Las llanuras del tránsito (25 page)

BOOK: Las llanuras del tránsito
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Aunque les mantenían calientes en un medio relativamente frío y seco, incluso en el sur, donde eran más intensas las nevadas, los pelajes densos y desordenados del bisonte y otros animales de capas cálidas que emigraban hacia el sur en invierno, podían ser peligrosos o incluso fatales cuando el clima era frío y húmedo, con frecuentes variaciones entre el hielo y el deshielo. Si el pelaje se empapaba durante el deshielo, podían ser vulnerables a un enfriamiento fatal durante una helada posterior, sobre todo si el golpe de frío les sorprendía descansando en el suelo. Entonces, si el pelo largo se congelaba deprisa, no podían volver a incorporarse. La nieve excesivamente profunda o la capa de hielo sobre la nieve también podían ser fatales, y otro tanto podía decirse de las ventiscas invernales, o de las caídas al romperse el hielo delgado de los lagos cerrados o de los valles fluviales inundados.

La oveja musmón y los antílopes saiga también prosperaban; se alimentaban selectivamente con plantas adaptadas a condiciones muy secas, hierbas pequeñas y pastos cortos de hojas abundantes que crecían cerca del suelo; pero a diferencia del bisonte, el antílope saiga no tenía fácil su supervivencia en los terrenos irregulares o en la nieve profunda, donde no era capaz de saltar bien. Eran corredores veloces de larga distancia que podían dejar atrás a sus depredadores sólo en las superficies lisas y firmes de las estepas barridas por el viento. En cambio, el musmón, la oveja salvaje, era una experta trepadora y aprovechaba el terreno inclinado para huir, pero no podía sortear la nieve acumulada. Prefería los terrenos altos, rocosos y batidos por el viento.

Las especies caprinas emparentadas con el musmón, la gamuza y la cabra montesa, determinaban su ámbito según la altura, o a través de las diferencias del terreno y el paisaje; el antílope caprino salvaje y la cabra montesa, se instalaban en los terrenos más altos, de grietas más empinadas; seguía, en elevaciones un poco menores, la gamuza más pequeña y de extraordinaria agilidad; y más abajo, en el último puesto, se situaba el musmón. En cualquier caso, todos vivían en terrenos accidentados, incluso en los planos más bajos de las estepas áridas, porque estaban adaptados al frío, con tal de que éste fuese seco.

Los carneros almizcleros también eran animales de tipo caprino, aunque más corpulentos, y su espeso pelaje doble, que se asemejaba al de los mamuts y los rinocerontes lanudos, hacía que pareciesen más corpulentos, más «semejantes a bueyes». Mordisqueaban constantemente los matorrales bajos y los juncos, y estaban especialmente adaptados a las regiones más frías; preferían las llanuras abiertas, muy frías y ventosas, que estaban cerca del glaciar. Aunque perdían la lana interior en verano, los carneros almizcleros se veían en dificultades si el tiempo llegaba a ser demasiado cálido.

El ciervo gigante y el reno se mantenían en terreno abierto formando rebaños, pero la mayor parte de los restantes ciervos eran ramoneadores de hojas de los árboles. El alce solitario del bosque era un animal poco común. Le gustaban las hojas estivales de los árboles deciduos, las suculentas algas de los estanques y las plantas acuáticas de los pantanos y los lagos; con sus anchos cascos y sus largas patas podía atravesar los fondos pantanosos y lodosos. En invierno sobrevivía con los pastos más indigestos, o con el ramaje de los sauces que crecían en los terrenos bajos y los valles fluviales; las patas largas de pie ancho le permitían atravesar fácilmente la nieve barrida por el viento, que se desplazaba y apilaba por doquier.

Los renos eran animales amantes del invierno y se alimentaban de líquenes que crecían en los suelos yermos y en las rocas. Podían oler sus plantas favoritas incluso a través de la nieve y desde muy lejos; y sus cascos estaban adaptados para caminar a través de la nieve profunda si era necesario. En verano consumían pasto y matorrales de hojas abundantes.

Tanto el alce como el reno preferían los prados alpinos o las mesetas herbáceas en primavera y verano, pero a menor altura que las ovejas que poblaban la zona; el alce tendía a ingerir más hierba que arbustos. Los asnos y los onagros preferían invariablemente las colinas áridas más altas; en cambio, el bisonte ocupaba un nivel un poco más bajo, aunque generalmente llegaba a mayor altura que los caballos, los cuales tenían la posibilidad de elegir terrenos más exteriores que los mamuts o los rinocerontes.

Aquellas llanuras primitivas, con sus pastizales complejos y variados, mantenían grandes multitudes de una mezcla fantástica de animales. Ningún otro lugar de la tierra consiguió en épocas posteriores otra cosa que aproximarse a algunos puntos de dicha zona. El ambiente frío y seco de las altas montañas no admitía comparación, aunque hubiera semejanzas. Las ovejas, las cabras y los antílopes moradores de las montañas extendían su ámbito hacia las áreas inferiores, pero los nutridos rebaños de animales no pudieron mantenerse en el terreno empinado y rocoso de las altas montañas cuando cambió el clima de las tierras bajas.

En los húmedos y precarios pantanos septentrionales no sucedía lo mismo. Eran demasiado húmedos para permitir el crecimiento de grandes masas de pasto, y sus reducidos y ácidos suelos producían plantas cuyas toxinas evitaban que fueran consumidas por grandes multitudes, las cuales habrían destruido la flora de crecimiento lento y delicado. Las variedades formaban un número limitado y ofrecían nutrientes pobres a la voracidad de inmensos rebaños; no había comida suficiente. Y sólo los animales que tenían pezuñas anchas, como el reno, podían vivir allí. Las enormes criaturas de mucho peso, con patas grandes y rechonchas, o los corredores veloces de pezuñas estrechas y elegantes se atascaban en la tierra blanda y húmeda. Necesitaban un suelo sólido, firme y seco.

Más tarde, las llanuras cubiertas de pasto de las regiones más cálidas y más templadas originaron fajas diferenciadas de vegetación, controladas por la temperatura y el clima. Aportaban muy escasa diversidad en verano y exceso de nieve en invierno. La nieve también atollaba a los animales que necesitaban un terreno firme, y para muchos era difícil apartar la nieve para llegar al alimento. El ciervo podía vivir en los bosques de nieve profunda, pero sólo porque ramoneaba hojas y los extremos de las ramitas de los árboles que crecían sobre la nieve; el reno podía excavar la nieve para llegar al liquen que le alimentaba en invierno. El bisonte y el uro subsistieron, pero alcanzaron menores proporciones, y ya no desplegaron todo su potencial. Otros animales, por ejemplo, los caballos, vieron disminuir su número al reducirse el medio que ellos preferían.

La combinación específica de los numerosos elementos de las estepas de la Edad de Hielo fomentó la aparición de las grandiosas manadas, y no había uno solo de ellos que no fuera esencial, sin excluir el frío intenso, los crueles vientos y el hielo mismo. Y cuando los grandes glaciares retrocedieron limitándose a las regiones polares y desaparecieron de las latitudes inferiores, también los grandes rebaños y los animales gigantescos se empequeñecieron o desaparecieron por completo de un área que había cambiado y que ya no podía proporcionarles sustento.

Mientras continuaban su viaje, la pérdida de la alforja y las largas estacas continuaba inquietando a Ayla. No sólo eran útiles, podían ser necesarias durante el largo viaje que tenían por delante. Ayla deseaba reemplazarlas, pero eso le obligaría a detenerse más de una noche, y ella sabía que Jondalar ansiaba continuar avanzando.

Pero Jondalar no se sentía muy a gusto con la tienda húmeda, ni ante la idea de verse obligado a buscar refugio en ella. Además, no era conveniente que las pieles húmedas estuviesen plegadas y formasen apretados bultos; podían echarse a perder. Era necesario ponerlas a secar, y probablemente habría que trabajar los cueros mientras se secaban, para conservar su flexibilidad, y eso a pesar del ahumado que habían recibido durante la preparación inicial. Jondalar estaba seguro de que eso les llevaría más de un día.

Por la tarde se acercaron a la profunda depresión de otro ancho río que separaba la llanura de las montañas. Desde el punto de mira de los dos, sobre la meseta de las estepas abiertas, a cierta altura sobre el ancho valle con su amplio curso de aguas rápidas, podían ver el territorio que se extendía al lado opuesto. Las estribaciones inferiores de las montañas, allende el río, estaban cortadas por infinidad de barrancos y desfiladeros secos, los accidentes provocados por la inundación, así como por muchos otros afluentes. Era un río importante, que recogía una parte considerable de las aguas y que drenaba la cara oriental de las montañas para volcarse en el mar exterior.

Mientras rodeaban el recodo de la planicie esteparia y descendían la pendiente, Ayla recordó el territorio que se extendía alrededor del Campamento del León, si bien el paisaje más accidentado del otro lado del río era distinto. Pero de este lado veía el mismo tipo de barrancos profundos tallados por la lluvia y la nieve hundida en el suelo de loess, y los altos pastos que en el suelo mismo se convertían en heno. Sobre la planicie aluvial, allá abajo, aparecían dispersos y aislados alerces y pinos entre matorrales frondosos, en tanto que los grupos de espadañas, altos juncos y eneas marcaban el borde del río.

Cuando llegaron al río, se detuvieron. Era un curso de agua importante, ancho y profundo, engrosado por las lluvias recientes. No sabían muy bien cómo lo cruzarían. Era necesario trazar un plan.

–Lástima que no tengamos un bote –dijo Ayla, mientras pensaba en los botes redondos recubiertos de cuero que los moradores del Campamento del León usaban para cruzar el río que discurría cerca de sus viviendas.

–Es cierto; creo que necesitaremos algún tipo de bote para cruzarlo sin que se moje todo. No sé muy bien por qué, pero no recuerdo que tuviera tanta dificultad para cruzar los ríos cuando Thonolan y yo viajábamos. Nos limitábamos a apilar nuestras cosas sobre un par de troncos y atravesábamos a nado –explicó Jondalar–. Pero me parece que no teníamos tantas cosas, sólo un saco que cada uno llevaba a la espalda. Era todo lo que podíamos transportar. Con los caballos, podemos tener más cosas, aunque después surjan más motivos de preocupación.

Mientras descendían río abajo, examinando la situación, Ayla vio un grupo de altas y delgadas hayas que crecían en las inmediaciones del agua. El lugar le parecía tan conocido que casi esperaba ver la larga vivienda semisubterránea del Campamento del León excavada en el flanco de la ladera, al fondo de una terraza que terminaba en el río, con la hierba que crecía a los costados, la cima redondeada y la entrada de arco perfectamente simétrica que tanto le había sorprendido la primera vez que la había visto. Pero cuando, en efecto, vio un arco de ese estilo, sufrió una impresión sobrecogedora que la alarmó.

–¡Jondalar! ¡Mira!

Él volvió los ojos hacia la ladera, en dirección al lugar que ella señalaba. Y entonces vio no uno, sino varios arcos perfectamente simétricos, y cada uno de ellos era la entrada de una estructura circular y abovedada. Ambos desmontaron, y una vez que descubrieron el sendero que venía del río, ascendieron hasta el campamento.

Ayla se sorprendió al comprobar la gran ansiedad que sentía por conocer a la gente que vivía allí, y entonces comprendió que hacía mucho tiempo que no reían ni hablaban con nadie, fuera de la mutua compañía. Pero el lugar estaba vacío; plantada en el suelo, entre los dos colmillos curvos de mamut unidos por las puntas en el extremo superior que formaban la entrada en arco de una de las moradas, había una figurilla de marfil tallado que representaba a una mujer de pechos y caderas generosos.

–Por lo visto se han marchado –dijo Jondalar–. Han dejado un donii que proteja cada morada.

–Probablemente estarán cazando, o en una Reunión de Verano, o de visita –comentó Ayla, que se sintió sinceramente decepcionada al comprobar que allí no había gente–. Es una gran lástima. Me hubiera alegrado ver a alguien. –Se volvió con el propósito de salir de allí.

–Espera, Ayla. ¿Adónde vas?

–Vuelvo al río. –Le miró desconcertada.

–Pero esto es perfecto –dijo él–. Podemos quedarnos aquí.

–Dejaron un mutoi, un donii, que vigila sus moradas. El espíritu de la Madre les protege. No podemos permanecer aquí sin turbar su Espíritu. Nos acarreará mala suerte –dijo Ayla, consciente de que eso él ya lo sabía.

–Podemos quedarnos, si lo necesitamos. No podemos apoderarnos de nada que no nos haga falta. Eso se sobrentiende. Ayla, necesitamos un refugio. Nuestra tienda está empapada. Tenemos que ofrecerle la oportunidad de que se seque. Mientras esperamos, podemos salir a cazar. Si capturamos el tipo apropiado de animal, podremos emplear su piel para fabricar un bote que nos permita cruzar el río.

El entrecejo fruncido de Ayla se convirtió lentamente en una sonrisa luminosa, a medida que comprendía el sentido de las palabras de Jondalar y advertía sus implicaciones. En efecto, necesitaban unos días para recobrarse de lo que casi había sido un desastre y sustituir algunas cosas perdidas.

–Quizá también consigamos cueros suficientes para confeccionar una nueva alforja –dijo–. Después de limpiarlo y quitarle el pelo, el cuero crudo no necesita mucho tiempo para asentarse, no más de lo que se requiere para secar la carne. Se necesita únicamente estirarlo y dejar que se endurezca. –Volvió los ojos hacia el río–. Mira todas esas hayas. Creo que podría fabricar unas buenas estacas con algunas de ellas. Jondalar, tienes razón. Es necesario que nos quedemos aquí unos días. La Madre comprenderá. Y podríamos dejar un poco de carne seca a la gente que vive aquí, para agradecerles la utilización de su campamento... si tenemos suerte en la caza. ¿Qué morada usaremos?

–El Hogar del Mamut. Allí es donde suelen alojarse los visitantes.

–¿Crees que hay un Hogar del Mamut? Es decir, ¿te parece que es un campamento mamutoi? –preguntó Ayla.

–No lo sé. No es una amplia residencia excavada en la tierra, donde viven todos, como en el Campamento del León –dijo Jondalar, mientras observaba el grupo de siete moradas redondas cubiertas con una leve capa de tierra endurecida y arcilla del río. En lugar de una sola casa amplia, para varias familias, como la que ellos habían ocupado durante el invierno, aquí había varias moradas más pequeñas agrupadas, pero el propósito era el mismo. Consistía en un asentamiento, una comunidad de familias más o menos emparentadas.

–No, es como el Campamento del León, donde se celebraba la Reunión de Verano –explicó Ayla al detenerse frente a la entrada de una de las pequeñas residencias, todavía un poco reacia a apartar la gruesa colgadura y entrar en la casa de extraños sin ser invitada, a pesar de las costumbres generalmente aceptadas que se habían afirmado como consecuencia de la necesidad mutua, en beneficio de la supervivencia en períodos de necesidad.

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