El fabricante de juguetes le dirigió una última mirada llena de dolor. El muchacho asintió lentamente y volvió junto a Irene. Ella advirtió su rostro blanco, como si hubiera visto a la propia muerte.
—¿Qué…?
—Salgamos de aquí. Pronto —apremió Ismael.
—Pero…
—¡He dicho que salgamos de aquí!
Juntos arrastraron a Simone hasta el corredor. La puerta se cerró a sus espaldas con fuerza, sellando a Lazarus en la habitación. Irene e Ismael corrieron, como pudieron, a través del pasillo hacia la escalinata principal, tratando de ignorar los aullidos inhumanos que se oían al otro lado de aquella puerta. Era la voz de la sombra.
Lazarus Jann se incorporó del lecho y, tambaleándose, se enfrentó a la sombra. El espectro le dirigió una mirada desesperada. Aquel diminuto orificio que la bala había practicado estaba creciendo, y la devoraba también a ella a cada segundo. La sombra saltó de nuevo para refugiarse en el cuadro, pero esta vez Lazarus cogió un madero encendido y dejó que las llamas prendiesen el óleo.
El fuego se esparció sobre la pintura como las ondas en un estanque. La sombra aulló y, en las tinieblas de la biblioteca, las páginas de aquel libro negro empezaron a sangrar hasta prender en llamas.
Lazarus se arrastró de nuevo hasta el lecho, pero la sombra, henchida de ira y devorada por las llamas, se lanzó tras él, dejando un rastro de fuego a su paso. Las cortinas del palanquín prendieron y las lenguas ardientes se esparcieron por el techo y el suelo, devorando con rabia cuanto encontraban. En apenas unos segundos, un infierno asfixiante se extendió por la habitación.
Las llamas asomaron por una de las ventanas y el fuego hizo saltar por los aires los pocos cristales que quedaban intactos, succionando el aire nocturno con fuerza insaciable. La puerta de la cámara salió despedida en llamas hacia el corredor y, lenta pero inexorablemente, el fuego, como una plaga, fue apoderándose de toda la mansión.
Caminando entre las llamas, Lazarus extrajo el frasco de cristal que había albergado a la sombra durante años y lo alzó en sus manos. Con un alarido desesperado, la sombra penetró en él. Las paredes de cristal se astillaron en una telaraña de hielo. Lazarus tapó el frasco y, contemplándolo por última vez, lo arrojó al fuego. El frasco estalló en mil pedazos; como el aliento moribundo de una maldición, la sombra se extinguió para siempre. Y con ella, el fabricante de juguetes sintió cómo la vida se le escapaba lentamente por aquella herida fatal.
Cuando Irene e Ismael emergieron por la puerta principal llevando a Simone inconsciente en brazos, las llamas asomaban ya por los ventanales del tercer piso. En apenas unos segundos, las vidrieras fueron estallando una a una, despidiendo una tormenta de cristal ardiente sobre el jardín. Los muchachos corrieron hasta el umbral del bosque y sólo cuando estuvieron al amparo de los árboles se detuvieron a mirar atrás.
Cravenmoore ardía.
Una a una, las criaturas maravillosas que habían poblado el universo de Lazarus Jann fueron despedazadas por las llamas aquella noche de 1937. Relojes parlantes vieron sus agujas doblegarse en filamentos de plomo candente. Bailarinas y orquestas, magos, brujas y ajedrecistas, prodigios que nunca habrían de ver la luz de otro día…; no hubo piedad para ninguno de ellos. Planta a planta, habitación por habitación, el espíritu de la destrucción borró para siempre cuanto contenía aquel lugar mágico y terrible.
Décadas de fantasía se evaporaron, dejando apenas un rastro de cenizas tras de sí. En algún lugar de aquel infierno, sin más testigos que las llamas, se consumieron las fotografías y los recortes que atesoraba Lazarus Jann, y mientras los coches de la policía llegaban al pie de aquella pira fantasmagórica que encendió el alba a medianoche, los ojos de aquel niño atormentado se cerraron para siempre en una habitación en la que nunca hubo juguetes y nunca los habría.
Nunca en su vida Ismael podría olvidar aquellos últimos momentos de Lazarus y su compañera. Lo último que había podido ver había sido cómo Lazarus la besaba en la frente. Se juró entonces que guardaría su secreto hasta el fin de sus días.
Las primeras luces del día habrían de revelar una nube de cenizas que cabalgaba hacia el horizonte sobre la bahía púrpura. Lentamente, mientras el alba esparcía las brumas sobre la Playa del Inglés, las ruinas de Cravenmoore se dibujaron sobre las copas de los árboles, más allá del bosque. El rastro de espirales evanescentes de humo mortecino ascendía hacia el cielo, dibujando caminos de terciopelo negro sobre las nubes, caminos apenas quebrados por las bandadas de pájaros que volaban hacia el oeste.
El telón de la noche se resistía a retirarse, y la neblina cobriza que enmascaraba el islote del faro en la distancia se fue descomponiendo en un espejismo de alas blancas que alzaba el vuelo a la brisa del amanecer.
Sentados sobre el manto de arena blanca, a medio camino a ninguna parte, Irene e Ismael contemplaban los últimos minutos de aquella larga noche del verano de 1937. En silencio, unieron sus manos y dejaron que los primeros reflejos rosados del sol que rompían entre las nubes trazasen una senda de perlas encendidas mar adentro. La torre del faro se irguió entre la niebla, oscura y solitaria. Una débil sonrisa afloró a los labios de Irene al comprender que, de algún modo, aquellas luces que los lugareños habían contemplado brillando en la neblina se apagarían ahora para siempre. Las luces de septiembre se habían marchado con el alba.
Ya nada, ni siquiera el recuerdo de los sucesos de aquel verano, podría retener el alma perdida de Alma Maltisse suspendida en el tiempo. Mientras estos pensamientos se perdían en la marea, Irene miró a Ismael. El amago de una lágrima asomó a sus ojos, pero la chica supo que no la derramaría jamás.
—Volvamos a casa —dijo él.
Irene asintió y juntos rehicieron sus pasos por la orilla, hacia la Casa del Cabo. Mientras lo hacían, un solo pensamiento cruzó la mente de la muchacha. En un mundo de luces y sombras, todos, cada uno de nosotros, debía encontrar su propio camino.
Días más tarde, cuando Simone les revelase las palabras que la sombra le había dirigido, la verdadera historia de Lazarus Jann y Alma Maltisse, todas las piezas del rompecabezas empezarían a encajar en sus mentes. Sin embargo, el hecho de poder arrojar luz sobre lo que realmente había sucedido no cambiaría ya el curso de los acontecimientos. La maldición había perseguido a Lazarus Jann desde su trágica infancia hasta su muerte. Una muerte que él mismo, en el último momento, comprendió que era la única salida. No le restaba ya más que hacer el último viaje para reunirse con Alma más allá del alcance de su sombra y del maleficio de aquel desconocido emperador de las sombras que se ocultaba bajo el nombre de Daniel Hoffmann. Incluso él, con todo su poder y sus engaños, no podría destruir jamás el vínculo que unía a Lazarus y a Alma más allá de la vida y la muerte.
Paris, 26 de mayo de 1947.
Querido Ismael:
Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que te escribí. Demasiado. Finalmente, hace apenas una semana, sucedió el milagro. Todas las cartas que durante estos años has estado enviando a mi antigua dirección han vuelto a mí gracias a la bondad de una vecina, ¡una pobre anciana de casi noventa años!, que las ha guardado durante todo este tiempo, esperando que algún día alguien viniese a recogerlas.
Durante todos estos días las he leído, releído y leído otra vez hasta la saciedad. Las he guardado como el más valioso de mis tesoros. Las razones de mi silencio, de esta larga ausencia, me son difíciles de explicar. Especialmente a ti, Ismael. Especialmente a ti.
Poco imaginaban aquellos dos muchachos en la playa que la mañana que la sombra de Lazarus Jann se apagó para siempre una sombra mucho más terrible se cernía sobre el mundo. La sombra del odio. Supongo que todos pensamos en aquellas palabras acerca de Daniel Hoffmann y su «labor» en Berlín.
Cuando perdí el contacto contigo durante los terribles años de la guerra, te escribí cientos de cartas que jamás llegaron a ninguna parte. Me pregunto todavía dónde están, adónde fueron a parar tantas palabras, tantas cosas que tenía que decirte. Quiero que sepas que, durante aquellos terribles tiempos de oscuridad, tu recuerdo, la memoria de aquel verano en Bahía Azul, fue la llama que me mantuvo viva, la fuerza que me ayudaba a sobrevivir día a día.
Sabrás que Dorian se alistó y sirvió en el norte de África por espacio de dos años, de los que regresó con un montón de absurdas medallas de hojalata y con una herida que le hará cojear el resto de sus días. Él fue uno de los afortunados. Regresó. Te alegrará saber que, finalmente, consiguió trabajo en el gabinete de cartógrafos de la marina mercante y que, en los ratos que su novia Michelle lo deja libre (tendrías que verla…), recorre con su compás el mundo de punta a punta.
De Simone qué te voy a contar. Envidio su fortaleza y esa entereza que nos sacó a todos adelante tantas veces. Los años de la guerra han sido duros para ella, quizá más que para nosotros. Nunca habla de eso, pero a veces, cuando la veo en silencio, junto a la ventana, mirando a la gente pasar, me pregunto qué es lo que ocupa su pensamiento. Ya no quiere salir de casa y pasa las horas con la única compañía de un libro. Es como si hubiese cruzado al otro lado de un puente, al que no sé cómo llegar… A veces, la sorprendo contemplando viejas fotos de papá, llorando en silencio.
En cuanto a mí, estoy bien. Hace un mes dejé el hospital de Saint Bernard, en el que he estado trabajando durante estos años. Van a derribarlo. Espero que con el viejo edificio se vayan también todas las memorias del sufrimiento y el horror que presencié allí durante los días de la guerra. Creo que yo tampoco soy la misma, Ismael. Algo me ha pasado por dentro.
Vi muchas cosas que jamás creí que pudieran ocurrir… Hay sombras en el mundo, Ismael. Sombras mucho peores que cualquier cosa contra la que tú y yo luchamos aquella noche en Cravenmoore. Sombras al lado de las cuales Daniel Hoffmann es apenas un juego de niños. Sombras que vienen de dentro de cada uno de nosotros.
A veces me alegro de que papá no esté aquí para verlas. Pero vas a pensar que me he convertido en una nostálgica. Nada de eso. Tan pronto leí tu última carta, el corazón me dio un salto. Era como si el sol hubiese salido después de diez años de días negros y lluviosos. Volví a recorrer la Playa del Inglés, la isla del faro, y volví a surcar la bahía a bordo del Kyaneos. Siempre recordaré aquellos días como los más maravillosos de mi vida.
Te confesaré un secreto. Muchas veces, durante las largas noches de invierno de la guerra, mientras los disparos y los gritos resonaban en la oscuridad, dejaba que el pensamiento me llevase otra vez allí, a tu lado, a aquel día que pasamos en el islote del faro. Ojalá nunca nos hubiéramos ido de aquel lugar. Ojalá aquel día jamás hubiese terminado.
Supongo que te preguntarás si me he casado. La respuesta es no. No me faltaron pretendientes, no vayas a pensar. Todavía soy una joven de cierto éxito. Hubo algunos novios. Idas y venidas. Los días de la guerra eran muy duros para pasarlos en soledad, y yo no soy tan fuerte como Simone. Pero nada más. He aprendido que la soledad es a veces un camino que conduce a la paz. Y durante meses no he deseado más que eso, paz.
Y eso es todo. O nada. ¿Cómo explicarte todos mis sentimientos, todos mis recuerdos durante estos años? Preferiría borrarlos de un plumazo. Quisiera que mi última memoria fuese la de aquel amanecer en la playa y descubrir que todo este tiempo no ha sido más que una larga pesadilla. Quisiera volver a ser una muchacha de quince años y no comprender el mundo que me rodea, pero eso no es posible.
No quiero seguir escribiendo ya. Quiero que la próxima vez que hablemos sea cara a cara.
Dentro de una semana, Simone irá a pasar un par de meses con su hermana en Aix-en-Provence. Ese mismo día, volveré a la estación de Austerlitz y tomaré el tren de Normandía, como lo hice hace diez años. Sé que me esperarás y sé que te reconoceré entre la gente, como te reconocería aunque hubiesen pasado mil años. Lo sé desde hace tiempo.
Hace una eternidad, en los peores días de la guerra, tuve un sueño. En él, volvía a recorrer la Playa del Inglés contigo. El sol se ponía y el islote del faro se distinguía entre la bruma. Todo era como antes: la Casa del Cabo, la bahía…, incluso las ruinas de Cravenmoore sobre el bosque. Todo menos nosotros. Éramos un par de viejecitos. Tú ya no estabas para navegar y yo tenía el pelo tan blanco que parecía ceniza. Pero estábamos juntos.
Desde aquella noche he sabido que algún día, no importaba cuándo, llegaría nuestro momento. Que en un lugar lejano, las luces de septiembre se encenderían para nosotros y que, esta vez, ya no habría más sombras en nuestro camino.
Esta vez sería para siempre.
CARLOS RUIZ ZAFÓN, nació en Barcelona en 1964. Se educó en el colegio de los jesuitas de San Ignacio de Sarrià, después se matriculó en Ciencias de la Información y ya en el primer año le surgió una oferta para trabajar en el mundo de la publicidad. Llegó a ser director creativo de una importante agencia de Barcelona hasta que en 1992 decidió abandonar la publicidad para consagrarse a la literatura.
Comenzó con literatura juvenil: su primera novela,
El príncipe de la niebla
, la publicó en 1993 y fue un éxito: obtuvo el premio Edebé. Carlos Ruiz Zafón, que desde pequeño había sentido fascinación por el cine y Los Ángeles, usó el dinero del galardón para cumplir su sueño y partió a Estados Unidos, donde se radicó; pasó allí los primeros años escribiendo guiones al tiempo que continuaba sacando nuevas novelas. Las tres siguientes también estuvieron dedicadas a lectores jóvenes:
El palacio de la medianoche
(1994),
Las luces de septiembre
(1995) (estas, con su primera novela, forman
La trilogía de la niebla
que posteriormente serían publicadas en un solo volumen) y
Marina
(1999).