Las luces de septiembre (21 page)

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Authors: Carlos Ruiz Zafón

Tags: #Intriga

BOOK: Las luces de septiembre
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—¿Madame Sauvelle? —llamó desde el porche.

El sonido de su voz se perdió en el fondo de la casa. Ismael se adentró cautelosamente en el interior y examinó el panorama. Irene se asomó tras él. El suspiro de la muchacha tocó fondo.

La palabra para describir el estado de la vivienda, si es que había alguna, era devastación. Ismael jamás había visto los efectos de un tornado, pero imaginó que se parecían a lo que sus ojos le estaban transmitiendo.

—Dios mío…

—Cuidado con los cristales —advirtió el muchacho.

—¡Mamá!

El grito reverberó por la casa, un espíritu vagabundo de habitación en habitación. Ismael, sin soltar a Irene ni un segundo, se aproximó al pie de la escalera y echó un vistazo al piso superior.

—Subamos —dijo ella.

Ascendieron por la escalera lentamente, examinando los rastros que una fuerza invisible había dejado a su alrededor. La primera en advertir que el dormitorio de Simone no tenía puerta fue Irene.

—¡No!… —murmuró.

Ismael se apresuró hasta el umbral de la estancia y la examinó. Nada. Una a una, ambos registraron todas las habitaciones del piso superior. Vacío.

—¿Dónde están? —preguntó la chica con voz temblorosa.

—Aquí no hay nadie. Volvamos abajo.

Por lo que podía ver, la lucha o lo que fuese que había acontecido en aquel escenario había sido violenta. El muchacho se reservó cualquier observación al respecto, pero una oscura sospecha acerca de la suerte de la familia de Irene cruzó su pensamiento. Ella, todavía bajo los efectos del shock, lloraba en silencio al pie de la escalera. «En cuestión de minutos —pensó Ismael—, la histeria se abrirá paso». Más valía que pensara algo, y rápido, antes de que eso sucediese. Su mente barajaba una docena de posibilidades, a cuál menos efectiva, cuando ambos oyeron por primera vez los golpes. Un silencio mortal los siguió.

Irene alzó la mirada, llorosa, y sus ojos buscaron la confirmación en Ismael. El muchacho asintió, alzando un dedo en señal de silencio. Los golpes se repitieron, secos y metálicos, viajando a través de la estructura de la casa. La mente de Ismael tardó unos segundos en rastrear aquellos impactos sordos y apagados. Metal. Algo, o alguien, estaba golpeando sobre una pieza de metal en algún lugar de la casa. El sonido se repitió mecánicamente. Ismael sintió la vibración viajar bajo sus pies y sus ojos se detuvieron sobre una puerta cerrada en el pasillo que conducía a la cocina en la parte posterior.

—¿Adónde da esa puerta?

—Al sótano… —respondió Irene.

El chico se aproximó a la puerta y auscultó el interior pegando el oído a la lámina de madera. Los golpes se repitieron por enésima vez. Ismael trató de abrir, pero la manija estaba atrancada.

—¿Hay alguien ahí dentro? —gritó.

El sonido de unas pisadas ascendiendo por la escalera llegó hasta sus oídos.

—Ten cuidado —dijo Irene.

Ismael se separó de la puerta. Por un instante, la imagen del ángel emergiendo del sótano de la casa inundó su mente. Una voz quebradiza se oyó al otro lado, distante. Irene se alzó de un salto y corrió hacia la puerta.

—¿Dorian?

La voz balbuceó algo.

Irene miró a Ismael y asintió.

—Es mi hermano…

El muchacho comprobó que derribar una puerta o, en ese caso, destrozarla era una tarea bastante más compleja de lo que los seriales radiofónicos daban a entender. Pasaron unos buenos diez minutos antes de que, con la ayuda de una barra de metal que encontraron en las alacenas de la cocina, la puerta se rindiese por fin. Ismael, cubierto de sudor, se retiró unos pasos e Irene dio el tirón de gracia. La cerradura, un amasijo de astillas de madera emergiendo del mecanismo herrumbroso y trabado, cayó al suelo. A ojos del chico, parecía un erizo.

Un segundo después, un muchacho de complexión pálida emergió de la oscuridad. Su rostro estaba atenazado en una máscara de terror y sus manos temblaban. Dorian se cobijó en los brazos de su hermana, como un animal asustado. Irene dirigió una mirada a Ismael. Fuera lo que fuese lo que el muchacho había visto, había hecho mella en él. Irene se arrodilló frente a él y le limpió el rostro manchado de suciedad y lágrimas secas.

—¿Estás bien, Dorian? —le preguntó con calma, palpando el cuerpo del chico en busca de heridas o fracturas.

Dorian asintió repetidamente.

—¿Dónde está mamá?

El muchacho alzó la mirada. Sus ojos estaban estancados de terror.

—Dorian, es importante. ¿Dónde está mamá?

—Se la llevó… —balbuceó él.

Ismael se preguntó cuánto tiempo llevaría atrapado allí abajo, en la oscuridad.

—Se la llevó… —repitió Dorian, como si estuviese bajo los efectos de un influjo hipnótico.

—¿Quién se la ha llevado, Dorian? —preguntó Irene con fría serenidad—. ¿Quién se ha llevado a mamá?

Dorian les dirigió una mirada a ambos y sonrió débilmente, como si la pregunta que le formulaban fuese absurda.

—La sombra… —respondió—. La sombra se la llevó.

Las miradas de Ismael e Irene se encontraron. Ella respiró profundamente y puso las manos sobre los brazos de su hermano.

—Dorian, voy a pedirte que hagas algo que es muy importante. ¿Me comprendes?

Él asintió.

—Necesito que vayas corriendo al pueblo, a la gendarmería, y que le digas al comisario que un accidente terrible ha ocurrido en Cravenmoore. Que mamá está allí, herida. Que vengan cuanto antes. ¿Me has comprendido?

Dorian la observó, desconcertado.

—No menciones la sombra. Di sólo lo que yo te he dicho. Es muy importante… Si lo haces, nadie te creerá. Menciona sólo un accidente.

Ismael asintió.

—Necesito que hagas esto por mí, y por mamá. ¿Podrás hacerlo?

Dorian miró a Ismael y luego a su hermana.

—Mamá ha tenido un accidente y está herida en Cravenmoore. Necesita ayuda urgente —repitió el muchacho mecánicamente—. Pero ella está bien…, ¿no?

Irene le sonrió y lo abrazó.

—Te quiero —le susurró.

Dorian besó a su hermana en la mejilla y, tras dirigir un saludo de camarada a Ismael, echó a correr en busca de su bicicleta. La encontró junto a la barandilla del porche. El obsequio de Lazarus había quedado reducido a una red de alambres y metal retorcido. El muchacho contempló los restos de su bicicleta mientras Ismael e Irene salían de la casa y reparaban en el macabro hallazgo.

—¿Quién es capaz de hacer algo así? —preguntó Dorian.

—Es mejor que te des prisa, Dorian —le recordó Irene.

Él asintió y partió a escape. Tan pronto como hubo desaparecido, Irene e Ismael salieron al porche. El sol se ponía sobre la bahía, trazando un globo de tinieblas que sangraba entre las nubes y teñía el mar de escarlata. Ambos se miraron y, sin necesidad de palabras, comprendieron lo que les esperaba en el corazón de la oscuridad, más allá del bosque.

12. DOPPELGÄNGER

—Nunca hubo una novia más bella al pie de un altar, ni la habrá jamás —dijo la máscara—. Nunca.

Simone podía oír el llanto silencioso de las velas ardiendo en la penumbra y, más allá de aquellos muros, el susurro del viento arañando el bosque de gárgolas que coronaba Cravenmoore. La voz de la noche.

—La luz que Alexandra trajo a mi vida borró cuantos recuerdos y miserias habían poblado mi memoria desde la infancia. Aún hoy, pienso que pocos mortales llegan a conocer ese umbral de felicidad, de paz. De algún modo dejé de ser aquel muchacho del distrito más mísero de París. Olvidé aquellos largos encierros en la oscuridad. Dejé atrás para siempre aquel sótano negro donde siempre creía oír voces, donde la voz de mis remordimientos me decía que vivía aquella sombra a la que la enfermedad de mi madre había abierto una puerta desde los infiernos. Olvidé aquella pesadilla que me persiguió durante años… En ella, una escalera descendía desde las profundidades del sótano de nuestra casa en la rue des Gobelins hasta las cuevas de la laguna Estigia. Todo aquello quedó atrás. ¿Y sabe usted por qué? Porque Alexandra Alma Maltisse, el verdadero ángel en mi vida, me enseñó que, en contra de lo que mi madre me había repetido desde que tuve uso de razón, yo no era malo. ¿Comprende, Simone? No era malo. Era como los demás, como cualquier otro. Era inocente.

La voz de Lazarus se detuvo un instante. Simone imaginó lágrimas deslizándose en silencio tras la máscara.

—Juntos exploramos Cravenmoore. Muchas personas piensan que todos los prodigios que contiene esta casa son creación mía. No es cierto. Apenas una pequeña parte ha salido de mis manos. El resto, galerías y galerías de maravillas que ni yo mismo acierto a comprender, ya estaba aquí cuando entré por primera vez. Cuánto tiempo llevaban en esta casa nunca lo sabré. Hubo una época en que pensé que otros antes que yo habían ocupado mi lugar. A veces, si me detengo a escuchar en silencio por la noche, creo oír el eco de otras voces, de otros pasos, que pueblan los pasillos de este palacio. En ocasiones pienso que el tiempo se ha detenido en cada habitación, en cada corredor vacío, y que todas las criaturas que habitan este lugar fueron un día de carne y hueso. Como yo.

»Dejé de preocuparme por esos misterios hace mucho tiempo, incluso después de comprobar que, tras meses de vivir en Cravenmoore, aún descubría nuevas estancias en las que no había estado jamás, nuevos pasadizos que conducían a alas desconocidas… Creo que algunos lugares, palacios milenarios que se pueden contar con los dedos de una mano, son mucho más que una simple construcción; están vivos. Tienen su propia alma y su propio modo de comunicarse con nosotros. Cravenmoore es uno de esos lugares. Nadie sabe cuándo fue construido. Ni quién lo hizo, ni por qué. Pero cuando esta casa me habla, yo escucho…

»Antes del verano de 1916, en la cúspide de nuestra felicidad, sucedió algo. En realidad, había comenzado ya un año antes, sin que yo tuviese conocimiento de ello. Al día siguiente de nuestra boda, Alexandra se levantó al alba y acudió a la gran sala oval para contemplar los cientos de regalos que habíamos recibido. De entre todos ellos, llamó su atención un pequeño cofre labrado a mano. Una joya. Alexandra, cautivada, lo abrió. Contenía una nota y un frasco de cristal. La nota, dirigida a ella, le decía que aquél era un obsequio especial. Una sorpresa. Le explicaba que el frasco contenía mi perfume predilecto, el perfume que empleaba mi madre, y que debía guardarlo hasta el día de nuestro primer aniversario antes de usarlo. Pero tenía que ser un secreto entre ella y el firmante, un viejo amigo de mi infancia, Daniel Hoffmann…

»Siguiendo fielmente las instrucciones, con el convencimiento de que de ese modo me haría feliz, Alexandra guardó el frasco durante doce meses hasta la fecha señalada. Llegado el día, lo rescató del cofre y lo abrió. No hace falta decirle que aquel frasco no contenía perfume alguno. Aquél era el frasco que yo había lanzado al mar en la víspera de nuestro enlace. Desde el instante en que Alexandra destapó el frasco, nuestra vida se convirtió en una pesadilla…

»Fue por entonces cuando empecé a recibir la correspondencia de Daniel Hoffmann. Esta vez me escribía desde Berlín, donde me explicaba que tenía una gran labor por delante que algún día habría de cambiar el mundo. Millones de niños estaban recibiendo sus visitas y sus obsequios. Millones de niños que algún día formarían el mayor ejército que haya conocido la Historia. Hasta la fecha, todavía no he comprendido a qué hacía referencia con esas palabras…

»En uno de sus primeros envíos, me obsequió con un libro, un tomo encuadernado en piel que parecía más viejo que el mismo mundo. Una sola palabra se podía leer en su cubierta: Doppelgänger. ¿Ha oído usted hablar del Doppelgänger, querida amiga? Por supuesto que no. Las leyendas y los viejos trucos de magia no interesan ya a nadie. Es un término de origen germánico; designa a la sombra que se desprende de su dueño y se vuelve en su contra. Pero eso, por supuesto, no es más que el principio. Así lo fue para mí. Para su información, le diré que en esencia el libro era un manual acerca de las sombras. Una pieza de museo. Cuando empecé su lectura, ya era tarde. Algo crecía oculto, amparado en la oscuridad de esta casa; mes a mes, como el huevo de una serpiente que espera el momento de eclosionar.

»En mayo de 1916, algo me empezó a suceder. La luminosidad de aquel primer año con Alexandra se extinguió lentamente. Comencé a sospechar de la existencia de la sombra poco después. Cuando lo hice, sin embargo, ya no tenía remedio. Los primeros ataques no pasaron de ser sustos. Las ropas de Alexandra aparecían destrozadas. Las puertas se cerraban a su paso y manos invisibles empujaban objetos contra ella. Voces en la oscuridad. Apenas el principio…

»Esta casa tiene miles de rincones donde una sombra puede ocultarse. Comprendí entonces que no era más que el alma de su creador, de Daniel Hoffmann, y que la sombra crecería en ella, haciéndose más fuerte día a día. Y yo, por el contrario, me transformaría en un ser más débil. Toda la fuerza que había en mí pasaría a ser suya y, lentamente, mientras caminaba de vuelta a la oscuridad de mi infancia en Les Gobelins, yo pasaría a ser la sombra, y él, el maestro.

»Decidí cerrar la fábrica de juguetes y concentrarme en mi vieja obsesión. Quise volver a dar vida a Gabriel, aquel ángel de la guarda que me había protegido en París. En mi regreso a la infancia, creía que, si era capaz de volver a darle vida, él nos protegería a mí y a Alexandra de la sombra. Fue así como diseñé la criatura mecánica más poderosa que jamás hubiera soñado. Un coloso de acero. Un ángel para liberarme de mi pesadilla.

»¡Pobre ingenuo! Tan pronto aquel monstruoso ser fue capaz de levantarse de la mesa de mi taller, cualquier fantasía de obediencia que podía haber albergado se esfumó. No era a mí a quien escuchaba, sino al otro. A su maestro. Y él, la sombra, no podía existir sin mí, pues yo era la fuente de la que absorbía toda su fuerza. No sólo el ángel no me liberó de aquella vida miserable, sino que se transformó en el peor de los guardianes. El guardián de aquel secreto terrible que me condenaba para siempre, un guardián que se levantaría cada vez que algo o alguien pusiera en peligro ese secreto. Sin piedad.

»Los ataques a Alexandra se recrudecieron. La sombra era ahora más fuerte y su amenaza crecía día a día. Había decidido castigarme a través del sufrimiento de mi esposa. Había entregado a Alexandra un corazón que ya no me pertenecía. Aquel error habría de ser nuestra perdición. Cuando estaba a punto de perder la razón, comprobé que la sombra sólo actuaba cuando yo estaba en las inmediaciones. No podía vivir lejos de mí. Por este motivo, decidí abandonar Cravenmoore y refugiarme en la isla del faro. A nadie podía dañar allí. Si alguien tenía que pagar el precio de mi traición, ése era yo. Pero subestimé la fortaleza de Alexandra. Su amor por mí. Superando el terror y la amenaza a su vida, acudió en mi auxilio la noche del baile de máscaras. Tan pronto el velero en el que surcaba la bahía se aproximó al islote, la sombra cayó sobre ella y la arrastró a las profundidades. Aún puedo oír su risa en la oscuridad cuando emergió de entre las olas. Al día siguiente, volvió a refugiarse en aquel frasco de cristal. Durante los próximos veinte años no volví a verla…

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