de las cosas de la Gran Madre Tierra y no mucho más acerca de los espíritus protectores del clan, pero lo que sí sé es esto: tú me encontraste.

–Y después casi te perdí. –Una súbita oleada de frío temor penetró en el cuerpo de Jondalar–. Ayla, ¿qué haría si te perdiese? –dijo, con la voz ronca, con ese sentimiento que rara vez demostraba francamente. Rodó hacia ella, cubriendo el cuerpo de Ayla con el suyo y hundió la cabeza en el cuello de la joven, abrazándola con tanta fuerza que ella apenas pudo respirar–. ¿Qué haría?

Ayla se aferró a Jondalar, deseando convertirse en una parte del hombre, y graciosamente se abrió a él cuando sintió que la necesidad de Jondalar se manifestaba de nuevo. En un apremio tan exigente como su amor, cuando Ayla se acercó él la tomó con un impulso igualmente imperioso.

Ahora todo terminó más rápidamente todavía que antes, y con la liberación, la tensión provocada por la áspera emoción de los dos se fundió en una cálida secuela. Cuando él comenzó a separarse, Ayla le retuvo, pues quería apresar la intensidad del momento.

–Jondalar, no quisiera vivir sin ti –dijo Ayla, retomando la conversación que habían comenzado antes de su sesión amorosa–. Una parte de mí te acompañaría al mundo de los espíritus y yo jamás volvería a ser una persona entera. Pero tenemos suerte. Piensa en toda la gente que nunca intenta el amor, en los que aman a alguien que no puede corresponder a ese sentimiento.

–¿Como Ranec?

–Sí, como Ranec. Todavía me duele el corazón cuando pienso en él.

Jondalar se apartó y se sentó.

–Le compadezco. Me gustaba Ranec... o podría haberme gustado. –De pronto, sintió el ansia de partir–. De este modo jamás llegaremos a Dalanar –dijo, y comenzó a enrollar las pieles de dormir–. No veo el momento de encontrarme nuevamente con él.

–Pero ante todo tenemos que encontrar a los caballos –dijo Ayla.

Capítulo 43

Ayla se puso en pie y salió de la tienda. Una bruma flotaba cerca del suelo y sobre la piel desnuda se sentía el frío y la humedad del aire. Alcanzaba a oír el estruendo de la cascada a lo lejos, pero el vapor se espesaba para formar una densa niebla cerca del fondo del lago, un espejo largo y angosto de agua verdosa, tan turbia que era casi opaca.

Ayla estaba segura de que en un lugar así no había peces, del mismo modo que no había vegetación a lo largo de la orilla; todo era demasiado nuevo, demasiado crudo para sostener la vida. Sólo se veía agua y piedra y una especie de fijación del tiempo antes del tiempo, los antiguos comienzos antes del principio de la vida. Ayla se estremeció y volvió a experimentar el sombrío regusto de su terrible soledad antes de que la Gran Madre Tierra crease todas las cosas vivas.

Se detuvo a orinar y después cruzó deprisa en dirección a la orilla de bordes afilados, cubierta de grava; vadeó la corriente y se agachó. Estaba fría como el hielo y cargada de limo. Deseaba bañarse –no había podido hacerlo mientras cruzaban el hielo–, pero no en aquella agua. No le importaba demasiado el frío, pero necesitaba agua clara y limpia.

Regresó a la tienda para vestirse y ayudar a Jondalar a guardar las cosas. En el camino, miró a través de la bruma el paisaje sin vida y divisó un atisbo de árboles más abajo.

De pronto, sonrió.

–¡Ahí están! –dijo, y emitió un silbido estridente.

Jondalar salió inmediatamente de la tienda. Sonrió con la misma alegría que Ayla al ver a los dos caballos que galopaban hacia ellos. Lobo venía detrás; Ayla pensó que el animal parecía muy contento consigo mismo. No había estado con ellos aquella mañana y Ayla se preguntaba si el lobo habría desempeñado alguna función en el retorno de los caballos. Meneó la cabeza, pues comprendió que probablemente jamás lo sabrían.

Saludaron a cada caballo con abrazos, palmadas y caricias, restregones cordiales y palabras de afecto. Al mismo tiempo, Ayla los examinó atentamente, pues quería comprobar que no estaban heridos. La bota de la pata trasera derecha de Whinney había desaparecido y le pareció que la yegua se encogía cuando le examinó la pata. ¿Habría quebrado el hielo del borde del glaciar y, al soltarse, se habría desprendido la bota y se habría lastimado la pata? Fue la única explicación que Ayla pudo imaginar.

Other books

Dead Lucky by Lincoln Hall
Mavis Belfrage by Alasdair Gray
World Enough and Time by Lauren Gallagher
One Day Soon by A. Meredith Walters
La ciudad de la bruma by Daniel Hernández Chambers
Marrow by Tarryn Fisher
Over the Knee by Fiona Locke
Danger for Hire by Carolyn Keene