Las luces de septiembre (5 page)

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Authors: Carlos Ruiz Zafón

Tags: #Intriga

BOOK: Las luces de septiembre
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—Si a mí me dejasen elegir, también me gustaría que me enterrasen en un lugar como éste.

—Alegres pensamientos —bromeó Hannah, no sin cierto reproche.

—Pero no tengo prisa —puntualizó Irene, al tiempo que su mirada reparaba en la presencia de un pequeño velero que surcaba la bahía a un centenar de metros de la costa.

—Ufff… —murmuró su amiga—. Ahí está: el marinero solitario. No ha sido capaz ni de esperar un día a coger su velero.

—¿Quién?

—Mi padre y mi primo llegaron ayer del barco —explicó Hannah—. Mi padre todavía está durmiendo, pero ése… No tiene cura.

Irene oteó el mar y observó el velero surcando la bahía.

—Es mi primo Ismael. Se pasa media vida en ese velero, al menos cuando no trabaja con mi padre en el muelle. Pero es un buen chico… ¿Ves esta medalla?

Hannah le mostró una preciosa medalla que pendía de su cuello en una cadena de oro: un sol sumergiéndose en el mar.

—Es un regalo de Ismael…

—Es preciosa —dijo Irene, observando detalladamente la pieza.

Hannah se incorporó y profirió un alarido que hizo que la bandada de pájaros azules se catapultara al otro extremo de la playa. Al poco, la tenue figura al timón del velero saludó, y la embarcación puso proa hacia la playa.

—Sobre todo, no le preguntes por el velero —advirtió Hannah—. Y si es él quien introduce el tema, no le preguntes cómo lo hizo. Puede estarse horas hablando de ello sin parar.

—Es cosa de familia…

Hannah le dedicó una mirada furibunda.

—Creo que te abandonaré aquí en la playa, a merced de los cangrejos.

—Lo siento.

—Se acepta. Pero si yo te parezco parlanchina, espera a conocer a mi madrina. El resto de la familia parecemos mudos a su lado.

—Seguro que me encantará conocerla.

—Ja —replicó Hannah, incapaz de reprimir su sonrisa socarrona.

El velero de Ismael cortó limpiamente la línea del rompiente y la quilla del bote se insertó en la arena como una cuchilla. El joven se apresuró a aflojar el aparejo y arrió la vela hasta la base del mástil en apenas unos segundos. Práctica, evidentemente, no le faltaba. Tan pronto saltó a tierra firme, Ismael dedicó a Irene una involuntaria mirada de pies a cabeza cuya elocuencia no desmerecía de sus artes navegatorias. Hannah, ojos en blanco y media lengua fuera con gesto burlón, se apresuró a hacer las presentaciones; a su modo, naturalmente.

—Ismael, ésta es mi amiga Irene —anunció amablemente—, pero no hace falta que te la comas.

El chico propinó un codazo a su prima y tendió su mano a Irene:

—Hola…

Su escueto saludo iba unido a una sonrisa tímida y sincera. Irene estrechó su mano.

—Tranquila, no es tonto; es su manera de decir que está encantado y todo eso —matizó Hannah.

—Mi prima habla tanto que a veces creo que va a gastar el diccionario —bromeó Ismael—. Supongo que ya te ha comentado que no debes preguntarme por el velero…

—Lo cierto es que no —contestó cautamente Irene.

—Ya. Hannah piensa que ése es el único tema del que sé hablar.

—Las redes y los aparejos tampoco se te dan mal, pero donde esté el velero, primo, agua fresca.

Irene asistió divertida al duelo de puyas con que ambos se complacían en batallar. No parecía haber malicia en ello o, al menos, ni más ni menos que la necesaria para añadir una pizca de pimienta a la rutina.

—Tengo entendido que os habéis instalado en la Casa del Cabo —dijo Ismael.

Irene se concentró en el muchacho y realizó su propio retrato. Unos dieciséis años, efectivamente; su piel y sus cabellos acusaban el tiempo que había pasado en el mar. Su constitución revelaba el duro trabajo en los muelles, y sus brazos y sus manos estaban estampados con pequeñas cicatrices, poco habituales en los muchachos parisinos. Una cicatriz, más larga y pronunciada, se extendía a lo largo de su pierna derecha, desde poco más arriba de la rodilla hasta el tobillo. Irene se preguntó dónde habría conseguido semejante trofeo. Por último, reparó en sus ojos, el único rasgo de su apariencia que se le antojaba fuera de lo común. Grandes y claros, los ojos de Ismael parecían dibujados para esconder secretos tras una mirada intensa y vagamente triste. Irene recordaba miradas como aquélla en los soldados sin nombre con los que había compartido tres escasos minutos al compás de una banda de cuarta categoría, miradas que ocultaban miedo, tristeza o amargura.

—Querida, ¿estás en trance? —la interrumpió Hannah.

—Estaba pensando que se me hace tarde. Mi madre estará preocupada.

—Tu madre estará encantada de que la dejéis unas horas en paz, pero allá tú —dijo Hannah.

—Puedo acercarte con el velero si quieres —ofreció Ismael—. La Casa del Cabo tiene un pequeño embarcadero entre las rocas.

Irene intercambió una mirada inquisitiva con Hannah.

—Si dices que no, le rompes el corazón. Mi primo no invitaría a su velero ni a Greta Garbo.

—¿Tú no vienes? —preguntó Irene, algo azorada.

—No subiría a ese cascarón ni aunque me pagasen. Además, es mi día libre y esta noche hay baile en la plaza. Yo que tú lo pensaría. Los buenos partidos están en tierra firme. Te lo dice la hija de un pescador. Pero no sé qué digo. Anda, ve. Y tú, marinero, más te vale que mi amiga llegue entera a puerto. ¿Me has oído?

El velero, que al parecer se llamaba Kyaneos, según rezaba la leyenda sobre el casco, se hizo a la mar mientras sus velas blancas se expandían al viento y la proa cortaba el agua rumbo al cabo.

Ismael le dirigía tímidas sonrisas a la chica entre maniobra y maniobra, y sólo tornó asiento junto al timón una vez que el bote hubo adquirido un rumbo estable sobre la corriente. Irene, aferrada a la banqueta, dejó que su piel se impregnase con las gotas de agua que la brisa lanzaba sobre ellos. Para entonces, el viento los empujaba con fuerza, y Hannah se había transformado en una diminuta figura que saludaba desde la orilla. El vigor con que el velero surcaba la bahía y el sonido del mar contra el casco inspiraron en Irene ansias de reír sin motivo aparente.

—¿Primera vez? —preguntó Ismael—. En un velero, quiero decir.

Irene asintió.

—Es diferente, ¿verdad?

Ella asintió de nuevo, sonriendo, sin poder despegar los ojos de la gran cicatriz que marcaba la pierna de Ismael.

—Un congrio —explicó el muchacho—. Es una historia un poco larga.

Irene alzó la mirada y contempló la silueta de Cravenmoore emergiendo entre las cimas del bosque.

—¿Qué significa el nombre de tu velero?

—Es griego. Kyaneos: cian —respondió Ismael enigmáticamente.

Y como Irene fruncía el ceño, sin comprender, continuó:

—Los griegos usaban esta palabra para describir el color azul oscuro, el color del mar. Cuando Homero habla del mar, compara su color con el de un vino oscuro. Ésa era su palabra: kyaneos.

—Veo que sabes hablar de algo más, aparte de tu bote y las redes.

—Lo intento.

—¿Quién te lo enseñó?

—¿A navegar? Aprendí solo.

—No; sobre los griegos…

—Mi padre era aficionado a la Historia. Aún conservo algunos de sus libros…

Irene guardó silencio.

—Hannah debe de haberte contado que mis padres murieron.

Ella se limitó a asentir. El islote del faro se alzaba a un par de centenares de metros. Irene lo contempló, fascinada.

—El faro está cerrado desde hace muchos años. Ahora se emplea el del puerto de Bahía Azul —le explicó.

—¿Nadie viene a la isla ya? —preguntó Irene.

Ismael negó con la cabeza.

—¿Y eso?

—¿Te gustan las historias de fantasmas? —le ofreció como respuesta.

—Depende…

—La gente del pueblo cree que el islote del faro está embrujado o algo así. Se dice que una mujer se ahogó allí hace mucho tiempo. Hay quien ve luces. En fin, cada pueblo tiene sus habladurías, y éste no iba a ser menos.

—¿Luces?

—Las luces de septiembre —dijo Ismael mientras rebasaban el islote a estribor—. La leyenda, si la quieres llamar así, dice que una noche, a finales de verano, durante el baile de máscaras del pueblo, las gentes vieron cómo una mujer enmascarada tomaba un velero en el puerto y se hacía a la mar. Unos opinan que acudía a una cita secreta con su amante en el islote del faro; otros, que huía de un crimen inconfesable… Ya ves, todas las explicaciones son válidas porque, de hecho, nadie supo realmente quién era. Su rostro estaba cubierto por una máscara. Sin embargo, mientras cruzaba la bahía, una terrible tormenta que se desató de improviso arrastró su bote contra las rocas y lo destrozó. La mujer misteriosa y sin rostro se ahogó, o al menos nunca se encontró su cuerpo. Días más tarde, la marea devolvió su máscara, destrozada por las rocas. Desde entonces, la gente dice que, durante los últimos días del verano, al anochecer, pueden verse luces en la isla…

—El espíritu de aquella mujer…

—Ajá…, tratando de completar su viaje inacabado a la isla… Eso se dice.

—¿Y es cierto?

—Es una historia de fantasmas. O la crees o no.

—¿Tú la crees? —inquirió Irene.

—Yo creo sólo en lo que veo.

—Un marino escéptico.

—Algo así.

Irene dedicó una nueva mirada al islote. Las olas rompían con fuerza en las rocas. Los cristales agrietados en la torre del faro refractaban la luz, descomponiéndola en un arco iris fantasmal que se desvanecía entre la cortina de agua que salpicaba en el rompiente.

—¿Has estado allí alguna vez? —preguntó.

—¿En el islote?

Ismael tensó la jarcia y, con un golpe de timón, el velero escoró a babor, poniendo proa hacia el cabo y cortando la corriente que venía del canal.

—A lo mejor te gustaría ir a visitar —propuso—, el islote.

—¿Se puede?

—Todo se puede hacer. Es cuestión de atreverse a ello o no —repuso Ismael con una sonrisa desafiante.

Irene sostuvo su mirada.

—¿Cuándo?

—El próximo sábado. En mi velero.

—¿Solos?

—Solos. Aunque si te da miedo…

—No me da miedo —atajó Irene.

—Entonces, el sábado. Te recogeré en el embarcadero a media mañana.

Irene desvió la mirada hacia la costa. La Casa del Cabo se alzaba en los acantilados. Dorian, desde el porche, los observaba con curiosidad poco disimulada.

—Mi hermano Dorian. A lo mejor te apetece subir a conocer a mi madre…

—No soy bueno con las presentaciones familiares.

—Otro día, entonces.

El velero penetró en la pequeña cala natural que abrigaban los acantilados al pie de la Casa del Cabo. Con destreza largamente ensayada, abatió la vela y permitió que la propia inercia de la corriente arrastrase el casco hasta el embarcadero. Ismael cogió un cabo y saltó a tierra para sujetar el bote. Una vez que el velero estuvo asegurado, Ismael tendió su mano a Irene.

—Por cierto, Homero era ciego. ¿Cómo podía saber él de qué color era el mar? —preguntó la muchacha.

Ismael tomó su mano y, de un fuerte impulso, la izó hasta el embarcadero.

—Una razón más para creer sólo en lo que ves —respondió el chico, sosteniendo todavía su mano.

Las palabras de Lazarus durante la primera noche en Cravenmoore acudieron a la mente de Irene.

—A veces los ojos engañan —apuntó.

—No a mí.

—Gracias por la travesía.

Ismael asintió, dejando escapar su mano lentamente.

—Hasta el sábado.

—Hasta el sábado.

Ismael saltó de nuevo al velero, aflojó el cabo y permitió que la corriente lo alejase del embarcadero mientras izaba de nuevo la vela. El viento lo llevó hasta la bocana de la cala y, en apenas unos segundos, el Kyaneos se adentró en la bahía cabalgando sobre las olas.

Irene permaneció en el embarcadero, observando cómo la vela blanca se empequeñecía en la inmensidad de la bahía. En algún momento advirtió que todavía llevaba la sonrisa pegada al rostro y que un hormigueo sospechoso le recorría las manos. Supo entonces que aquélla iba a ser una semana muy, muy larga.

4. SECRETOS Y SOMBRAS

En Bahía Azul, el calendario sólo distinguía dos épocas: verano y el resto del año. En verano las gentes del pueblo triplicaban sus horarios de trabajo, abasteciendo a las poblaciones costeras de los alrededores que albergaban balnearios, turistas y gentes venidas de la ciudad en busca de playas, sol y aburrimiento de pago. Panaderos, artesanos, sastres, carpinteros, albañiles y toda suerte de oficios dependían de los tres meses largos en que el sol sonreía en la costa de Normandía. Durante esas trece o catorce semanas, los habitantes de Bahía Azul se transformaban en laboriosas hormigas, para poder languidecer tranquilamente el resto del año como modestas cigarras. Y si algunos días eran especialmente intensos, ésos eran los primeros de agosto, cuando la demanda de producto local subía del cero al infinito.

Una de las pocas excepciones a esa regla era Christian Hupert. Él, como los demás patrones de pesqueros del pueblo, sufría el destino de la hormiga doce meses al año. Tales pensamientos cruzaban la mente del experimentado pescador todos los veranos por las mismas fechas, mientras veía cómo el pueblo desplegaba velas a su alrededor. Era entonces cuando pensaba que había equivocado la carrera y que más sabio hubiera sido romper la tradición de siete generaciones y establecerse como hostelero, comerciante o lo que fuera. Tal vez así, su hija Hannah no tendría que pasar la semana sirviendo en Cravenmoore y tal vez así el pescador conseguiría ver el rostro de su esposa más de treinta minutos diarios, quince al amanecer, quince al anochecer.

Ismael contempló a su tío mientras ambos trabajaban en la reparación de la bomba de achique del barco. El rostro meditabundo del pescador lo delataba.

—Podrías abrir un taller de náutica —apuntó Ismael.

Su tío contestó con un graznido o algo similar.

—O vender el barco e invertir en la tienda de monsieur Didier. Hace seis años que no para de insistir —continuó el chico.

Su tío interrumpió la tarea y observó a su sobrino. Trece años ejerciendo como padre no habían conseguido borrar lo que más temía y adoraba a la vez en el muchacho: su obstinada y rematada semejanza con su difunto padre, incluida la afición a opinar cuando nadie le había pedido consejo.

—Tal vez deberías ser tú quien hiciese eso —replicó Christian—. Yo ya voy para los cincuenta. Uno no cambia de oficio a mi edad.

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