Las llanuras del tránsito (36 page)

BOOK: Las llanuras del tránsito
8.94Mb size Format: txt, pdf, ePub

–Siento calor y picazón. Creo que también iré a nadar. Esta vez sin ropa –dijo Jondalar.

–Yo también lo haré, pero primero quiero sacar las cosas de los canastos. Las ropas que se mojaron todavía están húmedas. Las colgaré de esos arbustos y así se secarán. –Extrajo un bulto húmedo de uno de los canastos y comenzó a extender las prendas sobre las ramas de un matorral de aliso–. No me importa que las ropas se hayan mojado –indicó Ayla, mientras se ponía un taparrabos–, encontré un poco de raíz jabonosa, he lavado algunas prendas mientras te esperaba.

Mientras ayudaba a Ayla a colgar las ropas, Jondalar sacudió una prenda y descubrió que era su túnica. Se la mostró a la joven.

–Me ha parecido oír que habías lavado tus ropas mientras me esperabas.

–Lavé las tuyas después de que te cambiaste. El exceso de sudor pudre el cuero y ya estaban muy manchadas –explicó ella.

Jondalar no recordaba que se preocupase mucho por el sudor o las manchas cuando había viajado con su hermano, pero, de todos modos, la actitud de Ayla le complacía.

Cuando estuvieron preparados para entrar en el río, Whinney ya salía. Se detuvo en la orilla con las patas separadas, y después comenzó a sacudir la cabeza. La enérgica sacudida recorrió el cuerpo hasta llegar a la cola. Jondalar alzó sus brazos para protegerse de la rociada. Riendo, Ayla entró en el río y con las dos manos recogió más agua para arrojarla al hombre que comenzaba a sumergirse. Apenas el agua le llegó a la altura de las rodillas, Jondalar devolvió el favor. Corredor, que había concluido su baño y estaba cerca, recibió parte de la mojadura y retrocedió; después se encaminó hacia la orilla. Le gustaba el agua, pero en las condiciones que él mismo elegía.

Cuando se cansaron de jugar y nadar, Ayla comenzó a pensar en la cena de ambos. Del agua emergían hojas en forma de punta de lanza con flores de tres pétalos blancos que se oscurecían hasta volverse de color púrpura en el centro; y ella sabía que el tubérculo rico en almidón de la planta era nutritivo y agradable al paladar. Extrajo algunas plantas del fondo lodoso con los dedos de los pies; los tallos eran frágiles y se quebraban con demasiada facilidad, de modo que no convenía arrancarlos. Mientras Ayla regresaba a la orilla, también recogió plátanos acuáticos para cocinar y rábanos picantes que comerían crudos. El dibujo regular de unas hojas pequeñas y anchas que crecían a partir de un centro y flotaban en la superficie atrajo su atención.

–Jondalar, no pises esas castañas de agua –dijo, señalando los frutos con espinas diseminadas sobre la orilla arenosa.

Él recogió uno para examinarlo más de cerca. Las cuatro puntas estaban dispuestas de tal modo que mientras una siempre se aferraba al suelo, las otras apuntaban hacia arriba. Meneó la cabeza y la tiró al suelo. Ayla se inclinó para recogerla, junto con otras más.

–No es bueno pisarlas –indicó Ayla, en respuesta a la mirada interrogante de Jondalar–, pero son buenas para comer.

En la orilla, en la sombra que se formaba junto al agua, Ayla vio una conocida planta alta, de hojas color verde azulado, y miró alrededor para buscar otra planta cualquiera de hojas flexibles más o menos grandes para protegerse las manos mientras las arrancaba. Aunque había que tener cuidado mientras estaban frescas, las hojas aguzadas y urticantes serían deliciosas una vez cocidas. Una bardana acuática, que crecía al borde mismo del agua y alcanzaba casi la altura del hombre, tenía hojas basales de un metro de longitud que servirían perfectamente, pensó Ayla, y además también podían cocerse. En las inmediaciones crecían uña de caballo y varios tipos de helechos con sabrosas raíces. El delta ofrecía abundancia de alimentos.

Frente a la costa, Ayla vio una isla de altos juncos y espadañas que crecían en los bordes. Era probable que la espadaña fuese siempre un alimento frecuente para ellos. Estaban muy difundidas, eran prolíficas y tenían muchas partes comestibles, desde las viejas raíces aplastadas para separar las fibras del almidón, que se convertía en pulpa o en una sustancia que espesaba la sopa, a las raíces nuevas, ingeridas frescas o cocidas, y también la base de los tallos floridos, sin hablar de la densa concentración de polen, que podía convertirse en una especie de pan, todo era delicioso. Cuando eran frescas, las flores, agrupadas cerca del extremo del alto tallo, como un trozo de peluda cola de gato, también eran sabrosas.

El resto de la planta era útil en otros aspectos: las hojas, para fabricar canastos y esteras, y la pelusa y las flores, una vez desprendida la semilla, formaban un acolchado absorbente y una yesca excelente. Aunque Ayla, gracias a sus piedras de pirita de hierro, no necesitaba usarlas, sabía que los tallos leñosos y secos del año anterior podían retorcerse entre las dos palmas de la mano para hacer fuego, o utilizarse como combustible.

–Jondalar, saquemos el bote y vayamos a esa isla para recoger espadaña –pidió Ayla–. Hay muchas otras cosas buenas para comer que crecen allí, en el agua, como las vainas de semillas de esos lirios acuáticos y las raíces. Los tallos y las raíces de esos juncos tampoco son malos. Están bajo el agua, pero puesto que ya nos hemos mojado nadando, bien podemos arrancar algunos. Luego lo colocamos todo en el bote para traerlo aquí.

–Nunca has estado en este lugar. ¿Cómo sabes que esas plantas son buenas para comer? –preguntó Jondalar mientras desataba el bote sujeto a las angarillas.

Ayla sonrió.

–Había lugares pantanosos como éste cerca del mar, no lejos de nuestra caverna, en la península. No tan grandes como éste, pero también eran cálidos en verano, como ocurre aquí, e Iza conocía las plantas y el sitio en que podía encontrarlas. Nezzie me enseñó otras especies más.

–Me parece que conoces todas las especies que existen.

–Conozco muchas, pero no todas, y menos aún aquí. Ojalá pudiese preguntar a alguien. La mujer de esa isla grande, la que se fue cuando estaba limpiando raíces, probablemente hubiera podido informarme; lamento no haber podido conversar con ellos –dijo Ayla.

Su decepción era evidente y Jondalar comprendió que ansiaba la compañía de otras personas. Él también añoraba la presencia de la gente y deseaba haber podido relacionarse con alguien.

Empujaron el bote redondo hasta el borde del agua y se metieron en él. La corriente era lenta, pero más perceptible desde el interior de la embarcación redonda que se mecía y tuvieron que apresurarse a coger los remos para evitar ser arrastrados río abajo. Lejos de la orilla y de la alteración que habían provocado con su baño, el agua estaba tan clara que los cardúmenes de peces podían verse nadando alrededor de las plantas sumergidas. Algunos tenían proporciones bastante respetables, y Ayla pensó que, a la vuelta, atraparía algunos.

Se detuvieron frente a una concentración de nenúfares, tan densa que apenas podían ver la superficie del estanque. Cuando Ayla salió del bote y se sumergió en el agua, para Jondalar no fue tarea fácil mantener en su lugar la embarcación. El bote tendía a girar cuando él intentaba retroceder, pero cuando los pies de Ayla tocaron el fondo al mismo tiempo que se aferraba al costado de la embarcación, el pequeño cuenco flotante se estabilizó. Utilizando los tallos de las flores como guía, Ayla buscó las raíces con los dedos de los pies y las arrancó del suelo blando, recogiéndolas cuando flotaban sobre la superficie en medio de una nube de lodo.

Cuando Ayla se encaramó al bote, éste giró otra vez, pero los dos pudieron controlarlo con los remos, y después enfilaron hacia la isla, profusamente cubierta de juncos. Una vez cerca, Ayla advirtió que en las proximidades de la orilla crecía la variedad más pequeña de espadañas, así como arbustos de sauce, algunos casi del tamaño de árboles.

Remaron a través de la espesa vegetación en busca de un banco de arena, pero cuando apartaron los juncos no encontraron tierra firme, ni siquiera un banco de arena sumergido, y después de haberse abierto camino, el paso que habían practicado se cerró rápidamente detrás de ellos. Ayla tuvo un mal presentimiento y Jondalar experimentó la terrible sensación de ser capturados por una presencia invisible, rodeados como estaban por la selva de altos juncos. Sobre sus cabezas volaban pelícanos, pero tuvieron una impresión vertiginosa de que su vuelo recto se curvaba. Cuando miraron hacia atrás, entre el tupido cañaveral, les pareció que la orilla opuesta giraba lentamente.

–¡Ayla, estamos moviéndonos! ¡Girando! –gritó Jondalar, quien comprendió de pronto que lo que giraba no era la tierra que estaba enfrente, sino ellos mismos, porque la corriente movía en círculo tanto la embarcación como la isla entera.

–Salgamos de aquí –dijo ella, echando mano de su remo.

Las islas del delta eran generalmente de existencia efímera y siempre estaban sujetas a los caprichos de la Gran Madre de los ríos. Incluso las que ofrecían una densa vegetación de juncos podían desintegrarse, o la vegetación que comenzaba en una pequeña isla podía llegar a ser tan frondosa como para que una maraña de plantas se extendiera sobre el agua.

Cualquiera que fuese la causa inicial, las raíces de los juncos flotantes se entrelazaban y formaban una plataforma que sostenía la sustancia en descomposición –organismos acuáticos y vegetales– y ese material fertilizaba el rápido crecimiento de otros juncos. Con el tiempo se convertirían en islas flotantes cubiertas por distintas plantas. La enea, las variedades más pequeñas de espadaña de hojas angostas, los juncos, los helechos, incluso los arbustos de sauce que, con el tiempo, se convertían en árboles, crecían junto a los bordes, si bien los esbeltos juncos, que alcanzaban una altura de cuatro metros, constituían la vegetación principal. Algunos cenagales se transformaban en grandes paisajes flotantes, traicioneramente engañosos en su laberíntica ilusión de solidez y permanencia.

Valiéndose de los pequeños remos, aunque con bastante esfuerzo, obligaron al pequeño bote redondo a salir de la isla flotante. Cuando de nuevo llegaron a la periferia del inestable cenagal, descubrieron que no estaban frente a la tierra firme, sino ante las aguas abiertas de un lago, y la vista era tan espectacular que se les cortó el aliento. Sobre el fondo verde oscuro se delineaba una densa concentración de pelícanos blancos; cientos de miles agrupados, de pie, sentados, acurrucados en nidos confeccionados con juncos flotantes. Arriba, otros miembros de la enorme colonia volaban a diferentes niveles, como si los terrenos en que anidaban estuvieran demasiado llenos y ellos costeasen el lugar con sus grandes alas, en espera de que hubiese sitio libre.

Principalmente blancos, con un leve toque de rosado y las alas bordeadas por las plumas de color gris oscuro, las grandes aves alimentaban con sus largos picos y los abultados buches al racimo de polluelos de pelícano cubiertos de un suave plumón. Las ruidosas aves jóvenes silbaban y rezongaban, y los adultos respondían con gritos profundos y ásperos, todo en número tan elevado que la combinación era ensordecedora.

Parcialmente ocultos por las cañas, Ayla y Jondalar observaron fascinados la enorme colonia. Al oír un rezongo profundo, elevaron los ojos hacia el pelícano que volaba a escasa altura, y se preparaba para aterrizar, sostenido por las olas desplegadas que tenían una envergadura de tres metros. Llegó a un punto que estaba cerca del centro del lago, plegó las alas y se dejó caer como una piedra, golpeando el agua con un chasquido en un descenso torpe y desmañado. A poca distancia, otro pelícano, con las alas extendidas, se abalanzaba a través del espejo abierto del agua y trataba de remontar el vuelo. Ayla comenzó a comprender por qué preferían anidar a orillas del lago. Necesitaban mucho espacio para remontar el vuelo, aunque una vez en el aire, su vuelo era grácil y elegante.

Jondalar tocó el brazo de Ayla y señaló las aguas poco profundas, cerca de la isla, donde varias de las grandes aves nadaban formando una especie de frente que avanzaba con movimientos lentos. Ayla observó un momento y después sonrió al hombre. A cada poco, la hilera completa de pelícanos hundía simultáneamente la cabeza en el agua, y después, todos juntos, como si obedeciesen una orden, la alzaban, chorreándoles el agua de los grandes y largos picos. Algunos, pero no todos, habían atrapado algunos peces a los que estaban empujando. Otros podrían comer más tarde, pero todos continuaban moviéndose y hundiendo la cabeza en el agua, con un movimiento perfecto y rítmico.

Algunas parejas de otra variedad de pelícanos, con marcas un tanto distintas, y otros de una pollada anterior, anidaban en los bordes de la gran colonia. En la compacta aglomeración y sus alrededores, también anidaban y procreaban otras especies de aves acuáticas divertidas. Cormoranes, somormujos y una diversidad de patos, entre ellos los patos pelucones y los silvestres de ojos blancos y cresta roja. El pantano vibraba con una profusión de aves, todas ellas cazando y devorando los innumerables peces a su alcance.

El vasto delta era una extravagante y ostentosa demostración de abundancia natural; una riqueza de vida que se manifestaba casi con insolencia. Indemne, sin mácula, regida por su propia ley natural y sujeta únicamente a su exclusiva voluntad –y al gran vacío de donde provenía–, la Gran Madre Tierra se complacía en crear y mantener la prolífica diversidad de la vida. Sin embargo, asqueada por la furia depredadora, despojada de sus recursos, destruida por la contaminación sin freno y manchada por el exceso y la corrupción, su fecunda capacidad para crear y sustentar podía verse anulada.

Aunque convertida en estéril por la agresión destructiva, agotada su gran fertilidad productora, la ironía definitiva aún sería suya. Incluso estéril y despojada, la madre despreciada tenía poder para destruir lo que ella había creado. El dominio no puede imponerse; las riquezas de la Madre Tierra no pueden ser arrebatadas sin su conocimiento, sin tener su cooperación, sin respetar sus necesidades. Su voluntad de vivir no puede suprimirse sin pagar el castigo definitivo. Sin ella, la vida presuntuosa que ella creó no puede sobrevivir.

Aunque Ayla podía haber observado mucho más tiempo a los pelícanos, por fin comenzó a arrancar algunas de las espadañas y a depositarlas en el bote, pues ése era el motivo de la visita. Habían empezado a remar alrededor de la masa de juncos flotantes. Cuando volvieron a ver tierra, estaban mucho más cerca de su campamento. Apenas aparecieron, fueron saludados por un aullido largo, prolongado, rebosante de inquietud. Después de su incursión para cazar, Lobo había seguido el rastro de Jondalar y de Ayla y hallado el campamento sin dificultad; pero, al no encontrarlos allí, el joven animal se inquietó.

Other books

Keepsake by Linda Barlow
He Loves Me...He Loves You Not by S.B. Addison Books
The Weird Sisters by Eleanor Brown
A Fine Night for Dying by Jack Higgins
Love's Call by C. A. Szarek
Don't You Forget About Me by Cecily Von Ziegesar
Coconut Cowboy by Tim Dorsey