Las llanuras del tránsito (95 page)

BOOK: Las llanuras del tránsito
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Jondalar se acercaba deprisa al final; durante un momento temió que la urgencia fuese excesiva, pero no hubiera podido contenerse aunque lo intentara, y esta vez no lo intentó. Se permitió avanzar y retirarse según lo imponía su necesidad, y sintió la disposición de Ayla en el ritmo del movimiento de la joven, que se acompasaba al de Jondalar, cada vez más veloz. De pronto, abrumadoramente, él llegó a la culminación.

Con una intensidad pareja a la de Jondalar, ella estaba preparada. Murmuró:

–Ahora, ¡oh!, ahora –mientras se esforzaba por llegar al mismo tiempo. El modo en que ella le alentó fue una sorpresa. No lo había hecho antes, pero tuvo un efecto inmediato. Con el impulso siguiente, la erección de Jondalar alcanzó la fuerza de una erupción convulsiva y estalló en una explosión de liberación y placer. Ella iba ligeramente retrasada y, con un grito de placer exquisito, culminó un momento después. Unos pocos movimientos más y ambos se calmaron.

Aunque todo terminó rápidamente, el momento había sido tan intenso que la mujer necesitó un rato para bajar de la cima a la que había llegado. Cuando Jondalar pensó que su peso sobre ella era excesivo, rodó a un costado y se desprendió; Ayla experimentó un inexplicable sentimiento de vacío y el deseo de permanecer más tiempo unidos. En cierto modo, él la completaba, y la comprensión cabal de lo mucho que ella había temido por Jondalar y echado de menos su presencia la afectó de un modo tan acerbo que sintió que las lágrimas afluían a sus ojos.

Jondalar vio una gota de agua transparente que descendía por la comisura externa del ojo de Ayla y por su mejilla y llegaba a su oreja. Se incorporó un poco y la miró.

–¿Qué sucede, Ayla?

–Me siento tan feliz de estar contigo –dijo ella, y otra lágrima afloró y se estremeció sobre el borde de su ojo, antes de derramarse.

Jondalar la tocó con un dedo y se llevó a los labios la gota salada.

–Si eres feliz, ¿por qué lloras? –dijo, aunque sabía la respuesta.

Ella meneó la cabeza, incapaz de hablar en ese momento. Jondalar sonrió con la conciencia de que ella compartía sus intensos sentimientos de alivio y gratitud porque ahora estaban de nuevo juntos. Se inclinó para besarle los ojos y la mejilla y, finalmente, su bella boca sonriente.

–Yo también te amo –murmuró al oído de Ayla.

Sintió un débil movimiento de su virilidad y sintió el deseo de empezar de nuevo; pero no era el momento. Seguramente Epadoa les seguía el rastro y, más tarde o más temprano, los encontraría.

–Hay un arroyo cerca –dijo Ayla–. Necesito lavarme y también podría traer agua.

–Iré contigo –dijo el hombre, porque aún deseaba estar cerca de Ayla, porque además sentía un impulso protector.

Recogieron sus prendas y las botas y después los recipientes para el agua; se acercaron a un arroyo bastante ancho, casi cubierto por el hielo, que dejaba correr el agua sólo en un pequeño sector central. Jondalar se estremeció al recibir el impacto del agua helada y admitió que se lavaba sólo porque ella lo hacía. Hubiera preferido que el cuerpo se le secara en la tibieza de sus ropas. Pero si ella tenía la más mínima oportunidad, incluso con el agua más fría, siempre se lavaba. Jondalar sabía que era un rito que su madrastra del clan le había enseñado, aunque ahora invocaba a la Madre con palabras murmuradas en mamutoi.

Llenaron los recipientes de agua, y mientras regresaban a su campamento, Ayla rememoró la escena que había presenciado poco antes de que cortara la primera vez las ataduras de Jondalar.

–¿Por qué no te acoplaste con Attaroa? –preguntó–. Heriste su orgullo en presencia de su pueblo.

–Yo también tengo orgullo. Nadie me obligará a compartir el don de la Madre. Y, además, no habría cambiado nada. Estoy seguro de que su intención siempre había sido la de convertirme en blanco de sus lanzas. Pero ahora creo que tú eres quien debe andarse con cuidado. «Descortés y poco hospitalaria»... –sonrió; después adoptó una expresión más grave–. Te odia, y tú lo sabes. Si se le ofrece la oportunidad, nos matará.

Capítulo 30

Cuando Ayla y Jondalar se prepararon para dormir, ambos permanecieron atentos a todos los sonidos que alcanzaban a oír. Ataron cerca a los caballos y Ayla mantuvo a Lobo al lado de su lecho, pues sabía que él le avisaría si se producían ruidos extraños; pero, aun así, durmió mal. Sus sueños tenían un perfil amenazador, aunque desdibujado y desorganizado, sin mensajes o advertencias que ella pudiese precisar, excepto que Lobo aparecía constantemente en ellos.

Despertó cuando los primeros hilos de la luz del día se filtraron a través de las desnudas ramas de sauce y alerce, hacia el este, cerca del arroyo. Todavía estaba oscuro dentro del espacio cerrado, pero mientras observaba comenzó a ver que los abetos de gruesas agujas y los pinos piñoneros de agujas más largas se perfilaban en la luz paulatinamente más intensa. Un fino polvo de nieve seca había rociado todo el sector durante la noche, cubriendo las plantas verdes, los matorrales enmarañados, la hierba seca y las camas con un manto blanco, pero Ayla sentía una agradable tibieza.

Casi había olvidado lo gratificante que era tener a Jondalar durmiendo junto a ella; permaneció inmóvil un rato, gozando de la proximidad del hombre. Pero su mente no permanecía quieta. Continuó pensando en el día que la esperaba y reflexionando acerca de lo que iba a preparar para el festín. Finalmente, decidió levantarse, pero, cuando intentó deslizarse fuera de las pieles, sintió el brazo de Jondalar que le rodeaba la cintura y la retenía.

–¿Es necesario que te levantes? Ha pasado tanto tiempo desde la última vez que te sentí al lado, que detesto dejarte ir –dijo Jondalar, acariciándole el cuello.

Ella retornó a la calidez de las mantas.

–Yo tampoco deseo levantarme. Hace frío, y preferiría permanecer aquí, bajo las pieles y contigo, pero tengo que cocinar algo para el «festín» de Attaroa y prepararte el desayuno. ¿No tienes apetito?

–Ahora que lo mencionas, ¡creo que me comería un caballo! –dijo Jondalar, mirando exageradamente a los dos que estaban allí al lado.

–¡Jondalar! –exclamó Ayla, fingiéndose impresionada.

Él le dedicó una sonrisa.

–No uno de los nuestros, pero, de todos modos, eso es lo que he estado comiendo últimamente... cuando me daban de comer. Si no hubiese tenido tanto apetito, creo que no habría aceptado la carne de caballo; pero cuando no hay otra cosa, uno come lo que puede. Y no es mala.

–Lo sé, pero no es necesario que continúes comiéndola. Disponemos de otros alimentos –dijo Ayla. Se acurrucaron juntos un rato más; después Ayla apartó la piel–. El fuego se ha apagado; si enciendes otro, prepararé nuestra infusión matutina. Hoy necesitamos un buen fuego, con mucha leña.

Para la comida de la noche anterior Ayla había preparado una cantidad mayor de lo normal de una espesa sopa de carne seca de bisonte y raíces secas, agregando unos cuantos piñones de las piñas de los árboles que crecían cerca; pero Jondalar no había podido comer todo lo que le hubiera gustado. Después que ella apartó las sobras, acercó un canasto con pequeñas manzanas enteras, apenas más grandes que cerezas, que había descubierto mientras seguía la pista de Jondalar. Estaban heladas, pero aún se mantenían adheridas a un achaparrado bosquecillo de árboles sin hojas, sobre la ladera meridional de la colina. Ayla había cortado por la mitad aquellas manzanitas duras, las había despojado de las semillas y después las había hervido un rato con brotes secos de rosal. Dejó toda la noche este brebaje en el fuego. Por la mañana se había enfriado y espesado, gracias a la peptina natural, formando una salsa que tenía la consistencia de una jalea, con pedazos de piel de manzana más duros.

Antes de preparar la infusión de la mañana, Ayla agregó un poco de agua a la sopa que había sobrado, y colocó más piedras de cocinar en el fuego, para calentarla para el desayuno. También probó la espesa mezcla de manzanas. El frío había moderado la áspera acritud natural de las manzanas duras; la incorporación de los brotes de rosal había producido una coloración rojiza y un sabor fragante y dulzón. Sirvió un cuenco a Jondalar al mismo tiempo que la sopa.

–¡Éste es el mejor alimento que jamás he comido! –gritó Jondalar después de probar los primeros bocados–. ¿Qué has hecho para que tuviese tan buen sabor?

Ayla sonrió.

–Lo encuentras muy sabroso porque tienes apetito.

Jondalar asintió, y entre un bocado y otro dijo:

–Supongo que tienes razón. Esto hace que compadezca a los que aún están en el cercado.

–Nadie debería pasar hambre cuando hay suficiente alimento –dijo Ayla, y su cólera se encendió un momento–. La cosa es diferente cuando todos están necesitados.

–A veces, hacia el final de un invierno muy duro, puede suceder eso –indicó Jondalar–. ¿Alguna vez has pasado hambre?

–Me he visto obligada a prescindir de algunas comidas, y parece que los bocados favoritos siempre son los primeros que desaparecen, pero si sabes dónde buscar, generalmente siempre encuentras algo que comer... ¡Con la condición de que tengas libertad para buscar!

–He conocido a gente que pasó hambre porque se le terminaron los alimentos y no sabía dónde encontrarlos; pero, Ayla, se diría que tú siempre encuentras algo que comer. ¿Cómo sabes tanto?

–Iza me enseñó. Creo que siempre me interesaron las comidas y las cosas que crecen –dijo Ayla, y después hizo una pausa–. Pienso que hubo una época en que casi llegué a pasar hambre, poco antes de que Iza me encontrase. Era joven y no recuerdo mucho de esa época. –Una plácida sonrisa de remembranza se dibujó en su cara–. Iza decía que nunca había conocido a nadie que aprendiera con tanta rapidez a buscar el alimento, sobre todo porque yo no nací con el recuerdo de dónde o cómo buscarlo. Decía que el hambre me había enseñado.

Cuando terminó de devorar una segunda y generosa porción, Jondalar vio cómo Ayla examinaba sus reservas de alimento conservado, que estaban cuidadosamente guardadas, y comenzaba a preparar el plato que se proponía llevar para el festín. Había estado pensando en el recipiente apropiado para cocinar la comida; tenía que ser lo suficientemente grande como para contener la cantidad necesaria para todo el campamento s’armunai, pues habían escondido la mayor parte de su equipo y sólo traían consigo los elementos más esenciales.

Cogió el recipiente de agua más grande y vació el contenido en cuencos más pequeños y en otros cacharros de cocina; después separó el revestimiento de cuero, que había sido cosido con la piel afuera. El revestimiento provenía del estómago de un uro, que no era exactamente impermeable, pero filtraba muy lentamente. El cuero suave de la cubierta absorbía lentamente la humedad, que se evaporaba por los poros, de modo que la cara exterior se mantenía básicamente seca. Ayla abrió el extremo superior del revestimiento, lo ató a un marco de madera con tendones que extrajo de su bolso de costura, después volvió a llenarlo con agua y esperó hasta que se filtró una delgada película de humedad.

Ahora, el fuego vivo que habían encendido antes se había convertido en un montón de brasas; Ayla depositó directamente sobre ellas el saco de agua sujeto al armazón de madera, cuidando de que cerca hubiese más agua para mantener siempre lleno el recipiente de piel. Mientras esperaba que el agua hirviese, comenzó a entretejer un apretado canasto de ramas de sauce y paja amarillenta, flexibilizados por la humedad de la nieve.

Cuando comenzaron a aparecer burbujas, cortó tiras de carne seca magra y, junto con algunas untuosas tortas de sus provisiones de viaje, las introdujo en el agua para obtener un caldo espeso y carnoso. Después agregó una mezcla de diferentes cereales. Más tarde incorporaría también algunas raíces secas, zanahorias silvestres y cacahuetes ricos en almidón, además de otras hortalizas de vaina y tallo, pasas y bayas. Lo sazonó todo con una selecta serie de hierbas, que incluía uña de caballo, acedera, albahaca y barba de cabra, y un poco de sal que conservaba desde el día en que había abandonado la Reunión de Verano de los mamutoi y de cuya existencia Jondalar ni siquiera tenía idea.

Jondalar no quería alejarse mucho; permaneció cerca, recogiendo leña, trayendo más agua, arrancando hierbas y cortando ramas de sauce para los canastos que ella entretejía. Se sentía tan feliz de estar con ella que no deseaba perderla de vista. Ayla se sentía igualmente feliz de gozar nuevamente de la compañía de Jondalar. Pero cuando el hombre vio la gran cantidad de ingredientes que empleaba, comenzó a preocuparse. Acababa de pasar por un período de mucha necesidad y tenía una anormal apreciación de los alimentos.

–Ayla, en ese plato va gran parte de nuestras raciones alimentarias de emergencia. Si gastas tanto, podemos quedarnos desabastecidos.

–Quiero preparar suficiente comida para todos, para los hombres y las mujeres del campamento de Attaroa, porque quiero demostrarles lo que podrían tener en sus propios depósitos si colaborasen –explicó Ayla.

–Tal vez yo podría coger mi lanzavenablos y ver si puedo encontrar carne fresca –dijo Jondalar con una expresión preocupada.

Ella le miró, sorprendida por su preocupación. En general, la mayor parte del alimento que habían consumido durante el viaje provenía de las regiones que atravesaban y, casi siempre, cuando echaban mano de sus reservas, lo hacían más por comodidad que por necesidad. Además, tenían más alimentos guardados con el resto de sus cosas, cerca del río. Ella le examinó atentamente. Por primera vez advirtió que estaba más delgado y comenzó a comprender aquella preocupación tan poco característica en él.

–Quizá sea una buena idea –dijo Ayla–. Deberías llevar a Lobo contigo. Es eficaz descubriendo y levantando las presas y podría avisarte si alguien se acerca. Estoy segura de que Epadoa y las Lobas de Attaroa están buscándonos.

–Si llevo a Lobo, ¿quién te avisará a ti? –preguntó Jondalar.

–Lo hará Whinney. Sabrá si se aproximan extraños. Pero me gustaría salir de aquí apenas terminemos con todo esto y volver al asentamiento de los s’armunai.

–¿Tardarás mucho? –preguntó Jondalar, con señales de preocupación en su frente, mientras sopesaba sus alternativas.

–Creo que no mucho, pero no estoy acostumbrada a cocinar tanto de una sola vez y, por eso, no me siento muy segura.

–Quizá debiera esperar y salir después de cacería.

–A ti te toca decidirlo, pero si te quedas, me vendría bien un poco más de leña –añadió Ayla.

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