Las llanuras del tránsito (46 page)

BOOK: Las llanuras del tránsito
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La llanura baja y ondulada daba paso a las altas montañas, y entre los matorrales aparecían alerces, bosques de carpes y hayas junto con algunos robles. Donde las elevaciones eran menores, la región se asemejaba a las colinas boscosas que habían atravesado cerca del delta del Río de la Gran Madre. Cuando llegaron a mayor altura, comenzaron a ver pinos y abetos, y unos pocos alerces y pinos entre los enormes árboles deciduos.

Llegaron a un claro, una prominencia abierta y redondeada, un poco más alta que el bosque circundante. Jondalar se detuvo para orientarse, pero Ayla se sintió preocupada ante el espectáculo. Estaban a mayor altura de lo que ella había supuesto. Hacia el oeste, más allá de las copas de los árboles, pudo ver a lo lejos el Río de la Gran Madre, con todos sus canales, que habían confluido de nuevo, serpenteando a través de un profundo barranco de paredes rocosas. Comprendió entonces por qué Jondalar se había desviado para rodear el curso de agua.

–Navegué por ese pasaje en un bote –explicó Jondalar–. Lo llaman la Puerta.

–¿La Puerta? ¿Quieres decir la que pones en un marco? ¿Para cerrar la abertura y guardar dentro los animales? –preguntó Ayla.

–No lo sé. Nunca lo pregunté. Pero quizá de ahí provenga su nombre. Aunque se parece más a la empalizada que uno construye a los dos lados y que termina en la entrada. Se prolonga cierto trecho. Ojalá pudiese llevarte allí –sonrió–. Quizá lo haga.

Avanzaron hacia el norte, en dirección a la montaña, descendiendo del promontorio durante un trecho para desembocar después en una planicie. Frente a ellos, como una pared inmensa, había una larga fila de árboles enormes, el comienzo de un bosque profundo, denso, en el que se mezclaban los árboles de madera dura y las plantas de verdor permanente. Apenas entraron en la zona de sombras del elevado dosel de hojas, se encontraron en un mundo distinto. Necesitaron un momento hasta conseguir que los ojos se adaptaran tras haber pasado de la luz intensa a la penumbra sombría y silenciosa del bosque primitivo; pero percibieron inmediatamente el aire húmedo y frío, y olieron la abundancia húmeda y fecunda de las plantas que crecían y se descomponían.

El espeso musgo cubría el suelo, formando un manto continuo de verdor, que trepaba por los peñascos, se extendía sobre las formas redondas de antiguos árboles caídos hacía mucho tiempo; rodeaba los tocones que se desintegraban y también los árboles que aún vivían. El corpulento lobo que marchaba por delante saltó sobre un leño cubierto de musgo. Quebró el núcleo antiguo y descompuesto que estaba disolviéndose lentamente para retornar al suelo, y puso al descubierto las largas plantas que se retorcían, sorprendidas por la luz del día. El hombre y la mujer desmontaron poco después para buscar más fácilmente un camino a través del bosque, sembrado con los restos de la vida y los nuevos retoños.

Los renuevos brotaban de los troncos musgosos y descompuestos, y las plantas rivalizaban por ocupar un lugar bajo el sol allí donde un árbol abatido por el rayo había arrastrado con él a varios más. Las moscas zumbaban alrededor de los racimos de gaulterias con sus flores rosadas, bajo los rayos luminosos que llegaban al suelo del bosque a través de un hueco en el dosel. El silencio era sobrecogedor; los más tenues sonidos se ampliaban. Ayla y Jondalar hablaban como en murmullos, sin que hubiese razón alguna para ello.

Había hongos por doquier y había setas de todas las variedades casi en cada rincón. Plantas sin hojas, como el hongo de la haya, la dentaria de lavanda, y variedad de orquídeas pequeñas de flores muy coloridas, a menudo sin hojas verdes, pululaban por todas partes, implantadas en las raíces de otras plantas vivas o en sus restos descompuestos. Cuando Ayla vio una serie de tallos pequeños, pálidos y serosos, sin hojas, con corolas que se balanceaban, se detuvo para recoger algunos.

–Esto ayudará a calmar las molestias en los ojos de Lobo y de los caballos –explicó, y Jondalar advirtió una sonrisa cálida y al mismo tiempo triste en la cara de la mujer–. Es la planta que Iza usaba para tratarme los ojos cuando yo lloraba.

Mientras tanto recogió algunas setas porque estaba segura de que eran comestibles. Ayla nunca corría riesgos: se mostraba muy precavida con las setas. Muchas variedades eran deliciosas; otras no eran muy sabrosas pero tampoco nocivas; algunas eran eficaces como medicinas, otras podían intoxicar levemente a una persona, unas pocas podían ayudarle a uno a ver el mundo de los espíritus y un reducido número era mortal; era fácil confundir algunas especies con otras.

Se vieron en dificultades para avanzar a través del bosque a causa de la angarilla, debido a que los travesaños estaban muy separados. Se atascaban entre los árboles que crecían cerca unos de otros. Cuando Ayla concibió por primera vez el método sencillo y eficaz de utilizar la fuerza de Whinney para facilitar el transporte de objetos muy pesados y que ella no podía llevar con sólo sus fuerzas, encontró el modo de que el caballo ascendiera por el sendero estrecho y empinado que llevaba a la caverna; en efecto, con ese fin acercó más las pértigas. Pero ahora que el bote redondo reposaba sobre el armazón, Jondalar y Ayla no podían mover las largas pértigas y era difícil desplazar los objetos que arrastraban. La angarilla era muy eficaz en terrenos irregulares, no se atascaba en los agujeros, las zanjas o el lodo, pero necesitaba campo abierto.

Estuvieron dándole vueltas al asunto el resto de la tarde. Finalmente, Jondalar desató completamente el bote redondo y lo arrastró él solo. Comenzaron a contemplar seriamente la posibilidad de abandonarlo. Había sido muy útil para cruzar los ríos y los afluentes más pequeños que volcaban sus aguas en la Gran Madre, pero ahora no estaban seguros de que valiese la pena cargar con él cuando tenían que atravesar la densa espesura de los bosques. Aun cuando todavía les esperaban muchos más ríos, ciertamente podrían cruzarlos sin el bote y en ese momento el artefacto estaba retrasando la marcha.

La oscuridad les sorprendió en el bosque. Organizaron el campamento para pasar la noche, pero ambos estaban inquietos y se sentían más expuestos que en medio de la ancha estepa. A campo abierto, incluso en la oscuridad, podían ver algo: las nubes, las estrellas o las siluetas de formas móviles. En el denso bosque, con los grandes troncos de los altos árboles, que podían ocultar incluso a criaturas corpulentas, la oscuridad era absoluta. El ubicuo silencio que parecía sobrecogedor cuando habían penetrado en ese universo de árboles, resultaba ahora terrorífico en la profundidad del bosque durante la noche, si bien ambos evitaban exteriorizar lo que sentían.

Los caballos también estaban tensos y se mantenían al amparo de la seguridad protectora del fuego. Lobo también permaneció en el campamento. Ayla se alegraba de que así fuera, y mientras le suministraba una ración de comida, pensó que, de todos modos, debía retenerlo cerca. Incluso Jondalar se alegraba; la presencia de un lobo corpulento y amistoso era reconfortante. Podía oler y sentir cosas que no estaban al alcance de un ser humano.

La noche era más fría en el bosque húmedo, una especie de humedad pegajosa, tan densa que casi parecía lluvia. Se deslizaron temprano bajo las pieles de dormir y, aunque estaban fatigados, estuvieron charlando hasta bien entrada la noche; no parecían dispuestos a entregarse al sueño.

–No sé si conviene que continuemos preocupándonos por el transporte de ese bote redondo –comentó Jondalar–. Los caballos pueden vadear los pequeños arroyos sin que las cosas se mojen demasiado. Si los ríos son más profundos, podemos cargar los canastos sobre el lomo de los animales en lugar de dejarlos colgando.

–Cierta vez até mis cosas a un tronco. Después que abandoné el clan y cuando estaba buscando personas como yo, llegué a un ancho río. Lo atravesé a nado, empujando un tronco –dijo Ayla.

–Seguramente fue difícil, y quizá más peligroso, porque tus brazos no tenían libertad de movimientos.

–Fue difícil, pero tenía que cruzar y no encontré otro modo –concluyó Ayla.

Permaneció en silencio un momento, pensativa. El hombre, acostado junto a Ayla, se preguntaba si estaría adormecida; entonces, Ayla desveló el sentido de sus pensamientos.

–Jondalar, estoy completamente segura de que ya hemos viajado mucho más de lo que yo caminé para encontrar mi valle. Hemos recorrido un largo trayecto, ¿verdad?

–Sí, hemos recorrido un largo trayecto –replicó Jondalar, en una respuesta un tanto cautelosa. Se volvió de costado y apoyó la cabeza en un brazo, para ver a Ayla–. Pero todavía estamos lejos de mi hogar. Ayla, ¿ya estás cansada de viajar?

–Un poco. Desearía descansar un rato. Después podría reanudar la marcha. Mientras esté contigo, no me importa cuán lejos podamos llegar. Sucede sencillamente que no sabía que este mundo fuera tan grande. ¿Termina en algún punto?

–Al oeste de mi hogar, la tierra termina en las Grandes Aguas. Nadie sabe lo que hay después. Conozco a un hombre que afirma que viajó incluso más lejos y que vio grandes aguas en el este, aunque mucha gente duda de su palabra. La mayoría de la gente viaja, pero pocos se alejan mucho, y por eso les parece difícil creer en los relatos acerca de largos viajes, a menos que vean algo que les convenza. Pero siempre hay unos pocos que viajan lejos. –Esbozó una sonrisa despectiva–. Aunque yo nunca esperé ser uno de ellos. Wymez viajó alrededor del Mar del Sur y descubrió que había más tierra incluso internándose hacia el sur.

–También encontró a la madre de Ranec y la trajo consigo. Es difícil dudar de Wymez. ¿Has visto alguna vez otra persona con la piel oscura como Ranec? Wymez tuvo que viajar mucho para encontrar una mujer así –dijo Ayla.

Jondalar se fijó en la cara que resplandecía a la luz del fuego, y sintió un profundo amor por la mujer que estaba a su lado, y también una profunda inquietud. Esta conversación acerca de los viajes largos le llevaba a pensar acerca del largo trayecto que aún debían salvar.

–En el norte la tierra termina en el hielo –continuó Ayla–. Nadie puede pasar más allá del glaciar.

–A menos que vaya en un bote –dijo Jondalar–. Pero he oído decir que lo único que uno encuentra es un país de hielo y nieve, donde viven los espíritus de osos blancos y hay peces más grandes que mamuts. Algunos miembros del pueblo del oeste afirman que hay brujos que son tan poderosos que pueden convocarlos a la tierra. Y una vez que llegan aquí, no pueden regresar, pero...

Se produjo un súbito estrépito entre los árboles. El hombre y la mujer se sobresaltaron atemorizados; después permanecieron perfectamente inmóviles, sin decir palabra. Casi no respiraban. De la garganta de Lobo brotó un gruñido grave y rumoroso, pero Ayla le rodeaba el cuello con el brazo; no estaba dispuesta a permitirle que atacase. Hubo otro movimiento y después volvió el silencio. Un rato más tarde, Lobo suspendió también sus gruñidos. Jondalar no sabía si podría dormir esa noche. Finalmente, se puso en pie para echar un leño al fuego; se sintió satisfecho porque antes había encontrado unas ramas rotas de buen tamaño, a las que había cortado en pedazos con su pequeña hacha de piedra con mango de marfil.

–El glaciar que debemos cruzar no está al norte, ¿verdad? –preguntó Ayla cuando regresó al lecho; seguía preocupada por el viaje que ambos estaban realizando.

–Bien, está al norte de aquí, pero no tan lejos como esa pared de hielo del norte. Hay otra cadena de montañas al oeste de ésta y el hielo que debemos cruzar cubre una meseta, al norte de esas montañas.

–¿Es difícil cruzar el hielo?

–Hace mucho frío y pueden producirse terribles ventiscas de nieve. En primavera y verano se funde un poco y el hielo se quiebra. Se abren grandes grietas. Si uno cae en una grieta profunda, nadie puede sacarle de allí. En invierno, la mayor parte de las grietas se cubren con nieve y hielo, pero aun así puede resultar peligroso.

De pronto, Ayla se estremeció.

–Dices que hay un modo de rodear el glaciar. ¿Por qué tenemos que cruzar el hielo?

–Es el único modo de evitar a los cabezas cha... la región del clan.

–Querías decir el país de los cabezas chatas.

–Ayla, es el nombre que yo siempre he escuchado –trató de explicar Jondalar–. Así les llaman todos. Mira, tendrás que acostumbrarte a esa palabra. La mayoría de la gente los denomina así.

Ella dio por no oído el comentario, y continuó diciendo:

–¿Por qué debemos evitarlos?

–Hubo algunas dificultades. –Jondalar frunció el entrecejo–. Ni siquiera sé si esos cabezas chatas del norte son los mismos de tu clan –se interrumpió y después continuó–: Pero ellos no provocaron las dificultades. Cuando veníamos hacia aquí, hemos oído hablar de un grupo de jóvenes que estaban... molestándolos. Son los losadunai, la gente que vive cerca del glaciar de la meseta.

–¿Por qué los losadunai tratan de provocar problemas con el clan? –preguntó desconcertada Ayla.

–No son los losadunai. O no son todos. No quieren dificultades. Se trata sólo de ese grupo de jóvenes. Imagino que creen que es algo divertido, o por lo menos así comenzó todo.

Ayla pensó que la idea que alguna gente tenía de lo que era divertido no le parecía muy divertido a ella, pero, en realidad, lo que no podía apartar de la mente era el viaje que estaban realizando y cuánto trayecto les quedaba por recorrer. Según se manifestaba Jondalar, ni siquiera estaban cerca. Llegó a la conclusión de que quizá fuera mejor no anticiparse demasiado. Trató de apartar de su mente aquel asunto.

Volvió los ojos hacia la noche y pensó en lo que le habría gustado ver el cielo a través del alto dosel.

–Jondalar, creo que allí veo estrellas. ¿Alcanzas a distinguirlas?

–¿Dónde? –dijo él, levantando la mirada.

–Allí. Tienes que mirar en línea recta hacia arriba y un poco hacia atrás. ¿Ves?

–Sí..., sí, creo que sí. No se parece al sendero de leche de la Madre, pero, en efecto, veo unas pocas estrellas –dijo Jondalar.

–¿Qué es el sendero de la Madre?

–Es otra parte de la historia acerca de la Madre y Su hijo –explicó Jondalar.

–Cuéntamelo.

–No sé si lo recuerdo bien. Veamos; es algo así como... –comenzó a entonar el ritmo sin palabras; después llegó a la mitad de un verso–:

Su sangre formó grumos secos en el suelo ocre rojizo,

Pero el niño luminoso consiguió que todo eso valiera la pena.

La gran alegría de la Madre.

Un niño vivaz y luminoso.

Se elevaron las montañas escupiendo llamas de sus cimas.

Ella amamantó a Su hijo a sus pechos montañosos.

Él chupó tan fuerte, y las chispas se elevaron tan alto,

Que la leche caliente de la Madre formó un camino en el cielo.

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