Las llanuras del tránsito (39 page)

BOOK: Las llanuras del tránsito
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Jondalar desencadenó unos pocos impulsos más; después se derrumbó sobre ella y ambos descansaron de la estimulante excitación y la tempestuosa liberación. Al cabo de un rato, él alzó la cabeza y Ayla se movió apenas para besarle, consciente del olor y el sabor a sí misma, lo que siempre le recordaba los increíbles sentimientos que Jondalar podía evocar en ella.

–Pensé que deseaba que esto durase, que tardásemos mucho tiempo, pero estaba tan preparada para ti...

–Bueno; eso no significa que no pueda durar –dijo Jondalar, y vio que los labios de Ayla dibujaban una lenta sonrisa.

Jondalar rodó de costado y después se sentó.

–Esta playa pedregosa no es muy cómoda –comentó–. ¿Por qué no me lo dijiste?

–No lo advertí, pero ahora que lo mencionas, tengo una piedra clavada en la cadera y otra en el hombro. Creo que deberíamos buscar un lugar más blando... donde puedas acostarte –dijo ella con una sonrisa pícara y cierto brillo en los ojos–. Pero ante todo, quiero nadar de verdad. Quizá haya aquí cerca un canal más hondo.

Volvieron al río, nadaron la corta distancia del estanque, y continuaron aguas arriba, atravesando el lecho poco profundo y fangoso de juncos. En el otro lado, el agua, de pronto, se volvió más fría, y enseguida el suelo se hundió bajo sus pies y se encontraron en un canal abierto que seguía un curso sinuoso entre los juncos.

Ayla se adelantó a Jondalar, pero él hizo un esfuerzo y la alcanzó. Ambos eran nadadores vigorosos y no tardaron en mantener una competición amistosa, desplazándose a lo largo del canal abierto que se curvaba y pasaba entre los altos juncos. Estaban tan igualados, que la ventaja más pequeña podía determinar que uno u otro se adelantase. Ayla iba delante cuando llegaron a una bifurcación en la que los nuevos canales describían una curva tan brusca que cuando Jondalar giró había perdido de vista a la joven.

–¡Ayla! ¡Ayla! ¿Dónde estás? –llamó. No hubo respuesta. Llamó de nuevo y avanzó por uno de los canales. Éste viraba sobre sí mismo; lo único que el hombre podía ver era una superficie cubierta de juncos. Dondequiera que mirase, sólo había paredes de altos juncos. Dominado por un súbito pánico, volvió a llamar:

–¡Ayla! ¿En qué lugar del frío mundo acuático de la Madre estás?

De pronto oyó un silbido, el mismo que Ayla empleaba para llamar a Lobo. Un sentimiento de alivio le dominó, pero parecía sonar mucho más lejos de lo que él hubiera pensado. Silbó en respuesta y oyó la contestación de Ayla, y entonces comenzó a nadar para volver atrás. Llegó al lugar en que el canal se dividía y siguió la otra bifurcación.

También ésta giraba sobre sí misma y continuaba por otro canal. Sintió que una fuerte corriente le arrastraba y de repente se encontró avanzando río abajo. Pero delante de él descubrió a Ayla, que nadaba con todas sus fuerzas para compensar el empuje de la corriente, y trató de acercarse a la joven. Ella continuó avanzando cuando él se puso a su altura, temerosa de que la corriente la llevase de nuevo al canal si se detenía. Él se volvió y nadó río arriba, al lado de Ayla. Cuando llegaron a la bifurcación, se detuvieron para descansar, mientras se mantenían a flote.

–¡Ayla! ¿En qué estabas pensando? ¿Por qué no te aseguraste de que yo sabía adónde ibas? –la censuró Jondalar en voz alta.

Ella le sonrió, consciente de que la cólera de Jondalar era un modo de liberar la tensión provocada por el temor y la inquietud.

–Sólo intentaba adelantarte. No imaginaba que el canal hiciera esa curva tan brusca ni que la corriente fuera tan fuerte. Me arrastró antes de que yo misma comprendiese lo que sucedía. ¿Por qué es tan violenta?

Aliviada la tensión, y más tranquilo ahora que ella estaba a salvo, la irritación de Jondalar se disipó rápidamente.

–No lo sé –dijo–. Es extraño. Tal vez estemos cerca del canal principal, o quizá el suelo bajo el agua esté hundiéndose.

–Bien, volvamos. Estas aguas son frías y quiero llegar a esa playa soleada –concluyó Ayla.

Con la ayuda de la corriente, en el trayecto de regreso nadaron más despacio. Aunque no era tan fuerte como la corriente del otro canal, también los transportaba. Ayla se volvió para flotar de espaldas y contempló los juncos verdes que se deslizaban y, arriba, la bóveda celeste azul claro. El sol continuaba iluminando el cielo por el este, pero estaba alto.

–¿Recuerdas si entramos por este canal, Ayla? –preguntó Jondalar–. Me parece reconocer este sitio.

–Había tres pinos altos en hilera en la orilla, y el árbol del centro era más grande. Estaban detrás de algunos sauces de ramas colgantes –dijo ella, y después se volvió para nadar de nuevo.

–Aquí hay muchos pinos junto al agua. Tal vez deberíamos acercarnos a la orilla. Es posible que hayamos pasado de largo –dijo él.

–No lo creo. El pino que crecía más cerca de la orilla tenía una deformación extraña. Todavía no lo he visto. Espera..., allí delante..., ahí está, ¿lo ves? –gritó Ayla, acercándose al lecho de juncos.

–Tienes razón –dijo Jondalar–. Por aquí hemos pasado. Los juncos están torcidos.

Pasaron entre los juncos y se deslizaron en el pequeño estanque, cuyas aguas estaban tibias. Salieron a la pequeña lengua de terreno pedregoso con la sensación de que volvían al hogar.

–Creo que encenderé fuego y prepararé alguna infusión –propuso Ayla, pasándose las manos por los brazos para desprenderse del agua. Se recogió los cabellos y los escurrió; después fue en busca de los canastos y recogió algunos trozos de madera en el camino.

–¿Quieres tus ropas? –preguntó Jondalar, que traía más leña.

–Prefiero secarme un poco primero –dijo Ayla, quien observó que los caballos estaban pastando en la estepa próxima, pero no vio el menor rastro de Lobo. Experimentó un acceso de inquietud, aunque no era la primera vez que el animal se alejaba solo durante media jornada–. ¿Por qué no extiendes la manta ahí al sol sobre esas hierbas? Descansa, que yo prepararé la infusión.

Ayla encendió un buen fuego mientras Jondalar buscaba un poco de agua. Después examinó las hierbas secas de su provisión, escogiendo algunas con el mayor cuidado. Le pareció que la infusión de mielga sería conveniente, pues en general estimulaba y refrescaba, con algunas hojas y flores de borraja, que era un tónico saludable, y alhelíes, que aportaban dulzor y un sabor ligeramente picante. Para Jondalar eligió también alguno de los amentos machos rojo oscuro de los alisos, los mismos que había recolectado al principio de la primavera. Recordó que había experimentado sentimientos contradictorios al recogerlos, pues recordaba su promesa de unirse a Ranec, aunque siempre había deseado unirse a Jondalar. Experimentó una cálida oleada de felicidad cuando agregó los amentos al recipiente de Jondalar.

Hecho esto, llevó los dos cuencos con la infusión al lugar donde Jondalar descansaba. Parte de la manta que él había desplegado ya estaba en la sombra, pero Ayla se sentía igual de contenta. El calor del día ya había eliminado el frío del agua. Entregó a Jondalar el recipiente y se sentó a su lado. Descansaron juntos, como dos buenos camaradas, bebiendo el líquido refrescante, sin hablar casi, observando a los caballos que estaban juntos, cabeza contra grupa, espantando cada cual con la cola las moscas que se posaban en la cara del otro.

Cuando terminó, Jondalar se recostó, las manos enlazadas bajo la nuca. Ayla se alegró de verle más tranquilo y de que no insistiera en incorporarse y partir inmediatamente. Depositó su cuenco en el suelo y después se tendió al lado de Jondalar; apoyó la cabeza en el hueco bajo el hombro de su compañero y descansó el brazo sobre el pecho masculino. Ayla cerró los ojos, absorbió el olor del hombre y sintió que él la rodeaba con el brazo y que su mano se deslizaba hacia la cadera que ella le ofrecía, en una caricia gentil e inconsciente.

Ayla volvió la cabeza y besó la piel tibia; después sopló en dirección al cuello de Jondalar, quien experimentó un ligero estremecimiento y cerró los ojos. Ella le besó de nuevo, y a continuación se incorporó a medias y depositó una serie de besos leves sobre el hombro y el cuello de Jondalar. Los besos de Ayla le conmovieron más de lo que él podía soportar, pero al mismo tiempo le excitaron con tal intensidad que no quiso moverse y se obligó a permanecer quieto.

Ella le besó el cuello, la garganta, el mentón, y sintió el nacimiento del bigote en sus propios labios; después, se elevó un poco hasta que alcanzó la boca de Jondalar y le acarició los labios de un extremo al otro con sus suaves pezones. Seguidamente, se retiró y le miró. Jondalar tenía los ojos cerrados, pero en su cara había una expresión de expectativa. Por fin abrió los ojos y la vio inclinada sobre él, sonriendo con auténtica complacencia, los cabellos todavía húmedos y colgando sobre un hombro. Quiso apresarla, aplastarla contra su cuerpo, pero se limitó a responder con una sonrisa.

Ayla se inclinó tocando con la lengua la boca de Jondalar, con movimientos tan leves que él apenas podía sentirlos, pero la brisa que corría a través de la humedad le provocaba increíbles estremecimientos. Finalmente, cuando Jondalar pensaba que ya no podía soportar más, ella le dio un beso intenso. Jondalar sintió la lengua de Ayla que le abría la boca para penetrar en ella. Lentamente exploró el interior, así como la cavidad debajo de su lengua y el paladar de su boca, probando, tocando, acariciando, y después le pellizcó los labios con levísimos mordiscos, hasta que él ya no pudo soportar más. Levantó los brazos, aferró la cabeza de Ayla y la acercó, mientras él mismo levantaba la cabeza para darle un beso firme, fuerte y satisfactorio.

Cuando él echó la cabeza de nuevo hacia atrás y soltó a Ayla, ella sonreía perversamente. Había conseguido que reaccionara, y ambos lo sabían. Mientras él la observaba, tan complacida consigo misma, también él se sentía complacido. Ayla ansiaba innovar y jugar. Una oleada de sensaciones le recorrió el cuerpo sólo de pensarlo. Era una perspectiva interesante. Sonrió y esperó, observándola con sus sorprendentes ojos de un azul intenso.

Ella se inclinó y le besó de nuevo en la boca, en el cuello, los hombros y el pecho, y a continuación los pezones. Luego, en un súbito cambio, Ayla se arrodilló a un costado de Jondalar y se agachó sobre él, deslizándose hacia abajo hasta aferrar el órgano dilatado. Mientras tomaba todo cuanto podía en su boca cálida, él sintió cómo la húmeda tibieza de Ayla encerraba el extremo sensible de su virilidad y llegaba aún más lejos. Ayla retrocedió lentamente, provocando la succión, y él sintió un tirón que parecía partir de un lugar interno y profundo y extenderse a todos los rincones de su cuerpo. Cerró los ojos y se dejó llevar por el placer cada vez más intenso, mientras ella movía las manos y la boca tibia y exigente ascendía y descendía por el largo vástago de Jondalar.

Ayla tanteó el extremo con su lengua exploratoria, después trazó rápidos círculos alrededor y él empezó a desearla con más apremio. Ella extendió la mano para sostener el blando saco que estaba debajo del miembro, y suavemente –él le había dicho que fuera siempre delicada cuando le tocase aquella parte de su anatomía– palpó los dos guijarros misteriosos, blandos y redondos, que había dentro. Se sintió intrigada, se preguntó para qué servían e intuyó que, de alguna manera, eran importantes. Cuando las tibias manos femeninas abarcaron el saco blando, él experimentó una sensación distinta, grata, pero con un toque de inquietud por ese lugar sensible, que parecía estimularle de otro modo.

Ella se apartó y miró a Jondalar. El placer intenso que él sentía con ella y con lo que hacía se manifestaba en su cara y en sus ojos al sonreír alentándola. Ella disfrutaba proporcionándole placer. Eso la estimulaba de un modo diferente, pero profundo y sugestivo, permitiéndola comprender un poco por qué a él le agradaba tanto complacerla. Después, la joven le besó; fue un beso largo y prolongado, tras lo cual retrocedió un poco y le pasó una pierna por encima sentándose a horcajadas sobre Jondalar, de cara a sus pies.

Sentada sobre el pecho de Jondalar, Ayla se inclinó y tomó entre sus manos el miembro duro y palpitante. Aunque estaba duro y dilatado, la piel era suave, y cuando ella lo sostuvo en su boca, lo sintió liso y tibio. Cubrió toda su extensión con besos suaves y pequeños mordiscos. Cuando llegó a la base, continuó un poco más en busca del saco blando, lo introdujo suavemente en su boca y sintió las firmes redondeces interiores.

Jondalar se estremeció cuando llamaradas de inesperado placer le recorrieron el cuerpo. Casi era demasiado. No sólo las sensaciones tumultuosas que experimentaba, sino la visión de Ayla. Ella se había elevado un poco para alcanzarle, y como tenía las piernas abiertas a ambos lados del cuerpo del hombre, él podía ver los pétalos y los pliegues húmedos, intensamente rosados, e incluso la deliciosa abertura. Ayla soltó el saco blando y retrocedió un poco para introducir de nuevo en su boca esa virilidad excitante y palpitante, y succionar otra vez, pero de pronto notó que él la obligaba a retroceder un poco más. Y entonces, en un inesperado arrebato de excitación, la lengua de Jondalar encontró los pliegues femeninos y el lugar de los placeres de la mujer.

La exploró ansioso, totalmente, con las manos y la boca, sorbiendo y manipulando, sintiendo la alegría de darle placer, y al mismo tiempo la excitación que ella le provocaba al avanzar y retroceder, introduciendo y retirando el miembro masculino, mientras lo succionaba.

Ella llegó muy pronto al límite, estaba preparada y ya no podía soportar más, pero él intentaba contenerse y se esforzaba por prolongar la situación. Le hubiera sido muy fácil entregarse, pero deseaba más, de forma que cuando ella se interrumpió, porque sus sentidos abrumados se lo impusieron, y arqueó hacia atrás el cuerpo y gritó, él se alegró, sintió la humedad de Ayla y rechinó los dientes en un esfuerzo por controlarse. De no haber sido por los placeres anteriores, sin duda no habría logrado su propósito, pero consiguió contenerse y alcanzó una especie de cima antes de llegar a la culminación.

–Ayla, ¡vuélvete! Te quiero toda –dijo apremiante. Ella asintió, porque había entendido. Y como también a él lo deseaba entero, retrocedió y volvió a ponerse a horcajadas encima de él una vez que invirtió la posición del cuerpo. Se alzó un poco, introdujo en su interior la plenitud de Jondalar, y después bajó el cuerpo. Él gimió y pronunció el nombre de Ayla varias veces cuando sintió que la abertura profunda y tibia le recibía. Ayla percibió presiones en lugares sensibles diferentes, mientras se elevaba y descendía, guiando la dura plenitud que estaba en su interior.

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