Las llanuras del tránsito (22 page)

BOOK: Las llanuras del tránsito
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Se sentó sobresaltada, apartó de un solo golpe las pieles de dormir y se abalanzó sobre la abertura de la tienda.

–¡Ayla! ¿Qué sucede? –dijo Jondalar, cogiéndola.

De repente, se pudo ver un brillante relámpago a través del cuero de la tienda, y una luz cegadora alrededor de las costuras de la solapa del respiradero, así como en torno de la abertura de la entrada que había quedado entreabierta para Lobo. Siguió casi instantáneamente el estrépito de un estallido horrísono. Ayla gritó y Lobo aulló frente a la tienda.

–¡Ayla, Ayla! Todo está bien –dijo el hombre, abrazándola–. Es nada más que el rayo y el trueno.

–¡Tenemos que salir! Él dijo que nos diéramos prisa. ¡Que saliéramos ahora! –gritó Ayla, manoseando sus ropas.

–¿Quién lo dijo? No podemos salir de aquí. Está oscuro y llueve.

–Creb. En mi sueño. De nuevo tuve ese sueño. Con Creb. Él lo dijo. ¡Vamos, Jondalar! Démonos prisa.

–Ayla, cálmate. Sólo ha sido un sueño. Y probablemente la tormenta. Escúchame. Parece que allí hay una cascada. No querrás alejarte con esta lluvia. Esperemos hasta la mañana.

–¡Jondalar! Tengo que marcharme. Creb me dijo que lo hiciera, y no puedo soportar este lugar –dijo Ayla–. Por favor, Jondalar, date prisa.

Con la cara surcada de lágrimas, aunque ella ni siquiera se percataba de ello, comenzó a apilar las cosas en los canastos.

Jondalar decidió que sería lo más conveniente que él hiciera lo mismo. Era evidente que ella no estaba dispuesta a esperar hasta la mañana, y ahora él tampoco podría volver a dormir. Buscó sus ropas mientras Ayla abría la solapa de la entrada. La lluvia entró como si alguien la hubiese volcado con un recipiente. Ayla salió y lanzó un silbido agudo y prolongado. Siguió un alarido de Lobo a modo de respuesta. Después de esperar un momento, Ayla silbó de nuevo, y comenzó a arrancar del suelo las estacas de la tienda.

Oyó el ruido de los cascos de los caballos y gritó aliviada al verlos, aunque la sal de sus lágrimas se perdió en el diluvio de agua de lluvia. Extendió la mano hacia Whinney, la amiga que había venido a ayudarla, y abrazó el cuello sólido de la yegua completamente empapada. Notó entonces que ésta se estremecía asustada. El animal agitaba la cola y describía círculos nerviosos con pequeñas cabriolas; al mismo tiempo, volvía la cabeza y movía las orejas hacia delante y hacia atrás, tratando de descubrir e identificar la fuente de su propio miedo. Los temores de la yegua ayudaron a la mujer a dominar los suyos. Whinney la necesitaba. Habló al animal con dulce tono, acariciándolo y tratando de calmarlo, y después se dio cuenta de que Corredor se apretaba contra ellas, más asustado aún que su madre.

Ayla intentó que se serenara, pero el animal pronto comenzó a retroceder con pequeños botes. Dejó juntos a los dos caballos mientras se acercaba rápidamente a la tienda, en busca de los arneses y los canastos. Jondalar había enrollado las pieles de dormir y las había apilado en su canasto, antes de oír el ruido de los cascos, y ya tenía preparados los arneses y el cabestro de Corredor.

–Jondalar, los caballos están muy asustados –dijo Ayla al entrar en la tienda–. Creo que Corredor está a un paso de encabritarse. Whinney está calmándolo un poco, pero también ella está asustada, y él agrava el nerviosismo de la yegua.

Jondalar recogió el cabestro y salió. El viento y la lluvia torrencial le empaparon en pocos segundos y casi le derribaron. Llovía con tanta intensidad que se sintió como si hubiera estado de pie bajo una cascada. Era mucho peor de lo que había creído. Antes de que pasara mucho tiempo la tienda se empaparía, y la lluvia mojaría enseguida el cuero que cubría el suelo y las pieles de dormir. Se alegraba de que Ayla hubiese insistido en que se levantasen y partieran. Otro relámpago surcó el cielo, y vio que ella se esforzaba tratando de asegurar los canastos en los flancos de Whinney. El corcel bayo estaba a su lado.

–¡Corredor! ¡Corredor, ven aquí! ¡Vamos, Corredor! –gritó–. Un espantoso trueno retumbó en el aire y pareció que el cielo mismo se desplomaba. El joven corcel se encabritó y relinchó, y después comenzó a saltar y a girar en círculos desordenados. Se le revolvían los ojos en las órbitas, se le quedaban en blanco, las aletas de la nariz se agitaban, la cola golpeaba con violencia y las orejas se movían en todas direcciones, tratando de descubrir el origen de sus temores; pero éstos eran inexplicables y estaban por doquier, lo que le parecía terrorífico.

El hombre de elevada estatura se acercó al caballo con la intención de rodearle el cuello con sus brazos para aquietarlo y hablarle con el propósito de que se calmara. Existía un fuerte vínculo de confianza entre ellos, y las manos y la voz conocidas ejercían un efecto calmante. Jondalar consiguió ponerle el cabestro, y cuando aferró las cuerdas del arnés, tuvo la esperanza de que el próximo relámpago y el trueno que lo seguiría no resultaran tan enervantes.

Ayla acudió a buscar las últimas cosas que quedaban en el interior de la tienda. El lobo la seguía, aunque ella no había visto antes al animal. Cuando salió del refugio cónico de piel, Lobo aulló, comenzó a correr hacia el bosque de sauces, volvió deprisa y aulló de nuevo a Ayla.

–Nos vamos, Lobo –dijo ella, y dirigiéndose a Jondalar anunció–: Ya está vacío. ¡Deprisa! –Corrió hacia Whinney y metió en un canasto la carga que llevaba.

Ayla había contagiado su inquietud a Jondalar, quien temía que Corredor no soportase mucho tiempo más la situación. No se preocupó de desmontar la tienda. Arrancó las estacas de sostén pasándolas por el respiradero, desprendió la solapa, metió todo en un canasto, y después apiló encima los pesados cueros empapados. El inquieto caballo revolvió los ojos en las órbitas y retrocedió cuando Jondalar extendió la mano hacia la melena para ayudarse a montarlo. Aunque su maniobra fue un poco torpe, consiguió sentarse sobre el lomo del animal, y casi fue a parar al suelo cuando Corredor se encabritó. Sin embargo, rodeó con los brazos el cuello del corcel y consiguió sostenerse.

Ayla escuchó un prolongado alarido de Lobo y un extraño y profundo rugido cuando saltó a lomos de Whinney, y se volvió para ver a Jondalar que se mantenía encima del corcel encabritado. Apenas Corredor volvió a apoyar las patas en el suelo, ella se inclinó hacia delante y animó a Whinney. La yegua emprendió un rápido galope, como si alguien estuviese persiguiéndola, como si, al igual que Ayla, no pudiese esperar el momento de salir de allí. Lobo se lanzó también a la carrera entre los arbustos, y cuando Corredor y Jondalar comenzaron a correr detrás, a poca distancia, el rugido amenazador cobró más intensidad.

Whinney atravesó el bosque que cubría el fondo llano del valle, esquivando los árboles y saltando los obstáculos. Ayla mantenía la cabeza baja, y con los brazos rodeaba el cuello de su montura, permitiendo que la yegua encontrase su camino. No podía ver en medio de la oscuridad y la lluvia, pero adivinaba que se dirigía a la ladera que conducía a las estepas situadas en un plano más alto. De pronto, hubo otra llamarada de luz, que se difundió instantáneamente por todo el valle. Habían llegado al bosque de hayas y la pendiente no estaba lejos. Volvió los ojos hacia Jondalar y contuvo a duras penas una exclamación.

¡Detrás de Jondalar los árboles se movían! Antes de que la luz se extinguiese, varios pinos altos se inclinaron en una posición de equilibrio precario, y después todo volvió a oscurecerse. No había advertido que el retumbar era cada vez más intenso, hasta que trató de oír la caída de los árboles y comprendió que el tremendo ruido cubría el que hacían los árboles al caer. Incluso el estallido del trueno parecía disolverse en el horrísono rugido.

Estaban sobre una loma. El cambio en el paso de Whinney le dio a entender que estaban trepando, a pesar de que aún no podía ver nada. A lo sumo, podía confiar en el instinto de la yegua. Sintió que el animal resbalaba y que después recobraba la firmeza del paso. Un momento más tarde, salieron de los bosques y se encontraron en un claro. Ayla podía incluso ver a través de la lluvia las nubes deslizantes. Seguramente se encontraban en el prado de la loma donde habían pastado los caballos. Corredor y Jondalar se acercaron. También Jondalar abrazaba el cuello del caballo, aunque la oscuridad era demasiado densa para ver algo más que la forma de su silueta, una sombra oscura sobre negro.

Whinney estaba aminorando el paso y Ayla alcanzó a sentir la respiración agitada de la yegua. Los bosques que se elevaban en el lado opuesto del prado eran más ralos y Whinney ya no corría a un ritmo frenético, esquivando los árboles. Ayla se enderezó un poco, pero continuó manteniendo los brazos alrededor del cuello de su yegua. Corredor se había adelantado, llevado por su propia velocidad, pero pronto comenzó a marchar al paso y Whinney le alcanzó. La lluvia amainaba. Los árboles dejaban paso a los matorrales, a la hierba, y la pendiente se niveló cuando se abrieron ante ellos las estepas, en una oscuridad atenuada apenas por las nubes iluminadas por una luna invisible a través de una cortina de lluvia.

Se detuvieron y Ayla desmontó para permitir que Whinney descansara. Jondalar se reunió con ella y permanecieron el uno al lado del otro, tratando de ver el valle cubierto por las sombras. Hubo un relámpago, pero muy lejos, y el trueno llegó más tarde con un lento retumbar. Aturdidos, contemplaron la oscura depresión del valle, conscientes de que había sobrevenido una gran destrucción, a pesar de que no podían ver nada. Sabían que habían escapado por poco a un terrible desastre, pero aún no podían calcular sus efectos.

Ayla sintió un extraño escozor en el cuero cabelludo y oyó una débil crepitación. Arrugó la nariz para defenderse del olor acre del ozono; era un peculiar olor a quemado, pero no se relacionaba con el fuego; no era tan sencillo como eso. De pronto pensó que debía ser el olor de los fuegos que estallaban en el cielo. Entonces abrió los ojos, entre maravillada y temerosa, y en un instante de pánico se aferró a Jondalar. Un alto pino, que crecía en la misma ladera, pero más abajo, y que estaba protegido de los fuertes vientos por un saliente rocoso que se proyectaba sobre la estepa, resplandecía con una misteriosa luz azul.

Jondalar la abrazó, deseando protegerla, pero él sentía las mismas sensaciones y los mismos temores, y sabía que era incapaz de controlar aquellos fuegos ultraterrenos. A lo sumo, podía retener cerca a Ayla. Después, en una sobrecogedora exhibición, un rayo irregular y crepitante formó un arco traspasando las nubes, se bifurcó en una red de temibles dardos, y con un resplandor cegador, descendió y atravesó el alto pino, iluminando el valle y las estepas con la claridad del mediodía. Ayla se sobresaltó al oír el ruidoso estallido, tan intenso que los oídos le zumbaron, y se estremeció cuando el retumbar poderoso reverberó a través del cielo. En ese momento de luz vieron la destrucción a la que habían escapado por muy poco.

El verde valle estaba arrasado. El suelo del fondo era un torbellino denso y remolineante. Frente a ellos, sobre la pendiente más lejana, una avalancha de lodo había apilado una masa de peñascos y árboles caídos en medio del torrente de aguas turbulentas, y había dejado al desnudo una áspera cicatriz de tierra rojiza.

La causa del desencadenamiento torrencial fue un conjunto de circunstancias que podían considerarse normales. Había comenzado en las montañas, hacia el oeste, con las consiguientes depresiones atmosféricas sobre el mar interior; el aire tibio y cargado de humedad se había elevado y condensado para formar enormes nubes móviles, con su blanca superficie superior batida por el viento, nubes que permanecían aparentemente detenidas sobre las colinas rocosas. Este aire cálido había sido invadido por un frente frío, y la turbulencia de la combinación consiguiente había originado una tormenta de peculiar intensidad.

La lluvia había caído de los cielos oscurecidos, llenando las depresiones y los huecos que desembocaban en los arroyos, saltando sobre las rocas y confluyendo en cursos de agua que se desbordaban con frenética actividad. Con impulso cada vez mayor, las aguas tumultuosas, engrosadas por el diluvio permanente, habían descendido por las laderas empinadas de las colinas, derribado los obstáculos y confluido en diferentes cursos de agua, para unirse y formar murallas de fuerza arrolladora que destruían cuanto les salía al paso.

Cuando la rápida corriente alcanzó el barranco verde, saltó sobre la cascada, y con un rugido feroz, se tragó el valle entero; pero la depresión de exuberante y verde vegetación guardaba una sorpresa para las aguas irritadas. Durante toda aquella era, los grandes movimientos telúricos de la Tierra estaban levantando el suelo, elevando el nivel del pequeño mar interior que había al sur y abriendo pasos que comunicaban con un mar incluso más extenso y más al sur. En las décadas recientes, el movimiento ascendente había cerrado el valle, formando una cuenca poco profunda, la cual había sido colmada por el río, y esto había originado la formación de un pequeño lago detrás del dique natural. Pero pocos años antes se había abierto un desagüe, que drenaba el pequeño caudal de agua, dejando tras de sí humedad suficiente para permitir la formación de un valle boscoso en medio de las estepas secas.

Una segunda avalancha de lodo, a más distancia, sobre el curso inferior de la corriente, había vuelto a obstruir el canal de salida, de modo que la inundación, con sus aguas tumultuosas, se vio encerrada en los confines del valle y provocó un reflujo. Jondalar pensó que la escena que estaba contemplando a lo largo y a lo ancho del valle parecía una pesadilla. Apenas podía creer lo que veía. El valle entero era una masa salvaje, turbulenta y frenética de lodo y rocas, que iban y venían, destrozando los matorrales y arrancando de raíz árboles enteros, que se astillaban a causa de los golpes constantes.

Ningún ser vivo podía haberse salvado en aquel lugar, y Jondalar se estremeció al pensar en lo que habría sucedido si Ayla no hubiera despertado e insistido en alejarse. Dudaba que hubiesen podido salvarse sin los caballos. Miró en torno; los dos animales estaban quietos, las cabezas inclinadas, las patas separadas, y parecían tan exhaustos como era lógico que estuviesen. Lobo estaba junto a Ayla, y cuando vio que Jondalar le miraba, alzó la cabeza y aulló. El hombre tuvo un fugaz recuerdo de un aullido de lobo que turbó su sueño, un instante antes de que Ayla despertase.

Hubo otro relámpago centelleante, y al mismo tiempo que oía el sonido del trueno, Jondalar notó que Ayla se estremecía violentamente. Aún no estaban a salvo del peligro. Estaban mojados y sentían frío, todo estaba empapado, y, en medio de la llanura abierta y bajo una tormenta, Jondalar no sabía muy bien dónde hallarían refugio.

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