Las llanuras del tránsito (140 page)

BOOK: Las llanuras del tránsito
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Ayla retiró las restantes botas de la yegua, levantando cada pata para desatarlas, mientras Jondalar permanecía cerca para calmar al animal. Corredor todavía conservaba todas sus botas, aunque Jondalar advirtió que estaban gastándose sobre los afilados cascos; el propio cuero de mamut no podía durar mucho si se usaba sobre los cascos.

Después de reunir todas sus cosas y de arrastrar el bote, descubrieron que el fondo estaba empapado y blando. Por una fisura entraba el agua.

–No creo que convenga volver a cruzar un río con este bote –dijo Jondalar–. ¿Crees que deberíamos abandonarlo?

–Tendremos que hacerlo, a menos que queramos arrastrarlo nosotros mismos. Ya no tenemos las estacas para armar la angarilla. Las dejamos atrás cuando descendimos por esa pendiente de hielo. Y por aquí no veo árboles para fabricar nuevas pértigas –agregó Ayla.

–Bien, ¡asunto arreglado! –dijo Jondalar–. Me alegro de que ya no necesitemos continuar cargando piedras; hemos aligerado tanto el peso que creo podríamos llevarlo todo nosotros mismos, incluso sin los caballos.

–Si los animales no hubieran regresado, eso es lo que estaríamos haciendo mientras los buscábamos –dijo Ayla–, pero me alegro enormemente de que nos hayan encontrado.

–Yo también estaba preocupado por ellos –admitió Jondalar.

Mientras descendían la empinada ladera sudoeste del antiguo macizo que sostenía el terrible manto de hielo sobre su gastada cumbre, cayó una ligera lluvia, vaciando los bolsones de nieve sucia que llenaban las oscuras depresiones del bosque abierto de abetos que estaban atravesando. Pero una especie de pátina verde acuarela teñía la tierra parda de un prado inclinado y rozaba las puntas de los matorrales próximos. Debajo, a través de algunos huecos en la brumosa niebla, alcanzaron a ver imágenes de un río que serpenteaba de oeste a norte, obligado por las mesetas circundantes a seguir el trazado de un profundo valle. Más allá del río, hacia el sur, el accidentado promontorio alpino se desdibujaba en una bruma púrpura, pero, elevándose y emergiendo de la bruma como una corona, estaba la alta cadena montañosa cubierta de hielo desde la cima hasta la mitad de su altura.

–Dalanar te gustará –decía Jondalar, mientras cabalgaban tranquilamente uno al lado del otro–. Te gustarán todos los lanzadonii. La mayoría de ellos antes eran zelandonii, como yo.

–¿Por qué decidió organizar una nueva caverna?

–No lo sé muy bien. Yo era tan pequeño cuando él y mi madre se separaron que en realidad no llegué a conocerle hasta que fui a vivir con él, y él nos enseñó, a Joplaya y a mí, el modo de trabajar la piedra. No creo que decidiera establecerse y fundar una nueva caverna hasta que conoció a Jerika, pero eligió este lugar porque descubrió la mina de pedernal. Cuando yo era niño, la gente hablaba de la piedra de los lanzadonii –explicó Jondalar.

–Jerika es su compañera, y... Joplaya... es tu prima, ¿verdad?

–Sí. Prima cercana. Hija de Jerika, nacida en el hogar de Dalanar. Ella también es buena talladora de pedernal, pero nunca le reveles que yo te lo he dicho. Es una gran bromista y siempre está de guasa. Me gustaría saber si ya encontró compañero. ¡Gran Madre! ¡Ha pasado tanto tiempo! ¡Se sorprenderán de vernos!

–¡Jondalar! –dijo Ayla con un murmullo fuerte y apremiante. Él sofrenó el caballo–. Mira allí, cerca de esos árboles. ¡Hay un ciervo!

El hombre sonrió.

–¡Vamos a cazarlo! –dijo, echando mano de una lanza al mismo tiempo que preparaba su lanzavenablos y hacía una señal a Corredor con las rodillas. Aunque su método para guiar al caballo no era igual al de Ayla, después de casi un año de viaje era tan buen jinete como ella.

Ayla rectificó la trayectoria de Whinney casi simultáneamente. Sentía la satisfacción de verse por una vez libre, sin el estorbo de la angarilla, y montó su lanza en el lanzavenablos. Sobresaltado por el rápido movimiento, el ciervo comenzó a huir a grandes saltos, pero ellos lo persiguieron, acercándose uno por cada lado, y con la ayuda de los lanzavenablos, despacharon fácilmente al animal joven e inexperto. Cortaron los trozos favoritos y eligieron otros trozos seleccionados para llevarlos como regalo a la gente de Dalanar; después dejaron que Lobo consumiera lo que quedaba.

Hacia el atardecer encontraron un arroyo de aguas rápidas y burbujeantes, de aspecto saludable, y lo siguieron hasta que llegaron a un amplio campo abierto con algunos árboles y algunos matorrales junto al agua. Decidieron acampar temprano y cocer parte de la carne del ciervo. La lluvia había amainado y ya no tenían la más mínima prisa, si bien ellos mismos necesitaban recordar a cada momento que la urgencia había pasado.

A la mañana siguiente, cuando Ayla salió de la tienda, se detuvo y miró asombrada, desconcertada por el espectáculo. El paisaje era casi irreal, aunque tenía el carácter de un sueño especialmente vívido. Parecía imposible que hubieran podido soportar la intensidad más cruel y dura de las condiciones invernales extremas apenas unos días atrás; y ahora, de pronto, había llegado la primavera.

–¡Jondalar! ¡Oh, Jondalar! ¡Ven a ver!

El hombre asomó la cara, de expresión soñolienta, por la abertura y ella advirtió que comenzaba a sonreír.

Estaban en una elevación de escasa altura; la llovizna y la bruma de la víspera habían dado paso a un sol limpio y luminoso. El cielo mostraba un azul intenso decorado con manchas blancas. Los árboles y los arbustos tenían muchos puntos de un verde brillante y lustroso, el de las hojas nuevas, y el pasto del campo parecía tan fresco que resultaba hasta apetitoso. Las flores –los lirios, las aguileñas, las azucenas y otras– abundaban por doquier. Había pájaros de todos los colores y muchas variedades, que cruzaban veloces el aire, piando y cantando.

Ayla identificó a casi todos –tordos, ruiseñores, pájaros carpinteros de cabeza negra y currucas del río– y les contestaba con su propio canto. Jondalar se levantó y salió de la tienda a tiempo para observar admirado mientras ella atraía pacientemente hacia su mano a un alcaudón gris.

–No sé cómo lo haces –observó Jondalar, mientras el pájaro se alejaba volando.

Ayla sonrió.

–Iré a buscar algo fresco y delicioso para comer esta mañana –dijo.

Lobo había desaparecido de nuevo; Ayla estaba segura de que el animal se había dedicado a explorar o a cazar; la primavera traía aventuras también para él. La joven se dirigió adonde estaban los caballos, que se encontraban en el centro del prado, mordisqueando la hierba corta y tierna. Era la estación de la abundancia, el momento del despertar de toda la tierra.

Durante la mayor parte del año las anchas planicies que se extendían alrededor de las láminas de hielo de varios kilómetros de espesor y los altos prados de las montañas eran lugares secos y fríos. Las lluvias y la nieve eran escasas; los glaciares solían absorber la mayor parte de la humedad del aire. Aunque en las antiguas estepas la capa siempre helada era un fenómeno tan general como en las tundras septentrionales más húmedas de épocas ulteriores, los vientos influidos por el glaciar hacían que los veranos fuesen áridos y que la tierra se mantuviera seca y firme, con escasos lugares pantanosos. En invierno, los vientos desplazaban la nieve poco profunda, de modo que grandes áreas del suelo helado quedaban desnudas, pero cubiertas con el pasto que se secaba y convertía en heno; este forraje mantenía un enorme número de grandes animales que pastaban.

Pero no todos los pastizales son iguales. Para propiciar la fecunda abundancia de las planicies de la Edad del Hielo, lo que importaba no era tanto la magnitud de la precipitación –mientras fuese suficiente–, sino el momento en que llovía; la combinación de humedad y viento que secaban el terreno, todo en la proporción apropiada y en el momento oportuno, era el factor fundamental.

A causa del ángulo de incidencia de la luz solar, en las latitudes más bajas el sol comienza a calentar la tierra no mucho después del solsticio de invierno. Donde se ha acumulado nieve o hielo, la parte principal de la luz solar de principios de la primavera se refleja y vuelve al espacio, y lo poco que se absorbe y convierte en calor será utilizado para fundir la cubierta de nieve, condición indispensable para que crezcan las plantas.

Pero en los antiguos pastizales, en los que los vientos habían desnudado la planicie, el sol derramaba su energía sobre el suelo oscuro y era muy bien recibido. Las capas altas, secas y siempre heladas, comenzaban a calentarse y a derretirse, y aunque aún hacía frío, el caudal de energía solar hacía que las simientes y las largas raíces se preparasen para emitir brotes. Pero para que su desarrollo prosperase, era necesario que hubiese agua en estado aprovechable.

El hielo reluciente resistía la acción de los rayos cálidos de la primavera y reflejaba la luz del sol. Pero como había tanta humedad almacenada en las capas de hielo de la alta montaña, éstas no podían rechazar por completo los avances del sol o la caricia de los vientos tibios. Las cumbres de los glaciares comenzaban a derretirse y algo de agua descendía por las fisuras y comenzaba lentamente a formar arroyos y después ríos; más avanzando el verano, estos ríos llevaban el precioso líquido a la tierra desecada. Pero eran aún más importantes las nieblas y las brumas que se desprendían de las masas glaciares de agua helada, porque formaban en el cielo una capa de nubes de lluvia.

En primavera, la cálida luz del sol hacía que la gran masa de hielo desprendiese humedad en lugar de absorberla. Casi por única vez a lo largo de todo el año, ahora llovía no sobre el glaciar, sino sobre la tierra sedienta y fértil que lo rodeaba. En la Edad del Hielo el verano podía ser cálido, pero era breve; la primavera primitiva era prolongada y húmeda, y el crecimiento de los vegetales era explosivo y profuso.

Los animales de la Edad del Hielo también crecían en primavera, cuando todo era fresco y verde; abundaban los nutrientes que ellos necesitaban y precisamente en el momento en que los necesitaban. Por naturaleza, al margen de que la estación sea húmeda o seca, la primavera es la época del año en que los animales desarrollan los huesos jóvenes o los colmillos y los cuernos viejos, o producen cornamentas nuevas y más grandes, o se desprenden del espeso pelaje invernal y comienzan a formar otro nuevo. Porque la primavera comenzaba temprano y duraba mucho, la estación del crecimiento de los animales se prolongaba, lo que facilitaba que adquiriesen proporciones generosas y luciesen apéndices córneos impresionantes.

Durante la larga primavera, todas las especies compartían indiscriminadamente la abundancia de hierbas verdes, pero, al final de la estación fértil, competían fieramente unas con otras por los pastos y las hierbas que estaban madurando y que eran menos nutritivos o menos digeribles. La competencia no se manifestaba en disputas acerca de quiénes comerían primero o comerían más o en la defensa de áreas determinadas. Los rebaños de animales de las planicies no tenían un carácter territorial. Emigraban a gran distancia y eran sumamente sociales, buscaban la compañía de individuos de su propia especie en el curso de sus desplazamientos y compartían sus territorios con otros que se adaptaban a los pastizales abiertos.

Pero siempre que más de una especie compartía hábitos de alimentación y vida casi idénticos, invariablemente una sola prevalecía. Las otras adoptaban modos distintos de aprovechar ese ámbito, aprovechaban otro elemento del alimento disponible, emigraban a un área distinta o se extinguían. Ninguno de los muchos animales distintos que pastaban y ramoneaban competían directamente con otros precisamente por el mismo alimento.

Los combates los libraban siempre machos de la misma especie y estaban reservados para la temporada de la brama, cuando, a menudo, la mera exhibición de una cornamenta muy impresionante o de un par de cuernos o de colmillos era suficiente para sentar el dominio y el derecho de procrear, es decir, la exhibición de razones genéticamente decisivas en virtud de los grandiosos adornos estimulados por el fecundo desarrollo primaveral.

Pero una vez que pasaba esa especie de exceso primaveral, la vida de los moradores itinerantes de las estepas se ajustaba a esquemas fijos y nunca era tan fácil. En verano tenían que mantener el crecimiento espectacular propiciado por la primavera y echar carnes y engordar con vistas a la difícil estación que se avecinaba. El otoño era para algunos la imperiosa temporada de la brama; para otros significaba la aparición de un denso pelaje y la adopción de otras medidas de protección. Pero el momento más difícil era el invierno; en invierno, tenían que sobrevivir.

El invierno determinaba la capacidad de la tierra para sostener a sus moradores; el invierno decidía quién viviría y quién moriría. El invierno era un momento difícil para los machos, que tenían un cuerpo más grande y unos pesados apéndices «sociales», que debían mantener o formar de nuevo. El invierno era difícil para las hembras, que tenían menores proporciones, porque no sólo debían mantenerse básicamente con la misma cantidad de alimento disponible, sino también alimentar a la generación siguiente, formándola en el interior de su propio cuerpo o amamantándola, o ambas cosas. Pero el invierno era sobremanera difícil para las crías, que carecían de las proporciones de los adultos para almacenar reservas y consumían en el crecimiento lo que habían acumulado. Si lograban sobrevivir al primer año, sus posibilidades eran mucho mayores.

En los viejos pastizales, secos y fríos, cerca de los glaciares, la gran variedad de animales compartía la tierra compleja y fecunda y se mantenían porque los hábitos de alimentación y vida de una especie armonizaban o coexistían con los de otra. Incluso los carnívoros tenían sus presas preferidas.

Pero una nueva especie, dotada de inventiva y capacidad creadora, una especie que no tanto se adaptaba al ambiente cuanto lo modificaba para acomodarlo a sus propias necesidades, comenzaba a hacer acto de presencia.

Ayla estaba extrañamente silenciosa cuando se detuvieron a descansar cerca de otro rumoroso arroyo de montaña; allí terminaron la carne de venado y la verdura fresca que habían recogido aquella mañana.

–Ahora no estamos muy lejos. Thonolan y yo nos detuvimos cerca de aquí en nuestro viaje –dijo Jondalar.

–Es impresionante –contestó ella, pero sólo una parte de su mente estaba apreciando la belleza del paisaje.

–Ayla, ¿por qué estás tan callada?

–He estado pensando en tus parientes. Y de pronto comprendí que yo no tengo parientes.

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