Las llanuras del tránsito (44 page)

BOOK: Las llanuras del tránsito
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Con sus amplios giros y desvíos, el gran caudal de agua que fluía hacia ellos se extendía y dividía en diferentes canales, pero no se convertía de nuevo en una región pantanosa como el delta. Era sencillamente un enorme río o, en terreno más llano, una sinuosa serie de corrientes paralelas, con matorrales más abundantes y prados más verdes en las proximidades del agua.

Aunque a veces resultaba molesto, Ayla echó de menos el croar de las ranas del pantano, si bien el gorgorito aflautado de las diferentes especies de sapos continuaba repitiéndose en la mezcolanza de la música nocturna. Los lagartos y las víboras de las estepas también estaban presentes, y con ellos las hermosas garzas, que se alimentaban de reptiles, así como de insectos y caracoles. Ayla disfrutó observando a un par de aves de largas patas, de plumaje gris azulado con las cabezas negras y los blancos grupos de plumas detrás de cada ojo, alimentando a sus crías.

Por el contrario, no echó en falta la presencia de los mosquitos. Privados de su criadero pantanoso, los insectos irritantes y agresivos habían desaparecido casi por completo. No podía decirse lo mismo de los cínifes. Nubes enteras de estos insectos todavía agobiaban a los viajeros, y sobre todo a los que estaban cubiertos de pelo.

–¡Ayla! ¡Mira! –dijo Jondalar mostrándole una sencilla construcción de troncos y tablas al borde del río–. Es un desembarcadero. Fue construido por el Pueblo del Río.

Aunque Ayla no sabía lo que era un desembarcadero, saltaba a la vista que no se trataba de una distribución casual de materiales. Había sido construido expresamente para algún uso humano. La mujer experimentó una oleada de excitación.

–¿Eso significa que hay gente en los alrededores?

–Es probable que ahora no, porque no veo ningún bote en el desembarcadero; pero no deben de estar lejos. Supongo que es un lugar utilizado con frecuencia. No se tomarían el trabajo de construir desembarcaderos si no los utilizaran mucho; tampoco utilizarían a menudo un lugar muy alejado.

Jondalar examinó un momento el desembarcadero, y después volvió los ojos río arriba y hacia la orilla opuesta.

–No estoy seguro, pero diría que quienes construyeron esto viven al otro lado del río y que desembarcan aquí cuando cruzan. Tal vez vienen a cazar, a recolectar raíces o algo así.

Remontaron el curso del río, sin dejar de mirar en dirección a la orilla opuesta. Excepto de un modo general, hasta entonces no habían prestado mucha atención al territorio que se extendía al otro lado, y Ayla pensó que quizá allí había gente cuya presencia no habían advertido antes. No habían recorrido mucho trecho cuando Jondalar vio un movimiento en el agua, a cierta distancia, en el curso superior. Se detuvo para fijarse mejor.

–Ayla, mira allí –dijo, cuando ella le alcanzó–. Podría ser un bote ramudoi.

Ella miró y divisó algo, pero no estaba muy segura de lo que veía. Animaron a los caballos. Cuando se acercaron más, Ayla vio una embarcación distinta de las que había conocido hasta el momento. Estaba familiarizada únicamente con los botes de estilo mamutoi, armazones cubiertos de cuero, con la forma de cuenco, como el que llevaban sujeto a las angarillas. La embarcación que vio en el río era de madera, con la proa en punta. Estaba ocupada por varias personas que formaban una fila. Cuando se adelantaron un poco más, Ayla vio más gente en la orilla opuesta.

–¡Hola! –gritó Jondalar, agitando el brazo a modo de saludo. Gritó otras palabras en una lengua que ella no conocía, aunque le pareció existía una vaga semejanza con el mamutoi.

La gente del bote no respondió; Jondalar se preguntó si no le habrían oído, aunque creía que le habían visto. Gritó de nuevo, y esta vez tuvo la certeza de haber sido escuchado; pero no respondieron al saludo. En cambio, comenzaron a remar con todas sus fuerzas en dirección a la orilla opuesta.

Ayla vio que una de las personas que estaban en la otra orilla también les había visto. Corrió hacia otros que estaban cerca, y a través del río señaló a los dos viajeros. Después, él y varios más se alejaron deprisa. Un par de personas permaneció allí hasta que el bote llegó a la orilla; después, se alejaron.

–Otra vez los caballos, ¿verdad? –dijo Ayla.

A Jondalar le pareció ver un brillo de lágrimas en los ojos de Ayla.

–De todos modos, no habría sido conveniente cruzar aquí el río. La caverna de los sharamudoi que yo conozco se encuentra a este lado.

–Imagino que es así –comentó Ayla, e indicó a Whinney que continuara la marcha–. Sin embargo, podrían haber cruzado con su bote o, al menos, haber respondido al saludo.

–Ayla, piensa que nuestro aspecto debe parecerles muy extraño, a lomos de estos caballos. Debemos parecer salidos del mundo de los espíritus, con cuatro patas y dos cabezas. No puedes censurar a la gente por temer a lo que no conoce.

Más adelante, en la orilla opuesta, divisaron un espacioso valle que descendía de las montañas cercanas hasta el nivel de la poderosa corriente que se deslizaba junto a ellos. Un río de proporciones considerables atravesaba el centro del valle y vertía sus aguas en la Gran Madre con una turbulencia que provocaba remolinos en ambas direcciones y ensanchaba el curso de la corriente principal. Para hacer todavía más complicado el juego contracorriente, poco después del afluente la cordillera meridional que limitaba la orilla derecha del río se retorcía en una extraña curva.

En el valle, cerca de la confluencia de los dos ríos, pero encaramadas en una ladera, vieron varias viviendas de madera, sin duda un asentamiento. De pie, en torno de las cabañas, estaban las personas que vivían allí y miraban asombradas a los viajeros que pasaban por el lado opuesto del río.

–Jondalar. –El acento de Ayla sonaba apremiante–. Desmontemos.

–¿Por qué?

–Será la mejor manera de que esa gente, por lo menos, vea que parecemos personas, y que los caballos son sólo caballos y no criaturas de dos cabezas y cuatro patas. –Y sin más, Ayla desmontó y empezó a caminar delante de la yegua.

Jondalar asintió, pasó la pierna sobre el lomo de su caballo y saltó al suelo. Aferró la cuerda sujeta al cabestro de Corredor y siguió a la joven. Ésta había comenzado apenas a caminar, cuando el lobo se acercó corriendo a ella y la saludó como solía hacer. Saltó apoyándose en sus patas traseras, puso las delanteras en los hombros de Ayla, la lamió y le mordisqueó con suavidad el mentón. Cuando el animal se apartó, algo, tal vez un olor que había atravesado el ancho río, le hizo fijarse en las personas que los observaban. Se acercó al borde de la orilla y, alzando la cabeza, lanzó varios aullidos que terminaron en un escalofriante alarido de lobo.

–¿Por qué hace eso? –preguntó Jondalar.

–No lo sé. Tampoco él ha visto gente desde hace mucho tiempo. Quizá se alegre de verlos y quiera saludarles –dijo Ayla–. Yo también lo haría, pero no podemos cruzar fácilmente y pasar a la otra orilla, y ellos no quieren acercarse.

Después de apartarse de la amplia curva del río que había modificado la dirección que seguían antes, es decir, en busca del sol poniente, los viajeros habían torcido un poco hacia el sur, dentro de su marcha general hacia el oeste. Pero más allá del valle, donde las montañas se desviaban, marcharon de nuevo hacia el oeste. Habían llegado al punto más meridional que alcanzarían en su viaje, justo en la estación más cálida del año.

En la culminación del verano, con un sol incandescente que quemaba las llanuras sin sombra, incluso cuando las capas de hielo que tenían el espesor de las montañas cubrían una cuarta parte de la Tierra, el calor podía ser agobiante en los extremos meridionales del continente. Un viento intenso, cálido y constante, que excitaba sus nervios, empeoraba las cosas. El hombre y la mujer, que cabalgaban uno al lado del otro, o bien caminaban sobre la ardiente estepa para permitir que los caballos descansaran, se ajustaban a una rutina según la cual, el viaje, si no fácil, por lo menos se hacía posible.

Despertaban con el primer resplandor del alba en los picos septentrionales más elevados, y después de un ligero desayuno, consistente en té caliente y comida fría, se ponían en marcha antes de que hubiese amanecido por completo. A medida que el sol se elevaba en el cielo, asestaba sus rayos con tal intensidad sobre las estepas abiertas que de las entrañas de la tierra brotaban oleadas de calor sofocante. Una película de sudor que les deshidrataba hacía brillar la piel intensamente bronceada de los humanos y empapaba el pelaje de Lobo y los caballos. La lengua del lobo colgaba de sus fauces y el animal jadeaba a causa del calor. No deseaba correr por su cuenta para explorar o cazar; en cambio, acoplaba su paso al de Whinney y Corredor, que avanzaban pesadamente, gacha la cabeza. Los jinetes mantenían el cuerpo laxo y permitían que los caballos avanzaran a su aire; hablaban poco durante el asfixiante calor del mediodía.

Cuando ya no podían soportarlo más, buscaban una playa llana, preferiblemente cerca de un remanso de aguas claras o de un canal poco impetuoso de la Gran Madre. Ni siquiera Lobo resistía la tentación de sumergirse en las aguas más lentas, aunque todavía vacilaba un poco si la corriente era rápida. Cuando los humanos con quienes viajaba se acercaban al río, desmontaban y comenzaban a desatar los canastos, Lobo se abalanzaba y se zambullía el primero en el agua. Si era un afluente, por lo general todos se sumergían en las aguas refrescantes y cruzaban el río antes de desatar las angarillas, los canastos o el arnés.

Después de renovar sus fuerzas en el agua, Ayla y Jondalar buscaban con qué alimentarse, si no les habían quedado restos o no habían hallado algo en el camino. El alimento abundaba, incluso en las estepas cálidas y polvorientas, y en particular en los lugares frescos y de aguas abundantes, sobre todo si se sabía dónde y cómo conseguirlo.

Casi siempre lograban atrapar peces cuando se lo proponían, con el método de Ayla, o el de Jondalar, o una combinación de los dos. Si la situación lo exigía, utilizaban la larga red de Ayla, internándose en el agua, sosteniéndola entre los dos. Jondalar había ideado un mango para una parte de la red de Ayla, y de ese modo había creado una especie de red sumergible. No se sentía del todo satisfecho con el artefacto, pero, en determinadas circunstancias, era útil. También pescaba con sedal y anzuelo, fabricado este último con un pedazo de hueso que había afilado hasta obtener unos extremos puntiagudos y que llevaba un fuerte cordel atado en el centro. Como carnada enganchaba en el anzuelo pedazos de pescado, carne o lombrices. Una vez que el pez lo tragaba, un rápido tirón solía conseguir que el anzuelo se clavara de costado en la garganta del pez, de forma que una punta sobresaliese por cada lado.

A veces, Jondalar pescaba ejemplares grandes con el anzuelo. Una vez que perdió uno de éstos, fabricó una especie de arpón para atrapar otros peces. Comenzó con la rama ahorquillada de un árbol, cortada exactamente bajo la unión. Utilizó como mango el brazo más largo de la bifurcación; afiló el más corto y lo usó como gancho para clavarlo en el cuerpo del pez. Había cerca del río algunos árboles pequeños y matorrales altos; los primeros arpones que Jondalar hizo fueron eficaces, pero, por lo visto, nunca podría dar con una rama lo bastante sólida para que durara mucho tiempo. El peso y la resistencia de un pez grande quebraba a menudo el artefacto, de modo que Jondalar continuaba buscando maderas más sólidas.

La primera vez que el hombre vio la cornamenta fue al pasar a su lado, tomando nota mentalmente de su existencia y llegando a la conclusión de que probablemente se había desprendido de un ciervo rojo de tres años; pero, en realidad, no había prestado atención a su forma. No obstante, la cornamenta continuó presente en su mente, hasta que, de pronto, recordó las puntas curvadas hacia atrás, y entonces volvió a recoger el material. La cornamenta era resistente y dura, y no se quebraba con facilidad; además, tenía el tamaño y la forma apropiados. Si la afilaba con habilidad, obtendría un arpón excelente.

En ocasiones Ayla todavía pescaba a mano, como le había enseñado Iza. Cuando la veía, Jondalar se asombraba. El proceso era sencillo, se decía el hombre, pero aun así, no había podido asimilarlo. Sólo se necesitaba práctica, habilidad y paciencia, una infinita dosis de paciencia. Ayla observaba las raíces, las maderas flotantes o las rocas que poblaban la orilla, y también los peces a los que les gustaba descansar en aquellos lugares. Los peces nadaban hacia el curso superior, siguiendo la corriente descendente, y movían las aletas y los músculos natatorios sólo lo indispensable para mantenerse en el mismo lugar, con lo que evitaban que la corriente los arrastrase.

Cuando Ayla veía una trucha o un salmón pequeño, entraba en el agua río abajo, dejaba colgar la mano sumergida en el agua y luego avanzaba despacio remontando el curso. Se movía incluso con mayor lentitud cuando se acercaba al pez y evitaba remover el lodo o agitar el agua, porque eso podía provocar que el nadador en reposo huyera rápidamente. Con mucho cuidado, desde atrás, deslizaba la mano bajo el pez, tocándolo apenas, o acariciándolo, y el pez parecía no advertirlo. Cuando llegaba a las branquias, lo aferraba con un movimiento rápido, sacaba el pez del agua y lo arrojaba a la orilla. Jondalar corría a atraparlo antes de que saltase de nuevo al río.

Ayla también descubrió mejillones de agua dulce, similares a los que había en el mar, cerca de la caverna del clan de Brun. Otra de sus actividades consistía en buscar plantas como el amaranto, la hierba de pasto y la uña de caballo, que poseían una elevada proporción de sal natural, para renovar sus reservas un poco disminuidas; tampoco desdeñaba otras raíces, hojas y semillas que comenzaban a madurar. Las perdices eran comunes en los pastizales y matorrales abiertos próximos al agua, y las polladas se unían para formar grandes bandadas. Las regordetas aves eran un excelente bocado y no resultaba demasiado difícil atraparlas.

Descansaban durante el peor calor de la jornada, después del mediodía, mientras se cocía la comida principal. Dado que cerca del río a lo sumo había unos árboles achaparrados, montaban la tienda, que hacía a veces de toldo, lo que les proporcionaba un poco de sombra y mitigaba el terrible calor del paisaje abierto. Más avanzada la tarde, cuando comenzaba a refrescar, reanudaban la marcha. Como cabalgaban de frente al sol poniente, usaban los sombreros cónicos tejidos para protegerse los ojos. Empezaban a buscar un lugar apropiado para pernoctar en el momento en que el disco resplandeciente se hundía en el horizonte y organizaban el sencillo campamento en la penumbra; a veces, cuando había luna llena y la estepa brillaba, iluminada por su frío fulgor, cabalgaban incluso de noche.

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