—No me interpreten mal. Estoy de acuerdo en que la estatura no quiere decir nada; él puede ser muy inteligente y todo lo que ustedes quieran. Pero ¿será capaz de enfrentarse con lo que le espera? ¿Y usted, consejero? —¿Se refiere a las novatadas?
—Serán desagradables, consejero —dijo Donahue—. Los hombres saben que van ustedes a llegar. No sé cómo, pero las noticias siempre trascienden. —Sí, lo sé muy bien —murmuró Lucky. El comandante frunció el ceño.
—En cualquier caso, saben que vienen para investigarlos y no tendrán piedad hacia ustedes. Están muy alborotados y usted saldrá malparado, consejero Starr. Le pido que no aterrice en Júpiter Nueve aunque sólo sea por el bien del proyecto, por el bien de mis hombres y por su propio bien. No he podido decírselo con mayor claridad.
Bigman observó el cambio que se produjo en Lucky. Su habitual aspecto de persona afable y sosegada desapareció. Sus ojos marrón oscuro se volvieron duros, y las facciones de su delgado y atractivo rostro se contrajeron en una expresión que Bigman le había visto pocas veces: intensa cólera. Todos y cada uno de los músculos del alto cuerpo de Lucky parecían estar en tensión. Lucky dijo sibilantemente:
—Comandante Donahue, soy miembro del Consejo de Ciencias. Sólo debo obedecer al jefe del Consejo y al presidente de la Federación Solar de Mundos. Ocupo un puesto superior al suyo y usted se limitará a acatar mis decisiones y órdenes.
»Considero la advertencia que acaba de hacerme como una prueba de su incompetencia. No diga nada, por favor; espere a que haya terminado. Es evidente que no puede controlar a sus hombres y no sabe hacerse obedecer. Ahora escúcheme bien: voy a aterrizar en Júpiter Nueve y llevaré a cabo mis investigaciones. Si usted no puede dominar a sus hombres, lo haré yo mismo.
Hizo una pausa mientras el otro le miraba boquiabierto y trataba inútilmente de decir algo. Le espetó: —¿Me ha comprendido, comandante?
El comandante Donahue, con el rostro congestionado por la ira, consiguió articular: —Daré parte de esto al Consejo de Ciencias. No permitiré que ningún jovencito arrogante me hable de este modo, sea consejero o no. Mi hoja de servicios es tan buena como la mejor. Además, haré constar mi advertencia en el informe, y si le ocurre alguna cosa en Júpiter Nueve, correré alegremente el riesgo de un consejo de guerra. No moveré un dedo por usted. De hecho, espero... espero que le enseñen buenos modales, porque...
Las palabras volvieron a faltarle. Giró sobre los talones, en dirección a la antecámara abierta, conectada todavía con el túnel espacial a su propia nave. Se encaramó a él, demasiado encolerizado para agarrarse al asidero, y estuvo a punto de caerse.
Bigman miró con temor cómo desaparecían los talones del comandante por el túnel. La cólera del otro había sido tan intensa que el pequeño marciano se había contagiado de ella como si oleadas de calor se hubieran cernido sobre él. Bigman dijo:
—¡Vamos, ese tipo se ha excedido! Pero tú le has dado un buen rapapolvo. Lucky asintió.
—Estaba furioso; de eso no hay duda. Bigman dijo:
—Escucha, quizás el espía sea él. Es el que más cosas sabe; el que tiene más oportunidades.
—También es al que investigarían más a fondo, así que tu teoría es dudosa. Pero por lo menos nos ha ayudado a realizar un pequeño experimento, así que cuando vuelva a verle tendré que disculparme.
—¿ Disculparte? —Bigman estaba horrorizado. Tenía la firme opinión de que las disculpas eran algo que sólo los demás tenían que pedir—. ¿Por qué?
—Vamos, Bigman, ¿crees realmente que hablaba en serio?
—¿No estabas enfadado?
—No.
—¿Así que todo ha sido una farsa?
—Podríamos llamarlo así. Quería hacerle enfadar, hacerle enfadar de veras, y lo he conseguido. Lo sé de primera mano. —¿De primera mano?
—¿Tú no? ¿Acaso no has sentido que su cólera te alcanzaba también a ti? —¡Arenas de Marte! ¡La V-rana!
—Naturalmente. Ha recibido la ira del comandante y nos la ha transmitido a nosotros. Tenía que averiguar si una sola V-rana podía lograrlo. Ya lo comprobamos en la Tierra, pero hasta probarlo en las actuales condiciones de campo, no he estado seguro. Ahora lo estoy. —Transmite estupendamente.
—Lo sé. Eso demuestra que, por lo menos, tenemos un arma a nuestra disposición.
—Es un tanto a nuestro favor —dijo ferozmente Bigman—. Ya no tenemos nada que temer. —No te precipites —repuso apresuradamente Lucky—, no te precipites, amigo mío. Ésta no es un arma propiamente dicha. Detectaremos las emociones fuertes, pero quizá no percibamos ninguna que nos dé la clave del misterio. Es como tener ojos. Podemos ver, pero quizá no veamos lo que buscamos, o por lo menos no siempre.
—Tú lo verás —dijo Bigman confiadamente.
La caída hacia Júpiter Nueve recordó a Bigman otras maniobras similares en el cinturón del asteroide. Tal como Lucky le explicara en el viaje de ida, la mayoría de los astrónomos había considerado a Júpiter Nueve como un verdadero asteroide bastante grande que había sido atraído por el enorme campo gravitacional de Júpiter muchos millones de años antes.
De hecho, Júpiter había atraído a tantos asteroides que allí, a veintitrés millones de kilómetros del gigantesco planeta, había una especie de cinturón de asteroides en miniatura que pertenecía únicamente a Júpiter. Los cuatro mayores de estos satélites-asteroides, cuyo diámetro oscilaba entre sesenta y ciento cincuenta kilómetros, eran Júpiter Doce, Once, Ocho y Nueve. Además, había por lo menos un centenar de satélites adicionales que sobrepasaban los dos kilómetros de diámetro, sin numerar y sin importancia. Sus órbitas no habían sido trazadas hasta diez años antes, cuando se decidió establecer un centro de investigación de antigravedad en Júpiter Nueve y la necesidad de viajar por la zona acrecentó la población del espacio circundante.
El satélite iba ingiriendo cielo a medida que se aproximaba y se convertía en un áspero mundo de montículos y canales rocosos, que ningún soplo de aire había suavizado en los millones de años de su historia. Bigman, que seguía pensativo, dijo:
—Lucky, ¿sabes por qué diablos llaman a esto Júpiter Nueve? No es el noveno en cuanto a distancia de Júpiter, por lo que veo en el atlas. Júpiter Doce está mucho más cerca. Lucky sonrió.
—Lo malo de ti, Bigman, es que estás mal acostumbrado. Sólo porque has nacido en Marte, crees que la humanidad ha viajado por el espacio desde la creación. Mira, muchacho, sólo hace mil años que la humanidad inventó la primera nave espacial.
—Eso ya lo sé —repuso Bigman, indignado—. No soy tan ignorante. He ido a la escuela. Ahora no quieras dártelas de listo.
La sonrisa de Lucky se hizo más amplia, y golpeó ligeramente el cráneo de Bigman con dos nudillos. —¿Hay alguien en casa?
Bigman dirigió un puño hacia el abdomen de Lucky, pero Lucky lo atrapó en el aire e inmovilizó a su pequeño compañero.
—Es muy sencillo, Bigman. Antes de que se inventaran los viajes espaciales, los hombres estaban reducidos a la Tierra y todo lo que sabían de Júpiter era que podían verlo con un telescopio. Los satélites están numerados en el orden en que fueron descubiertos, ¿comprendes?, —Oh —dijo Bigman, desasiéndose de un tirón—. ¡Pobres antepasados! —Se echó a reír, como hacía siempre cuando pensaba que los humanos habían estado restringidos a un solo mundo, desde donde estudiaban melancólicamente el espacio, mientras se libraba de las garras de Lucky. Lucky prosiguió:
—Los cuatro grandes satélites de Júpiter están numerados con el Uno, Dos, Tres y Cuatro, como es natural, pero los números no se emplean casi nunca. Los nombres de Io, Europa, Ganímedes y Calisto son nombres conocidos. El satélite más próximo, uno muy pequeño, es Júpiter Cinco, mientras que los más alejados se designan por medio de números que llegan hasta el Doce. Los conocidos por números superiores al doce no fueron descubiertos hasta que se inventaron los vuelos espaciales y los hombres llegaron a Marte y al cinturón de asteroides... Ahora pon atención. Tenemos que prepararnos para el aterrizaje.
Era asombroso, pensó Lucky, lo minúsculo que parecía un mundo de ciento cuarenta y dos kilómetros de diámetro cuando se estaba lejos de él. Claro que un mundo —de esas proporciones es minúsculo comparado con Júpiter o incluso la Tierra. Colocándolo sobre la Tierra, su diámetro es tan pequeño que podría encajar en el estado de Connecticut sin sobresalir nada en absoluto; y su superficie es menor que la de Pennsilvania. Y, sin embargo, cuando se entra en ese mundo, cuando se introduce la nave en una gran antecámara de compresión y es trasladada por medio de gigantescos rezones (que trabajan contra una fuerza gravitacional de casi cero, pero que han de vencer la inercia) a una enorme caverna capaz de albergar un centenar de naves del tamaño de la Shooting Starr, deja de parecer tan pequeño.
Y cuando se encuentra el mapa de Júpiter Nueve en la pared de un despacho y se estudia la red de cavernas y pasillos subterráneos dentro de los cuales se llevaba a cabo un complicado programa, empieza a parecer realmente grande. En el mapa se veía la proyección horizontal y vertical del volumen de trabajo de Júpiter Nueve, y aunque sólo una pequeña parte del satélite estaba siendo utilizada, Lucky vio que algunos de los pasillos se introducían hasta cuatro kilómetros bajo tierra y que los demás se extendían a lo largo de casi ciento cincuenta kilómetros justo debajo de la superficie.
—Un trabajo impresionante —dijo en voz baja al teniente que estaba junto a él.
El teniente Augustus Neysky asintió brevemente. Llevaba un uniforme inmaculado y reluciente. Tenía un rígido bigotito rubio, y sus separados ojos azules tenían la costumbre de mirar hacia delante como si estuvieran perpe-tuamente alertas. Repuso con orgullo: —Aún estamos en pleno desarrollo.
Se había presentado a sí mismo un cuarto de hora antes, cuando Lucky y Bigman descendieron de la nave, como el guía personal que les había asignado el comandante Donahue.
Lucky comentó con buen humor:
—¿Guía o guardián, teniente? Va usted armado.
En las facciones del otro no pudo observarse ni una sombra de emoción.
—Todos los oficiales de servicio llevan armas, consejero. No tardará en comprobar que aquí van a necesitar un guía.
Pero pareció relajarse, y se revistió de los habituales sentimientos humanos al escuchar las admiradas alabanzas de los visitantes sobre el proyecto. Dijo:
—Claro que la ausencia de un campo gravitacional importante hace factible ciertos trucos de ingeniería que no darían resultado en la Tierra. Los pasillos subterráneos no necesitan prácticamente sustentación. Lucky asintió, y después dijo:
—Tengo entendido que la primera nave Agrav está lista para despegar.
El teniente guardó un momento de silencio. Su rostro volvió a despojarse de toda emoción o sentimiento. Después dijo ceremoniosamente:
—Primero les mostraré sus habitaciones. Se puede llegar a ellas con toda facilidad por medio de Agrav, si logro convencerles para que usen un pasillo Agrav...
—Oye, Lucky —llamó Bigman con repentina excitación—. Mira esto.
Lucky se volvió. Era un gato en pleno crecimiento, gris como el humo, con la mirada de solemne tristeza que suelen tener los gatos, y un lomo que se arqueaba fácilmente contra las curvadas piernas de Bigman. Estaba ronroneando. Lucky comentó:
—El comandante dijo que aquí les encantaban las mascotas. ¿Es ésta la suya, teniente? El oficial enrojeció.
—Es un poco de todos. También hay otros gatos. Llegan a veces en las naves de suministro. Tenemos algunos canarios, un periquito, ratones blancos y peces de colores. Cosas así. Sin embargo, no tenemos nada parecido a ese «sea lo que fuere» suyo. —Y sus ojos, al mirar rápidamente hacia el recipiente de la V-rana que Lucky llevaba bajo el brazo, lanzaron una chispa de envidia.
Pero Bigman no apartaba la vista del gato. En Marte no había vida animal, y los animalitos pedidos de la Tierra siempre tenían para él el encanto de la novedad. —Le gusto, Lucky.
—Es una gata —dijo el teniente, pero Bigman no le prestó atención. La gata, con la cola levantada en línea recta y sólo la punta colgando, pasó junto a él, girando bruscamente como para presentar un lado y después el otro a la suave caricia de Bigman.
Y entonces el ronroneo cesó, y en la mente de Bigman se introdujo una sensación de ardiente y febril impulso de caza.
Esto le ocasionó un pequeño sobresalto, hasta que se dio cuenta de que el gato había dejado de ronronear y se agazapaba ligeramente en la tensa postura de ataque dictada por sus antiquísimos instintos. Sus rasgados ojos verdes estaban fijos en la V-rana.
Pero la emoción, tan felina en sí misma, desapareció casi tan repentinamente como había llegado. El gato avanzó con lentitud hacia el recipiente de cristal que Lucky sostenía y miró curiosamente al interior, ronroneando de contento. Al gato también le gustaba la V-rana. Tenía que gustarle. Lucky dijo:
—Nos estaba usted informando, teniente, de que tendríamos que llegar a nuestra habitación por medio de Agrav. ¿Querrá explicarnos lo que eso significa?
El teniente, que también había estado contemplando cariñosamente a la V-rana, tomó aliento antes de contestar:
—Sí. Es muy sencillo. Aquí en Júpiter Nueve tenemos campos de gravedad artificial, igual que en cualquier asteroide o nave espacial. Están dispuestos en todos los pasillos principales, de un extremo a otro, de modo que se pueda caer por ellos en ambas direcciones. Es como dejarse caer por un agujero en la Tierra.
Lucky asintió.
—¿A qué velocidad se cae?
—Bueno, ésta es la cuestión. De manera normal la gravedad atrae constantemente y se cae cada vez con mayor rapidez...
—Razón por la cual le he hecho la pregunta —interrumpió secamente Lucky.
—Pero eso no ocurre bajo los controles Agrav. Agrav es en realidad Agrav: sin gravedad. La Agrav puede utilizarse para absorber energía gravitacional, para almacenarla, o transferirla. La cuestión es que se cae con rapidez uniforme, ¿comprende?, pero no mayor. Además, con un campo gravitacional en la otra dirección, incluso se puede aminorar la velocidad. Un pasillo Agrav con dos campos de seudogravedad es muy sencillo y ha sido usado como pasadera de una nave Agrav, que tiene un solo campo gravitacional. La Sección de
Ingenieros, donde están sus habitaciones, sólo dista unos dos kilómetros de aquí y el camino más corto es por el pasillo A-2. ¿Preparados?