—Entonces, ¿por qué te lamentas?
—¿Y quién no se lamenta?
Ismael se encogió de hombros. Ambos se concentraron de nuevo en la bomba de achique.
—Está bien. No diré ni una palabra más —murmuró Ismael.
—No tendremos esa suerte. Refuerza ese tensor.
—Ese tensor no tiene remedio. Deberíamos cambiar la bomba. Un día vamos a tener un susto.
Hupert ofreció su sonrisa predilecta, reservada a los tasadores de la lonja, las autoridades del puerto y los pardillos de diverso pelaje.
—Esta bomba perteneció a mi padre. Antes, a mi abuelo. Y antes de él…
—A eso me refiero —atajó Ismael—. Probablemente haría más servicio en un museo que aquí.
—Amén.
—Tengo razón. Y tú lo sabes.
Hacer rabiar a su tío era, con la posible excepción de navegar en su velero, una de sus ocupaciones predilectas.
—No pienso seguir discutiendo sobre el tema. Punto. Fin. Se acabó.
Por si quedaba poco claro, Hupert remató su sentencia con una vuelta de llave enérgica y decidida.
Súbitamente se oyó un sospechoso crujido en el interior de la bomba de achique. Hupert sonrió al muchacho. Dos segundos más tarde, el tope del tensor que acababa de asegurar salió catapultado en trayectoria parabólica sobre las cabezas de ambos, seguido de lo que parecía un émbolo, un juego completo de tuercas y quincallería sin identificar. Tío y sobrino siguieron la evolución de la chatarra hasta que aterrizó, con poca discreción, sobre la cubierta del buque contiguo, el barco de Gerard Picaud. Picaud, un antiguo boxeador con la constitución de un toro y el cerebro de un percebe, examinó las piezas y, acto seguido, oteó el cielo. Hupert e Ismael intercambiaron una mirada.
—No creo que vayamos a notar la diferencia —sugirió Ismael.
—Cuando quiera tu opinión…
—La pedirás. De acuerdo. A propósito, me preguntaba si te importaría que me tomase el próximo sábado libre. Quisiera hacer algunas reparaciones en el velero…
—¿Esas reparaciones son, por casualidad, rubias, de metro setenta y ojos verdes? —dejó caer Hupert.
El pescador sonrió ladinamente a su sobrino.
—Las noticias corren rápidamente —dijo Ismael.
—Si de tu prima dependen, vuelan, querido sobrino. ¿Cuál es el nombre de la dama?
—Irene.
—Ya veo.
—No hay nada que ver.
—Tiempo al tiempo.
—Es agradable, eso es todo.
—«Es agradable, eso es todo» —repitió Hupert, imitando la voz de fría indiferencia de su sobrino.
—Mejor olvídalo. No es una buena idea. Trabajaré el sábado —cortó Ismael.
—Pues hay que limpiar la sentina. Hay pescado podrido desde hace semanas y huele a demonios.
—Perfecto.
Hupert soltó una carcajada.
—Eres tan tozudo como tu padre. ¿Te gusta la chica o no?
—Pse.
—Conmigo no uses monosílabos, Romeo. Te triplico la edad. ¿Te gusta o no?
El chico se encogió de hombros. Sus mejillas ardían como melocotones maduros. Por fin dejó escapar un murmullo ininteligible.
—Traduce —insistió su tío.
—He dicho que sí. Creo que sí. Casi ni la conozco.
—Bien. Eso es más de lo que pude yo decir de tu tía la primera vez que la vi. Y al cielo pongo por testigo de que es una santa.
—¿Cómo era de joven?
—No empecemos o te pasas el sábado en la sentina —amenazó Hupert.
Ismael asintió y procedió a recoger las herramientas de trabajo. Su tío se limpió la grasa de las manos mientras lo observaba de refilón. La última chica por la que había mostrado interés había sido una tal Laura, la hija de un viajante de Burdeos, y de eso hacía casi dos años. El único amor de su sobrino, al margen de su intimidad impenetrable, parecía ser el mar, y la soledad. La chica debía de tener algo especial.
—Tendré la sentina limpia antes del viernes —anunció Ismael.
—Es toda tuya.
Cuando tío y sobrino saltaron al muelle, de vuelta a casa al anochecer, su vecino Picaud seguía examinando las misteriosas piezas, tratando de determinar si ese verano lloverían tornillos o si el cielo trataba de enviarle alguna señal.
Llegado agosto, los Sauvelle ya tenían la sensación de llevar viviendo en Bahía Azul por lo menos un año. Quienes no los conocían ya estaban informados de sus andanzas gracias a las artes parlantes de Hannah y de su madre, Elisabet Hupert. Por un extraño fenómeno, a medio camino entre la chafardería y la magia, las noticias llegaban a la panadería donde ésta trabajaba antes de que se produjesen. Ni la radio ni la prensa podían competir con el establecimiento de Elisabet Hupert. Cruasanes y noticias frescas, del amanecer al crepúsculo. De tal modo, para el viernes, los únicos habitantes de Bahía Azul que no estaban al corriente del supuesto flechazo entre Ismael Hupert y la recién llegada, Irene SauveIle, eran los peces y los propios interesados. Poco importaba si algo había pasado o si llegaría a pasar. La breve travesía desde la Playa del Inglés a la Casa de Cabo en el velero ya había pasado a formar parte de los anales de aquel verano de 1937.
Realmente, las primeras semanas de agosto en Bahía Azul transcurrieron a toda velocidad. Simone había conseguido establecer finalmente un mapa mental de Cravenmoore. La lista de todas las tareas urgentes en el mantenimiento de la casa era infinita. Con sólo emprender el contacto con los proveedores del pueblo, aclarar las cuentas y la contabilidad y atender la correspondencia de Lazarus bastaban para ocupar todo su tiempo, descontando los minutos que empleaba en respirar y dormir. Dorian, armado de una bicicleta que Lazarus tuvo a bien regalarle como obsequio de bienvenida, se convirtió en su paloma mensajera y, en cuestión de días, el muchacho se conocía el camino de la Playa del Inglés piedra a piedra, bache a bache.
De este modo, todas las mañanas Simone iniciaba su jornada despachando la correspondencia que había de salir y repartiendo meticulosamente la recibida, tal y como Lazarus le había explicado. Una pequeña nota, apenas una hoja de papel doblada, le permitía tener a mano un rápido recordatorio de todas las rarezas que Lazarus entrañaba. Todavía recordaba su tercer día, cuando estuvo a punto de abrir accidentalmente una de las cartas enviadas desde Berlín por el tal Daniel Hoffmann. La memoria la rescató en el último segundo.
Los envíos de Hoffmann solían llegar cada nueve días, casi con precisión matemática. Los sobres de pergamino aparecían siempre lacrados, con un escudo en forma de «D». Pronto, Simone se acostumbró a separarlos del resto e ignoró la particularidad del tema. Durante la primera semana de agosto, sin embargo, sucedió algo que despertó de nuevo su curiosidad por la intrigante correspondencia del señor Hoffmann.
Simone había acudido de buena mañana al estudio de Lazarus para dejar sobre su escritorio una serie de facturas y pagos que habían llegado. Prefería hacerlo en las primeras horas del día, antes de que el fabricante de juguetes acudiese a su estudio, para evitar interrumpirlo e importunado más tarde. El difunto Armand tenía el hábito de empezar su jornada revisando pagos y facturas. Mientras pudo.
El caso es que, aquella mañana, Simone entró como era habitual en el estudio y advirtió el olor de tabaco en el aire, lo que hacía suponer que Lazarus se había quedado hasta tarde la noche anterior. Estaba depositando los documentos en el escritorio cuando observó que había algo en el hogar, humeando entre las brasas de la madrugada. Intrigada, se acercó hasta allí y trató de dilucidar con el atizador de qué se trataba. A primera vista, el objeto parecía un fajo de papeles atados que el fuego no había conseguido devorar por completo. Estaba a punto de abandonar la sala cuando, entre las brasas, distinguió claramente el escudo lacrado sobre el fajo de papel. Cartas. Lazarus había echado al fuego las cartas de Daniel Hoffmann para destruirlas. Fuera cual fuese el motivo, se dijo Simone, no era asunto suyo. Dejó el atizador y salió del estudio decidida a no volver a curiosear nunca más en los asuntos personales de su patrón.
El repiqueteo de la lluvia arañando en los cristales despertó a Hannah. Era medianoche. La habitación estaba sumida en una tiniebla azul y la luz de la tormenta lejana sobre el mar dibujaba espejismos de sombras a su alrededor. El tintineo de uno de los relojes parlantes de Lazarus sonaba mecánicamente desde la pared, los ojos sobre el rostro sonriente mirando a un lado y a otro sin cesar. Hannah suspiró. Detestaba pasar la noche en Cravenmoore.
A la luz del día, la casa de Lazarus Jann se le antojaba como un interminable museo de prodigios y maravillas. Caída la noche, sin embargo, los cientos de criaturas mecánicas, los rostros de las máscaras y los autómatas se transformaban en una fauna espectral que jamás dormía, siempre atenta y vigilante en las tinieblas de la casa, sin dejar de sonreír, sin dejar de mirar a ninguna parte.
Lazarus dormía en una de las habitaciones del ala oeste, contigua a la de su esposa. Al margen de ellos dos y de la propia Hannah, la casa estaba únicamente poblada por las decenas de creaciones del fabricante de juguetes, en cada pasillo, en cada habitación. En el silencio de la madrugada, Hannah podía oír el eco de las entrañas mecánicas de todos ellos. A veces, cuando el sueño la rehuía, permanecía durante horas imaginándolos inmóviles, con los ojos de cristal brillando en la oscuridad.
Apenas había cerrado los párpados de nuevo cuando oyó por primera vez aquel sonido, un impacto regular amortiguado por la lluvia. Hannah se incorporó y cruzó la habitación hasta el umbral de claridad de la ventana. La jungla de torres, arcos y techumbres anguladas de Cravenmoore yacía bajo el manto de la tormenta. Los hocicos lobunos de las gárgolas escupían ríos de agua negra al vacío. Cómo aborrecía ese lugar…
El sonido llegó de nuevo a sus oídos y la mirada de Hannah se posó sobre la hilera de ventanales del ala oeste. El viento parecía haber abierto una de las ventanas del segundo piso. Los cortinajes ondeaban en la lluvia y los postigos golpeaban una y otra vez. La muchacha maldijo su suerte. La sola idea de salir al pasillo y cruzar la casa hasta el ala oeste le helaba la sangre.
Antes de que el miedo la disuadiera de su deber, se enfundó una bata y unas zapatillas. No había luz, así que tomó uno de los candelabros y prendió la llama de las velas. Su parpadeo cobrizo trazó un halo fantasmal a su alrededor. Hannah colocó su mano sobre el frío pomo de la puerta de la habitación y tragó saliva. Lejos, los postigos de aquella habitación oscura seguían golpeando una y otra vez. Esperándola.
Cerró la puerta de su habitación a su espalda y se enfrentó a la fuga infinita del pasillo que se adentraba en las sombras. Alzó el candelabro y penetró en el corredor, flanqueado por las siluetas suspendidas en el vacío de los juguetes aletargados de Lazarus. Hannah concentró la mirada al frente y apresuró el paso. El segundo piso albergaba muchos de los viejos autómatas de Lazarus, criaturas que se movían torpemente, cuyas facciones a menudo resultaban grotescas y, en ocasiones, amenazadoras. Casi todos estaban enclaustrados en vitrinas de cristal, tras las cuales cobraban vida repentinamente, sin aviso, a las órdenes de algún mecanismo interno que los despertaba de su sueño mecánico al azar.
Hannah cruzó frente a Madame Sarou, la adivina que barajaba entre sus manos apergaminadas los naipes del tarot, escogía uno y lo mostraba al espectador. Pese a todos sus esfuerzos, la doncella no pudo evitar mirar la efigie espectral de aquella gitana de madera tallada. Los ojos de la gitana se abrieron y sus manos extendieron un naipe hacia ella. Hannah tragó saliva. El naipe mostraba la figura de un diablo rojo envuelto en llamas.
Unos metros más allá, el torso del hombre de las máscaras oscilaba de un lado a otro. El autómata deshojaba su rostro invisible una y otra vez, descubriendo diferentes máscaras. Hannah desvió la mirada y se apresuró. Había cruzado ese pasillo centenares de veces a la luz del día. Eran tan sólo máquinas sin vida y no merecían su atención; mucho menos, su temor.
Con este pensamiento tranquilizador en mente, dobló el extremo del corredor que conducía al ala oeste. La pequeña orquesta en miniatura del Maestro Firetti reposaba a un lado del pasillo. Por una moneda, las figuras de la banda interpretaban una peculiar versión de la Marcha turca de Mozart.
Hannah se detuvo frente a la última puerta del corredor, una inmensa lámina de madera de roble labrada. Cada una de las puertas de Cravenmoore poseía un relieve distinto, tallado en la madera, que escenificaba cuentos célebres: los hermanos Grimm inmortalizados en jeroglíficos de ebanistería palaciega. A ojos de la chica, sin embargo, los grabados eran sencillamente siniestros. Jamás había entrado en aquella estancia; una más entre las numerosas habitaciones de la casa en las que ella no había puesto los pies. Y no lo haría a menos que fuese necesario.
La ventana golpeaba al otro lado de la puerta. El aliento helado de la noche se filtraba entre las junturas de ésta, acariciando su piel. Hannah dirigió una última mirada al largo corredor a sus espaldas. Los rostros de la orquesta oteaban las sombras. Se oía claramente el sonido del agua y la lluvia, como miles de pequeñas arañas correteando sobre el tejado de Cravenmoore. La muchacha inspiró profundamente y, posando la mano sobre el pomo de la puerta, penetró en la habitación.
Una bocanada de aire gélido la envolvió, selló la puerta a sus espaldas con violencia y extinguió las llamas de las velas. Las cortinas de gasa ondeaban impregnadas de lluvia como mortajas al viento. Hannah se adentró unos pasos en la habitación y se apresuró a cerrar la ventana, asegurando el cierre que el viento había aflojado. La muchacha palpó el bolsillo de su batín con dedos temblorosos y extrajo la cajetilla de fósforos para prender de nuevo las llamas de las velas. Las tinieblas cobraron vida a su alrededor, ante la lumbre danzante del candelabro. Tras ellas, la claridad desvelaba lo que a sus ojos le pareció la habitación de un niño. Un pequeño lecho junto a un escritorio. Libros y ropas infantiles tendidas sobre una silla. Un par de zapatos pulcramente alineados bajo la cama. Un diminuto crucifijo pendiente de uno de los mástiles del lecho.
Hannah avanzó unos pasos. Había algo extraño, algo desconcertante que no acertaba a descubrir acerca de aquellos objetos y muebles. Sus ojos sondearon de nuevo la habitación infantil. No había niños en Cravenmoore. Nunca los había habido. ¿Qué sentido tenía aquella cámara?